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lunes, 25 de agosto de 2014

Miguel Sáenz habla de Thomas Bernhard

Bernhard hojeando un mal diario
Publicada en Cuarto Poder, el 14 de julio de 2012, la siguiente entrevista entre Elvira Huelbes y Miguel Sáenz trata fundamentalmente sobre Thomas Bernhard, pero también sobre varias cosas más, como se comprobará a continuación.

El amigo alemán y Thomas Bernhard, el duro

Una excusa perfecta me da alas para entrevistar a Miguel Sáenz –seguramente, el mejor traductor de literatura alemana- con el objeto de preguntarle sobre Thomas Bernhard: la editorial Cómplices acaba de publicar en español su traducción de Correspondencia, una selección de las cartas que el autor de Trastorno intercambió con su editor alemán, Sigfried Unseld, de quien hace poco declaró Sáenz que este libro  supone una revelación de la personalidad de uno de los grandes editores de la historia, aparte de tener más paciencia que el santo Job con el muy ególatra de Bernhard.

Leí hace mucho su libro El autor y su editor (Taurus, 1985) e incluso llegué a conocerlo fugazmente en Madrid, pero sólo al traducir ahora sus cartas y los informes de viajes de alimentaron luego su Chronik (1970-2000) me he dado cuenta de su verdadera talla”, dice Sáenz, que aporta lo que el propio Bernhard escribió en una de las cartas, de 1986: “Tarde, pero no demasiado tarde, reconocerán los alemanes, aun aplicando los más altos criterios, que nunca ha existido un editor más importante”. Lo que no le impidió mandarle a hacer puñetas cuando el pobre Unseld, ante las muestras de egolatría persistentes de su autor, le confesó que tiraba la toalla.

–Yo no sé cómo podía ser tan duro con su editor.
–Unseld fue su mejor crítico, creyó en él desde el principio. Le apoyó en todo momento y Bernhard, aunque se resistiera, le hizo casi siempre caso. Por eso es tristísimo que su último mensaje a Bernhard acabe con las palabras “no puedo más”. Bernhard le respondió: “Si como dice en su telegrama, no puede más, bórreme de su editorial y de su memoria”.

–¿Por qué remitió sus cinco libros autobiográficos a otro editor? ¿Le gustaba castigar al pobre Unseld, quizás?
–Saber por qué Bernhard hacía lo que hacía es una ciencia esotérica que Unseld nunca llegó a dominar. En mi opinión, le gustó la idea de que sus libros autobiográficos, tan salzburgueses, se publicaran en una editorial de Salzburgo, a la que cedió también otro libro: En las alturas. Sin embargo, creo que la verdadera razón fue que disponer de otra editorial potenciaba inmensamente su capacidad de negociación con la editorial Suhrkamp.

–El caso es que Bernhard se quejaba amargamente de que no le vendían sus novelas como él habría querido.
–Es cierto que en una carta de 1968, se queja de que según las liquidaciones de la editorial, en tres años sólo se han vendido 1.100 ejemplares de Trastorno. Y dice que es un escándalo. Unseld contraataca enviándole las cifras de ventas, no muy superiores, de los libros de Samuel Beckett, autor estrella de la casa. Hay una frase en la obra teatral  La fuerza de la costumbreque aparece un par de veces en la correspondencia: “Hasta los genios tienen manías de grandeza cuando se trata de dinero”.

–Muy expresiva la frase.
–Los libros de Bernhard no han sido nunca best sellers en ninguna parte. Y en Austria, menos. Me atrevería a decir que se le lee mucho más en la Argentina –donde su influencia en algunos escritores es clara y reconocida– que en Austria. También en México, Chile y Cuba. En cuanto a España, yo solía decir, sin mucha base científica, que tenía 2.000 lectores fieles. Creo que exageraba, porque en las liquidaciones anuales no pasan de 150 los ejemplares vendidos entre sus tres editoriales. A veces, se venden cuatro o cinco. Su teatro es otra historia diferente. La próspera “industria Bernhard”  que hoy existe se basa fundamentalmente en sus obras teatrales.

–El teatro es pasión también de otro compatriota, Peter Handke.
–Bernhard tuvo siempre verdadera pasión por el teatro, sobre todo por los buenos actores. Pero también una buena razón para dedicarse a él: el dinero. Pero su teatro está más próximo al de Beckett o Genet que al de Handke.

