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lunes, 5 de agosto de 2013

En respuesta al artículo del profesor Zaro

El artítulo del profesor Juan Jesúz Zaro, publicado consecutivamente en tres partes durante el 31 de julio y el 1 y 2 de agosto pasados, ha motivado en el Administrador de este blog las siguientes críticas y reflexiones.

¿Desafío? ¿Qué desafío? 

En la entrada correspondiente al 19 de julio pasado, apelando a una cita de una autora que reflexionaba sobre las traducciones de Camus al castellano, Marietta Gargatagli recordaba una serie de circunstancias cuyas consecuencias resultarían fundamentales a la hora de considerar el estado de la edición en Latinoamérica y España, y las consecuencias que éstas iban a tener sobre la traducción de obras al castellano: “En los Congresos de Editores de la América Española (sic) y de España, celebrados en Santiago de Chile en 1946 y en Buenos Aires en 1947, se acuerda considerar todo el ámbito del idioma español como un solo país en lo referente a las áreas idiomáticas, por lo que los contratos de traducción se hacen para toda el área lingüística.”

A continuación, Gargatagli observaba que “Invirtiendo el orden del párrafo, aunque como se verá no el orden de los argumentos, resulta curioso que los congresos de editores a los que se refiere el texto  sean los descriptos por Daniel Cosío Villegas, el fundador del Fondo de Cultura Económica, en ‘España contra América en la industria editorial’ (1949). El primero de ellos, el de Chile, fue una reunión de editores latinoamericanos que debía tratar, entre otros asuntos, los varios millones de dólares (de la época) que España adeudaba a las editoriales de América y las trabas administrativas y, sobre todo, la censura que imponía el fascismo desde 1938, antes incluso del fin de la guerra. Según Cosío: ‘El gobierno y los editores españoles no debían tener por entonces su conciencia muy tranquila, pues sin haber sido invitados a la Reunión de Chile ni habérseles notificada siquiera que se celebraría, en Santiago se encontraban por ‘casualidad’ tres importantes editores españoles y el secretario general del Instituto Nacional del Libro Español, es decir, un funcionario oficial del gobierno de España. Fueron invitados a asistir a una reunión privada con sus colegas hispanoamericanos, y aun cuando los españoles tenían derecho a suponer que éstos debían ser particularmente candorosos, puesto que habían tolerado durante siete años una situación lesiva a sus intereses y de una notoria injusticia sin decir una palabra, pronto se convencieron que pisaban un terreno deleznable, sobre todo cuando vieron reír sanamente a los hispanoamericanos ante todos los esfuerzos de los españoles para argumentar que en cuanto ocurría no había ni mala fe, ni culpa ni responsabilidad alguna que colgar a nadie como no fuera ‘la maldita suerte de cada quien’. Por eso, los españoles llegaron a admitir de mala gana que no podía ya diferirse una solución a la falta de pago de los libros hispanoamericanos.”

“En la reunión del año siguiente –prosigue Gargatagli–, en Buenos Aires, a la que los representantes españoles sí fueron invitados, se trató el tema de la deuda y sólo se obtuvo la promesa de un pago diferido dos años. Como el fundador del FCE observó, nadie desconocía que España tenía dificultades con la transferencia de divisas; sin embargo, tampoco nadie desconocía que no faltaban divisas para pagar derechos de traducción de autores extranjeros, comprar papel (17 millones de dólares) o satisfacer los contratos con los escritores nacionales. En resumen, para mantener una industria editorial que deslocalizada en parte —en Argentina se instalaron Espasa-Calpe, Juventud, Gili, Aguilar, Labor, Sopena— no estuvo ni un solo día inactiva pese al conflicto bélico; más aún, siguió vendiendo libros al 100 % del mundo castellano hablante mientras los editores latinoamericanos tenían que conformarse con el 60 % de ese espacio lingüístico porque no podían vender a España y cuando lo hacían no lograban cobrar. El compromiso firmado en Buenos Aires en 1947 no fue cumplido jamás”.

Dicho lo cual, podría afirmarse que sólo siendo muy deshonesto sería posible argumentar que las reglas del juego, hablando aquí desde una perspectiva estrictamente comercial, fueron desde siempre las mismas a uno y otro lado del Atlántico en el campo de la traducción literaria. Si uno continúa leyendo el muy fundamentado artículo de Marietta Gargatagli hasta el final, comprobará que España siempre jugó con las cartas marcadas. Por ello, resulta asombrosa, y hasta cierto punto hipócrita, la presunta sorpresa de los españoles a la hora de reflexionar sobre las relaciones traumáticas entre España y la Argentina en materia de traducción.

Sin embargo, que se pongan a hacerlo tiene algún mérito que sería justo reconocer. De ahí, entonces esta respuesta al artículo del profesor Juan Jesús Zaro, incluido como Capítulo 4 en Traducción, política(s), conflictos: legados y retos para la era del multiculturalismo (Granada: Comares, 2013). de M. C. C. Vidal Claramonte y M. R. Martín Ruano (eds.). 

II

El artículo del profesor Zaro, colgado en el blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, a lo largo de tres días consecutivos de la semana pasada, tal vez debiera leerse como uno de los primeros esfuerzos peninsulares por tratar de entender la asimetría de las relaciones entre lo que él llama “las industrias traductoras argentina y española”.

Lamentablemente, sus reflexiones carecen de un eje claro y parecen, más bien, un amontonamiento inorgánico de datos, opiniones ajenas y juicios de valor veladamente encubiertos que, al intentar abarcar muchos campos, terminan presentando numerosos flancos débiles de diversa índole. Trataré de detallar algunos.

En uno de los primeros párrafos de la primera parte, el profesor Zaro sostiene que, a diferencia de lo que ocurre entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, Portugal y Brasil, o Francia y Quebec, la “lengua de traducción ha sido puesta en cuestión, con mayores o menores matices, en el otro país receptor, esto es, la argentina en España y la española en Argentina”. La afirmación de la excepcionalidad española-argentina, que él apoya en su experiencia, es sólo parcialmente cierta. Vale decir, experiencias personales hay muchas y no todas coinciden con las del profesor Zaro. De hecho, en forma sistemática –y puede leerse en muchas entradas de este blog–, los traductores británicos se quejan amargamente de la manera en que los editores estadounidenses corrigen y deforman sus traducciones cuando se publican en los Estados Unidos. Más amargas todavía son las quejas de los traductores de Quebec, quienes, además, reclaman contra la hegemonía de los franceses a la hora de comprar derechos de traducción, impidiéndoles así acceder a la realización de traducciones en la propia versión del francés candiense, que no es el de Francia. Los argumentos parecen calcados de lo que ocurre en el caso de los argentinos que traducen para España y de los problemas con los que se encuentran los editores argentinos a la hora de competir con sus pares españoles. Entonces, las experiencias dependen del lado del mundo en el que uno se encuentre y del dinero que se tenga. 

En segundo lugar, como bien declarara en más de una ocasión el traductor español Miguel Sanz, durante décadas el castellano de España y las distintas realizaciones latinoamericanas de la lengua se comprendieron sin mayores problemas a ambas márgenes del Atlántico. El problema empezó más recientemente, cuando dejó de haber una idea culta del castellano y cuando, sobre todo en España, los traductores, acaso alentados por editores venidos del la administración de empresas y el marketing, empezaron a traducir como se hablaba en sus barrios sin considerar que esos libros viajarían muy lejos del lugar donde habían sido publicados. Tal circunstancia –de la que, por cierto, se quejan los mismos españoles que viven fuera de Madrid o Barcelona– fue leída desde aquí como una pretensión imperial, aunque el tiempo permite mitigar esa suposición, llevándonos a considerar que se trata solamente de ignorancia, estupidez y soberbia, todas cualidades propias de los nuevos ricos.

III

Entre los argumentos de los que va a servirse el profesor Zaro para juzgar la situación de estas conflictivas relaciones, destaca la noticia de la novedosa circulación en España de versiones de Shakespeare traducidas en Latinoamérica. Digamos que, para nosotros, nunca fue una novedad leer a Shakespeare traducido en España, lo cual ya estaría marcando una gran diferencia. De hecho, hemos tolerado largamente los muchos despropósitos de Moratín y de Astrana Marín, quienes nos han ofrecido un palídisimo reflejo de lo que es Shakespeare.

