lunes, 31 de julio de 2017

La obra de un anarquista español en el Uruguay

Benito Milla
El pasado 28 de julio, en un artículo de Fernando Aínsa, publicado en El Cultural, el excelente suplemento del diario El País, de Montevideo, se recuerda a Benito Milla. La bajada dice: “Se cumplen 30 años del fallecimiento del editor y poeta español que eligió Uruguay para despejar ideas y malentendidos.
La vida por los sueños

En una mesa improvisada sobre dos caballetes en la céntrica plaza Libertad de Montevideo, Benito Milla (1918–1987), un exiliado anarquista español, vende libros a fines de la década de los cuarenta del pasado siglo y, poco a poco, va ganando una clientela que aprecia sus consejos y su eficacia para obtener títulos no siempre distribuidos en Uruguay.

Parco de palabras, se sabrá –sin embargo– que fue integrante de la Columna Durruti durante la Guerra Civil Española, Secretario de la Juventud Libertaria de Cataluña y, al final de la guerra, cruzó los Pirineos con su esposa Fina y vivió en las duras condiciones del refugiado en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, en campos que en realidad eran de concentración. Allí nacería su hijo Leonardo (Marsella, 1941) y el destino del Uruguay –esa renombrada “Suiza de América”, democrática y solidaria con la España republicana derrotada– aparecería en su horizonte.

A partir de ese humilde comienzo, Benito Milla desarrolló una tenaz e intensa trayectoria como librero (Librería Alfa desde 1954), editor (Editorial Alfa, 1958) y director de las revistas Deslinde (1956-1961) y Temas (1965-1968) marcadas con una filosofía originalmente libertaria y, poco a poco, abierta a un humanismo antibelicista y siempre antifranquista. Allí se congregaron los escritores más representativos del Uruguay de entonces (la generación del 45) y los jóvenes emergentes de los 60.

Ángel Rama
El primer libro editado por Alfa fue un clásico uruguayo, Ismael de Eduardo Acevedo Díaz. Luego se abrieron dos colecciones, una dirigida por el propio Milla (“Carabela”) y otra por Ángel Rama (“Letras de hoy”), donde se publicaron La casa inundada (1960) de Felisberto Hernández, La cara de la desgracia (1960) de Juan Carlos Onetti, Hombres y caballos de Mario Arregui, Cordelia de Carlos Martínez Moreno. También Montevideanos (1959) y La tregua (1960) de Mario Benedetti, dos obras que lo convirtieron en best-seller. Otro título exitoso de Alfa sería Los días siguientes (1962), primera novela de Eduardo Galeano, donde se ficcionaliza un episodio real que había conmocionado a Montevideo.

Los escritores inmersos en la “línea creciente entre tensión y exigencia” –como fueran caracterizados en esos años por Mercedes Ramírez–formalizan apuestas que se tradujeron en la publicación de revistas (Puente, 1963; Aquí poesía, 1962–1966; Los Huevos del Plata, 1965–1969; Maldoror, 1967–1987; Prólogo, 1968); páginas culturales en diarios (La MañanaÉpocaHechos), semanarios como Marcha y en editoriales que florecieron con un novedoso rigor profesional y una estimulante competitividad, alimentando una producción autosuficiente y cerrada al principio sobre el país. Entre otras, Asir, Banda Oriental, Arca y la propia Alfa, una editorial que, en el centro del proceso nacional y latinoamericano, no olvida su origen y publica novelas de españoles exiliados como Ernesto Contreras y José Carmona Blanco, o ensayos fundamentales como la historia del anarquismo español de José Peirats.

DESLINDAR UN ÁMBITO CULTURAL
Alrededor de la librería Alfa y luego de la editorial –situada en el emblemático local de la calle Ciudadela 1389 de Montevideo, a escasos metros de la Plaza Independencia–, Milla funda con Carmona, otro anarquista exiliado en Uruguay, la revista Deslinde en la que da cabida a las nuevas promociones poéticas no solo uruguayas (Juan Cunha, Nelson Marra y Saúl Ibargoyen Islas, entre otros), sino latinoamericanas y españolas. Siguiendo la propuesta de Alfonso Reyes de “deslindar” un ámbito cultural tan comprometido como independiente, los dieciséis números de Deslinde publicados entre 1956 y 1961 ofrecen una clara apertura al mundo y una naciente conciencia latinoamericana. Con el formato de un periódico, proponen una clara defensa de la libertad del escritor y el análisis crítico de la literatura española y uruguaya. Colaboran en Deslinde Albert Camus, Octavio Paz, Ernesto Sábato, Juan Goytisolo y entre los uruguayos Mario Arregui, Ángel Rama y Hugo García Robles, musicólogo de sorprendente y erudita sensibilidad, y futuro secretario de redacción de Temas.

Washington Lockhart
Temas se publica en un contexto cultural que hereda la polarizada visión de la creación y la crítica de dos revistas de la década anterior. Por un lado Asir (1948–1959), de la que se editaron treinta y nueve números, dirigida por Washington Lockhart, un fino ensayista guiado por la búsqueda del ser nacional por una vía más emocional que racional, y que busca lograr la trascendencia a partir del arraigo (en su caso la ciudad de Mercedes en el litoral uruguayo). En su rechazo de la gran ciudad, en el elogio del campo y del suburbio donde se refugia la nostalgia del emigrado rural, Asir rezuma una cierta melancolía que se apoya sin ambages en la tradición literaria clásica y española. Ese espíritu existencial se prolonga cuatro años después en los seis números de Cuadernos de Mercedes (1963–1965), dirigida por el mismo Lockhart. En 1969 publica en la editorial Alfa El Uruguay de veras, una reunión de ensayos que pretenden indagar en un “ser” nacional más allá de los tópicos que se le adjudican.

