Mostrando entradas con la etiqueta Marcel Proust. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Marcel Proust. Mostrar todas las entradas

viernes, 24 de febrero de 2023

Una entrevista con el gran traductor español Mauro Armiño, verdadero modelo


La siguiente entrevista de José María Rondón con Mauro Armiño fue publicada por Letra Global, de España, el pasado 12 de enero. En el copete se lee: “Es uno de los traductores y críticos teatrales más prestigiosos de España, y acaba de publicar con la editorial El Paseo su monumental versión de A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust”.

Mauro Armiño: “En España se puede vivir de la traducción a duras penas”

 

Mauro Armiño (Cereceda, Burgos, 1944) es uno de esos hombres de letras capaces de desplegar a la vez unos modales cálidos y unos argumentos contundentes. Escritor, traductor y crítico teatral, en su trayectoria figuran importantes reconocimientos, como el Premio Nacional de Traducción –concedido en tres ocasiones a su labor– y el Premio Max de Teatro. Ha traducido a los autores más representativos de las letras galas: Moliére, Balzac, Rimbaud, Rousseau, Voltaire… Recientemente, ha publicado una nueva traducción de A la busca del tiempo perdido (Por la parte de Swann, I y A la sombra de las muchachas en flor, II), la obra maestra de Marcel Proust, quien demolió en esa cumbre literaria el arte de narrar, inventándolo de nuevo.


–El fallecido Javier Marías dedicó su último artículo a la traducción bajo el título ‘El más verdadero amor al arte’, lamentando las duras condiciones de una labor a la que también se dedicó. ¿Se puede vivir en España de la traducción literaria?

A duras penas. Primero, no hay un trabajo continuado. Segundo, si lo hay, los precios son los mismos –salvo en una o dos editoriales, que yo conozca– que hace veinte años cuando, al pasar de la peseta al euro, se mejoraron un poco las tarifas. Para que se haga una idea, hoy, por lo general, se está pagando por una traducción lo mismo que en el año 2000.   

 

–Pese a esas condiciones, ¿el nivel de la traducción es bueno?

En España hay traductores muy buenos, que trabajan de forma seria, buscando, encontrando, dándole vueltas a las frases para no quedarse con la primera versión que sale… Le diría que mejor, incluso, que en Francia, donde algunas editoriales de prestigio –La Pléiade, por ejemplo– están tirando en la actualidad de traducciones de los años treinta, sobre todo para obras literarias inglesas.   


–¿Es el oficio de traductor el más ingrato en el mundo del libro?

De la parte, digamos, artística, sí. Entre el autor y el traductor no hay color, aunque se hayan producido pequeñas mejorías en las últimas tres, cuatro, cinco décadas… Por ejemplo, es obligatorio poner el nombre del traductor en la portada.   


–En alguna ocasión, el traductor Miguel Sáenz reconoció que le pagaban seis veces más por traducir unas actas de Derecho que por un libro de Günter Grass.

Suele ocurrir. En mi caso, he tenido encargos, por ejemplo, del Museo del Prado bien remunerados, pero son casos aislados, uno al año quizás, cuando los traductores tenemos la necesidad de comer los trescientos sesenta y cinco días.


En el Libro blanco de la traducción editorial en España, publicado en 2010, se alertaba del “escaso respeto a la propiedad intelectual en general y a la condición de autor del traductor de libros en particular”. ¿Persiste hoy esa situación?

Va a peor. Está reconocido por la ley que el traductor es autor de su trabajo y, por lo tanto, tenemos los mismos derechos legales. Algunos editores, sin embargo, se lo saltan a la torera, de tal modo que se ha dado el caso de que mis traducciones han pasado de un sello a otro sin que hayan tenido en cuenta mis derechos. Ahora ocurre también que, cuando menos te lo esperas, puedes encontrarte tu trabajo colgado en la Red a los cuatro días de salir publicado. Es cierto que esta práctica se persigue, pero sin mucho éxito porque, al poco tiempo, te lo encuentras en otro portal, con un nuevo nombre y sin saber dónde está, si en Argentina o en Camboya.   


–Ha ganado en tres ocasiones el Premio Nacional de Traducción: en 1971 –entonces, denominado premio Fray Luis de León–, en 1979 y en 2010. ¿Sirven de algo estos reconocimientos?

No. Ningún editor te llama al día siguiente para decirte que le gustaría que le tradujera tal o cual cosa. Se alegran, por supuesto, los editores con los que trabajas de forma habitual, aunque ninguna dice que va a subirte el sueldo…


–Observo que, entre sus reconocimientos, tiene un galardón singular para un traductor: un Max de Teatro, en 2003.

He traducido todas las obras para Josep Maria Flotats desde 2000. Por una de ellas, París 1940 de Louis Jouvet, que se reestrenó en el Teatro Español de Madrid en noviembre del pasado año, recibí ese premio. Por lo general, los traductores no tienen contacto con el mundo teatral, pero yo no he tenido más remedio: me dediqué a la crítica teatral durante dieciocho años.

 

¿Cómo valora que la crítica sea un género periodístico en extinción?

Sólo los críticos de cine mantienen su espacio en los periódicos de tirada nacional. La crítica teatral se ha diluido. Ahora, además, se hacen previos, es decir, el crítico entrevista al autor o a los intérpretes días antes del estreno y, después, hacen la crítica. Esa práctica refleja una falta de ética clarísima porque, claro, si te vas a almorzar o tomar un café con ellos, cómo vas a machacarlos al día siguiente si la obra es malísima. 


–A su juicio, ¿existe mucha diferencia entre traducir prosa o poesía?