Ahora bien, el dato que nos brinda el profesor Zaro, que se pretende objetivo, viene teñido por su propia evaluación de la calidad de las traducciones. Así, lamentándose por la falta de circulación en la Península de la colección “Shakespeare por escritores”, dirigida por Marcelo Cohen, se permite señalar que hay allí versiones “tan meritorias e interesantes como Hamlet del español exiliado en México Tomás Segovia, Macbeth del chileno Armando Roa, Cimbelino del argentino César Aira o la selección de Sonetos traducidos por el colombiano William Ospina, al lado de otras, a mi juicio menos conseguidas”. Esas versiones “menos conseguidas” –comentario acaso impertinente en el marco de su exposición– son las firmadas por la uruguaya Circe Maia, el mexicano Pedro Serrano, los argentinos Andrés Ehrenhaus, Daniel Samoilovich, Mirta Rosenberg, Arturo Carrera, Martín Caparrós, etc., para no mencionar al propio Cohen. La pregunta es, en primer lugar, si efectivamente las leyó. Luego, ¿cuál era la necesidad de abrir un juicio cuando, en el contexto de la nota, éste no era necesario? ¿O se trataba de abrirlo para justificar la ausencia de circulación de la colección en cuestión? En todo caso, si esas versiones le parecieron deficientes, hubiera hecho falta una explicación más pormenorizada. Sin embargo, si la hubiera incluido, se habría hecho evidente la falta de equilibrio del artículo en cuestión que, insisto, trata de demasiadas cosas sin la debida profundidad, avanzando de ese modo a los bandazos.

Para concluir con este tópico, si bien Miguel Ángel Montezanti publicó una versión completa de los Sonetos de Shakespeare previa a su experimento de traducción al rioplatense, sólo este último merece atención por apartarse de una supuesta “norma” castellana. Otro tanto ocurre con la versión del crítico y poeta Rafael Squirru. Vale decir, una traducción argentina se vuelve visible para el lector español cuando, por tratarse de su adaptación para la escena local o por presentar irregularidades respecto de lo que se supone debe ser “el” castellano. Acaso por ello, a la hora de historiar traducciones argentinas de Shakespeare, la lista que ofrece el profesor Zaro resulte un tanto mermada. Faltan, entre otras, las versiones de Bartolomé Mitre, Guillermo Whitelow, Manuel Mujica Láinez, Alfredo Martínez Howard, Javier Adúriz, Carlos Gamerro, Alejandro Beckes, etc. Y si se arguyera acá que la idea no era trazar una historia de la traducción de Shakespeare en la Argentina, podría retrucarse que entonces no se entiende por qué tanto detalle en las menciones de las ediciones de Colihue y Losada, con enumeración de traductores incluida. ¿Será acaso porque son ésas las que conoce el profesor Zaro? Si no es así, haría falta una explicación de otro orden.

IV

Para abonar sus argumentos, el profesor Zaro da cuenta de tres noticias no literari referidas al campo de la traducción que, en su momento, causaron un cierto revuelo en España.

La primera se refiere a la apertura, en Buenos Aires, del Museo de la Lengua, institución dependiente de la Biblioteca Nacional de la Argentina, sobre el cual, se señala, no tuvo noticia la Real Academia Española. Este blog se ocupó largamente de la cuestión, señalando la impertinencia de los comentarios vertidos por los medios peninsulares sobre un acto del todo soberano de un país independiente. La Real Academia, muchas de cuyas decisiones ni siquiera son colegiadas con las academias americanas, nada tiene que hacer aquí. Tampoco la Embajada de España. Ni el Real de Madrid, el Barcelona –con o sin Messi–, Joselito o los Parchís.

La segunda tiene que ver con las trabas aduaneras impuestas a la producción editorial española. Más allá de todas las voces que se alzaron invocando una libertad de expresión detrás de la cual habría apenas preocupaciones de naturaleza económica, lo cierto es que la falta de reciprocidad entre el volumen de libros que Argentina importa desde España respecto del volumen de libros que España importa desde la Argentina resulta llamativa. Basta visitar cualquier librería española y cualquier librería argentina para percibir palmariamente ese desequilibrio. Y lo peor es que, en muchos casos, los libros que vemos en las librerías locales son el excedente de lo no vendido en España, artilugio que las filiales argentinas llevan a cabo para así ayudar a disimular el déficit de ventas de las casas matrices. A éstas, de este modo, los números terminan cerrándoles y la basura se esconde debajo de esa alfombra que para muchos ejecutivos españoles era, hasta el comienzo de la crisis española, Latinoamérica. Y el verbo va en pasado porque, crisis mediante y con la progresiva quiebra de muchas editoriales peninsulares, Latinoamérica vuelve a ser un mercado importante. Que la Argentina haya puesto trabas a esa estrategia espuria plantea un precedente inquietante para los amigos españoles. Tal vez si México, Colombia y Chile siguieran ese ejemplo a más de uno se le bajarían los humos y se cuidaría mucho más de invocar razones morales y pseudo filosóficas donde lo único que en verdad cuenta es el bolsillo.

El tercer ejemplo se basa en un artículo publicado en este blog por Andrés Ehrenhaus sobre cómo los medios españoles “tradujeron” al castellano lo que Messi dijo en su variante rosarina. Es evidente que se trata de una falta de respeto, y quien lo señala es un argentino residente en España desde hace más de treinta y cinco años. Habría sido bueno que algún español se hubiese manifestado al respecto. 

El profesor Zaro sigue con sus ejemplos referidos a los cuestionamientos que desde la Argentina se le han hecho a la gangsteril hegemonía española sobre la lengua y se refiere sumariamente a la polémica planteada entre el uruguayo Ricardo Soca y la Real Academia, vía un abogado de Planeta devenido en matón. También al número especial de la revista Ñ, producido y editado por el administrador de este blog, donde un medio de circulación masiva se preguntó con todas las letras de quién es el castellano. Luego, a las frecuentes y criteriosas intervenciones de Silvia Senz Bueno, co-autora de El dardo en la Academia, un brillante trabajo sobre esa institución española y sus muchas utilizaciones políticas de la lengua y malversaciones a través del tiempo. Asimismo, a los dichos del editor español Manuel Borrás, quien tuvo la valentía de admitir lo que la mayoría de sus colegas niega, lo cual el profesor Zaro parece reprocharle.

No es todo. El profesor Zaro dedica, asimismo, un párrafo especial para este blog y su administrador: “Estas críticas adquieren a veces tintes particularmente agresivos desde páginas tan señaladas como la del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires publicada por Jorge Fondebrider”. Y es cierto, esta página “tan señalada” ha sido en más de una oportunidad agresiva, pero no contra España, sino contra la estupidez en general, de la que no están exentos muchos argentinos, chilenos, mexicanos, ingleses, franceses, rusos, chinos, congoleños y también españoles. Sin embargo no son ni los argentinos, ni los chilenos, ni los mexicanos, ni los ingleses, ni los franceses, rusos, chinos o congoleños quienes se arrogan el derecho de querer legislar sobre nuestra lengua, como si eso fuera posible. Fuerza es admitir que esas bravatas no vienen de Latinoamérica, sino de España. Y dado el número de estupideces que nos llegan de la Real Academia, de la Fundeu, del Banco Santander, de Telefónica, del diario El País, Arturo Pérez Reverte, el PP, Rajoy, ese rey que visita amantes en motocicleta y caza elefantes o el yerno real que pone cara de yo-no-fui, no queda otro remedio que confesar que esa versión de España resulta irritante. Y se convierte en blanco de nuestro mal humor porque interfiere a diario en aspectos insospechados de nuestras vidas. Esa versión de España es el país de los pelandrunes con ínfulas, de los vivillos que pretenden sacar alguna tajada económica de nuestra propia corrupción, de los zoquetes diplomados que sólo ven la paja en el ojo ajeno.

Sin embargo, quisiera dejar en claro que la presunta agresividad de la que se acusa a este blog, no está dirigida a la otra España; vale decir a aquélla que es apenas uno más de los tantos países que hablan el castellano, que ha sabido mantener un diálogo de igual a igual con nosotros y que es la patria de Miguel Sanz, Manuel Borrás, Silvia Senz Bueno, Yolanda Morató, Elena Medel, Juan Gabriel López Guix, Juan Bonilla, Olivia de Miguel, Javier Marías, José María Álvarez, Érika García,  Ricardo Ramón, Eduardo Mendoza, Lidia Blanco, Luis Felipe Alegre y tantísima otra gente inteligente, honesta y generosa.

Y vuelvo al principio: me parece muy bien que desde España se empiece a reflexionar sobre estas cuestiones. Era hora. No importa que ello ocurra cuando, como durante la dictadura franquista, cuando los recibíamos y les matábamos el hambre, ese país parezca hoy volver a necesitar de nosotros para sobrevivir.

Luego, sería igualmente deseable y justo que ese mismo empeño en reflexionar sobre nosotros lo pusieran en tratar de justificar y disculparse por las muchas injusticias pergeñadas por la industria editorial española en Latinoamérica, que van desde la desleal práctica del dumping a las políticas mafiosas de traducción, pasando por otras lindezas similares.

Acaso el trabajo del profesor Zaro, con todos sus defectos, sea una buena oportunidad para la discusión y para tratar de llegar a alguna forma de entendimiento entre provincias de una misma lengua.    











viernes, 2 de agosto de 2013

El «desafío» austral (III)

Tercera y última entrega del artículo de Juan Jesús Zaro, incluido como Capítulo 4 del libro Traducción, política(s), conflictos: legados y retos para la era del multiculturalismo (Granada: Comares, 2013). de M. C. C. Vidal Claramonte y M. R. Martín Ruano (eds.). En esta parte se habla del comienzo de una nueva etapa y de un posible déficit de credibilidad de la marca España, también del desinterés español por el estudio de la historia de la traducción hispanoamericana y, en particular, argentina. Finalmente, y no podía ser de otra manera, surge el tema económico y sus alternativas.