Miguel Sáenz me explica cómo han resuelto el problema de cumplir la voluntad de Bernhard quien dejó muy clara la prohibición de que se publicara inédito alguno suyo tras su muerte. La cosa es que la editorial considera que lo que el autor austriaco preparó con intención de publicar se escapa a esa prohibición. Y estas cartas con su editor están en ese grupo. Con el carácter que demostró el escritor en más de una ocasión, hosco, huidizo con los periodistas, bronco con los que le querían, mejor no arriesgarse a que salte de su tumba pidiendo explicaciones, si me perdonan la salida de tono.

Hay en los autores austriacos un fondo común de sentimientos encontrados hacia su país como seguramente no exista en otros nacionales. Tanto Bernhard como Handke, como la Nobel Elfriede Jelinek se amargan la existencia con el odio a Austria que se convierte en amor cuando vuelven la mirada a sus raíces, a sus mundos infantiles, esa patria verdadera de la que habla Rainer María Rilke, otro ilustre hijo del Imperio Austrohúngaro. Algo de esas contradicciones las cuenta bien el periodista Riedl Joachim en un libro, Viena infame y genial, que en España se publicó gracias al gran editor Mario Muchnik, en 1995.

–¿Qué tendrá Austria que causa esos sentimientos encontrados?
–Todo escritor austriaco que se estime mantiene una relación de amor-odio a su país. A los citados habría que agregar a Ingeborg Bachmann y otros no tan conocidos como Hans Lebert o Franz Innerhofer, además de a todos los judíos, cuya representante más destacada quizá sea hoy Ruth Klüger.

–Alguna sustancia emocionalmente tóxica debe de haber…
–Cuando hablamos de Austria pensamos en Viena, que no tiene nada que ver. Si quieres saber lo que es una infancia en la Austria profunda, lee sin falta Cuando llegue el momento de Josef Winkler, publicado por Galaxia Gutenberg en 2004. Winkler, fantástico escritor (premio Büchner en 2008) sigue hoy todavía completamente traumatizado a causa de su infancia en Kamering, un pueblo diminuto de Carintia donde casi todos se llaman Winkler. Si en España no ha tenido el éxito que se merece creo que es porque en sus libros hay demasiados muertos. En las obras de Bernhard la gente se suicida como si tal cosa; en los de Winkler, los personajes –generalmente hermanos y homosexuales– se suicidan por parejas, utilizando un mismo ronzal para ahorrar cuerda.

–Qué triste. ¿Qué impresión te causó cuando lo conociste?
–Nunca conocí a Bernhard. En diciembre de 1988, después del estreno de Heldenplatz, cuando él estaba  muy enfermo y harto de Austria y los austriacos se puso en contacto conmigo por teléfono. Concertamos una cita en Torremolinos, donde él pensaba pasar las Navidades, para el 10 de enero de 1989. Antes de esa fecha recibí un mensaje de la editorial en el que me decía que, por su mal estado de salud, Bernhard había tenido que ser trasladado, por su hermano Peter Fabjan, médico, a su casa de Gmunden. Bernhard murió allí el 12 de febrero de 1989 y nuestra cita jamás tuvo lugar.

–De hecho, escribiste una biografía suya que publicó Siruela, en 1996. Una inmersión en la vida dolorosa del escritor, imagino.
–Escribí su biografía porque Jacobo Fitz-James Stewart [anterior editor de Siruela], antes de que escribiera una línea, me dijo que me la publicaría. Thomas Bernhard fue un hombre básicamente enfermo toda la vida, pero la verdad es que, desde muy joven, tuvo mucha suerte. No son tantos los escritores que pueden alojarse en el Timeo, de Taormina; el Seteais, de Sintra o el Ritz, de Madrid.

–Es un escritor difícil de traducir?
–No es difícil de traducir. Sólo hay que confiar en el lector, que no es tonto y se da cuenta de que su estilo es muy especial. Por eso ha sido relativamente un fracaso en los países anglosajones, donde han querido normalizar su prosa, y un éxito en Francia, y sobre todo Italia, donde los traductores han sido mucho más respetuosos.

Como Miguel Sáenz no lo va a mencionar, lo diré yo. En España, el austriaco tuvo mucha suerte con su traductor, aunque quizá él nunca llegara a saberlo del todo. Hay traductores que, en efecto, han hecho más grandes a los autores en según qué países, como le ocurrió a Ismail Kadaré, con Ramón Sánchez  Lizarralde, en España, y Jusef Brioni, en Francia, ambos ahora desaparecidos.

