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viernes, 18 de octubre de 2019

Como casi todas las ferias (pero más),Fráncfort se cuece en su propia salsa y puede ser indigesta

Lo que sigue es lo que escribió en su blog arte-sanías (http://anibalcampostraduccion.blogspot.com/) el traductor cubano José Aníbal Campos, con motivo del comienzo de luna nueva edición de la Feria del Libro de Fráncfort, el pasado 16 de octubre: "Con un programa dedicado por entero a la literatura Noruega, se inaugura hoy la Feria del Libro de Fráncfort, que en este 2019 va a estar marcada por la polémica desatada por el otorgamiento del Premio Nobel a Peter Handke y las durísimas palabras críticas que le dedicó al galardonado autor de Carintia el joven escritor de origen serbio Saša Stanišić en el día de ayer, cuando le fue concedido el Premio del Libro Alemán. Entre 2005 y 2010 acudí puntualmente (y con gran provecho) a estas citas anuales. Luego, estas "fiestas del libro" (por llamarlas de algún modo), dejaron de interesarme. Y de ese desinterés surgió este breve ensayo publicado en su momento por Cuadernos Hispanoamericanos. Será divertido vivir otra vez de cerca (aunque con la debida y prudencial distancia) la Feria de este 2019.  A continuación, el texto que me sirvió de despedida en octubre de 2010, casi al día siguiente de haber entregado a Sexto Piso, con un clic dado desde la cama de mi angosto alojamiento en la ciudad ferial, el manuscrito de Edipo en Stalingrado, de Gregor von Rezzori".

Fránfort: la gran verbena 

Si uno contempla el cielo de Fráncfort a cualquier hora de un día despejado, verá la caprichosa y tupida red de estelas de humo que tejen los aviones al entrar o salir de la ciudad con frecuencia de pocos segundos. Fráncfort ha sido siempre un lugar de intenso tráfico fluvial, ferroviario y aéreo: su posición privilegiada a orillas del Meno, un afluente del Rin, le garantiza un acceso rápido a la arteria de transporte fluvial más importante del oeste europeo; la estación central, testimonio de uno de los muchos ataques de megalomanía arquitectónica que ha padecido Alemania a lo largo de su historia (el del Segundo Reich), sigue siendo, con sus más de veinte andenes principales y su enorme bóveda de acero y cristal, una de las más imponentes de Europa, mientras que el célebre aeropuerto —encarnación postmoderna de la Metrópolis de Fritz Lang— constituye tránsito obligado para cualquier viajero habitual.

Pero el tráfico, en Fráncfort, se entiende en un sentido mucho más amplio: allí tiene su sede el mayor empalme de conexión de la red alemana, que controla más del 85 por ciento del trasiego en internet. Con sus más de 370 sedes de entidades bancarias, por la ciudad pasan a diario muchas de las transacciones financieras del mundo, circunstancia a la que debe uno de sus sobrenombres: Bankfurt (ciudad de bancos), el primero de una larga lista de apodos —Krankfurt (ciudad enferma), Junkfurt (ciudad de junkies)—, cuyo uso selectivo pone de manifiesto las distintas actitudes que concita una metrópoli que encarna los sueños o las pesadillas de los hombres y mujeres que la habitan o visitan a diario: admiración ante el esplendor económico del centro financiero más importante de Europa, o rechazo y escepticismo ante el supuesto estado moral y mental de una urbe en la que, fuera de las oficinas acristaladas, prolifera otro tipo de tráfico: el de drogas, sexo y personas.

Ciudad de extremos, Fráncfort ofrece abundantes claves simbólicas de las que propician el trasfondo narrativo para cualquier fotografía de turista. Aquí nació, por ejemplo, Maier Amschel Rothschild, por lo que tal vez no sea casual que la manía clasificatoria de los alemanes haya escogido a Fráncfort como enclave "manhattanesco" de la banca mundial ("Mainhattan", la Manhattan del Meno, es otros de los nombres que definen a esta urbe con el skyline más neoyorquino de Europa).