El «desafío» austral: las relaciones entre
las industrias traductoras argentina y española
(III)

Hasta el momento, la industria traductora española, y con ella sus traductores, detentan la exclusividad de traducción de las obras de ficción, sobre todo de la más reciente y, por ende, actúan como «consagradores» de escritores y obras extranjeras en todo el universo hispanohablante, la misma labor que desempeñó la industria argentina cuando Buenos Aires fue el centro de la la traducción literaria al español (Larraz 2010: 86).

Si nos encontramos, por tanto, en los albores de una nueva etapa, convendría analizar cuáles son sus causas. Por un lado, el reciente cuestionamiento de las traducciones procedentes de nuestro país sería una señal más del cacareado «déficit de credibilidad» de la marca España, en este caso de una de sus industrias más exportables.

En otras palabras, del progresivo debilitamiento de España como referente cultural o, si se prefiere, del deseo de los argentinos de reconstituir la relación con nuestro país en términos de igualdad. Pero también podría leerse como una reacción más del nacionalismo cultural tan tradicional en Argentina desde los tiempos de Sarmiento y Gutiérrez y todavía tan presente en la sociedad actual, deseosa de reafirmar su condición de país emergente y de prestigiar en todo lo posible la variedad lingüística rioplatense para convertirla en lengua de cultura, a la misma altura que el «castellano peninsular», que, de momento, sigue siendo el modelo «culto» para el resto de países de la América hispana, y que no ha sido, de momento, desbancado. Y cito aquí las palabras de Bourdieu (1985), quien señaló que la legitimación de la lengua estándar no sería posible sin la aquiescencia de la población a que se dirige la planificación, cuya complicidad es imprescindible para perpetuar las relaciones de poder.

No se trata tampoco de nada nuevo en la historia cultural de Argentina. El poeta Juan María Gutiérrez, citado por Catelli y Gargatagli (1998:365), decía en 1837 en Buenos Aires:

Nula, pues, la ciencia y la literatura española, debemos nosotros divorciarnos  completamente con ellas, emanciparnos a este respecto de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en política, cuando nos proclamamos libres. Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma; pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa. Para esto es necesario que nos familiaricemos con los idiomas extranjeros, y  hagamos constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto en aquéllos se produzca de bueno, interesante y bello.

Y Borges, citado por Waisman (2005:23), señalaba más o menos un siglo más tarde: «La historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España».

Esta es una diferencia notable con el nacionalismo quebequés, que reivindica, aún con grandes matices, el papel de la metrópoli y hasta su intervención política frente al Canadá anglófono. Podría decirse, como señaló en su momento Annie Brisset con respecto a la postura más ortodoxa del nacionalismo de Québec, que esta actitud refuerza el aislacionismo y la falta de curiosidad hacia todo tipo de alteridad. Sin embargo, desafortunadamente, este es también, en el fondo, el mismo tipo de comportamiento que se puede achacar a las decisiones editoriales tomadas en España desde hace mucho tiempo, que han pasado por alto, o no han hecho prácticamente nada, por oír las necesidades del público lector del otro lado del mar. Es también sintomático, a este respecto, comprobar los escasísimos estudios e investigaciones académicas desde España sobre la historia de la traducción en Hispanoamérica, las traducciones hispanoamericanas y argentinas, en particular, y sus relaciones entre sí y con nuestro país, desde una perspectiva sociológica. Este «desafío», o expresión de resistencia, como hemos dicho, es un fenómeno singular, que de momento se circunscribe a Argentina, pero que podría extenderse a otros países hispanoamericanos decisivos, como México o Colombia.

Por otro lado, desde un punto de vista comercial, Argentina constituye un mercado importantísimo para la industria traductora de España, un aspecto de la política cultural y editorial española al que pocas veces se alude (11). El bloqueo de libros de importación que se ha mencionado antes está claramente relacionado con este asunto. Según una nota aparecida en la página del Club de traductores literarios de Buenos Aires (edición del domingo 2 de octubre de 2011) las ventas de libros traducidos en España en Argentina hasta el mes de agosto de dicho año ascendían a 32 millones de euros. Hay también, por tanto, en la postura nacionalista recién descrita, una motivación económica indudable. La industria editorial argentina quiere renacer, y con ella la traducción y los traductores, y rescatar a su propio público lector, sometido, según las opiniones más radicales, como hemos visto, a un proceso intolerable de «colonización» lingüística inapropiado para la época que vivimos. Ya se han oído voces en los blogs y páginas web citados que abogan por la compra de derechos de traducción de obras extranjeras, sobre todo de obras de ficción, por parte de las editoriales argentinas; algo que sólo podrán hacer si sus presupuestos, y las editoriales españolas, siempre que mantengan su actual potencia económica, se lo permitan. Esto tampoco es una novedad: en el primer congreso de editores de América Latina, España y Portugal, celebrado en Buenos Aires en 1947 (Larraz 2010: 171), se propuso que los derechos de traducción y autoría resultasen indivisibles para todos los países de habla española, lo que, en aquellos momentos, hubiera favorecido especialmente a la industria argentina.

El otro asunto por resolver sería el carácter de las traducciones hechas en Argentina. La primera modalidad de traducción descrita por Willson (traducir a la variedad  rioplatense) no parecería una solución totalmente satisfactoria y, de hecho, hoy en día es practicada de forma minoritaria (Fólica y Villalba 2011: 260). Su ámbito estaría naturalmente limitado a Argentina y a Uruguay, un territorio demasiado estrecho que, además, aislaríaal país del Río de la Plata del resto de Sudamérica. La alternativa, traducir a un castellano «cuidado y neutro», al estilo de las traducciones de los cuarenta y cincuenta, que es, en realidad, lo que las editoriales argentinas llevan intentando hacer desde hace muchos años (12), obtendría, con toda seguridad, una mayor proyección. A diferencia de España, donde, al menos en la traducción de novelas, no se cuestiona en la práctica el uso de la variedad nacional, los traductores argentinos se mueven desde hace tiempo, sobre todo en géneros como el ensayo, en un terreno «desterritorializado» impulsado desde las editoriales con el objetivo de ampliar sus cuotas de mercado, especialmente en Sudamérica.

En todo caso, la posibilidad de que se imponga el criterio de fluidez (Venuti 1995) sobre todos los demás y se terminen haciendo dos versiones de la obra traducida, una para España, en castellano «peninsular», y otra para Latinoamérica, en castellano «neutro», no parece desearla nadie. Pero, para evitarla, editoriales y públicos de ambos lados del Atlántico tendrían que ser en el futuro menos refractarios a las traducciones procedentes del otro lado del mar, y también a proyectos «híbridos» al estilo del de «Shakespeare por escritores» (13). Quizá, también, habría que replantear la idea de un espacio comercial único para el libro en lengua española que incluyese los derechos de traducción y la  distribución de obras traducidas. En todo caso, sea lo que depare este futuro, lo cierto es que España y su industria traductora no pueden continuar en su ensimismamiento con respecto a este y otros fenómenos contemporáneos. El «desafío» planteado desde Argentina, aunque pueda parecer más ruido que nueces, requiere una respuesta, y ésta no puede ser ni el silencio ni el desdén, enseguida interpretados desde allí, sin mucho fundamento, como arrogancia, imperialismo, más económico que cultural, o un anticuado afán colonizador.

Como señalaba Nora Catelli (2012) en la reseña del libro Otras Asias de Spivak, en el colapso de su imperio, en los inicios del siglo xix, España conservaba el poder, pero no la autoridad, a diferencia de Francia y Gran Bretaña en el ocaso de sus respectivos imperios coloniales. No la recuperó, y a pesar de los arrestos, un poco patéticos, del panhispanismo actual, ya no puede recuperarla, ni tiene por qué. Argentina, cuyo «campo» literario, en términos de Bourdieu, ha sido siempre relevante en relación con el de otras literaturas nacionales sudamericanas y está dotado de una fuerte idiosincrasia propia, estaría buscando legítimamente una mayor autonomía y simetría con respecto al español, hasta ahora excesivamente determinante en el subcampos específico de la traducción. Si, hasta ahora, España ha detentado en este espacio una posición predominante, sin competencia, al menos en cuanto a los números se refiere, aspectos como la debilidad económica que parece estarse instalando en nuestro país, el incuestionable carácter «transnacional» del castellano, el ya mencionado «déficit de credibilidad» de la «marca» España, los nuevos formatos de edición electrónica, que rompen con los canales de distribución tradicionales, y la presunta falta de sensibilidad o empatía de los editores y traductores de nuestro país hacia el público no español, son elementos que habrá que examinar y sopesar a la hora de rediseñar el futuro de la industria traductora de España.