Es abismal. Hasta el punto de que, a lo largo de mi trayectoria, he procurado traducir poesía lo menos posible porque no suelo estar satisfecho con el resultado final. Si hablamos de poesía clásica, únicamente lo he hecho con una antología francesa, pero procuré, en ese caso, hacerme con viejas traducciones buenas, de las de antes, a cargo de gente que conocía el ritmo, la medida… La poesía actual es más fácil: no estás obligado a la rima ni a la medida. Sólo he abordado en serio la obra completa de Rimbaud, desde sus ejercicios escolares en latín hasta sus poemas finales, incluido todo el epistolario que se conserva. No estoy descontento porque es un autor que facilita más las cosas que, por ejemplo, Baudelaire. He traducido algún poemita, pero meterse en Las flores del mal es otro asunto. El resultado puede ser, a mi juicio, sonrojante.


–¿Rimbaud facilita el trabajo al traductor?

Prácticamente, Rimbaud sólo publicó una plaquette, Una temporada en el infierno. Todo lo demás apareció con poco cuidado en periódicos y revistas de la época y, por supuesto, las Iluminaciones, unos inéditos que dejó y que, hasta cierto punto, pudieron ser manipulados. El gran reto de aquella traducción era la puntuación. Como Rimbaud no puntuaba o lo hacía dónde le daba la gana, se trataba de hallar qué puntuación tenía más sentido porque una coma puede desbaratar el sentido de una frase. Fue fundamental trabajar con la fotocopia de los originales; lo vi todo más claro.   


–¿La traducción obliga a convertirse casi de forma acelerada en experto en un autor, una obra y una corriente o etapa literaria?

Si te ocupas, como es mi caso, de traducir clásicos, tienes que conocer al autor, la época y, por supuesto, las referencias. Soy de los que creen que el lector no puede prescindir de aquella información que tú conoces y que da sentido al texto. Si te encuentras en una página que Clodoveo perseguía a los esclavos con ramas de olivo, tengo qué saber quién era y por qué perseguía a los esclavos… Si no logro explicarlo, el lector se puede saltar tranquilamente la página porque no va a entender nada.


–Acaba de publicar una nueva traducción de A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust, labor que ya acometió entre 2001 y 2005. ¿Qué ha cambiado en este tiempo?

En estos veinte años se ha amontonado la locura de los investigadores franceses, que han publicado estudios y más estudios sobre Proust y su obra. Esas interpretaciones permiten ahora abordar el texto de A la busca del tiempo perdido de forma más consciente, cambiando su visión y su contexto. También me ha permitido revisar la traducción a fondo, letra a letra, palabra a palabra, y retocar las notas que, entonces, fueron quizás excesivas, demasiado académicas.     


–Sorprende que en ambos casos su trabajo sobre esta obra maestra de la literatura universal haya interesado a dos editoriales independientes, Valdemar (2001-2005) y El Paseo (2022), y no a los grandes sellos. ¿Por qué?

Cuando terminaron los derechos de Marcel Proust a los ochenta años de su muerte, todos sabíamos que había que abordar su traducción porque sólo existía una, que se había quedado antigua, por decirlo de alguna manera. Recuerdo que entonces se lo ofrecí a dos o tres editoriales grandes, pero éstas se rigen por la rentabilidad inmediata. Si tienes que cumplir unos resultados a 31 de diciembre, está claro que no es un buen negocio. Sus resultados no llegan en un año, sino en un plazo más largo. Para Valdemar, estoy seguro, fue rentable y espero que lo sea ahora para El Paseo. No es un best-seller, pero sí una obra de fondo. Proust siempre está vivo.

 

“De ningún otro escritor conocemos más que de Proust, pero ¿son datos lo que conocemos?”, afirma en el prólogo a su nueva traducción de A la busca...

Los datos son, en realidad, pocos. Que nace en el seno de una familia acomodada, que va al Liceo con doce años y que marcha por unos meses voluntario al servicio militar en una población cercana a París… Todos esos hechos, junto al fallecimiento de su madre, que será un hecho capital en su vida. Además, sabemos que participa en dos hechos sociales o políticos: se opone a las leyes de separación Iglesia-Estado porque éstas suponían que las catedrales –que contenían, a su juicio, el alma de la historia de la vieja Francia– iban a ser desacralizadas e interviene a favor del capitán Alfred Dreyfus, condenado por espionaje en una sentencia claramente antisemita. Todo lo demás está en la novela y en su correspondencia. Todo lo demás es interior, la experiencia íntima del yo.


–A vueltas con el recurso de la memoria involuntaria, ese retorno a la infancia a través del sabor de una magdalena, usted señala a Leopoldo Alas Clarín entre los precursores.

Se podría decir que el recurso de la memoria involuntaria estaba a punto de caer en la literatura. Clarín sirve de él en un relato titulado Cuesta abajo sin sacar las consecuencias de Proust, quien lo convierte en definitivo para toda lo novela. Para el autor de La Regenta sólo es un dato: los olores de unas ramas remiten a uno de los personajes al pasado. Es el mismo disparador de la memoria que la magdalena o, por decirlo de forma más exacta que las magdalenas de Proust porque en A la busca… existen varios motivos que activan esa vuelta al pasado; unas baldosas mal puestas o el tintineo de unos tenedores en la vajilla, por ejemplo.

 

–Para adentrarse en A la busca… recomienda sosiego, tiempo, tranquilidad.

Todos los grandes escritores demandan una lectura sosegada, pero Proust te lo exige porque no pasa nada. No cuenta nada, no hay acción, no te empuja ese ánimo de llegar al final porque no lo hay: te manda al principio. Acaso es una boutade por mi parte decirlo, pero se trata de buscarse un sillón y una tarde, y empezar, seguir y meditar sobre lo que estás leyendo mejor que dejarte llevar sin más porque no te van a arrastrar los hechos que se amontonan, como le sucede a Baroja y Galdós. Aquí no tienes ningún premio por llegar hasta el final. Y ni siquiera puedas hablar de él con tus amigos porque la experiencia que te da A la busca… es puramente interior.


–Es partidario de que cada generación tenga su traducción de los clásicos. ¿Por qué?    