Emir Rodríguez Monegal
En el otro extremo está la revista Número (1949–1958), cuyo redactor responsable, el crítico Emir Rodríguez Monegal, anuncia en el primer número que se trata de “enfocar los problemas del arte y el pensamiento contemporáneo”, realizando “un planteo que trascienda lo meramente literario o filosófico y atienda al suceso de la hora”, alternando “la producción nacional y extranjera con deliberada prescindencia de nacionalismos”.

En Número publican, entre otros, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes, José Ferrater Mora, Pedro Salinas, Borges y Jorge Guillén. Algunos números monográficos, como el dedicado a la Generación del 900, marcan un antes y un después en la crítica uruguaya. Interrumpida en 1958, Número reaparece en 1963, siempre bajo la dirección de Rodríguez Monegal, aunque ahora el editor es Benito Milla, experiencia que –tras cuatro números– posibilita la aparición de Temas bajo su entera responsabilidad.

CONFRONTACIÓN Y DIÁLOGO
En abril de 1965 se publica el primer número de Temas con un “propósito” explícito de Milla: “contribuir a la expresión de las preocupaciones culturales en el ámbito sudamericano”, propiciando “el acercamiento y la comunicación entre los intelectuales de la zona en un intento de diálogo y discusión que tienda a resaltar y esclarecer realidades comunes”. Con un sentido premonitorio de lo que sucederá en años sucesivos anuncia que: "La actitud de la revista será de confrontación en una hora del mundo en la que el desgaste de los esquemas ideológicos se hace cada vez más evidente, los acontecimientos son más fluidos y complejos y no bastan para definirlos los lugares comunes, los slogans ni los absolutos apriorísticos con que se disfrazan todos los dogmas (Temas 1–2)".

Para que no quedaran dudas de su vocación independiente se insiste en la apertura cultural al margen de “la cuadrícula cerrada de los partidos, los grupos y las camarillas”. En resumen –se concluye– la publicación de Temas no obedece a un programa sino a un movimiento concebido en una dirección: la de vivir en una comunidad abierta.

La postura ajena a “grupos, organizaciones o partidos” y la apertura temática de los dos primeros números, provoca críticas y reacciones en un medio polarizado, especialmente a partir de la revolución cubana de 1959. Por ello, en el editorial del número 3, se reafirma la “indeclinable vocación de confrontación y diálogo”, ya que “dialogar y confrontar supone implícitamente la presencia de los otros, no como enemigos, sino como interlocutores”. Se insiste en la afirmación que había provocado la mayor parte de las críticas: el desgaste de los esquemas ideológicos y la mutación profunda de ideologías como el marxismo, lo que ha llevado a hablar de “los marxismos”, de positivos contactos entre socialistas, cristianos, socialdemócratas y “terceristas”(la llamada “tercera posición” que tuvo en Uruguay una gran difusión, especialmente a través de la prédica del semanario Marcha). En resumen: “Nadie que no esté aquejado de dogmatismo agudo aspira a permanecer ajeno al movimiento más interesante y positivo de esta época: el de la comunicación cultural”.

Es una difícil “comunicación cultural” a la que se aspira en medio de la guerra fría. Temas no puede escapar a las confrontaciones que se viven. A fines de 1965 se produce la condena de los escritores soviéticos Andréi Siniavsky y Yuli Daniel. Los comunistas italianos, embarcados en el revisionismo de Berlingher, la consideran “el problema más amplio de las relaciones entre la sociedad soviética y sus intelectuales, entre la política y la cultura”. Para Louis Aragon, comunista militante, el asunto es más grave: la sentencia del tribunal soviético prefigura a los ojos de los observadores occidentales lo que será la justicia en los países donde triunfe el comunismo. Un editorial de Temas (5-3) recuerda bajo el título “Moral y política” que “callar ante la injusticia, donde quiera que se produzca, y en este caso ante la bárbara condena a los escritores soviéticos, es una manera de preparar un porvenir sombrío, asintiendo voluntariamente ante la iniquidad y fomentándola con la aquiescencia o el silencio”.

Al cumplirse el primer año de vida literaria, Temas publica el que será su último editorial, donde reivindica que “el movimiento de la cultura es profundamente libertario” y que la libertad no es “un prejuicio burgués” como se proclama en otras tribunas de la izquierda uruguaya. “Creemos, contra ellos –afirma– que hay que defenderla y ensancharla, incesante tarea del espíritu verdaderamente revolucionario, en la que seguiremos participando a nuestra medida y sin descanso. Por eso, esta revista seguirá adscrita al movimiento de apertura cultural, de desmilitarización ideológica, que es a nuestro entender el más positivo de esta hora del mundo, mal que les pese a los nostálgicos epígonos de la guerra fría”.

Desde ese momento y hasta el último número (No. 16), en junio de 1968, Temas evitará las polémicas abiertas, haciendo de los ensayos que publica el mejor argumento de su prédica. En algún caso propicia “Fuegos cruzados” entre autores, por ejemplo cuando Günter Grass, Konstantin Simonov y Uwe Johnson discuten sobre si “¿es posible el diálogo cultural Este–Oeste?”, o Alberto Moravia y Alain Robbe-Grillet debaten sobre si hay una “¿crisis de la novela o crisis de novelistas?”.

ARTÍCULOS QUE MARCAN UNA ÉPOCA
Desde el primer número de Temas, la presencia de Rodríguez Monegal asegura una cierta identificación con el que fuera el espíritu de las dos épocas de Número, pero también con la apertura a otras literaturas y el olfato crítico que practicara en la sección literaria del semanario Marcha que dirigió (1944–1959) y posteriormente en los 25 números de Mundo Nuevo que fundó en París (1966–1868), hasta el estallido de la polémica sobre el financiamiento de la publicación por parte del Congreso por la Libertad de la Cultura.