NOTAS:
(11) Sin embargo, Argentina, que recibe el 6,2% del total de libros exportados desde España, no es el primer receptor de libros españoles, sino el quinto, tras Francia (que recibe el 25,5%), Portugal (el 10,00%), México (el 12,1%) y Reino Unido (el 8,4%). Los libros importados de Argentina a España constituyen sólo el 0,5 del total, aunque debe tenerse en cuenta que muchos títulos traducidos en España se imprimen en Argentina o en países cercanos, por lo que no constan en España como exportaciones. Son datos de 2010 del Anuario de Estadísticas Culturales publicado  on line  por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España.

(12) Véase el trabajo de Laura Fólica y Gabriela Villalba, «Español rioplatense y  representaciones sobre la traducción en la globalización editorial», citado en la bibliografía.

(13) Iniciativas como la impresión en España de obras de ficción clásicas traducidas y  editadas en Argentina contribuirían a ello. Un ejemplo reciente es la edición española del Retrato del artista adolescente de James Joyce traducido por Pablo Ingberg y publicado por Losada en enero de 2012.

BIBLIOGRAFÍA
Bourdieu, Pierre. (1985) ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: Akal.

Castro, Américo. (1971) Iberoamérica, su histori y su cultura (cuarta edición). Nueva York: Holt, Rinehart and Winston.

Catelli, Nora. (2012) «Es el imperio, estúpido/a». Reseña a Otras Asias de Gayatri Chakravorty Spivak. Babelia. Suplemento cultural de El país. 17-03-2012, p.15.

Catelli, Nora y Marietta Gargatagli. (1998) El tabaco que fumaba Plinio. Barcelona: Ediciones del Serbal.

Diego, Jose Luis de. (2004) «Políticas editoriales e impacto cultural en Argentina (1940-2000)». En: Congreso internacional de la lengua española de 2004 (Rosario). http://congresosdelalengua.es/rosario/ponencias/internacional/diego_j.htm.
 Última consulta: 11-03-2012.

Fólica, Laura y Gabriela Villalba. (2011) «Español rioplatense y representaciones sobre la traducción en la globalización editorial». En: Andrea Pagni, Gertrudis Payàs y Patricia Willson (coordinadoras) 2011. Traductores y traducciones en la historia cultural de América Latina. México: Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 251-266.

García, Eustasio Antonio. (1965) Desarrollo de la industria editorial argentina. Buenos Aires: Fundación interamericana de bibliotecología Franklin.

Larraz, Fernando. (2010) Una historia transatlántica del libro. Relaciones editoriales entre España y América latina (1936- 1950). Gijón: Trea.

Pomeraniec, Hinde. (1999) «Nuevas palabras para Shakespeare». Ñ. Revista de Cultura.
12/12/1999. http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/1999/12/12/e-00311d. htm. Última consulta: 6/12/2012.

Pym, Anthony. (1998) Methods in Translation History. Manchester: St. Jerome.

Rama, Ángel. (1982) Transculturación narrative en América Latina. México: Siglo XXI.

Ramírez Gelbes, Silvia. (2011) «Correctores, periodistas y la Academia Argentina de Letras: amores y desamores». En: Senz, S. y M. Alberte (eds.) 2011. El dardo en la Academia. Barcelona: Melusina. pp. 551-590.

Rosenberg, Mirta y Daniel Samoilovich. (2000) «Prólogo» a William Shakespeare. Enrique IV. Primera parte. Buenos Aires: Norma Editorial, pp. 9-13.

Senz, S. (2011) «¿Qué metrópoli?» Ñ. Revista de Cultura. 2/09/2011. http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Politica_de_la_lengua_0_547745229.html

Senz, S. y M. Alberte, eds. (2011) El dardo en la Academia. Barcelona: Melusina. Valle, José del. (2011) «Política del lenguaje y geopolítica: España, la RAE y la población latina de Estados Unidos». En: Senz, S. y M. Alberte (eds.) 2011). El dardo en la Academia. Barcelona: Melusina. pp. 551-590.

Venuti, Lawrence. (1995) The Translator’s Invisibility. Londres: Routledge.

Waisman, Sergio. (2005) Borges y la traducción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, editora.


Willson, Patricia. (2004) La constelación del sur. Buenos Aires: Siglo XXI editores.

jueves, 1 de agosto de 2013

El «desafío» austral (II)

Segunda entrega del artículo de Juan Jesús Zaro, incluido como Capítulo 4 del libro Traducción, política(s), conflictos: legados y retos para la era del multiculturalismo (Granada: Comares, 2013). de M. C. C. Vidal Claramonte y M. R. Martín Ruano (eds.). Aquí se habla de varias manifestaciones de independencia lingüística por parte de los argentinos, de una supuesta sorpresa por parte de los españoles, del rechazo de los lectores locales a las traducciones peninsulares, de la poca atención que prestan los traductores españoles al castellano de los públicos que van a leerlos fuera de España y  de la variedad del castellano utilizada por los traductores argentinos.

El «desafío» austral: las relaciones entre
las industrias traductoras argentina y española
(II)

 Me referiré ahora a las otras tres noticias, no estrictamente literarias ni relacionadas directamente con la traducción, sucedidas en los últimos meses en Argentina o fuera del país, pero que tienen que ver con él. Para la primera cito a Francisco Javier Elena, que el pasado 14 de octubre de 2011 publicó lo siguiente en el blog El confidencial digital (7):

El pasado mes de noviembre, Cristina Fernández de Kirchner inauguró en Buenos Aires el Museo del Libro y de la Lengua. Es el primer centro de este tipo que se abre en la  América hispanoparlante. Inspirado en el Museo de la Lengua Portuguesa de São Paulo, allí donde el original brasileño adjetiva para que no haya duda, el museo argentino prefiere una vaguedad nada inocente. Y no es inocente por el modo como se ha llevado a cabo el proyecto, por las declaraciones que lo han acompañado y por los propios fondos que se exhiben. Según informó El Mundo, la Real Academia Española no tenía conocimiento de la creación del museo, no se le consultó nada y, por supuesto, no recibió ninguna invitación para el acto inaugural (…) Cristina Fernández dijo en la inauguración: «Estamos muy contentos de estar inaugurando este nuevo espacio en un país que sufrió mucha agresión cultural de todo tipo». Ahí ya tenemos bastante información implícita. Por si no estuviese clara, la directora del museo, María Pía López, concretó un poco más en el ámbito del idioma: «Hay algo que es necesario discutir todavía: la pretensión durante muchísimo tiempo de que España funcionara como centro rector de la norma estándar de la lengua.»

La segunda noticia, que refleja otro suceso reciente, acaecido el pasado mes de septiembre de 2011, fue la detención de miles de libros de importación (muchos de ellos españoles) en la aduana de Buenos Aires, un hecho que no es nuevo en la historia de las relaciones intelectuales entre España y América Latina (Larraz 2010: 186). Las posibles razones de esta detención se explicaban en una crónica de Javier Lewkowicz publicada en Página 12 (8):

En 2010 se comercializaron en Argentina 75,5 millones de libros. La industria gráfica imprimió en talleres nacionales sólo 16,7 millones, de manera que fueron importados 59,8 millones, casi el 80 por ciento del total. La baja participación de la industria nacional y el desajuste comercial que esa situación provoca hizo que el Gobierno, de forma similar al mecanismo utilizado en otros sectores, frenara, al menos temporalmente, las importa ciones y forzara de ese modo a negociar a los empresarios (…) Para un editor extranjero, es más rentable realizar la impresión en el exterior que encargarla a empresas nacionales, ya que los libros importados están exentos de IVA, mientras que los materiales que utiliza la producción nacional están gravados, lo que impacta de forma negativa sobre la  competitividad local. Las multinacionales españolas y de otros países que operan en el país imprimen en China, Uruguay y Chile.

Y, finalmente, la tercera noticia es una anécdota sucedida a este lado del Atlántico. Cito al conocido traductor argentino afincado en Barcelona Andrés Ehrenhaus y su artículo «Traducir a Messi», reproducido en la página web del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (18/01/2012), con ocasión de la entrega del «balón de oro» a Lionel Messi en Zurich el pasado mes de enero de 2012.

Messi dijo ante el público: «Xavi, es un honor jugar con vos, vos también te lo merecés». Doblemente sorprendente resultó advertir, en cambio, que no solo los periódicos y medios ranciamente castellanos se dedicaban a traducir del rosarino al español sino que los dos principales referentes mediáticos de Cataluña y, por ende, adscritos sin condiciones al Barça, se abocaban a lo mismo. En la edición correspondiente del Mundo Deportivo, tanto real como virtual, se podía (y todavía se puede, claro) leer en letras de molde esta emotiva frase: «Xavi, es un honor jugar contigo, tú también te lo mereces». También el Sport, el otro periódico deportivo de referencia en Cataluña, tradujo las palabras de Messi; en cualquier caso, la sorpresa doble se debe a que ambos medios —redactados, eso sí, en castellano— parecen, quizás por exigencias del target, algo más sensibles al ninguneo y la prepotencia jerárquicas de la meseta en cuestiones de lengua y, por tanto, más predispuestos, en principio, a aceptar variedades lingüísticas como, por ejemplo, el rosarino messiano.