Es casi obligatorio porque, en una generación –pongamos, cincuenta años–, el lenguaje ha cambiado. Hoy, por ejemplo, anda corriendo por ahí una traducción de Los Miserables de 1900 con una particularidad: ese texto ha sufrido una censura porque Víctor Hugo era una especie de progre al que se le limaron y se cortaron frases. Sigue editándose así porque no se habla de ello, importa poco. Si se fija, las ediciones de clásicos no aparecen, por lo general, en la prensa cultural. Me he cansado de traducir a Molière, todos sus títulos importantes están en Anaya, y nadie publicó nada.

 

–Deduzco por sus palabras que la traducción necesita más reconocimiento.

No me refiero a la traducción, sino a los clásicos. Salvo que se trate de una recuperación muy sonada o una efeméride, no se presta atención a las grandes obras de la literatura.


–¿Cuánto hay de Mauro Armiño en sus traducciones?

Procuro no poner nada de mi parte en mis trabajos. No me pagan para eso.

 

jueves, 9 de septiembre de 2021

"Divertirse y divertir a sus lectores"

La escritora y traductora española María José Furió publicó este artículo, en tres partes, en El Trujamán, en septiembre de 2016. Aprovechando que nos lo envía, lo publicamos para ir calentando los motores para el año que viene que Proust compartirá con Joyce, Eliot y Vallejo, en cuanto a efemérides se refiere.

Traducir los Pastiches de Proust

En busca del tiempo perdido, la obra maestra de Marcel Proust, ha oscurecido con razón su obra breve, Pastiches et Mélanges [Pastiches y misceláneas], publicada en 1919. En España, sus textos menores se han traducido habitualmente por separado de la obra magna. Merece rescatarse, por lo ameno de su lectura y exhibición de genio de Proust, la colección de Pastiches dedicados al conocido como L’affaire Lemoine, un divertidísimo enredo protagonizado en 1905 por Henri Lemoine, un técnico electricista que aseguraba haber inventado el modo de fabricar diamantes a partir de carbón e intentó vender su invento nada menos que al director de la mayor sociedad de explotación de minas de diamantes, la De Beer’s. Descubierta la audaz estafa, que calculaba la caída en Bolsa de las acciones diamantíferas y el enriquecimiento del rufián una vez comprara los valores rebajados –perjudicando de paso al propio Proust, que poseía acciones de este negocio–, en 1908 se convirtió en la comidilla del tout–Paris cuando la prensa aireó los detalles y el nombre de los implicados.

Según relata el biógrafo de Proust, Georges Painter, el escritor vio la ocasión de sacarle punta al escándalo a través de unos pastiches que remedarían la manera de algunos de los escritores más conocidos de la época: “El ‘Caso de los diamantes’ le parecía, tal como había dicho Madame Straus con respecto al affaire Dreyfus, un fragmento de Balzac. En realidad, parecía un fragmento de Flaubert, de Michelet, del Journal de los Goncourt, o de casi cualquier escritor”.

Su intención era a la vez divertirse y divertir a sus lectores y hacer lo que llamó “crítica en acción”, pues la exageración requerida por la parodia pondría de relieve los vicios de estilo de los autores imitados, mientras el humor amortiguaría el daño sin ocultar su afecto y admiración por escritores como Balzac. Atribuía al pastiche una virtud purgativa: «es preciso que hagamos una parodia a plena conciencia, para evitar malgastar el resto de nuestras vidas escribiendo parodias involuntarias». En definitiva, los ejercicios de estilo le preparaban para la obra maestra por la que sería recordado. Los pastiches se publicaron, con enorme éxito, primero en el Suplemento literario de Le Figaro y luego en volumen en 1919.

 El primer grupo de autores imitados estaba formado por Balzac, Émile Faguet, Michelet y Edmond de Goncourt, y la colaboración fue publicada en un suplemento literario de Le Figaro, el 22 de febrero de 1908; en el segundo grupo se encontraban Flaubert y Sainte-Beuve, y el artículo apareció el 14 de marzo; y la tercera colaboración, aparecida el 28 de marzo, estaba dedicada a Renan[1].


En España existen un par de traducciones recientes, publicadas por Funambulista (El asunto Lemoine; Ascensión Cuesta, 2013) y por Ático de los Libros (El escándalo Lemoine, Laura Naranjo y Carmen Torres, 2010), que no he consultado para ocuparme de mi versión. Deduzco por las reseñas leídas en google –positivas— que son ediciones sin notas. No sé qué repercusión han tenido, aunque este tipo de títulos son, cuando la edición es buena, como el fondo de armario para un adicto a la moda, un imprescindible que tarde o temprano verá la calle.

 

Sin embargo, creo que el interés de un librito con los pastiches proustianos no se justifica exclusivamente por la gracia de la anécdota y el humorismo que practica el genial escritor. ¿La prueba? Goodreads recoge los comentarios de los lectores de los miles de títulos registrados en su página. En Estados Unidos se hizo una edición popular –The Lemoine Affair, Charlotte Mandell–, entiendo que “a cuerpo gentil”, sin presentación o tan somera que lectores que pensaban entrar así en el universo proustiano no pudieron disfrutar plenamente por falta de referencias históricas, literarias, culturales, etc. La frustración de estos lectores es comprensible. La pregunta (que supongo deben compartir y responder editor y traductor en cada país) es qué cantidad de información suplementaria conviene integrar en la traducción, en forma de prólogo y/o notas, para que el lector disfrute de este genial tour de force humorístico.