Pero la ciudad es también la cuna de Goethe, que escribió aquí la primera parte del Fausto, de modo que el "tráfico" de libros forma parte obligada de su frenética actividad económica. Si algún emblema ha marcado a Fráncfort es el de su apoteósica feria del libro, donde los agentes editoriales, cual estadistas del gusto literario, se atrincheran cada año tras búnkeres de paneles sintéticos para negociar tratados de cesión de derechos sobre vastos territorios de palabras. Por allí desfila toda la jet set literaria del mundo, y en algunos stands cualquiera esperaría que en lugar de un libro le ofrezcan una muestra de cosméticos, otro de los muchos productos para los cuales, en Fráncfort, también hay una feria.

La ciudad vive durante todo el año en esa efervescencia típica de las ferias anuales. Messestadt (ciudad de ferias o ciudad-feria, según se prefiera) es otro apelativo con el que se la identifica. En ese sentido, Fráncfort parece una gran verbena del mundo globalizado. Reminiscencia de los ritos paganos de renovación y fertilidad, la verbena es la fiesta asociada a las ferias agrícolas de primavera y verano, final de un ciclo de trabajo, privaciones y recogimiento.

Como la globalización, la verbena es el esperado momento de expansión extrema. A ella suelen acudir gentes de todos los confines; el labrador y el ganadero exhiben allí los frutos de sus esfuerzos, y todos pujan por acaparar la atención y el asombro del visitante ante el repollo más grande, la vaca de ubre más henchida o la más ponedora de las gallinas. La multitud acude dispuesta a emular por un título: la más acicalada, el bailador más diestro, la más guapa. Toda feria es una apoteosis de lo cuantitativo. "No hay ninguna fiesta que no incluya al menos un principio de exceso y francachela", nos dice Roger Caillois en su ensayo El hombre y lo sagrado. Las pasiones se desbordan, la voluptuosidad se infla, la sed y la voracidad se disparan.

Tal explosión de efervescencia colectiva hace que las ferias no sean, precisamente, el mejor momento para la reflexión o el esclarecimiento. (Y si por casualidad un cándido labriego de palabras intenta "pelar su cebolla" en público —como hizo Günter Grass hace unos años en la Feria del Libro al presentar una autobiografía en la que confesaba haber pertenecido a las Waffen-SS—, con la honrada intención de revelar a sus paisanos las variadas capas que cubren la esencia de su lacrimógeno tubérculo madurado bajo tierra, en seguida le tildarán de aguafiestas, se le echarán encima y le tirarán del pellejo, siendo él quien termine como una cebolla pelada entre los quioscos vacíos y el mar de residuos que decoran el final del jolgorio.)

Es en esto último donde se manifiesta esa otra cara de la verbena: su transitoriedad. "El ambiente de la fiesta es un mundo de excepción", nos dice Caillois; del mismo modo que es "la época de la alegría, es también la de la angustia". (Angstfurt, ciudad del miedo o de la angustia, es otro de los apodos de Fráncfort). La ciudad del Meno es un buen ejemplo de lo que Zygmunt Bauman denomina nuestras "sociedades líquidas", con una élite que la habita, que está en el lugar, pero no es del lugar, por lo cual su relación de pertenencia con el sitio en que vive es transitoria y defectuosa —por no decir casi nula. Para Bauman, el hogar de esa élite, aunque virtual, está allí donde se negocian sus verdaderos intereses: en el ciberespacio. 

Es sabido que en casi todas las grandes urbes alemanas, los edificios o plazas que definen su centro histórico son auténticos solo en muy contados casos: totalmente destruidos durante la guerra, fueron reconstruidos más tarde, con una mayor o menor fidelidad al original. Pero en Fráncfort, más que en ninguna otra ciudad alemana, crece esa sensación de estar ante los decorados de un teatro cuando uno recorre su casco histórico.

El centro de Fráncfort —centro imaginado— parece haber cedido sus privilegios en favor de otros puntos de tránsito efímero (la estación ferroviaria, el aeropuerto, el barrio bancario, el recinto ferial), con lo cual su corazón urbano se ha trasladado hacia lo que Marc Augé denomina "no-lugares", espacios de la "sobremodernidad", por lo general deshabitados durante la noche y erigidos en virtud de propósitos muy puntuales (tráfico, tránsito, comercio, ocio).