Estas cuatro breves referencias son muestras, a mi juicio bastante reveladoras, de la actual postura argentina en relación con el castellano, si bien la última demuestra también,con toda claridad, cierta actitud residual española hacia el castellano argentino.

Podrían citarse otras noticias relacionadas, como el cúmulo de críticas y protestas surgidas en Argentina contra la Academia y su pretendido prescriptivismo, que desde los medios del país rioplatense (prensa digital, periódicos, blogs, etc.) se han venido  sucediendo con inusitada crudeza desde hace unos meses, sobre todo a partir de la disputa entre el uruguayo Ricardo Soca desde su página web  el castellano.org  y la RAE (recuérdese que Soca reivindicó el libre acceso a los contenidos de las publicaciones editadas por la Real Academia). Desde los medios oficiales de nuestro país se ha mantenido un discreto, y quizá excesivo, silencio ante estos comentarios, con alguna excepción como la del autor y académico Arturo Pérez Reverte que confirmó en Twitter que «hay una ofensiva de demagogia y política en la Argentina respecto a la RAE y el español» según público Ñ. Revista de Cultura (24/03/2012). Pero también se ha oído alguna que otra voz discrepante con las palabras de Pérez Reverte, como la de la lingüista Silvia Senz, cuyo nombre suele unirse sistemáticamente a las protestas antiacademia de los medios argentinos. Senz (2011) escribe:

(La) concepción genealógica y dinástica de las lenguas es la que convirtió el castellano centro-norteño en la única modalidad geográfica en que se basaría la norma académica durante siglos. En el periodo poscolonial, todas estas creencias contribuyeron a cimentar
la idea de que ‘las hablas criollas americanas eran formas degeneradas de español’ que, desamarradas de España, irían distanciándose del tronco común hasta hacerse  irreconocibles e inútiles como lenguas de cultura, y alimentaron la certeza de que, para evitar taldestino, era necesario someterlas a control, una labor que sólo podía seguir ejerciendo la Real Academia Española, como depositaria y garante de la lengua genuinamente española: la de Castilla, que, por su antigüedad y pureza, conservaba las esencias del idioma.

Pero volvamos, de nuevo, al ámbito de la traducción. Un paseo por las gigantescas y bien surtidas librerías bonaerenses nos demuestra sin lugar a dudas que la mayor parte de la literatura extranjera que leen los argentinos está traducida en España y recogida en libros bien importados o bien impresos en ediciones específicas para Argentina, más baratas (por ejemplo, la calidad del papel es mucho peor) que las que se pueden adquirir en España. Sin embargo, las airadas reacciones contra la maquinaria prescriptivista de la Academia española recién mencionadas incluyen también críticas hacia estas traducciones e incluso han surgido «blogs» como Iberiado, que podrían evidenciar un menor grado de tolerancia en la actualidad hacia el castellano peninsular como lengua de traducción. Se trata de un curioso blog sobre «españolismos literarios» donde se disecciona el significado, indescifrable para los sudamericanos en general, de palabras españolas actuales como «pijo», «canguro» y de expresiones coloquiales como «de buten», «del copón» o «para más inri», empleadas en traducciones hechas en España. Estas críticas adquieren a veces tintes particularmente agresivos desde páginas tan señaladas como la del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires publicada por Jorge Fondebrider. En un pequeño artículo titulado «Basta de pollas y gilipollas, queremos pijas y pelotudos», (13/01/2012), un lector anónimo escribe:

Los lectores argentinos apreciamos mucho el hecho de que nuevamente se consigan en Argentina libros importados, especialmente porque la mayoría de las editoriales no los vende al mismo precio que en Europa, sino que tienen un precio competitivo con los editados en Argentina. Se trata de políticas de los grandes grupos editoriales que prefieren vender los libros más baratos aquí, antes que perder un mercado importante. Estas complejas políticas editoriales nos favorecen gracias a una peculiar alineación de los astros. Pero la emoción ante la ampliación de la oferta editorial en Argentina, se disipa ante las traducciones españolísimas que pueden llegar a opacar el placer de la lectura. El nuevo libro de Tom Wolfe, Yo soy Charlotte Simmons, es un buen ejemplo. Que un libro que afuera se cobra venticinco euros ($90) pueda conseguirse en Argentina a $39 alegra a cualquiera, pero los coños, las pollas, los gilipollas, los hijoputa frustran la lectura de hasta el más fervoroso lector. En definitiva, lo que no se puede comprender es por qué no se realizan traducciones más neutras si el mercado es tan importante como para venderle a precios preferenciales. De hecho Argentina y México son los mayores compradores de libros fuera de España. No está bueno leer un pasaje erótico de un libro con un diccionario de españolismos en mano para advertir cuáles son las partes del cuerpo aludidas.

En otro artículo reproducido también en la página del Club, «Traducir», (17/01/2012), Diego Fischerman expresaba también sus quejas, pero en este caso con cierta resignación, a propósito de la traducción de la novela de Jonathan Franzen Libertad, publicada en España por Salamandra:

Me parece que no es la mejor novela de todos los tiempos pero sí una muy buena novela. Pero no es a eso a lo que voy sino a sus jóvenes «enrollados», a su música «súper guay» y, por supuesto, a sus «capullos» y «gilipollas» distribuidos de manera pareja a lo largo de más de 600 páginas. A la molestia inicial frente a los modismos españoles para traducir modismos estadounidenses juveniles, sobrevino una pregunta. ¿Habría una  alternativa mejor? Finalmente, los dialectos urbanos de Madrid ya son casi convencionales. Es posible que entienda más el «gilipollas» o el «soplapollas» que algún equivalente  dominicano o del Perú. Preferiría (y en realidad no estoy demasiado seguro) el local «pelotudo» pero entiendo que sería incomprensible o por lo menos violento para la gran mayoría de lectores en español de todo el mundo. Y tampoco sería deseable un neutro y educado español para la traducción de la acalorada puteada de un matrimonio en crisis o de dos amigas al borde del ataque de nervios.

Por otra parte, el prestigioso editor español Manuel Borrás (Pre-textos) respondía así a las preguntas de Jorge Fondebrider en Ñ. Revista de Cultura (13/10/2011):

—Luego, la mayoría de las editoriales españolas no traducen para la lengua, sino para el barrio y nos tiran por la cabeza libros incómodos e incluso ilegibles que ni siquiera tienen corrección de estilo en las filiales latinoamericanas.
—Es cierto. Y es una demostración de soberbia pensar que el único español válido sea el de 40 millones de ibéricos contra el de 360 millones de hispanoamericanos. Además, es ridículo. Mi generación se ha educado leyendo traducciones mexicanas y argentinas.

La afirmación de Borrás puede ser totalmente cierta, pero no puedo dejar de recordar que las traducciones a las que se refiere el editor respondían en gran medida al modelo de castellano que ahora se pone en cuestión. En esta «época de oro» (sobre todo los años finales de la década de los cuarenta y los primeros de la de los cincuenta (9) de la edición en Argentina, donde se llegó a exportar el 70% de la producción (Larraz 2010: 83), participaron tanto traductores argentinos como españoles afincados en Argentina por razones políticas. No olvidemos nombres, entre los españoles, como los de Salvador de Madariaga, Aurora Bernárdez, Guillermo de Torre, Rosa Chacel, Isabel Oyarzábal o el gran Ricardo Baeza. Todos ellos tradujeron libros en Argentina utilizando el castellano «peninsular» sin problema alguno. Y recordemos también a los grandes traductores argentinos coetáneos de los anteriores: José Bianco, Jorge Luis Borges, Estela Canto, Julio Cortázar, Silvina y Victoria Ocampo, Enrique Pezzoni, José Salas Subirat… que también tradujeron siguiendo, básicamente, el castellano «peninsular» con ligeros matices dialectales. Autores como Camus, Durrell, Faulkner, Gide, Hesse, James, Joyce, Kerouac, Mann, Miller, Moravia, Nabokov, Osborne, Proust, Sartre,   Yourcenar, Woolf y muchos otros se leyeron en España y en toda Sudamérica (no olvidemos este hecho, puesto que España no fue el único país receptor de estas traducciones) traducidos y publicados en editoriales argentinas como Argos, Ayacucho, Emecé, Lautaro, Losada, Paidós, Sudamericana, Santiago Rueda o Siglo xx. Eustasio Antonio García (1965: 54) escribía a mediados de los sesenta, final de dicha época:

Hispanoamérica siente la irradiación del libro argentino. Sus autores al llegar así a los claustros de América hacen que la Argentina pase a ser rectora de ese ámbito intelectual.

Sucesos posteriores, lamentablemente, incidirán negativamente para que ese puesto no pueda mantenerse.

Como apunta Patricia Willson (2004: 257), estos traductores de los años cuarenta y cincuenta, argentinos y españoles, configuran sus propias estrategias de traducción: el anclaje en un español fluido y correcto —suavemente marcado, en caso de los argentinos, por la variedad diatópica argentina—, un nuevo tratamiento de la onomástica, una mayor presencia del cronotopo, el recurso a la nota al pie, etcétera. Tienen en mente a un lector capaz de aceptar la extranjeridad del texto y disponen de un mejor conocimiento de la lengua fuente. Como resultado, sus traducciones gozan hoy en día de plena legibilidad.