Rodríguez Monegal revela al público uruguayo un autor clave: João Guimarães Rosa, a quien se consideraba en Brasil “el mayor novelista vivo” y cuya obra era prácticamente desconocida en el resto de América Latina. El cuento “Ninguno, ninguna” ilustra con su peculiar sintaxis la novedosa perspectiva que inaugura Guimarães. Acompaña a Rodríguez Monegal en el primer número otro colaborador de Número, Mario Benedetti, con seis poemas.

Al mismo tiempo Temas se abre internacionalmente con un sugestivo ensayo de Hans M. Enzensberger –“Sobre la Teoría de la traición”– y otro –“Por encima de la refriega”– del tan reconocido como olvidado crítico italiano Elemire Zolla. En ese mismo primer número, un tema que será de creciente actualidad –“el compromiso del escritor latinoamericano”– es abordado por Hiber Conteris. “En este momento presente de América Latina se ha producido algo así como un desbordamiento, una invasión de los hechos sociales y políticos que están afectando a todos los órdenes de la vida; y de esta invasión no se han librado el arte ni la literatura” (Temas 1-19). El escritor latinoamericano “vive un momento privilegiado”, pero al mismo tiempo –añade Conteris– no se puede evitar que “el compromiso advierta la transitoriedad de nuestra hora y las formas híbridas o espurias de nuestra literatura”. En números subsiguientes, Conteris reitera esas preocupaciones, especialmente en el artículo “Evolución de las ideologías modernas en América Latina”.

La problemática del continente ya está instalada en la revista. En el segundo número de Temas se publica “Imagen y perspectivas de la narrativa latinoamericana actual”, donde se concreta una las ideas más difundidas y citadas de Augusto Roa Bastos: "Para que exista una literatura, además del valor estético de sus obras, es necesario un centro de cohesión interior, una visión coherente y unitaria sobre el conjunto de la realidad. De esta coherencia interior procede la posibilidad de comunicación interhumana de una literatura en un momento determinado, pero también el sentido de continuidad histórica a través de sus variaciones posibles" (Temas 2-4).

Es esa “cohesión interior”, esa “temperatura histórica”, lo que Roa llama “foco de energía colectiva que se condensa en una particular visión de la vida y del mundo”, la que define –a su juicio– la literatura latinoamericana contemporánea. En esa misma línea de preocupaciones el filósofo mexicano Leopoldo Zea escribe sobre la “integración de la cultura latinoamericana a la cultura universal” (12/1967).

La acelerada irrupción de América Latina en la literatura, la cultura y la política mundial no olvidan la situación española. “España, 1936” de Octavio Paz se contrapone a “Visión actual de España” de Jean Bloch-Michel, un largo y completo panorama sobre la realidad interior de la España franquista y sus perspectivas inmediatas.

A partir del número 4, la lista de colaboradores se amplía: Luce Fabbri, destacada figura del pensamiento anarquista; Robert Oppenheimer, activo militante del desarme nuclear; Juan Goytisolo, representante de la nueva literatura española; el semiólogo Umberto Eco, abordando “el informalismo como obra abierta”, anticipo de su influyente Obra abierta; Arnold Toynbee con unas “Miradas al mundo actual”; Mario Vargas Llosa adelantando un capítulo de La casa verde; Susan Sontag, Héctor A.Murena, Antonio Ferrés y tantos otros (se pueden citar a más de cien colaboradores), al igual que los críticos franceses Alain Bosquet y Pierre Emmanuel, los argentinos Rodolfo Alonso y César Fernández Moreno, y el venezolano Guillermo Sucre.

Un mérito de Milla es haber promovido y potenciado a creadores y críticos uruguayos. Tal es el caso de Alejandro Paternain, Graciela Mántaras, Nelson Marra y quien firma este artículo a partir del número 8 (agosto de 1966). Jorge Ruffinelli con un ensayo sobre la obra de Cesare Pavese, desde Lavorare stanca (Trabajar cansa) a La luna y las fogatas, anuncia la perspicacia crítica que pondrá luego al servicio de la literatura nacional. Sorprende en enero de 1967 (Temas, 10) con cuatro poemas.

Atento a la producción nacional, el mismo Milla realiza una selección de siete poetas jóvenes: Walter de Camilli, Enrique Elissalde, Iván Kmaid, Nelson Marra, Esteban Otero, Roberto Maertens y Leonardo Milla. La revista acogerá además a otros poetas emergentes como Jorge Medina Vidal, Alejandro Paternain, Milton Schinca y Saúl Ibargoyen Islas.

EL LUGAR PRIVILEGIADO DE LA POESÍA
La poesía contemporánea ocupa un lugar destacado en sus páginas. La de lengua española con Claribel Alegría, Alejandra Pizarnik, Octavio Paz, Homero Aridjis, Carlos Barral, José Ángel Valente, Juan Liscano, o Carlos Germán Belli, del que la editorial Alfa publicará la obra poética completa (hasta 1967) en El pie sobre el cuello.

Una útil selección de poetas portugueses actuales y otras de argentinos, peruanos (a cargo de José Miguel Oviedo) y alemanes seleccionados y traducidos por el que años después será fundador y director de la editorial Iberoamericana, Klaus Dieter Vervuert, van pautando la vocación universalista de la revista. Por su parte, el crítico argentino Juan Carlos Curutchet, especializado en literatura española contemporánea, presenta una selección de poesía que se revelará con el tiempo tan premonitoria como acertada: José Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Ángel González, Félix Grande, José Caballero Bonald, José Ángel Valente y Jaime Gil de Biedma.

La sinergia entre la revista Temas y la editorial Alfa se manifiesta en los adelantos de libros, como Los prados de la conciencia de Carlos Martínez Moreno e Introducción a la novela española de posguerra (1966) de Juan Carlos Curutchet.