 

II

El género pastiche puede entenderse como género derivado de otro: es la parodia de un texto o de un autor preexistente, la gracia para el lector no existe si no conoce la referencia de base. Afortunadamente, la mayoría de los autores imitados por Proust han sido traducidos al español, al menos sus obras principales –Balzac, Flaubert, Saint-Simon, los Goncourt y hasta Ernest Renan–; por lo tanto, si no es posible acceder a los originales franceses, ahí encontraremos pistas de sus argumentos, estilo, ideología, inflexiones, motivos recurrentes, etc. El éxito de la imitación deriva de la agudeza con que Proust detecta y destaca los rasgos de cada autor donde se concentran las cualidades y vicios de su estilo. Siendo como son simultáneamente una crítica y un homenaje, conforme el lector moderno va leyendo los sucesivos pastiches descubre que tiene en sus manos una Historia Exagerada de la Literatura francesa y, seguro, una obra distintiva de Proust. Así, en los Pastiches el diamante es, además de la piedra preciosa, una figura estilística que hemos visto ampliamente explotada a lo largo de los siglos en todos los estilos literarios, sobre todo en el Renacimiento y el Barroco, sin desaparecer nunca y por eso aquí es la sonrisa radiante de una mujer y las gotas de agua al chispear de una fuente; su brillo equivale a la mirada ardiente de una bella, la gota de rocío o… un rastro de moco en la solapa.

Henri de Regnier: De son nex qu’il oubliait de moucher, un peu de morve avait tombé sur le rabat et sur l’habit. Son noyau visqueux et tiede avait glissé sur le linge de l’un, mais avait adhére au drap de l’autre et tenait en suspens au-dessus du vide la frange argentée et fluente qui en dégouttait.

“De su nariz, que olvidaba sonarse, un poco de moco había caído en la solapa y en el traje. Su núcleo viscoso y tibio había patinado por el paño de uno, pero se había adherido a la tela del otro y mantenía en suspenso sobre el vacío el fleco argénteo y fluido que de él goteaba.”

Renan: L’éternel mirage de ces belles eaux que le soleil a midi vient vraiment diamanter.

“El eterno espejismo de estas aguas preciosas que el sol a mediodía viene verdaderamente a diamantar”.

La traducción plantea problemas de distinto orden. Empiezo preguntándome si la versión de Balzac debe mantenerse fiel también a las versiones españolas, especialmente en el tratamiento de los personajes, en los títulos entre paréntesis que insertaba el autor de La Comedia Humana en su obra, remitiendo constantemente a sus lectores a novelas suyas, un detalle que al acumularse en la brevedad del pastiche resulta muy cómico. Lo mismo sobre los nombres de los personajes de la nobleza. ¿Estos apellidos, Négrepelisse, Béauseant y Grandlieu, no parecen pedir a gritos ser dichos en español? Pero el de Sérisy apenas es una modificación del Sérizy y Lucien va a ser siempre Lucien.

Hay alusiones que no se entienden de ningún modo sin nota –salvo si el lector es profesor de francés y entonces qué estamos haciendo–, como lo del «tigre del finado Beaudenord” tomado del original Los secretos de la princesa de Cadignan. Hay referencias históricas en el pastiche que retoman las que Balzac hace en la Comedia, es el caso del mariscal de Montcornet, que aparece en Los decadentes y en Los campesinos y la gracia es reproducir la tendencia de Balzac a llenar de figuras ilustres sus novelas. Con la parodia de Proust, el pastiche de Balzac parece el camarote de los hermanos Marx pero rebosando de nobles y celebridades de la época. En una edición digital, la nota podría sustituirse por un enlace a los nombres, expresiones o referencias que pueden suscitar dudas, curiosidad o confusión.

III

Delante de determinados detalles de información técnica conviene ser prudentes antes de lanzarnos como locos a escribir la nota correspondiente, si no queremos ganarnos el odio eterno del lector. ¿Hay que explicar qué es el second brévet d’imprimeur, la segunda patente de impresor? ¿le contamos qué es una mazagranera y cómo se usaba? A fin de cuentas, he tenido que buscar la información y le regalo la nota gratis, pero imagino al enfurruñado lector pensando: «podría vivir el resto de mi vida sin este precioso dato».

Pronto empiezo a ver fantasmas, en concreto el de Gustave Flaubert, que como fantasma no es peccata minuta. En el inicio de su pastiche encuentro esta frase: Il était veiux, avec un visage de pitre, une robe trop étroite pour sa corpulence, des prétentions a l’esprit. 

 ¿Eso no es una alucinación, digo una aliteración? Por suerte, es imposible conservarla, pero da idea de lo mucho que se divirtió Proust escribiendo esta parodia del gran Flaubert, subrayando el ritmo y la melodía de sus frases llevándolas aquí a un absurdo hilarante por la nimiedad del contenido y la solemne melodía de la frase. Como la siguiente parodia está protagonizada por el crítico Sainte-Beuve, que pone el texto de Flaubert a caer de un burro –«¡pero si creíamos que aún estaba en Cartago!»–, seguramente le convendría al lector, esta vez sí, saber que era el crítico literario más conocido del momento y que Proust lo consideraba, efectivamente, muy burro, al punto que le dedicó todo un libro, Contra Sainte-Beuve. Si el pastiche proustiano puede considerarse, en su feliz definición, un «antídoto contra las toxinas de la admiración», cuando el genio no admiraba necesitaba un libro entero para exponer sus razones.

 El tema de los diamantes falsos es un pretexto, de ahí que cada pastiche aborde el escándalo de modo diferente, incluso muy tangencialmente como en el de Saint-Simon, y según géneros literarios diversos, novela, diario, reseña, crítica teatral. En conjunto exponen la creencia de Proust en que la «imitación satírica implica un ideal de estilo» (Genette). El del diario de Edmond Goncourt es de los más disfrutables –¡«esta historia de diamantes y suicidio»!–, pues no sólo subraya con mucha gracia la mezcla de estilo relamido, susceptibilidad y autopromoción del protagonista, sino el contenido a veces picantón que debió de ser un aliciente para los lectores de la época. Mantener el peculiar tono de los diarios de los Goncourt permite encajar el relato falso. Es el de Saint-Simon, sin embargo, el que plantea en mi opinión más dificultades por la cantidad de información histórica –parvulomerli, nombres propios, rango social— y literaria, pero no conviene nunca perder comba con las varias trampas que el bromista Proust tiende a lo largo de los pastiches: los anacronismos, los datos equivocados adrede y sus cameos.