Pero hay un dato conocido que debo reseñar y que tuvo lugar después, con motivo de la primera «apertura» política de la España franquista en torno al final de la década de los sesenta. Un dato que se asemeja mucho a las protestas de los actuales lectores argentinos por la supuesta «ilegibilidad» de las traducciones procedentes de España, pero esta vez situado a este lado del Atlántico. Muchas de las traducciones argentinas de la época de oro, publicadas aquí luego por editoriales españolas, fueron objeto de revisión, de conversión a un estricto castellano «peninsular», un proceso que llegó en ciertos casos a un extremo ridículo. Se trata de un asunto poco investigado que merecería ciertamente más atención por parte de los estudiosos de nuestro ámbito. Pongo por caso la revisión efectuada a la traducción de Victoria Ocampo de la obra de Camús Los poseídos, publicada en Buenos Aires por Losada en 1960 y en España por Alianza Editorial en Madrid en 1983 con el título Los posesos. En la traducción revisada, además del cambio en el título, se llegó al extremo de introducir modificaciones como la de sustituir «señoras y señores» (p. 11) por «señoras y caballeros» (p. 11), «sala lujosa» (p. 10) por «salón lujoso» (p. 9) o «la gran sala» (p. 10) por «el gran salón» (p. 9). Sin embargo, otras traducciones de Ocampo publicadas en España, como  El troquel  10, traducción la de la novela de T. E. Lawrence The Mint, que describe la instrucción militar de los aviadores de la RAF en un cuartel inglés y contiene términos militares y de argot cuartelero, a veces soez, no fue revisada en absoluto. El porqué se encuentra en la nota que Ocampo sitúa al comienzo de su traducción:

Las dificultades de traducción de The Mint parecían a primera vista casi insolubles. Han sido parcialmente vencidas gracias a la buena voluntad y a la ayuda preciosa de  antiguos miembros de la RAF y de otras personas familiarizadas con el argot de la aviación inglesa (…) Pero el argot argentino (si echábamos mano de él) corría el riesgo de no ser comprendido en México, o en España, o en Perú, etcétera. Ni siquiera se trataba, pues, de adoptar otro argot para salir del paso, ya que el remedio hubiera sido ineficaz. Nos hemos visto en la necesidad de adoptar términos más o menos comprensibles para todos los países de lengua española, lo que, naturalmente, quita fuerza y color local al texto.

Algunos traductores argentinos que hoy trabajan, o han trabajado, en España (la nómina es muy extensa: Andrés Ehrenhaus, Mario Merlino, Marcelo Cohen, Silvia Komet, Celia Filipetto…) se han quejado también del esfuerzo de «españolización» que tuvieron que desarrollar para poder ejercer su labor aquí.

Lo cierto es que, en general, las traducciones hechas en España han contemplado poco, o no han contemplado en absoluto, el ámbito geográfico de circulación del texto traducido. La cuestión es si ello responde a un etnocentrismo subliminal pero, o quizás por eso, escasamente dialogante, ejercido siempre desde España, o si es más bien un síntoma, insisto, poco concienciado, de un etnocentrismo vivo y real, heredado de otras épocas, que las airadas reacciones del otro lado del Atlántico han puesto ahora de manifiesto. Recuerdo en estos momentos los comentarios que me hicieron en Buenos Aires amigos argentinos sobre la traducción que Federico Corriente hizo de la novela Trainspotting de Irvine Welsh en 1996. Los fragmentos en los que Corriente recurría ingeniosamente al argot «cheli» de la época para traducir los diálogos de la juventud urbana de Edimburgo resultaban ininteligibles y, por tanto, carentes del efecto que el traductor había intentado causar, con mayor o menor éxito, en el público lector español del momento.

Desde el lado argentino, se perfilan dos tipos de traducción, siguiendo a Patricia Willson (2004: 187). Una sería la traducción «identitaria», empeñada en establecer sin equívoco el lugar específico de enunciación (…) Este tipo de traducción apunta menos a incorporar la otredad del texto fuente respecto de la cultura receptora que a afirmar las propias peculiaridades respecto de otras zonas de la comunidad hablante de pertenencia, por ejemplo, la ex metrópolis.

Un buen ejemplo de esta traducción sería la de los Sonetos de Shakespeare efectuada por Montezanti. La otra (Willson 2004: 187) es crear una lengua de traducción, una lengua cuidada y neutra que obedece a un imaginario del decoro en la expresión, según el cual las diferencias locales son un obstáculo para la eficacia en la transmisión de sentido, y la modalidad apropiada es el uso de una «lingua franca» que las excluya. Es decir, traducciones más «ecuménicas», como El troquel de Victoria Ocampo, que acaba de mencionarse. Creo que la teoría de la traducción no tiene respuestas inmediatas a este dilema, pero lo que parece cada vez más necesario es un debate a fondo sobre esta cuestión en la que participen todos los agentes implicados, incluyendo, por supuesto, a los españoles, hasta ahora, como ya se ha dicho, un tanto refractarios a tratar este asunto. Si se desecha, por impracticable, la idea del «castellano neutro» o incluso la fórmula «híbrida» de «Shakespeare por escritores», habría que preguntarse si el público lector español actual aceptaría leer las traducciones «rioplatenses» hechas en Argentina del mismo modo que los argentinos leen las que se hacen aquí. Es cierto que, cada vez más, españoles y argentinos leemos novelas, y vemos obras teatrales, películas y series de uno y otro país (cabe resaltar que en el campo del cine se ha logrado una ejemplar colaboración entre las dos industrias cinematográficas), pero la traducción es, probablemente, otra cosa: quizá el último bastión de una activa intransigencia lingüística a ambos lados del Atlántico. Es conocido que, por su propia naturaleza, la traducción literaria o audiovisual, al ser una actividad «ancilar», no binaria y susceptible de repetición, parece estar sujeta al envejecimiento y a la  intolerancia, a diferencia de la escritura de creación.

Con todo, la variedad del castellano que utilizarían los traductores argentinos no estaría tan alejada de la lengua de traducción utilizada en España. Es verdad que sería mucho más proclive y favorable a la contaminación de otras lenguas, y por tanto incluiría calcos («aplicar» por «solicitar», «casual» por «informal») y préstamos («week-end» por fin de semana, «placard» por «armario empotrado», «mouse» por «ratón») no  aceptados, por lo general, en España; que podría contener palabras no conocidas aquí, correspondientes, en su mayoría, precisamente a los ámbitos donde se encuentran las palabras «castizas» que los argentinos no entienden de las procedentes de nuestro país: jergas, por ejemplo juveniles, fuertemente marcadas, y términos de carácter emotivo, afectivo, sexual; que podría reflejar un empleo ligeramente distinto de los tiempos verbales, sobre todo en el discurso hablado, que tiende a reducir tanto el subjuntivo como las formas compuestas; y, finalmente, que adoptaría ciertos usos ortotipográficos distintos a la norma «peninsular»: cursivas de énfasis, gentilicios en mayúsculas, topónimos no naturalizados, etc., utilizados en Argentina, sobre todo, en el lenguaje periodístico.

Lo que sí parece claro es que ciertos integrantes del campo traductor argentino —básicamente, críticos, editores y, por supuesto, traductores (no olvidemos que en las universidades argentinas hay 16 grados y 4 posgrados en «Traductorado»)— parecen deseosos de detener la inercia que domina el contacto entre las dos «tradiciones»  traductoras desde hace más de tres décadas, «desafiando» el predominio total del  modelo español, que siguieron en su momento, en mayor o menor grado, todos los grandes traductores argentinos como Victoria Ocampo o Jorge Luis Borges —por cierto, todos utilizaron «tú» y alguno de ellos incluso utilizó «vosotros»; el propio Borges sólo utilizó «vos» en la traducción que hizo de la última página del Ulises de Joyce en 1925 (Waisman 2005:188)—, y que continúan en la actualidad otros traductores de este país. La aspiración legítima de los traductores argentinos, que ahora mismo trabajan en una precariedad mucho mayor que los españoles, sería traducir desde Argentina en pie de igualdad con éstos y ver distribuidas sus traducciones por todo el ámbito hispanohablante.

NOTAS:


(9) Según José Luis de Diego (2004), Argentina proveyó en algún momento el 80% de los  libros que importaba España.