La inicial militancia libertaria de Milla fue cediendo con los años hacia un humanismo que se reconocía en Albert Camus, Roger Munier, Nathaniel Tarn, Jean Bloch-Michel y Pierre Emmanuel, autores –todos ellos– a los que publicó en las revistas Deslinde y Temas

“Don Benito” –como lo llamábamos con tanto afecto como respeto los que fuimos sus colaboradores– hablaba de “diálogo” y de tender “puentes” entre América y Europa, lo que parecían utopías en una sociedad que se agriaba y cuyos muros se laceraban a ojos vistas. En 1964 sostenía que había que “reconocer a los otros, no como enemigos, sino como interlocutores”, usando una terminología novedosa –alteridad y otredad– puesta al servicio de un imposible idealismo.

Pero Milla adivinaba, además, lo que después resultó evidente: la mutación ideológica de nuestro tiempo, el fin del maniqueísmo impuesto por la guerra fría. Milla hablaba de “los diferentes marxismos” –lo que parecía una herejía para los marxistas ortodoxos uruguayos–, del pluralismo cultural, del nacionalismo emergente en el seno de los grandes bloques y, sobre todo, de cómo evitar en un país de rica tradición democrática como el Uruguay los errores que habían conducido a los horrores de la Guerra Civil Española.

Sus palabras sonaban extrañas en Uruguay, embarcado como estaba en un proceso de confrontación política y social sin precedentes en su historia. En esos años, la antinomia española iba cediendo a su inevitable prolongación americana. Democracia contra dictadura, liberación contra dependencia, progreso contra reacción, revolución versus contra-revolución, pasaron a ser las palabras mágicas con que en la euforia de los años sesenta se pretendía conjurar la historia del continente. Nuevos “vientos del pueblo” llevaban y arrastraban, esparcían el corazón y aventaban la garganta, al decir del poeta Miguel Hernández.

Cuando las condiciones del diálogo se hicieron difíciles en Uruguay, Milla se fue en 1967 a Venezuela. Allí fundó Monte Avila Editores, donde, con más recursos y en otra dimensión internacional, reiteró su fe en un hombre de raíz universal, más allá de clases sociales y contingencias históricas. Fundaría luego Tiempo Nuevo y, a la muerte de Franco, regresó a España para retomar en Barcelona la existente editorial Laia y refundar Alfa. Poco después moriría de un cáncer a los 69 años.

Milla dejó inéditos numerosos poemas, atendiendo a una vocación de la que pocos sabían su secreto. Su fiel y discreto colaborador de siempre en Montevideo, Caracas y Barcelona, Hugo García Robles, reunió algunos en Itaca (1989). En esos versos depurados y sobrios, tras su vida errante, Milla refleja el amor que, por sobre cualquier otro lugar, sintió por el Uruguay.

En Itaca algunos versos reflejan que sabía de su fin próximo: “Pensar es lo que más me duele –nos dice el poeta– y más pensar en lo vivido. Sentir todo el estrago de la edad como un muro expuesto a la intemperie y a la lluvia. Asistir indefenso a la insidiosa herida de cada grieta abierta sin remedio. Morir cada día un poco cambiando la vida por los sueños”. Al recordar ahora la trayectoria de Milla, es evidente que cambió desde muy joven la vida por los sueños, y esos sueños siguen vigentes a treinta años de su muerte.

viernes, 28 de julio de 2017

Un antología de Pasolini por Jorge Aulicino

Nada personal es una antología no bilingüe de la poesía de Pier Paolo Pasolini, publicada por Ediciones en Danza, en Buenos Aires.

A pesar de que no lleva su nombre en tapa, la selección, las versiones, el prólogo y las notas son de Jorge Aulicino. 

En la sección Notas sobre esta edición, Aulicino aclara: "Los poemas se agruparon en tres partes. La primera la constituye "Las cenizas de Gramsci", poeba del libro homónimo (1957), uno de los primeros publicados por Pasolini. La segunda parte reúne poemas de Transhumanar y organizar (1971), el último libro del autor. El poema "La tos del obrero", incluido en esta sección, forma parte del llamado Apéndice a "Transhumar y organizar", no comprendido en la edición que el poeta publicó en vida. Ambas son obras centrales en la épica pasoliniana, a juicio del antólogo. En la tercera parte se agruparon otros poemas políticos de Pasolini, que casi no escribió ninguno que no lo fuera".

Más abajo, Aulicino señala la edición que siguió y la forma en que se presentan las notas. 

jueves, 27 de julio de 2017

Sobre la muerte de Norman Thomas di Giovanni


El 5 de marzo de este año, con firma del escritor y periodista Andrew Graham Yooll, Radar Libros, el suplemento de libros del diario Página 12, recordaba, con menos demora que este blog, la muerte de Norman Thomas di Giovanni, uno de los más conspicuos traductores de Jorge Luis Borges.


El mismo, el otro

Norman Thomas di Giovanni va ser recordado por sus amigos porteños por su ingenio y por la brusquedad con que encaraba cada tarea. También tiene que ser recordado por su brillante entrenamiento literario, su enorme calidad como traductor y su capacidad de pasar del modo abrasivo en el trabajo a su calidez como amigo. Di Giovanni era generoso, muchas veces en exceso, y parecía querer ayudar al mundo entero. Fue una esponja de atención y afecto para todos los que se le amigaron y hasta para muchos que sólo lo conocieron. Y sin embargo, Di Giovanni probablemente querría ser recordado solamente como el mejor traductor que tuvo Jorge Luis Borges. 