–¿Por qué hay que leer a Bernhard y por dónde empezar?
–Porque es un gran escritor y, con Kafka, lo mejor que ha producido el siglo XX. El peligro no es su supuesta dificultad sino convertirse en adicto. Los cinco libros “autobiográficos” me parecen un buen comienzo. Y luego, quizá, Trastorno. A partir de ahí, uno se convierte en bernhardiano sin haberse dado cuenta.


martes, 3 de septiembre de 2013

Discurso de Miguel Sáenz en su entrada en la RAE (II)

José Ortega y Gasset,
Segunda parte del discurso de entrada en la RAE de Miguel Sáenz

Servidumbre y grandezade la traducción (II)

He hablado de las malas traducciones. La verdad es que también las malas traducciones tienen importantes efectos culturales, dando origen a sectas heréticas, escuelas filosóficas, corrientes psicoanalíticas o errores y malentendidos culturales casi insalvables. Sin embargo, habría que determinar qué se entiende por mala traducción. Las traducciones españolas de los años cuarenta hechas por Guillermo López Hipkiss, por ejemplo, el traductor de los libros de Guillermo Brown, de Richmal Crompton (Crompton, 1939), quizá no resistieran hoy la crítica de ningún seminario universitario, pero parece claro que López Hipkiss fue un excelente mal traductor. Si se pregunta aún a narradores españoles que hoy rondan los sesenta cuáles han sido sus influencias más importantes, es muy posible que, después de rendir el obligado homenaje a Faulkner, Proust o Joyce, reconozcan paladinamente que López Hipkiss tuvo un gran influjo en su formación. Y es que Guillermo López Hipkiss, contra todo pronóstico, logró traducir y trasplantar al español el humor británico y acuñar un lenguaje castellano plenamente coherente y sumamente útil, aunque sin duda hoy olvidado. ¿Quién inventó, por ejemplo, exclamaciones como “¡repámpano!”, “¡recristo!” o, sobre todo, la inimitable “¡troncho!”?

Hora es ya, sin embargo, de explicar el título elegido para este discurso, que es el nada original de “Servidumbre y grandeza de la traducción”. Hay en él claras resonancias de la “Miseria y esplendor de la traducción” de José Ortega y Gasset, pero me gusta más el mío, porque la traducción es, en todas las acepciones de la palabra, una manera de servir y porque espero poder demostrar, antes de que mi discurso acabe, la certeza del conocido dicho, atribuido a José Saramago, de que, si los escritores hacen la literatura nacional, los traductores hacen la literatura universal. He preferido servidumbre y grandeza a otras expresiones más clásicas, como alabanza y menosprecio, elogio y vituperio, etc., porque no es mi intención apostrofar a la traducción ni caer en el ditirambo, sino hablar sencillamente de la actividad traductora tal como la he vivido y la vivo, y de los traductores que conozco y he conocido. “Servidumbre y grandeza”, no hace falta decirlo, se inspira en la Servitude et grandeur militaires de Alfred de Vigny (antes se decía “Alfredo de Vigny”), que en 1835 escribió unas tristes memorias, más de otros que suyas, bien traducidas en 1939, por Alfonso Nadal, con el acertado título “Servidumbre y grandeza de las armas”.

***

En realidad, es difícil decir nada nuevo sobre la traducción. Se ha dicho de ella (sin distinguirla de la interpretación de lenguas) que es, con la prostitución, la profesión más antigua del mundo, aunque está peor pagada. E incluso ha habido quien ha afirmado que traducción y prostitución son una misma cosa, porque consisten en definitiva en hacer por dinero lo que se debiera hacer por amor.