(10) Madrid: Alianza Editorial, 1975.

miércoles, 31 de julio de 2013

El «desafío» austral (I)

Doctor en Filología Inglesa por la Universidad de Granada (1983) y M.A. en Enseñanza de Inglés como Lengua Extranjera, por la New York University (1985), Juan Jesús Zaro es catedrático en el Departamento de Traducción e Interpretación de la Universidad de Málaga. Autor de varios libros, entre los que destaca uno dedicado a las traducciones de William Shakespeare, ha publicado recientemente el texto que se reproduce a continuación, incluido como Capítulo 4 del libro Traducción, política(s), conflictos: legados y retos para la era del multiculturalismo (Granada: Comares, 2013). de M. C. C. Vidal Claramonte y M. R. Martín Ruano (eds.). Dadas sus dimensiones, se ofrecerá en este blog a lo largo de varios días. Esta primera parte pone el acento fundamentalmente en algunas  traducciones latinoamericanas de Shakespeare. Entendemos que, dada la naturaleza de muchas de las afirmaciones vertidas en este artículo –detrás de las cuales se adivinan relecturas e interpretaciones sobre lo que han dicho pública y privadamente muchos de los frecuentes colaboradores de este blog– habrá mucho para discutir.

El «desafío» austral: las relaciones entre
las industrias traductoras argentina y española

Este trabajo está basado en los sucesivos viajes que he llevado a cabo a la República Argentina durante los últimos 10 años, en las conversaciones que he entablado a lo largo de todos estos años con amigos y colegas argentinos traductores, profesores y especialistas en traducción (sobre todo literaria o ensayística; no me voy a referir a otros tipos de traducción), y en el seguimiento que procuro hacer a los medios de comunicación  argentinos desde España.

Parto de la constatación de que la Argentina es hoy el cuarto país del mundo con el castellano como lengua oficial en número de hispanohablantes, a muy poca distancia de España, que actualmente es el tercero después de México y Colombia. Parto también de la evidencia de que la República Argentina es un país con una tradición traductora que  se remonta al final del siglo XIX (1) y que, con momentos de esplendor y declive, se ha  mantenido hasta la actualidad. Esta tradición la diferencia en gran medida de México y, sobre todo, de Colombia, los otros dos grandes países hispanohablantes, y por supuesto de la población hispanohablante de los Estados Unidos de América, y sin embargo la acerca a España de una manera muy concreta. Podría decirse, sin temor a equivocarnos mucho, que España y Argentina son hoy los dos únicos países del hemisferio hispano que poseen una industria traductora sólida, activa y arraigada en sus respectivas sociedades.

Una industria de la traducción en la que, en sucesivos períodos históricos, a uno y otro lado del Atlántico, han participado conjuntamente traductores argentinos y españoles. Y una industria, también, como veremos, cuya lengua de traducción ha sido puesta en cuestión, con mayores o menores matices, en el otro país receptor, esto es, la argentina en España y la española en Argentina.

Pero también estas dos industrias de la traducción se han ido desarrollando de manera separada: las dos han ocupado posiciones de supremacía en épocas concretas, al igual que posiciones secundarias dentro del extenso universo hispanohablante. Hay que resaltar la singularidad de este hecho, que no tiene parangón en ninguna de las lenguas occidentales importantes que conocemos. En el caso del portugués, las dos principales variedades, la brasileña y la peninsular, se «armonizaron» por decreto en 2008, viéndose obligado Portugal, que fue el país que más perdió en la unificación, a aceptar un 1,5% de palabras brasileñas. Y, hoy en día, cuando el período de transición llegó a su fin aparentemente el portugués utiliza para traducir un único código escrito, las cosas no parecen funcionar del todo bien. La serie «Harry Potter», por ejemplo, ha tenido dos versiones, una brasileña y una peninsular. En el caso del inglés, una lengua que traduce muy poco, no existe rivalidad entre las pequeñas industrias traductoras del Reino Unido y de los Estados Unidos, que parecen complementarse casi perfectamente.

Según mi experiencia, los británicos suelen leer traducciones hechas en su país, mientras que los escasos norteamericanos que leen traducciones, que son una minoría intelectual, no sólo no ponen objeciones a leer inglés británico sino que valoran este hecho como un atractivo adicional que las hace más interesantes. En el del francés, la supremacía de la industria traductora de Francia sobre los demás países francófonos parece asegurada para mucho tiempo. Es verdad que territorios francófonos como Québec han reivindicado, a veces de manera exigente y combativa, un espacio propio en el mundo de la traducción hacia el francés; lo cierto es que, en términos de población y de influencia cultural, la traducción en Québec no puede, al menos de momento,competir con la de la metrópoli.

Pero anticipemos aquí, brevemente, (y volveremos a ello después) que, a diferencia de Francia o de Reino Unido, España, por razones históricas, no goza como antigua potencia colonial en los países hispanoamericanos del mismo prestigio cultural que estos dos países europeos en Québec o Estados Unidos respectivamente.

Para ilustrar lo que está sucediendo en estos momentos en el ámbito de la lengua castellana y de la traducción en Argentina, voy a utilizar cuatro noticias recientes. Una, la primera, es una novedad bibliográfica, mientras que las otras tienen un carácter heterogéneo pero nos van a ayudar a percibir el estado de la cuestión. La primera está relacionada con una nueva traducción de Shakespeare aparecida recientemente en la Argentina.

Durante muchos años, la rica tradición traductora de Shakespeare en Latinoamérica, y en concreto en algunos países como México, Chile, Uruguay, Costa Rica y, por supuesto, Argentina, ha sido, y sigue siendo, prácticamente invisible en España. Estas traducciones, o no eran distribuidas en las librerías españolas, o lo eran en cantidades mínimas que pasaban prácticamente desapercibidas. En México destacan por ejemplo las traducciones de la profesora María Enriqueta González Padilla, publicadas por la Universidad Nacional Autónoma. En Uruguay, país con una rica y refinada tradición teatral, merece la pena destacar, entre otras, la traducción de  Twelfth Night  (Noche de Reyes) del conocido intelectual y profesor Emir Rodríguez Monegal, así como las muy notables, más recientes, de Idea Vilariño, publicadas por Losada. En Chile, además de traducciones menos conocidas, podemos citar  Romeo y Julieta  de Pablo Neruda o  Lear Rey & Mendigo  de Nicanor Parra, sólo publicada en España tras la concesión del premio Cervantes de 2011 al escritor chileno (2).

Otros intentos recientes y loables de popularizar traducciones de Shakespeare realizadas desde Latinoamérica, como la colección de la editorial panamericana Norma titulada «Shakespeare por escritores», dirigida por el conocido traductor argentino Marcelo Cohen, que ha publicado más de veinte obras, tampoco han sido distribuidas en España, a pesar de encontrarse entre ellas traducciones tan meritorias e interesantes como Hamlet del español exiliado en México Tomás Segovia, Macbeth del chileno Armando Roa, Cimbelino del argentino César Aira o la selección de Sonetos traducidos por el colombiano William Ospina, al lado de otras, a mi juicio menos conseguidas.

La originalidad de este proyecto estriba en que pretende utilizar precisamente un castellano «neutro» o «general», alejado de una excesiva literalidad y tan sólo salpicado de matices dialectales correspondientes a los distintos países de la América hispana de los que proceden los traductores. Un español «híbrido», «compromiso entre el español clásico y formas clásicas del respectivo idioma local» (Pomeraniec 1999). Quizá un ejemplo señero sea la traducción de Omar Pérez de As You Like it  titulada Como les guste (1999). Esta traducción incluye, además de la tercera persona del plural en el título, palabras americanas como «nomás» (p. 103), «entremetido» (p. 83), «sabrosura» (p. 75), «papaya» (p. 60 por «vaina de guisantes») o «guisaso» (palabra cubana por «arbusto», p. 42). Estas palabras no dejan de constituir una anécdota en medio de una notable traducción que no se aleja, por lo demás, de utilizar un castellano perfectamente comprensible a este lado del Atlántico.

Volviendo a la Argentina, las primeras traducciones de Shakespeare se remontan a finales del siglo xix. Como en el caso de España, Shakespeare se populariza en el país en gran medida a través de las óperas representadas por compañías italianas cuyos libretos se basan en obras de Shakespeare. Son dignas de mención las traducciones de Mariano de Vedía y Mitre (Sonetos y Venus y Adonis), Miguel Cané (Enrique IV), y Patricio Canto (Hamlet) y, mucho más recientemente, las de los traductores Rolando Costa Picazo, publicadas por la editorial Colihue; las de Pablo Ingberg, Cristina Piña y Delia Pasini, publicadas por Losada, y las de Miguel Ángel Montezanti, al que volveré más adelante. Y es precisamente en Argentina donde encontramos traducciones más «rupturistas» con respecto a la norma escrita del castellano «peninsular» (3). La primera muestra escrita de esta tendencia en la historia de las traducciones de Shakespeare en Argentina parece ser, a falta de más datos, la de  Hamlet  efectuada por el crítico y escritor Rafael Squirru en 1976, si bien es muy posible que, en el marco general de las obras teatrales y de las traducciones no publicadas y destinadas directamente a la escena, como lo era ésta, esta ruptura venga produciéndose desde hace mucho más tiempo (4).