Se murió el 15 de febrero, después de alcanzar la respetable edad de 83 años el tres de octubre del año pasado. Murió durmiendo en el hospital de Bournemouth, en el sur de Inglaterra. Llevaba un tiempo enfermo con problemas renales y del corazón, y le costaba caminar en parte por una operación de la rodilla que no había funcionado del todo bien. 

Di Giovanni nació en Newton, Massachusetts, en 1933, y fue bautizado en honor al líder del Partido Socialista de Estados Unidos, el ministro presbiteriano Norman Thomas. En 1955, se graduó en el Colegio de Antioquía, la universidad de humanidades, con la que siguió unido por muchas décadas a través de su excelente e histórica revista literaria, la Antioch Review.

A poco de graduarse, Di Giovanni comenzó a trabajar con el poeta español Jorge Guillén (1893-1984), que estaba en Harvard encargado de las Clases Eliot Norton del semestre 1957-1958. Di Giovanni tradujo y editó en inglés cincuenta poemas de Guillén, trabajando con un equipo de traductores. Ese fue el comienzo de una carrera como editor erudito, inflexible y también paciente y amable con sus autores. Era divertido verlo trabajar, tratando de enfocar el papel –más tarde la pantalla– pero listo a distraerse con la primera mujer que le pasara cerca.

Diez años después, en 1967, Di Giovanni conoció a Borges, que justamente tenía la cátedra de poesía Charles Eliot Norton en Harvard, y le propuso trabajar en una edición bilingüe de su poesía a la manera de la que había producido con Guillén. Borges se tomó su tiempo y no le propuso trabajar juntos hasta volver a Buenos Aires. Las primeras traducciones fueron publicadas en la revista New Yorker y aparecieron como libro en Selected Poems 1923-1967, con las versiones en inglés y castellano en páginas enfrentadas. Di Giovanni, su esposa y sus hijos Derek y Tom pasaron dos años viviendo en Argentina.

Mi diario, The Buenos Aires Herald, se benefició directa y tempranamente de esta relación literaria, que muchos entre nosotros comparaban con la de Boswell y el doctor Johnson (el chisme fue enterrado por Adolfo Bioy Casares en su monumental Borges). Entre las primeras obras traducidas estuvo el Libro de los Seres Imaginarios, en 1970. El Herald publicó una selección de textos, ilustrados por un joven Hermenegildo Sábat, que reeditamos con permiso de María Kodama en 2006.

Otro chisme divertido es que Borges dijo en una entrevista colectiva en el Massachusetts Institute of Technology en abril de 1980 que Di Giovanni andaba diciendo por ahí que sus traducciones eran mejores que el texto original. Es curioso, pero recuerdo escuchar a Borges, y no a Di Giovanni, diciendo que algunos de sus poemas sonaban mejor en inglés que en castellano. Lo más probable es que Di Giovanni citara de memoria a Borges y Borges a Di Giovanni, y ambos se equivocaran.

En 1971, Di Giovanni y su familia dejaron Buenos Aires rumbo a Londres. Sentían que Argentina estaba entrando en un estado de caos. Se divorció y luego, con su segunda mujer Susan Ashe, formó una prolífica sociedad de traductores que produjo muchos libros. Entre ellos está la antología de historias breves argentinas, Hand-inHand Beside the Tracks, publicado por Constable en 1992.

Tras la muerte de Borges en 1986, la relación de Di Giovanni con Kodama se deterioró, con varias discusiones legales y chispazos personales.

Los libros de Di Giovanni incluyen Celeste Goes Dancing and Other Stories, publicado por Constable en 1989, y The Lessons of the Master: On Borges and his Work, publicado por Continuum en 2003.  También publicó en 1976 la novela Novecento, basada en el guión de la película de Bernardo Bertolucci.

Dejó tres libros listos que van a ser publicados este año, uno una novela escrita hace tiempo, otro una autobiografía sobre sus años juveniles en Boston, y el tercero una colección de piezas breves sobre la Boston de los años treinta y cuarenta. 

Fue una vida rica y productiva, y su estilo y encanto van a ser recordados por los que lo conocimos y trabajamos con él.

miércoles, 26 de julio de 2017

Julia Benseñor habla al país

A una semana de haber sido elegida vocal de CADRA, Julia Benseñor, traductora, madre y argentina, da su primer discurso por youtube (al que el lector podrá acceder, pegando el vínculo en Google):



https://www.youtube.com/watch?v=2BOxK4hQbWw&feature=youtu.be

Ay, seguramente, vendrán muchos más.





martes, 25 de julio de 2017

En negro sobre blanco, las cosas en su lugar

La traductora Laura Fólica, actualmente en Barcelona, publicó en El Taco en la Brea N°5, revista de la Universidad Nacional del Litoral, el siguiente artículo sobre el problema que plantea la definición de “traductor” para lograr consenso entre las distintas partes que trabajan sobre el proyecto de ley de traducción autoral en la Argentina. Con absoluta claridad, la autora desnuda los malentendidos y las mezquindades que demoran algo que necesitamos ya todos los traductores. 


Dígame Licenciado... Un punto de vista sobre los puntos de vista en torno de la definición de "traductor" en el proyecto de ley de traducción autoral en la Argentina

En septiembre de 2013, un grupo de traductores argentinos presentó al Congreso de la Nación un proyecto de ley para la protección de los traductores que realizan una «traducción autoral», es decir, una obra derivada de otra obra sujeta a derechos de autor.