Los verdaderos espacios habitados de Fráncfort, sus barrios residenciales, están formados por barrios antes periféricos como el Westend y el Nordend, o por distritos más alejados del centro como Praunheim, Niederrad, Bornheim, Kelkheim, donde a finales del siglo XIX y principios del XX los abanderados de una nueva arquitectura concibieron ejemplares colonias residenciales para la burguesía, la clase obrera y la clase media; o por ciudades con identidad, historia y jurisdicción propias, como Maguncia, Wiesbaden o Darmstadt, las cuales, gracias a la amplia red de trenes suburbanos, funcionan en la práctica como barrios frankfurteses.

En Fráncfort comienza a perfilarse una inversión de lo que Mircea Eliade definía como "espacios sagrados". Para Eliade, el espacio sagrado era un lugar de hierofanía, un sitio fijo en el que se revelan las relaciones entre el mundo y el cosmos. En una ciudad como Fráncfort, donde se rinde tal adoración a los iconos de la posmodernidad globalizada, el "no-lugar" pasa a ser una suerte de espacio sagrado en gestación. Ya Caillois apuntaba la relación entre la fiesta y el lugar de lo sagrado.

"El día de fiesta", dice el pensador francés, "aunque solo se trate del domingo, es ante todo un día consagrado a lo divino, dedicado al reposo, al regocijo y a la alabanza de Dios". En Fráncfort, las ferias son un espacio y un tiempo de confluencia de los opuestos: en ellas coinciden el ocio y el negocio, son el lugar para ver y ser visto, donde unos realizan su trabajo habitual, mientras otros, eternos flaneurs de mundos transitorios, acuden para matar el tiempo, para fisgonear y enterarse de lo que se "cuece" en otras partes. Desde ese punto de vista, Fráncfort es como un gran reality en vivo de todos los oficios y todas las vanidades del mundo.

Dicho esto, tampoco resulta difícil imaginar a una familia media frankfurtesa (él, senegalés; ella, de origen polaco-alemán), cuyo paseo favorito, cada domingo, les lleve hasta el recinto ferial para participar de cualquiera de las más de cien ferias que tienen lugar allí cada año, no importa que un día se exhiban coches, ordenadores o muebles, y otros sean joyas, cerámica o artículos deportivos. Al fin y al cabo, nuestra buena familia estaría rindiendo el debido culto a la nueva divinidad de los bienes de consumo, antes de ir a acodarse en una mesa de su taberna habitual, delante de un plato de salchichas y de una buena jarra de cerveza.  

martes, 21 de febrero de 2017

El Club de Traductores Literarios de Buenos Airesen Ubersetzerhaus Looren (V)


José Aníbal Campos (La Habana, 1965) es  licenciado en Filología Germánica por la Universidad de La Habana. Ha traducido, entre muchos otros autores de habla alemana e inglesa, a Uwe Timm, Hans Magnus Enzensberger, Peter Berling, Franz Schätzing, Pascal Mercier, Hans Sedlmayr, Philip Ball, Ingeborg Bachmann, Stefan Zweig, Peter Stamm y Gregor von Rezzori. Entre muchos otros. En 1999, fue Premio de Traducción de la República de Austria por la traducción y divulgación de la literatura austriaca contemporánea. En 2010 ha recibido la beca de trabajo que otorga la Casa del Traductor de Looren, Suiza, a profesionales dedicados a la divulgación de la literatura del país helvético desde cualquiera de sus cuatro lenguas oficiales, en este caso, el alemán. Esta beca de traducción, que sólo se otorga anualmente a cuatro traductores, además de ser una de las mejor dotadas en el mundo germanoparlamente, es también, junto con las que otorgan el Literarisches Colloquium de Berlín y el Colegio de Traductores de Straelen (Alemania), una de las más prestigiosas en el ámbito profesional de los traductores europeos.

 Verdadera fuerza de la naturaleza, cocinero bombástico y aglutinador de cualquier grupo, aceptó conversar sobre su experiencia en Looren así como en otras casas de traductores europeas, y recorrer su pasado cubano y sus experiencias en Galicia y Canarias, donde vivió varios años antes de radicarse en Viena.