Cuando llegue al final, las dudas, las certezas, los errores y los logros deberían alcanzar la dosis justa en mi reinvención de un estilo neoproustiano que seguramente será un pastiche de posibilidades.

 

[1]  “Purificación mediante la parodia”, en Marcel Proust, Biografía, Barcelona, Lumen 1989, pp. 457-472.

 – La traducción de Ascensión Cuesta en Funambulista sí se acompaña de un breve número de notas.

miércoles, 11 de junio de 2014

"La lengua francesa no es precisamente la china"


La Revista de Libros (RdL) publicó el siguiente comentario del narrador, guionista y periodista español Robert Saladrigas a propósito de diversas versiones de Marcel Proust en castellano. Tal vez resulte interesante leerla luego de revisar la entrada de este blog correspondiente al 7 de agosto de 2010, firmada por Herbert E. Craig, y la entrevista con el traductor Mauro Armiño del 7 julio del mismo año.

Los riesgos de traducir a Proust


No me parece descabellado partir de la idea de que una obra de tan colosal envergadura como A la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, es, al menos en teoría, intraducible. Lo presentí ya la primera vez en que tras hacer acopio de toda mi osadía, invertí varios meses leyéndola en su lengua original. De todos modos, debo admitir que antes me había iniciado en la traducción por entonces única y hoy clásica de Pedro Salinas (los dos primeros volúmenes de la serie debidos exclusivamente a Salinas y el tercero completado a la muerte del poeta por José María Quiroga Pla), proseguida en los cuatro últimos libros por Consuelo Berges. De manera que a los esfuerzos de Salinas y sus colegas debo la fascinación por el texto endiablado de un autor que siempre ha ocupado un espacio de privilegio en mi galería de mitos literarios. Al transitar ahora por los dos nuevos y simultáneos intentos de traducción, uno a cargo de Mauro Armiño (Por la parte de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, acompañados por una cronología biográfica de Proust, tres utilísimos diccionarios sobre amistades y relaciones del autor, personajes y lugares de la obra y un copioso cuadro de notas) y el otro de Carlos Manzano (Por la parte de Swann), el somero cotejo de ambas versiones me llevó a la reflexión de que en lengua española Proust ha sido aparentemente afortunado por el interés que desde el principio desveló su obra pero al mismo tiempo, curiosamente, nunca ha conseguido el privilegio de beneficiarse de una exclusividad que según creo reclamaba a gritos. Su obra sigue desafiando la audacia de los traductores decididos a medir sus talentos fajándose, como los buenos gladiadores, con un adversario rocoso y una empresa monumental y compleja hasta estimular la paranoia, que al margen del entusiasmo, de los conocimientos que inviertan en ella, al menor descuido verán cómo su labor va a ser severamente cuestionada. Sin embargo, desde que Salinas se enfrentó por primera vez a La recherche... en 1917 (el primer volumen de la serie, Du cotê de chez Swann, había aparecido en las Ediciones Bernard Grasset de París en 1913), que recuerde se han comprometido con la obra, parcialmente o en su totalidad, José María Quiroga Pla, Fernando Gutiérrez, Consuelo Berges, Carlos Pujol, Jesús Albiñana y, por último, Mauro Armiño y Carlos Manzano, todos ellos con diferente predisposición y resultados. Lo cierto es que ninguno ha conseguido soslayar la polémica, quizás porque la perfección es sin duda una quimera o porque la tarea sea en la práctica poco menos que irrealizable. De todos modos y pese a que la versión de Salinas ha sido discutida e incluso en ocasiones desautorizada, conviene dejar sentado que marcó la pauta de las sucesivas y posteriores traducciones y lo hizo en una época en que la filología francesa todavía no se había pronunciado acerca de algunos de los problemas suscitados por el estilo de Proust; en consecuencia, no había trazada la línea maestra a seguir en el complicado trasvase de la novela a otras lenguas. Pero lo que me sorprende a estas alturas es que una obra que entraña cuantas dificultades se le quieran atribuir, en el curso del tiempo no haya motivado la devoción absoluta de algún traductor dispuesto a volcar sobre ella todo su tiempo, saberes y energías. Joyce, por poner el ejemplo de un autor también determinante y para mí aún más hermético, tuvo la inmensa fortuna de encontrar en lengua catalana a un joven filólogo, Joaquim Mallafré, decidido a dedicar ocho años de su vida a la obsesiva tarea de modelar una versión de Ulisses que sin dudarlo considero bastante superior a la francesa de Valéry Larbaud pese a que, como es sabido, éste la hizo bajo la tutela y las sugerencias del mismo Joyce. Lamento no sentirme capaz de legitimar en igual medida la traducción al castellano de José María Valverde, que, por supuesto, no invalida la primera de José Salas Subirats, aparecida en México, aunque durante bastante tiempo los ávidos lectores españoles de Joyce la consideráramos insatisfactoria. En el caso de Proust, sus traductores –exceptuando a Salinas– resulta que han llegado a La recherche... probablemente imantados por sus fulgores pero no con la vocación expresa de obligarse a sobrevivir sin mayores apremios ni ataduras en sus aguas turbulentas. Consuelo Berges se había consagrado casi por entero a la obra de Stendhal; Fernando Gutiérrez tradujo desde El doctor Zhivago de Pasternak (a partir de la edición italiana de Feltrinelli) a El Gatopardo de Giuseppe Tomasi de Lampedusa; el mismo Carlos Manzano ha desembocado en Proust tras forjar su oficio en Henry Miller primero y salvando después los terribles acantilados, por cierto paradójicamente  antiproustianos, de Céline... Ante tales ejemplos me pregunto sinceramente si es posible instalarse temporalmente en el vasto imaginario de Proust mediante un simple cambio de registro, sin tomarlo como único punto de referencia y tras haberlo explorado, desmenuzado, asimilado en sus numerosos afluentes, emprender el proyecto de adaptarlo a la lengua propia con la ineludible articulación de un estilo determinado