La idea no es nueva. La defensa de la autoría del traductor ya está presente desde fines del siglo XIX en marcos legales internacionales como el Convenio de Berna para la protección de las obras literarias y artísticas de 1886, ampliado, luego, en la Recomendación de Nairobi sobre la protección jurídica de los Traductores y las Traducciones de 1976. En el espacio europeo actual, las recomendaciones de la Plataforma Europea para la Traducción Literaria (2011) y el código de buenas prácticas del Consejo Europeo de Asociaciones de Traductores Literarios (2011) apuntan en la misma dirección. Además, muchas leyes nacionales sobre propiedad intelectual definen al traductor como autor; en el ámbito del castellano, esto ocurre en Bolivia, Colombia, Costa Rica, Educador, España, El Salvador, Guatemala, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Venezuela.[1] En Argentina, nuestra vieja aunque pionera ley de propiedad intelectual Nº 11.723, de 1933, protege a los autores de obra tanto en sus derechos morales (o subjetivos) como patrimoniales (o pecuniarios); lo mismo sucede con los traductores, cuyos derechos son reconocidos en el artículo 4º, inciso c: «son titulares del derecho de propiedad intelectual (...) los que con permiso del autor la traducen, refunden, adaptan, modifican, o transportan sobre la nueva obra intelectual resultante». Sin embargo, en el artículo 38 se señala una excepción, que el mercado editorial ha transformado en norma, al menos en lo que respecta a traducciones: «el titular conserva su derecho de propiedad intelectual, salvo que lo renunciare por el contrato de edición».

Gracias a esta excepción, la renuncia por tiempo indeterminado de los derechos patrimoniales de los traductores es frecuente en los contratos de adhesión que el traductor suele firmar con las editoriales. Aquí y ahora se aceptan cesiones para todo el ámbito de la lengua y por los tiempos de los tiempos; con cláusulas que indican que «el traductor cede al editor, en exclusividad, para todo el mundo y por tiempo indeterminado, todos los derechos que le corresponden sobre su traducción de la obra».[2] Otros editores limitan un poco sus aspiraciones señalando, primero, el enajenamiento de los derechos patrimoniales y, luego, como «contraparte», el reconocimiento del nombre del traductor como un derecho moral inalienable:

A cambio de la suma recibida de acuerdo con la cláusula X, el traductor cede totalmente al editor la titularidad de los derechos patrimoniales que le correspondan respecto de la totalidad de su traducción (...). En contraparte, el editor se compromete a consignar en la página cuatro (vuelta de portadilla) de la edición el nombre completo del traductor.

¿Acaso la negación de un derecho puede ser compensando con el reconocimiento de otro? Así pues, lo que la ley expulsó por la puerta en el artículo 4, ingresa por la ventana de las prácticas cotidianas amparadas en el artículo 38. De este modo, el traductor de libros, con su firma de cesión de los derechos patrimoniales, niega la relación que tiene con su obra luego de haber sido remunerado en el momento de producción; se vuelve un progenitor cuyo apellido se transmite al vástago siempre que se mantenga a distancia prudencial por el resto de los días.

Ante este panorama, un grupo de traductores (compuesto por formadores, investigadores y traductores profesionales) elaboraron un proyecto de ley que, en lugar de tratar de modificar una amplia ley de propiedad intelectual, tarea engorrosa por la multiplicidad de actores que afecta, se acota a un ámbito específico —a semejanza de otros proyectos de leyes singulares de trabajadores culturales como los actores, los ilustradores o los bailarines de danza, etc.—, y propone un modelo de contrato con cláusulas claras sobre los derechos morales y patrimoniales del traductor (ámbito y plazo de autorización de uso, pago por adelanto de derechos, etc.), así como medidas de fomento y visibilización de la profesión.[3] El proyecto de 2013 caducó transcurridos los dos años de plazo previsto sin tratamiento parlamentario y se volvió a presentar en 2015 con modificaciones que fueron fruto del debate sostenido en esos años (expediente 4852-D-2015). Contó con el aval de diez diputados de distintos partidos políticos y unas 1750 adhesiones de personalidades, estudiantes y trabajadores de la cultura, nacionales y extranjeros, así como de diversas editoriales pequeñas y medianas y de colectivos como la Federación Internacional de Traductores, la Asociación de Traductores Literarios de Canadá, el Consejo Europeo de Asociaciones de Traductores Literarios, el Consejo Directivo de Filosofía y Letras de la UBA, la Sociedad Argentina de Escritores, etcétera.

Como traductora literaria, integré el grupo del segundo proyecto; por lo tanto mi parti pris es evidente. Ahora bien, no creo que este hecho impugne mi punto de vista sobre la cuestión, ya que en estas páginas no busco hacer una defensa acalorada de su letra ni apelar a las vías del conmover o del convencer para levantar adhesiones. Por el contrario, la cercanía con el proyecto me ha movido, no a polemizar, sino a tratar de comprender por qué se generaron fuerzas opositoras dentro del propio campo de los traductores; reacción más inesperada que el previsto rechazo por parte de cámaras editoriales, que ven en el reclamo laboral de un sector subalterno la ruina de la industria editorial del país todo.

Tal y como señalaban Pierre Bourdieu (1984:72), el «privilegio del sociólogo» (y por extensión del analista en Ciencias Sociales, entre las que podríamos ubicar los Estudios de Traducción) es estar presente como «objetivador participante», esto es, no ocultarse tras una supuesta objetividad que no haría más que reproducir la doxa en un análisis espontáneo, sino participar a partir de una interrogación, primero, de su propio punto de vista, para luego pasar a los otros puntos de vistas parciales que están en juego.

Así pues, primero lo primero: ¿cuál es mi posición en el campo de la traducción? Me dedico a la traducción literaria profesional (trabajo para la industria editorial y audiovisual) y académica (doy clases e investigo sobre traducción) desde 2005. Me gradué en Ciencias de la Comunicación (UBA) y traducción (IES en Lenguas Vivas «J. R. Fernández») y me especialicé en literaturas comparadas y traducción literaria (en una maestría y un doctorado en la Universitat Pompeu Fabra). Este perfil me ubicaría dentro de cierta heterodoxia, ya que no me dedico a «tiempo completo» a ninguna de las actividades que realizo y, por lo tanto, ocupo más bien una posición marginal tanto en el mercado de trabajo como, sobre todo, en la academia, la cual no suele puntuar muy alto las traducciones de libros como parte del trabajo intelectual de sus miembros. Practico y pienso la traducción. Por eso, colaborar con un proyecto de ley sobre la protección de los derechos de los traductores en Argentina me interpeló como «traductora que investiga» y a la vez como «investigadora que traduce». Desde aquí miro.