Un diálogo de sobremesa


 –No es la primera vez que venís a Looren. ¿Cuántas veces estuviste acá y por qué?
–Nunca calculas (o calculás –y pongo la variante en cursiva para respetar la norma de que los extranjerismos van en cursivas) las veces que acudes al lecho de la criatura que amas (o amás), así que he perdido la cuenta de las veces que he venido a Looren. Llegué por primera vez en diciembre de 2009, un día de nevadas terribles, con media Suiza paralizada por nieve (algo inconcebible para mi mente todavía entonces algo calcinada por el sol zalamero, pero pegajosamente repugnante del Caribe). Pero, si me lo permites, aquí debo hacer una digresión que tiene que ver con mi trayectoria profesional. Yo empecé a traducir literatura muy joven: justo al año de haberme graduado de Germánicas. En Cuba, los estudios de idiomas tenían como finalidad crear guías turísticos, no traductores literarios, de modo que, cuando acabé la carrera, hube de trabajar dos años cumpliendo un servicio social en el ramo del turismo. Me aburría enormemente aquel trabajo de guía, y en una ocasión, al final de la agotadora jornada, me encontré un librito olvidado por algún viajero alemán en el que había un relato breve de Michael Ende. Lo traduje para una amiga que estaba fascinada con ese autor, y alguien, más tarde, me recomendó que se lo llevara al redactor de una revista literaria que empezaba su andadura por entonces. Lo aceptaron para publicarlo. Y así empezó mi labor como traductor en las condiciones anómalas de un sistema como el cubano, donde el mundo editorial está controlado por el Estado y los cargos de dirección dentro de cualquier editorial eran (o son) cargos políticos, donde la escasez es el camuflaje casi siempre de la censura y la falta de libertad, todo lo que impide ese trasiego libre de ideas afines y opuestas que debe ser la función de todo sistema editorial. 

Luego desarrollaste casi toda tu carrera en España. ¿Cómo te resultó ser un traductor cubano en un país que se maneja con otra variedad de la lengua?     
–Así es. Me fui definitivamente de Cuba en el año 2002, siendo ya un traductor con algunos trabajitos en el entorno medieval (que no medievalista) de Cuba, y nunca he regresado a mi país de origen ni siquiera de visita. Pasé los primeros años en España sin esperanzas de poder trabajar de nuevo en mi profesión, currando como jardinero, por ejemplo (que suena muy volteriano y romántico cuando no eres el empleado de un empresario gallego), así que tuve que empezar literalmente de cero. Pero, acercándome más al espíritu de tu pregunta: una vez un colega venezolano me preguntó –casi con un tono de compasión bolivariana– si me había sido «muy duro» tener que renunciar a las variantes lingüísticas de Cuba y adaptarme a las variantes del español de España. Lo cierto es que para mí no ha sido una experiencia tan traumática tener que olvidar (provisionalmente) tres o cuatro cubanismos. Tampoco fue traumático para mí en el pasado, en medio de la censura de Cuba, nutrirme de literatura universal leyendo traducciones españolas, argentinas o mexicanas. Creo que ha sido más bien lo contrario: para mí ha sido una ganancia aprender las variantes del español de España. Y recuerdo muy pocos casos, en estos últimos quince años de trabajo, en los que me haya topado con una expresión alemana para la cual, a la hora de reproducir el sentido, necesite forzosamente una variante del Cerro o de Cayo Hueso, dos barrios habaneros. Creo que uno, lo quiera o no, lleva consigo los cubanismos grabados en el «disco duro», y muchas veces los usa intuitivamente sin que rechinen. Un buen ejemplo lo he tenido hace poco: un escritor cubano (de dentro de la isla) leyó la traducción de la novela más ambiciosa de Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel, y entre los elogios que dedicó a mi todavía precaria labor de traducción, me dijo esto: «Me encantó ver cómo salpicaste tu traducción de cubanismos». Lo cierto es que yo no fui consciente de introducir esos «cubanismos», y al parecer tampoco lo notaron mis editores: una valenciana, un catalán afincado en Madrid y un colombiano.      