que sea trasunto del original y, a la vez, resulte incuestionablemente veraz para quienes van a acceder a él desde otros supuestos filológicos. ¿Es acaso una idea descabellada cuando se trata de Proust, Joyce, Faulkner, Rilke o Hermann Broch, artistas copiosos que no sólo desbordan cualquier parámetro al uso sino que son fundadores de sus propios códigos lingüísticos y narrativos? Con la respuesta en suspenso, retomo el asunto que ha motivado la reflexión. Disponemos de dos nuevas traducciones de A la recherche... que al coincidir en el tiempo (por extraños azares de estrategia editorial) no arrojan luz sobre la cuestión sino que, al menos así lo considero, contribuyen a su relevancia. Para empezar, ambas versiones se muestran divergentes a partir del mismo título global de la obra. Mauro Armiño ha traducido A la recherche du temps perdu por A la busca del tiempo perdido, en tanto que Carlos Manzano opta por mantener el clásico de En busca del tiempo perdido. Por supuesto que no me siento legitimado para establecer matices en materia de filología castellana, pero tengo la impresión de que si bien el vocablo busca expresa correctamente la acción de buscar, antecedido por la preposición y el artículo, es decir, a la busca, creo que posee un significado ––¿estoy equivocado al aventurar que me suena más aplicable al terreno de la cinegética?– en todo caso distinto a la intención que Proust vertió en su A la recherche... Imagino que tal vez esa duda mía puede ser objeto de controversia. De todos modos, me parece que la sutileza a la hora de interpretar el título revela las ópticas diametrales con que los traductores han enfocado sus respectivos tratamientos del texto proustiano. Recuerdo haber leído que en el acto de presentación en Madrid de su trabajo, Mauro Armiño señaló que en la obra de Proust «las oraciones son muy largas y perversas y el español no está acostumbrado a este tipo de sintaxis». Lo que atañe a la naturaleza de las oraciones proustianas es algo archisabido. Evidentemente se refería a los culebreantes párrafos, engarzados con las célebres frases subordinadas, que han obligado a desistir a tantos lectores (españoles pero también incluso franceses) habituados a la comodidad de los estilos lineales. Sin embargo y pese a su advertencia, lo paradójico es que la versión de Armiño se caracteriza precisamente por su respetuosa fidelidad a las formas de la «más endemoniada» de las prosas francesas. ¿Más laberíntica y escurridiza que la de Paul Valéry en Monsieur Teste? Lo cierto es que en ningún momento Armiño trata de «dulcificar» o «resolver» de manera complaciente las derivas del texto. De habérselo propuesto es muy probable que hubiera desvirtuado irreparablemente el armazón estilístico que, por un lado, sostiene y por el otro substancia la obra. Por su parte, Carlos Manzano se ha decantado por la adaptación de los períodos proustianos a la sintaxis castellana, tal vez como vía para allanar en la medida de lo posible su lectura. Eso le conduce a reemplazar las subordinadas por incisos, señalados con guiones, y a echar mano de frases hechas y algunos vulgarismos para verter expresiones que en el tránsito pierden los matices originales. El propósito es sin duda loable y, en última instancia, refleja una toma de partido que naturalmente conlleva sus riesgos. Porque si bien no voy a negar que el texto se hace algo más próximo a la sensibilidad del lector español, tampoco negaré que la escritura de Proust, al ser alterado el orden que la sustenta, ve cómo su tensión interna se relaja. Me pregunto si en definitiva el trueque resulta verdaderamente rentable para alguien. O dicho con otras palabras: desde el apriorismo de que toda traducción comporta pérdidas irreparables, en lo que se refiere a la novela de Proust cuando uno decide entrar en ella sabe de antemano a lo que se expone –lo mismo sucede con las obras de Faulkner, Musil o Broch– y, una vez aceptado el reto con todas las consecuencias, quizás no sea aconsejable que nos alivien de sus escollos. Al fin y al cabo vencer por cuenta propia los obstáculos de la lectura forma parte del compromiso con la obra y el genio de su autor. Veamos gráficamente reflejado lo que acabo de señalar, mediante el cotejo de un fragmento cualquiera de Du cote de chez Swann que elijo dejándome guiar más por el azar que en función de su esencialidad. He aquí cómo fue construido por Proust: «Destiné à un usage plus spécial et plus vulgaire, cette pièce, d'où l'on voyait pendant le jour jusqu'au donjon de Roussainvill-le-Pin, servit longtemps de refuge pour moi, sans doubte parce qu'elle était la seule qu'il me fût permis de fermer à clef, à toutes celles de mes occupations qui réclamaient une inviolable solitude: la lecture, la rêverie, les larmes et la volupté. Hélas¡ je ne savais pas que, bien plus tristement que les petits écarts de régime de son mari, mon manque de volonté, ma santé délicate, l'incertitude qu'ils projectaient sur mon avenir, préoccupaient ma grand'mère au cours de ces déambulations incessantes de l'après-midi et du soir, où on voyait passer et repasser, obliquement levé vers le ciel, son beau visage aux jouès brunes et sillonnées, devenues au retour de l'âge presque mauves comme les labours à l'automne, barrées, si elle sortait, par une voilette à demi relevée, et sur lesquelles, amené là par le froid ou quelque trîste pensée, était toujours en train de sécher un pleur involuntaire.» En la versión de Mauro Armiño queda así: «Destinada a un uso más específico y más vulgar, esa habitación, desde donde de día se veía hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió mucho tiempo de refugio, sin duda porque era la única que me estaba permitido cerrar con llave, para todas aquellas ocupaciones que me exigían una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y el placer. ¡Ay¡, ignoraba que mi falta de voluntad, mi salud delicada, y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro entristecían más a la abuela que los leves descarríos del régimen de su marido, durante su incesante deambular de