Y me pregunto. Me propongo, entonces, interrogar los puntos de vista sobre la figura del traductor que están en pugna en torno al proyecto de Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción (LDTyFT). Acudiendo a la sociología de los bienes simbólicos de Bourdieu como herramienta de análisis, el objetivo es desarmar la homogeneidad aparente en la idea de «profesión» y situar a los traductores como agentes dentro del campo de la traducción en Argentina, es decir, dentro de un espacio estructurado jerárquicamente, con un sector dominante y otro dominado, dinamizado por luchas para la apropiación de ciertos capitales. A partir de las tomas de posición respecto del proyecto LDTyFT, se podrá indagar en la posición que ocupan los distintos agentes y en sus disposiciones o habitus.

En su inicio, el proyecto LDTyFT define los términos a los que referirá en su texto («traducción», «traductores», «usuarios»). Así, en el artículo 2, indica que, «a los efectos de la presente ley», se entiende por «traductores»: «a las personas físicas que realizan la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación profesional».[4] Este artículo —y especialmente la aclaración final «cualquiera sea su formación»— despertó el rechazo de algunos sectores de profesores y graduados en traducción, dejando claro que la lucha de poder radica en quién se halla capacitado para establecer qué es lo legítimo en el terreno de las denominaciones. De ahí que revisar las definiciones propuestas por cada sector sea útil para advertir que estas son construcciones sociales, a pesar de que luego se naturalicen por quienes se sienten representados en ellas.

Los opositores defienden una definición a partir de un numerus clausus, limitado y homogéneo: ya sea por la titulación (es traductor el «traductor diplomado»), ya sea por la matrícula de graduados (es traductor el «traductor matriculado»). Esta estrategia restrictiva es sostenida por dos colectivos que ocupan una posición fuertemente institucionalizada (el primero de docentes, el segundo de graduados colegiados o federados), pero que también se ve reforzada por la parte dominada, los pretendientes o recién llegados al juego, es decir, algunos estudiantes que adhieren a sus críticas, validando la illusio de que «pertenecer tendrá sus privilegios». Estudiemos en detalle la estrategia del numerus clausus en estos dos ámbitos de una trayectoria traductora: el formativo y el graduado.

El primer opositor a este artículo de la LDTyFT fue un grupo de formadoras de nivel superior que se reunieron en el Segundo Ateneo de Traductología, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata en agosto de 2014. Fruto de este encuentro, elaboraron una carta (Cagnolati y otros) que sumó 300 firmas de adhesión y que presentaron el 3 de noviembre de 2013 al Congreso para adjuntar al expediente del proyecto de ley. Esta carta fue a su vez respondida por otra redactada por docentes de traducción del IES en Lenguas Vivas «J. R. Fernández» (Álvarez y otros) y que contó con 114 firmas de adhesión, junto con otra carta similar de docentes egresados y estudiantes de Córdoba (Lobo y otros) agrupados en Síntesis–FIL (18/10/14), y que tuvo la adhesión de 28 firmas. Por último, los redactores tanto del proyecto como de las respectivas cartas pudieron verse cara a cara en una mesa de diálogo (24/04/15) convocada por el Seminario Permanente de Estudios de Traducción del IES en Lenguas Vivas, co–coordinado con el centro de estudiantes de la misma institución (Mársico y otros).[5]

Los formadores opositores (que están, a su vez, graduados en traducción en instituciones universitarias nacionales y extranjeras) leen en la proposición «cualquiera sea su formación» del artículo 2, una clara «desvalorización de la formación de los traductores»: «la figura del traductor diplomado no debería ser ignorada porque funciona como garantía de excelencia» —señalan— y proponen una reformulación del artículo. En su propuesta, refieren sólo al traductor diplomado, pero contemplando excepciones para aquellas personas que por una cuestión generacional no se hubieran podido formar en carreras de traducción (dado que estas se desarrollaron mayormente durante los años setenta y ochenta en el país) o para los traductores de «lenguas huérfanas» (ruso, griego, chino, etc.) que aún no cuentan con carreras específicas, y cuyas dotes traductoras podrían ser evaluadas por un comité de traductores diplomados convocados por el Ministerio de Educación. Aquí la enmienda propuesta y elevada al Congreso por este grupo: son traductores las «personas físicas que realizan la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual compuesta por derechos de autor con título habilitante de Traductor/a (universitario o terciario) o formación acreditada equivalente» (en cursiva se destaca el cambio propuesto).

Según esta enmienda, el campo se dividiría entre los traductores diplomados o acreditados por méritos equivalentes frente a los «traductores» no diplomados (comillas en el original), «quienes trabajan para editoriales de manera informal». Los primeros garantizarían la «excelencia» de la profesión, los segundos la «desvalorización» de la misma.