¿Y cómo empieza, en ese contexto, tu relación con Looren?
–Hacia el año 2006 empecé a recibir mis primeros encargos en España (al menos los más sustanciales), y exactamente en 2007 Acantilado me propuso traducir la primera novela de Peter Stamm, Tal día como hoy, así que vine a Looren gracias a la sugerencia de ese autor suizo cuando ya traducía su segundo libro, Los voladores. Me quedé fascinado con el lugar y con la experiencia: diez traductores provenientes de distintos entornos, con diferentes historias vitales y diversas vías de acceso a la profesión, se sientan a la mesa a hablar de todo lo humano y lo divino, intercambian experiencias, se facilitan contactos, y disponen por el día (y por las noches, el que así lo quiera) de las mejores condiciones de trabajo en un entorno de ensueño. De modo que, gracias a que me he convertido (casi involuntariamente) en la voz de Peter Stamm para el mundo de habla española, he tenido el privilegio de poder venir más veces y continuar traduciendo aquí las sucesivas obras de un autor que es, por así decirlo, bastante productivo.

¿Cómo se ha desarrollado tu trabajo en esta casa?
–Como has podido comprobar, aquí está todo concebido para facilitarte el trabajo. Lo excepcional de una casa como ésta (y también de otras casas de traductores, si bien es ésta mi gran debilidad) es que todo está preparado para que tú seas, por el tiempo de la estancia, única y exclusivamente TRADUCTOR. Aquí desaparecen todas las demás responsabilidades cotidianas que te distraen de tu labor (sacar a mear al perro, comprar la arena para que mee el gato, recoger a los chicos en el kínder o en la escuela, responder a llamadas telefónicas de tus proveedores de sustancias –legales e ilegales— o atender al testigo de Jehová que hace proselitismo de puerta en puerta en cualquier ciudad del mundo. Eso hace que el rendimiento, aquí, sea invariablemente mayor que en las condiciones de la vida cotidiana. (Aparte de mi propia experiencia, es lo que les oigo decir a otros colegas.) Pero hay algo más: la estancia en esta Casa trajo consigo el contacto con media docena de (para mí) magníficos poetas y escritores suizos a los que quizá jamás hubiese podido conocer de no haber disfrutado de estas estancias. De modo que no sólo se trata de las condiciones óptimas para el trabajo que ya traigas de casa, sino de las nuevas posibilidades profesionales que se abren y multiplican tras una estancia aquí.

¿Con qué te encontraste esa primera vez?
–Algo queda resumido en las respuestas anteriores, pero intentaré ser más específico. Me encontré, en esa primera estancia, con la siguiente constelación: una jovencísima traductora de Tiblisi, residente en Italia, que estaba traduciendo por primera vez a su idioma una obra cumbre de la literatura del siglo XX: La conciencia de Zeno, de Svevo. Aquí estaba también una traductora norteamericana entregada en cuerpo y alma a la obra de Robert Walser. Recuerdo una noche en la que la joven colega de Georgia confesó en la cena que estaba traduciendo la novela de Svevo a cuatro manos, y recuerdo la ligera conmoción que ello provocó en la más experimentada traductora americana. Hubo un magnífico debate, un debate que, al menos para mí, fue muy aleccionador. Los argumentos (algo torpes, pero apasionados) de la colega georgiana resultaron para mí más convincentes que las bien razonadas razones de la curtida colega americana en contra de la traducción a cuatro manos de una obra de tal envergadura. Sin embargo, si nos alejamos de los egos resultantes de la especialización de nuestras sociedades, de los royalties y los posibles beneficios en términos de capital simbólico de ser «el traductor» de tal o más cual autor, y si nos centramos en una sociedad como la georgiana, donde el ruso ha sido una lengua colonizadora que ha entorpecido las variables nutritivas de una labor de traducción a la lengua autóctona de los georgianos, uno empieza a defender un concepto de la traducción a priori: con lo cual quiero decir que es mil veces preferible que haya una traducción imperfecta al georgiano de una obra cumbre de la literatura a que no haya ninguna. Ya vendrán nuevas generaciones de traductores georgianos que sientan la necesidad de corregir en el futuro lo hecho por esa joven colega. Y ésa es una conclusión a la que llegué como resultado de una estancia aquí.