la tarde y de la noche, cuando se veía pasar una y otra vez, oblicuamente alzado hacia el cielo, su hermoso rostro de mejillas morenas y arrugadas, vueltas con el paso de los años casi malvas como los campos arados en otoño, cruzadas, si salía, por un velo recogido a medias, y en las que siempre estaba a punto de secarse una involuntaria lágrima puesta allí por el frío o algún pensamiento de tristeza». Y por último, desde el prisma de Carlos Manzano: «Aquel cuarto, destinado a un uso más especial y vulgar y desde el que durante el día se llegaba con la vista hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió por mucho tiempo de refugio –seguramente porque era el único que me permitían cerrar con llave– para todas mis ocupaciones que reclamaban una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y la voluptuosidad. Por desgracia, no sabía yo que –mucho más tristemente que los pequeños incumplimientos del régimen por parte de su marido– mi falta de voluntad, mi delicada salud y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro preocupaban a mi abuela, durante aquellos paseos incesantes de la tarde y de la noche, en los que veía pasar y volver a pasar –con el perfil alzado hacia el cielo– su hermoso rostro de mejillas morenas y surcadas de arrugas –que con la edad se le habían vuelto casi malva, como las tierras labradas en otoño– y cubiertas, cuando salía, con un velito a medias alzado y en las cuales había siempre, secándose, una lágrima involuntaria, provocada por el frío o por un pensamiento triste». Hay otra cuestión que sí me produce desconcierto. Es de dominio público que la tradición concede suma importancia a la frase con que Proust arranca el ciclo. Los más severos proustianos coinciden en el criterio de que con admirable sutileza el autor condensa en su brevedad las reglas del tiempo que serán determinantes a lo largo de todo el espectro narrativo. Pues bien, he aquí la primera frase de Proust: «Longtemps, je me suis couché de bonne heure». Se establece así con absoluta claridad que el narrador rememora, desde el presente en que escribe, el hábito que explícitamente inserta en un tiempo pasado, lejano, tal vez remoto. Por alguna razón que no consigo explicarme, Mauro Armiño construye la oración de la siguiente manera: «Me he acostado temprano, hace mucho». Además de forzar la sintaxis hasta extremos chirriantes, la frase de Armiño incurre en la contradicción de situar casi en tiempo actual o se sobreentiende que muy próximo, una acción que fue llevada a cabo hace mucho. Y prosigue ya en el tiempo verbal que corresponde: «A veces, nada más apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: "Estoy durmiéndome"». ¿Por qué semejante inicio forzado, absurdo, decididamente erróneo, que al leerlo produce auténtico sobresalto? Debo confesar que me asombra. Por el contrario, Carlos Manzano sí se ajusta a los esquemas bien señalados de la frase: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: "Me duermo"». Como puede advertirse, dejando a un lado la conflictiva oración inicial, el cotejo de la siguiente aporta sólo muy leves variaciones. Sin perder de vista la diferencia de enfoques a que hacía referencia más arriba, esta es la tónica dominante en ambas traducciones: en cualquier párrafo que elijamos para comprobarlo, los matices nos descubrirán alternativas a nuestro juicio acertadas junto a otras que por lo menos nos atreveremos a calificar de dudosas e incluso de insatisfactorias. Se ha dicho que las versiones de Armiño y Manzano no pueden aspirar a equipararse con la de Pedro Salinas, porque ninguna de las dos alcanza su altura. Opinión respetable pero me temo que no equitativa. Presumo que Manzano y Armiño emprendieron la traducción a partir de las ediciones de La Pléiade de JeanYves Tadié (1989) o las más recientes debidas a Jean Milly, ambas con un valioso aparato filológico al servicio del mejor entendimiento del texto proustiano. Salinas se vio obligado a trabajar sin soporte externo alguno, diría que a pelo, exclusivamente confiado en el dominio de los resortes de la propia lengua que no era ni mucho menos susceptible de amoldarse a los registros de Proust, origen como ahora es obvio, pero no entonces, de una nueva categoría estilística en el ámbito del francés literario. Por tanto, el esfuerzo tremendo que debe ser reconocido a los traductores de hoy –ambos siguen empeñados en la aventura de completar la obra– no es óbice para admitir que operan desde una situación en principio ventajosa respecto a Salinas, pero a la vez más comprometida por cuanto vienen obligados a asimilar los avances filológicos y académicos ya consolidados y a dotar sus respectivas versiones de la indispensable unidad de estilo que hasta ahora ninguna otra ha poseído y tanto se echa en falta. De manera que no se trata de superar lo que ya ha sido superado por el tiempo y el incesante aporte de orientaciones, sino de fijar métodos de trabajo y ajustar con la máxima precisión estructuras que, a ser posible, hicieran definitivo el trasvase a la lengua castellana de una de las más grandes obras de la literatura de todas las épocas. ¿Quiere decirse con esto que Marcel Proust acabará por ceder antes o después a los denodados intentos de quienes no vacilan en medir sus fuerzas con él a sabiendas de los riesgos que asumen? Lo considero probable, pero tampoco me atrevería a vaticinarlo. Sigo pensando que cualquier traducción realmente ambiciosa responde a un ideal de difícil alcance, aunque conviene plantearlo como un logro necesario desde la perspectiva de su utilidad. De todos modos, prefiero no olvidar las sensatas palabras que el poeta Josep Carner (extraordinario traductor de Charles Dickens al catalán) dedicó al asunto con saludable ironía y pragmatismo: «Aprendan lenguas. Eso tiene dos grandes ventajas. Una es que podrán traducir y la otra que, siendo conversadores en lenguas ajenas, prescindirán de las traducciones». En resumidas cuentas, la lengua francesa, la lengua en que Marcel Proust escribió A la recherche du temps perdu, no es precisamente la china.