No obstante, para acometer en serio el tema de la traducción habría que comenzar probablemente por la archicitada declaración de Jorge Luis Borges: “Ningún problema tan consustancial con las letras y su modesto misterio como el que propone una traducción” (Borges 1980: I, pág. 87). Y recordar acto seguido la prudente admonición de ese gran señor de la traducción que fue el mexicano Alfonso Reyes: “En punto a traducción es arriesgado hacer afirmaciones generales. Todo está en el balancín del gusto” (Reyes 1986: pág. 156). De todas formas es más fácil hablar mal de algo que bien y por eso, para empezar lanzando una andanada por debajo de la línea de flotación, nada mejor que invocar al terrible Thomas Bernhard, que en su obra de teatro El reformador del mundo hace decir al protagonista:

Los traductores desfiguran los originale
Lo traducido solo llega al mercado como algo desfigur
Es el diletantismo
y la suciedad del traductor
lo que hace una traducción tan repugnante
Lo traducido da siempre asco

                                        (Bernhard, 2001: pág. 30) (1)

(1) Die Übersetzer entstellen die Originale / Das Übersetzte kommt immer nur als Verunstaltung auf den Markt / Es ist der Dilettantismus / und der Schmutz des Übersetzers / der eine Übersetzung so widerwärtig macht / Das Übersetzte ist Übersetzers / der eine Übersetzung so widerwärtig macht / Das Übersetzte ist immer ekelerregend [...] (Bernhard 1983: págs. 903 y 904).

En sus Conversaciones con Krista Fleischmann Bernhard había anticipado ya su opinión: “Un libro traducido es como un cadáver mutilado por un coche hasta quedar irreconocible. Se puede buscar los pedazos pero ya no sirve de nada. La verdad es que los traductores son algo horrible. Pobre gente que no recibe nada por su traducción, los honorarios más bajos, algo que clama al cielo, como suele decirse, y ellos hacen un trabajo horrible, así que en cierto modo todo se equilibra. Cuando se hace algo que no vale nada no se debe recibir nada por ello” (Bernhard 1998: pág. 124).

Ortega y Gasset, en su Miseria y esplendor de la traducción, presenta un panorama algo menos desolador.

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José Ortega y Gasset publica en “La Nación” de Buenos Aires en 1937, en forma de una serie de artículos, su justamente famoso ensayo Miseria y esplendor de la traducción (Ortega y Gasset, 1956).

No obstante, preciso es reconocer que en él habla más de la miseria que del esplendor. Dice Ortega: “La traducción no es un doble del texto original; no es, no debe querer ser la obra misma con léxico distinto. Yo diría: la traducción ni siquiera pertenece al mismo género literario que lo traducido. Convendría recalcar esto y afirmar que la traducción es un género literario aparte, distinto de los demás, con sus normas y fidelidades propias. Por la sencilla razón de que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra”. (Ortega y Gasset, 1956: págs. 76/77 y 78/79).

“En el orden intelectual –añade Ortega– no cabe faena más humilde. Sin embargo, resulta ser exorbitante”. Y no deja en buen lugar a los traductores: “Escribir bien implica cierto radical denuedo. Ahora bien: el traductor suele ser un personaje apocado. Por timidez ha escogido tal ocupación, la mínima” (págs. 12/13).

El guatemalteco Augusto Monterroso, aunque en esa misma línea, será luego mucho más generoso: “Desde que por primera vez traté de traducir algo me convencí de que si con alguien hay que ser paciente y comprensivo es con los traductores, seres por lo general más bien melancólicos y dubitativos” (Monterroso 1985: pág. 90). Incluso, por pura simpatía, Monterroso llega a hacer afirmaciones que sabe perfectamente que son falsas, como “... ni el más torpe traductor logrará estropear del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne”. La experiencia demuestra, sin embargo, que hay traductores capaces de estropear cualquier cosa.

Curiosamente, las ideas de Ortega sobre la traducción se acercan a las que luego expondrá Nabokov, del que hablaré más adelante. Dice uno de los personajes que aparecen en la última parte del texto de Ortega: “Imagino, pues, una forma de traducción que sea fea, como lo es siempre la ciencia, que no pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer, pero sí que sea muy clara, aunque esta claridad reclame gran copia de notas al pie de la página...” (Ortega y Gasset 1956: págs. 86/87).

Tal vez haya algo de justicia poética en el hecho de que al traducir al alemán un pasaje de Miseria y esplendor de la traducción (El pasaje es: “De ahí que cada pueblo cortase el volátil del mundo de modo diferente, hiciese una obra cisoria distinta, y por eso hay idiomas tan diversos con distinta gramática y distinto vocabulario o semantismo” (págs. 68/69), los traductores alemanes hayan tropezado siempre, al no entender que Ortega no se refería a lo fugitivo, lo volátil del mundo (“das Flüchtige der Welt”) sino que, sencillamente, estaba comparando el mundo con un pollo o un pavo y hablando de la forma de trincharlo de cada pueblo.

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continúa en la entrada de mañana