Entiendo que tenés experiencia con otras casas de traductores. ¿En qué se diferencia ésta de otras experiencias que hayas tenido?
–Hablemos de las dos casas de traductores que conozco mejor: Straelen y Looren. Mi debilidad por la segunda es pública, y se refleja en varios aspectos: desde que vine por primera vez me enamoró no sólo el entorno (las Tierras Altas de Zúrich) o el modo tan poco burocrático con el que las damas que aquí trabajan atienden a los colegas de todo el mundo. Por un lado, el hecho de su ubicación en Suiza (con sus cuatro lenguas) garantiza una constelación más internacional de los colegas que acuden a Looren, mientras que en Straelen todo se centra más en lo alemán. Creo, además, que hay en Looren un dinamismo creativo que en Straelen, en algún momento, se perdió. El Colegio de Renania del Norte-Westfalia sigue teniendo la ventaja de ser la primada de todas las casas de traductores, cuenta con la biblioteca de diccionarios y enciclopedias más completa que un traductor pueda imaginar; pero allí, quizá por el propio tamaño de la casa (con 24 habitaciones), es imposible competir con el trato personalizado con el que en Looren se acoge a los traductores alojados en la Casa. La flexibilidad con la que el equipo dirigido por Gabriela Stöckli se ajusta a las necesidades de cada traductor o traductora llega a ser conmovedor, pero va más allá: es muy útil. Digamos que Straelen es un monasterio para traductores, y que Looren es una especie de Parlamento en el que todo el tiempo se están sopesando proyectos (no de leyes incuestionables) para dinamizar la vida y el trabajo de estos adorablemente aburridos seres que somos.   

Luego de varios trabajando en España, ¿cómo es tu relación con los colegas de ese país?
–Mi relación personal con traductores y traductoras, seguramente por la frecuencia con la que he estado peregrinando por estas casas, es bastante variopinta e internacional, y esa relación incluye también a colegas de España. Pertenezco a ACETT casi desde mi llegada a Madrid en 2002 porque Miguel Sáenz (a quien había conocido unos años antes en Viena) tuvo la amabilidad de animarme para que me asociara y me avaló cuando, recién llegado de la oscura Cuba, mi currículum era todavía demasiado precario. No hago, sin embargo, mucha vida dentro de los foros de Acett ni participo demasiado en sus actividades, en algunos casos por desinterés (como la llamada «Lista», de la que me retiré definitivamente aprovechando una fase de restructuración tecnológica, pues había llegado a parecerme absolutamente inútil); en otros casos porque casi siempre he vivido lejos de los dos centros de las actividades de la Asociación (Madrid, Barcelona o Málaga). Las pocas veces que en la Asociación han creído que puedo aportar algo a un debate o a un foro, he acudido sin tardanza, aun en condiciones no muy halagüeñas ni favorables para mi economía o mi salud. Hay en España, como en todas partes, colegas valiosísimos, que cuentan con todo mi apoyo y mi respeto. Pero ha sido en España, también, donde he conocido los casos de intrusismo más escandalosos que he visto nunca, y creo, por otra parte, que predomina ahora una tendencia (derivada de la hasta hoy encomiable pero todavía algo infructuosa lucha por mejorar tarifas) que considero bastante peligrosa: una idea equivocada en la manera en que se anima a los jóvenes traductores a abordar el oficio: como maquinitas que han de estar preparadas para introducirse por un extremo del cuerpo un texto cualquiera (el que sea) y deponerlo luego por el otro extremo en forma de traducción, una multifuncionalidad traductora que sólo es una parte de la formación del traductor, pero que no debería ser su máxima aspiración. Como resultado de esa tendencia, he sentido muchas veces, últimamente, cierto menosprecio a la especialización, como si quien decide de pronto traducir al autor que le gusta y no ocuparse más de chorradas (con perjuicio solo para sí mismo y su economía) fuera un ser menos valioso dentro del gremio, lo cual viene a sustituir el antiguo intrusismo de los ignorantes por un intrusismo diplomado y tecnócrata.