Reproducimos a continuación el comienzo de la obra:

Bernardo: ¿Quién va?
Francisco: No, contestame a mí; alto y descubrite.
Bernardo: ¡Viva el Rey!
Francisco: ¿Bernardo?
Bernardo: Soy yo.
Francisco: Llegás muy puntualmente a tu hora.
Bernardo: Acaban de dar las doce; andá a dormir, Francisco.
Francisco: Muchas gracias por este relevo; hace un frío cruel y me siento deprimido.
Bernardo: ¿Has tenido una guardia tranquila?
Francisco: Ni un ratón se ha movido.
Bernardo: Bien, buenas noches. Si te encontrás con Horacio y Marcelo, mis compañeros
de guardia, deciles que se apuren.
Francisco: Me parece oírlos. ¡Alto! ¡Eh! ¿Quién va?

Esta traducción, que está destinada a la escena y de hecho fue representada en su momento, emplea la variedad oral del castellano empleada en Argentina y Uruguay y conocida como «rioplatense», pero únicamente en el empleo del pronombre «vos» y de verbos compatibles con él. Hago aquí un pequeño inciso para hablar de esta característica.

Hasta bien entrada la década de los 70, el voseo era considerado todavía una desviación de la correcta dicción del castellano y, de hecho, la Academia Argentina de Letras no recomendó su empleo de forma regular hasta 1982 (Ramírez Gelbes 2011:566). Américo Castro (1971: 122) señaló que el «voseo» surgió en la Argentina de la época del tirano Rosas, época en la que «Buenos Aires fue dominado por la más baja canalla y por asesinos de toda clase; se olvidaron las maneras finas y educadas y se arraigaron formas plebeyas de hablar que duran hasta hoy («vos tenés», «vos sos», etc.)». La irrupción y legitimación del voseo y de sus formas verbales en la lengua escrita comenzó por la publicidad, donde hoy es la norma. Se trata, por tanto, de un fenómeno relativamente reciente, que da idea de un aspecto quizá poco considerado en España: la drástica separación entre lengua hablada y escrita que lleva aplicando el castellano argentino, en mayor o menor grado, prácticamente desde la independencia del país.

En la «Introducción» (p. 13), Squirru no hace la menor alusión a este hecho y sin embargo reconoce explícitamente su deuda con la versión de Hamlet del polígrafo español Luis Astrana Marín con las siguientes palabras:

Esta traducción ha utilizado como referencia permanente la de Luis Astrana Marín, editadapor Aguilar, Madrid, 1949, en su novena edición. Si bien es cierto que esta traducción resulta un tanto anacrónica y de un castellano que mal se adapta al oído latinoamericano que yo he procurado servir, también es cierto que en su literalidad resulta un valioso documento de referencia. Cuando Astrana coincide con exactitud en un vocablo, no he buscado uno diferente para ser distinto, sino que he aceptado su palabra y su giro.

Es difícil encontrar el voseo en otras traducciones de obras teatrales publicadas en Argentina en fechas cercanas al texto de Squirru, ni siquiera en las traducciones de «Norma» hechas por traductores argentinos (como la de Cimbelino de César Aira).

Sin embargo, la publicación, el año pasado, de una nueva traducción del traductor y profesor argentino Miguel Ángel Montezanti de los Sonetos de Shakespeare titulada Sólo vos sos vos ha puesto de relieve de nuevo este asunto. Se trata de otra traducción al castellano «rioplatense» en versos endecasílabos largamente anunciada, si bien, en esta ocasión, estamos ante un texto cuyo fin principal es la lectura, y de ahí su novedad.

Montezanti es ya autor de otra traducción de los Sonetos publicada por la Universidad Nacional de La Plata en 1987 y editada de nuevo en 2003 (Buenos Aires: Longseller) realizada según «cánones más ortodoxos», según él mismo refiere en el prólogo del libro recién publicado. Es decir, ajustada a la norma literaria «peninsular», sin apartarse de la tradición que han seguido hasta ahora la mayoría de los traductores argentinos de Shakespeare (por ejemplo, Vedía y Mitre o Jofré en los Sonetos y los ya mencionados Cané, Ingberg o Costa Picazo en las obras dramáticas).

No resulta frecuente que un mismo traductor produzca dos versiones tan distintas de una misma obra. En esta, a diferencia de la anterior, Montezanti recurre también al voseo y a las conjugaciones verbales que implica su uso. Pero no es el único elemento de la variedad rioplatense que se incluye ni, probablemente, el más importante: entre otros procedimientos utilizados se encuentran el empleo deliberado de monosílabos, pronombres pleonásticos, dativos éticos, diminutivos y un gran número de términos y frases coloquiales. Reproduzco aquí, a título de ejemplo, la traducción del Soneto 14:

No saco mi saber de las estrellas
aunque un poquito sé de astronomía:
no es anunciar la buena o mala estrella
ni plagas ni mudanzas ni sequías.

No me le atrevo a profecía alguna
marcando a cada cual su trueno o hielo
ni a los príncipes canto la fortuna
por una asidua observación del cielo.

Son tus ojos más bien los que me apuntan
y veo en esos astros tal constancia
que belleza y verdad triunfarán juntas

si prestás atención a tu abundancia
O bien te pronostico, y vos fijáte,
tu muerte es de las dos fin y remate.

Montezanti justifica teóricamente su modo de proceder amparándose en el concepto de «parodia» o «auto-parodia» que ha guiado algunas traducciones de los Sonetos a otras lenguas; por cierto, ninguna de ellas, que sepamos, al castellano. Quizá sea una justificación innecesaria, válida exclusivamente desde el punto de vista universitario y académico. He podido comprobar personalmente la cálida acogida que el público argentino ha dispensado a esta versión de los Sonetos (5). Es posible que, desde España, consideremos esta traducción ante todo como un experimento, audaz e inédito (no olvidemos aquí la tradicional renuencia del castellano escrito, a ambos lados del Atlántico, a reproducir el castellano hablado), pero lo cierto es que en Argentina adquiere otros matices que, desde este lado del Atlántico, no podemos pasar por alto: allí se subraya el carácter híbrido, cercano, entrañable y doblemente irreverente del texto, que cuestiona tanto la supuesta intangibilidad de los versos de Shakespeare como la de la norma escrita procedente de España. Con decisiones como la de Squirru o la de Montezanti, el coloquial «voseo» se convierte así en elemento clave de una lengua literaria «transculturada», siguiendo el conocido concepto del uruguayo Ángel Rama, a la que Montezanti legitima al utilizarla en la traducción de una obra de un escritor del prestigio de Shakespeare. Según Rama (1983: 42), esto ya había sucedido antes en la literatura de creación. El factor lingüístico, junto con la estructuración literaria y la cosmovisión constituirían los tres elementos que caracterizan a la moderna novela sudamericana en castellano y la separan definitivamente del modelo peninsular:

(Esta transculturación) es visible en uno de los mejores exponentes del cosmopolitismo literario, en el Julio Cortázar que unifica el habla de todos los personajes de Rayuela, sean argentinos o extranjeros, mediante el uso de la lengua hablada de Buenos Aires.

La traducción de Montezanti es, además, una «retraducción activa» (Pym 1998: 82), al haber surgido en contraposición a otras traducciones del mismo texto contemporáneas o cercanas en el tiempo, como las muy recientes de Christian Law Palacín o Andrés Ehrenhaus, ambas publicadas en 2009, pero, sobre todo, a su anterior versión de 1987. El propio traductor ha calificado su nueva versión como «una señal de madurez» (6), frase que podría parafrasearse diciendo que se trata de una muestra inédita de confianza en las posibilidades de la variedad rioplatense. Es verdad que esta traducciónpodría compararse, evidentemente con muchos matices, a la que en 1978, Michel Garneau hizo de Macbeth al quebequés, ampliamente citada en la literatura de los estudios de traducción, con la salvedad de que, en este caso, el recurso a la variedad lingüística local fue uno de los elementos que utilizó el traductor canadiense para «tradaptar» la obra e inscribirla en la agenda nacionalista de este territorio francófono.

NOTAS
(1) Con destacados nombres como Leopoldo Lugones o Baldomero Sanín Cano, además de los traductores de Shakespeare del siglo xix citados más adelante.

(2) En N. Parra, Obras completas. Barcelona: Círculo de lectores, 2011.

(3) Aunque no es una denominación afortunada, la utilizo aquí por ser aquella que, por lo  general, se utiliza para designar a la variedad lingüística española del castellano en Argentina.

(4) Algunos traductores argentinos han expresado abiertamente su oposición a este modo de traducir. Por poner un ejemplo, Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich (2000: 12-13) dicen en el  prólogo a su traducción de The History of Henry the Fourth (part 1): «La voluntad de no presentar un Shakespeare arcaizante, ni banalmente modernizado, ni naturalísticamente coloquial, ni artificioso cuando a menudo es asombrosamente directo, ni absurdamente virado a un lenguaje local rioplatense (…): todas esas exigencias sumadaspodrían paralizar a cualquier traductor.»

(5) Véase, por ejemplo, la reseña de Solo vos sos vos de Dolores Gil aparecida en Ñ. Revista de Cultura el 26/03/12: http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/resenas/William-ShakespeareSolo-vos-sosvos_0_670733112.html.


(6) Ver http://www.ustream.tv/recorded/15421623, minuto 12.