viernes, 8 de noviembre de 2013

"El ardid de realidad intensificada"

Una columna de Antonio Fernández Santisteban aparecida en el Periódico de Poesía (nº 63, octubre de 2013), que dirige Pedro Serrano publica la UNAM. Si la argumentación del autor fuera dada por buena, he aquí una serie de cuestiones sobre las que los traductores deberían pensar.

Sobre el idioma de dos monstruos

Proust, la cumbre del francés, redujo el idioma hablado por sus compatriotas a un dialecto. Shakespeare, otro océano verbal, sobrepasa al Webster y a la Biblia del rey Jacobo, aunque con un inglés que es una invención deliberada. Mercutio, Feste, Rosalind, Lear suenan bien —o sea, a lo que son—  pero raro, debido no solamente a la pátina retórica de su amplificación dramática y al verso suntuoso del bardo inglés, tan repleto de mundo que incluye hasta nuestras dudas sobre sus carambolas ingeniosas, terminología nueva, sentidos secundarios, sino también a que las gentes que imaginó se oyen hablar, como murciélagos ciegos a la existencia que necesitasen para seguir avanzando el rebote contra su vivir del eco de sus palabras, las cuales vuelven alrededor suyo tal un halo para envolver sus acciones. Este carácter cavernoso de sus voces los aísla un poco de los demás incluso cuando dialogan, los retrasa o adelanta meditativamente en relación con el hilo argumental o los lleva a dirigirse a nosotros más como confidentes de sus profundidades que como actores a una audiencia. Por lo demás, sus frases, cuyas ondas al volver a la acción interfieren con las que siguen pronunciando, los ramifican y nos ofrecen así un suplemento de conciencia muy superior al que requerimos para andar entre nuestras ocupaciones, pero que se paga en los personajes shakespeareanos al costo de una cierta rigidez hierática, como la que aparece en los frescos funerarios egipcios donde vemos a faraones y notables rodeados de la vida que vivieron bajo una lluvia de jeroglíficos. Parte de lo que dicen se les escapa y queda, residual, indicando que una existencia no basta para ser contada. Así pues, pese a que en el teatro de Shakespeare el dicho pronostica o glosa el hecho, ese residuo permanece al término de sus obras como una miríada de posibles interpretaciones que las comprimen hacia sus centros neurálgicos y restan eficacia dramática a algunos de sus desenlaces. Puesto que hablamos de interpretaciones, vaya aquí una posible. Al parecer Hamlet mató a Claudio, el usurpador, antes del último acto, por lo cual la escena sangrienta habría de leerse no en cuanto conclusión de la obra, sino a manera de un exordio destinado al porvenir que se grabó en el monumento funerario del príncipe: encomio y advertencia de una conducta ejemplar.

Resulta claro que Shakespeare no sería el padre de la literatura moderna si no hubiera creado un orbe de psicologías, cada cual diferente, cada cual reveladora de lo que somos; lo único que intento mostrar es que las observamos a través del prisma de un lenguaje ligeramente desfasado que las difracta en todos sus colores, quitándoles así la blanca claridad de la unidad luminosa. 

La población de la Recherche, en cambio, coincide cómodamente con lo que habla. El Director eslavoide del Gran Hotel se expresa con los disparates de un políglota advenedizo, Norpois sirviéndose del plomo y sin la menor sospecha del meollo que pintan a cualquier diplomático, el joven Bloch creyéndose un prematuro escéptico, Françoise con los giros y las incorrecciones gramaticales de una criada, el padre de Marcel como el hombre de bien algo ingenuo que es, su abuela preocupada por su salud, la del personaje narrador, como la abuela arquetípica que todos quisimos tener: firme ante los caprichos, premiando el más leve progreso. ¿Y la feminidad tan parisiense de Odette, los exabruptos juveniles de Albertine?; ahí están las dos vistiendo seda o saten, dispuestas, del mismo modo que sus entonaciones, a incendiar los celos masoquistas de sus galanes.

Menor compañía que la de Balzac, pero mostrada por boca propia, por una inteligencia de sus palabras que nos da a la vez sus raíces y los motivos de su comportamiento. Cuando uno oye a Lucien Rubempré en la poderosa Comédie humaine, oye horrorizado la grosera entonación de Balzac. Parejamente, Eugénie Grandet y Vautrin y el primo Pons hablan por su glotis de pescadero pomposo. De ahí que resulte vano diferenciar en aquella capilla sixtina por el tono o el timbre; hay que hacerlo desde fuera o por dentro del personaje. En la Recherche ambas planos se funden en una página próxima a la emisión oral donde el estilo rodea y clausura lo narrado como si lo extrajera de la nada y éste surgiese con una frescura inédita, desdibujando, debido a nuestra vaguedad ante un modelo más jugoso, nuestras situaciones físicas y mentales. No sólo vida, sino dotada de mayor amplitud, ya que, a semejanza de Shakespeare, aunque preservando la unicidad de sus creaturas, Proust logra que lo latente cobre la abundancia de lo manifiesto. Así, a mediodía el barón Charlus va perseguido en una calle de Balbec por los fantasmas de sus perversiones, espectros que espiamos en su mirada leyendo distraidamente un cartel y que, con la fuerza de los convocados por Baudelaire, tienen para nosotros la convicción de su canotier de paja negra o la rosa espumosa que lleva en el ojal de la solapa. Al conocer a estos personajes, uno los recibe agrandados por sus reverberaciones, uno se frota los ojos para sacudirse el ardid de realidad intensificada con que nos asombra su hipernaturalidad. Las palabras de Proust distinguen con plenitud a quienes las pronuncian. Su idioma revela como no lo ha hecho otro.