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miércoles, 19 de febrero de 2020

Hernández sobre Tolstoi, traducido por Selma Ancira

Jorge F. Hernández es uno de los más destacados narradores mexicanos de los últimos años. En esta columna, publicada el pasado 9 de enero en el diario Milenio, de su país, comenta un libro de Lev Tolstoi, traducido por la mexicana Selma Ancira.



Ser bueno

Debemos a Selma Ancira una generosa biblioteca de traducciones indispensables; ya en griego o en ruso, ella se ha preocupado por llevar al castellano páginas, párrafos y palabras ya originalmente en cirílico o enraizadas en otra cultura milenaria no solo para que se lean en castellano y todos los acentos posibles del idioma español, sino quizá sin saberlo, reflejar nítidamente lo buen ser humano que es ella. Nada menos. Se llama Selma Ancira y ha dedicado una vida a la traslación, transubstanciación, transformación y todo lo que significa traducción de saberes y sueños para que todo lector con eñe entienda realidades distantes, paisajes increíbles, historias maravillosas o la simple imaginación ajena que se vuelve propia gracias al paso por el velo invisible de una traductora ejemplar. Aunque Selma ha sido reconocida y celebrada por su valiosa labor de años, el homenaje constante ha de ser los que la leemos a través de la prosa de un novelista griego entrañable o bien las intimidades más sabias de un abuelo ruso que parece sonreírnos desde un más allá más próximo, gracias a que parece que nos hablan en nuestro idioma.

Parece mentira inesperada que en un mundo donde se confirman cada vez más las andanzas y fechorías de tantos seres del Mal con mayúscula, aparezca como epifanía un libro hasta ahora inencontrable en español que resguarda como relicario o manual de paso a paso la vereda hacia el Bien, escrita y compilada por un hombre bueno que se llamó Lev Tolstoi y que Selma Ancira nos presenta en confianza. Un ser bueno se encerró en sus adentros para hilar un libro que reuniera aforismos, máximas, recomendaciones y reflexiones de los grandes filósofos de todas las culturas, los pensadores inconmensurables de todas las épocas, en un callado diálogo con Tolstoi que los fue hilando como quien redacta páginas que han de ser capítulos de alivio, pensamiento, memoria y más que propósito para una vida mejor.

Se llama El camino de la vida (El Acantilado, 2019), un luminoso sendero de veras donde el viejo Tolstoi fue licuando y coagulando un orden práctico y adorable de preceptos o pasos para llevar una vida de sana y respetuosa convivencia con los demás y la realidad, la naturaleza y vida que nos rodea, evitando los caminitos del odio, la carretera de la ira, el peñón de la envidia o los cañones de tanta maldad. El viejo se propuso escribir un vademécum con capítulos para cada día, hasta cumplir un mes, sorteando con simpleza práctica la definición de la fe, la soberbia, el esfuerzo, la palabra, el amor, los excesos, la muerte, la humildad y muchos otros principios, palabras, vistos como verbo o mejor aún, gerundios que han de ayudarnos a los seres buenos, a quienes buscan vivir sin joder al prójimo y caminan sin pisar a los próximos y construyen sin abuso y digieren en comunidad y aman de verdad y leen… leen… leen.

Lev Tolstoi murió fulminado en la estación de trenes de Astápovo en 1911 y pocos meses después apareció este libro que ahora llega a nuestro idioma gracias a los incansables empeños de Selma Ancira, quien además ha tenido la generosidad de respetar cada línea con apego a la edición original rusa, marcando o limpiando de ciertas manchitas de tinta que se le pegaron en las sucesivas traducciones al inglés, francés o italiano. Al hacerlo, ha logrado que la lectura no solo sea placer, sino holograma: parece que el viejo entrañable, de luenga barba y mirada absolutamente esteparia se para delante del libro y va deletreando en perfecto castellano los pasos ligeros de reflexión profunda que pueden ayudarnos a evitar todo Mal o por lo menso, aprender a sortearlos, en abono a la belleza, bondad y veracidad del sendero mejor para las almas unidas o en monólogo, el caminito de la serenidad a cada paso, la templanza y el sosiego, el saber por encima de tantas ignorancias y el sentir por encima de tanto descarado desalmado que hiere, lastima y mata al prójimo y al paisaje, al mundo entero y a todo lo etéreo por no saber leer una traducción que es simbólico tatuaje, un bálsamo para asumir un capítulo diario como dosificación del Bien mismo con mayúscula, tal como los fue hilando Tolstoi en su silencio y madrugada… tal como lo traduce enteramente Selma Ancira para llevarnos de la mano, y quizá entonces, llegar a ser como ellos.