Analicemos esta construcción. En primer lugar, en este razonamiento, la formación es equiparada a la titulación, o sea, a una acción pedagógica certificada por una institución de enseñanza. La titulación acredita, entonces, la posesión de un determinado capital escolar. Siguiendo a Bourdieu en su estudio del sistema educativo en La reproducción (1970), la «excelencia» de este capital escolar adquirido no sería más que una naturalización de un arbitrario cultural, esto es, del aprendizaje de una selección que los formadores imponen como «cultura legítima» y sobre el que los estudiantes se dejan examinar, dando muestras de «buena voluntad cultural». Así, los estudiantes que adecuan sus esperanzas subjetivas a las expectativas que se tienen de ellos conciben su trayectoria futura como una sucesión de títulos por adquirir.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando este capital escolar acumulado vía múltiples titulaciones (terciario, licenciatura, maestrías, etc.) no garantiza la reconversión en capital económico en el mercado, por caso, en un puesto laboral en el ámbito editorial? Los poseedores de títulos advierten que sus diplomas se devalúan y que necesitan cada vez más títulos para mantener su misma posición real. Pero, en lugar de luchar por una reconversión económica acorde, se concentran en adquirir más capital escolar.

¿Cómo se justifica esta acción? Se puede leer un esbozo de respuesta en la carta del grupo de formadores opositores al proyecto de LDTyFT. Este se muestra convencido de que la devaluación de las titulaciones de traducción provendría del intrusismo de los autodidactas, es decir, de aquellos que carecen de título habilitante pero que trabajan en el mercado editorial. El efecto de la titulación permitiría ennoblecer a quienes la poseen (la «nobleza del título») y estigmatizar o «excepcionalizar», en cambio, a quienes no la detentan. Así pues, «los poseedores de títulos de nobleza cultural están separados por una diferencia innata de los simples plebeyos de la cultura, que están irremediablemente devaluados al estatus dos veces devaluado de autodidacta y de “ejecutante de una función”» (Bourdieu 1979:21).

Pero, ¿son los que carecen de una titulación específica quienes fomentan esta depreciación de los diplomas? Aplicando la pura lógica de oferta y demanda, la propia inflación de títulos (que claramente los formadores opositores apoyan como signo de «profesionalización» de la carrera de traducción: «el gran pilar del profesionalismo es la formación», declaran en la mesa de diálogo) es lo que determina una devaluación de los mismos; la oferta crece, el producto se deprecia. El irrefrenable aumento de titulaciones conforma una suerte de «burbuja diplomada»; estas ya no apuntan a que el capital escolar se reconvierta en el mercado en un puesto real (o sea, más capital económico), sino que funcionan más bien como «papel moneda académico» (141), que permite seguir acumulando más volumen del mismo tipo de capital escolar. Ante esta situación, el comportamiento de los agentes en el sistema educativo es explicado por Bourdieu como un «efecto de alodoxia», es decir, los agentes cometen un error de percepción o apreciación de su posición al querer sostener la illusio del juego: «La alodoxia que el sistema fomenta de mil maneras es lo que hace que los relegados ayuden a su propia relegación al sobrestimar las vías en las que se internan, al sobrevalorar sus titulaciones y al concederse unas posibilidades que en realidad les son negadas, pero también que hacen que no acepten realmente la verdad objetiva de su posición y de sus titulaciones» (155).

El enmascaramiento de la devaluación es posible porque se recurre a una esencialización de la titulación: la definición del proyecto de LDTyFT que, a los efectos de la ley, se presenta como una descripción fenomenológica de una situación laboral de los traductores autorales es leída por los formadores opositores de forma existencial: la existencia es considerada una manifestación de una esencia. Así, los agentes titulados viven su identidad escolar como identidad social e incluso como identidad personal; de ahí también se entiende el interés en parapetarse en un numerus clausus que asegure una homogeneidad protectora respecto de heterodoxas identidades traductoras que amenazarían su ser más íntimo. Dicha esencialización, propia del habitus de los formadores opositores, acarrea como consecuencia que, frente a la imposibilidad de reconversión económica del capital escolar, los poseedores de títulos rehúsen vender su fuerza de trabajo al precio que se les ofrece (141). En ese sentido, una de las redactoras de la carta opositora, Ana María Gentile, en la mesa de diálogo, señaló que los traductores formados suelen afirmar respecto de la traducción editorial: «uy yo tanto que me capacité; no voy a ir a trabajar por dos pesos». En cambio, hallan un restablecimiento simbólico en su mundo cercano a través de la mistificación de su posición, alentado tanto por la propia persona como por grupos afines (pares, alumnos, familiares, etc.).

Esta mistificación de los poseedores de títulos devaluados acaba, mal que les pese, haciéndole el juego al mercado editorial, que no hará nada por cambiar las condiciones laborales —al menos hasta que una ley no obligue a los editores a respetar las buenas prácticas a las que a veces adhieren sabiendo que carecen de valor legal (Kalinowski:50)—. Incluso, si se aceptase la enmienda en el artículo 2, las editoriales podrían limitarse a contratar a traductores sin título habilitante para así evitar pagar derechos de autor, ya que sólo los titulados podrían tener ese derecho. A través de los mecanismos de compensación simbólica y de la adquisición de más capital escolar se enmascara la discontinuidad entre estudio y trabajo y se desanima una lucha real por las condiciones laborales. De ahí que creamos necesario que ocurra «un brusco desenganche de las oportunidades objetivas con respecto a las esperanzas subjetivas» (Bourdieu 1979:165) para lograr, por fin, un cambio en las representaciones.

En este punto, la demanda de los sectores dominados, que dejan de aceptar la imposición naturalizada de los sectores dominantes, resulta clave. Esto es lo que ocurrió con la polémica sobre el proyecto de LDTyFT en la Universidad de Córdoba. Un grupo de estudiantes (Agrupación Independiente de Estudiantes de Lenguas), docentes y egresados/as de Lenguas (Síntesis FL) se preguntaron, en su carta de apoyo al proyecto de ley, si acumular una sucesión de titulaciones alcanzaba para dar el salto al mercado laboral. La polémica sobre el artículo 2 les concernía especialmente porque, con el mismo espíritu del artículo, el claustro estudiantil de la Facultad de Lenguas había presentado en septiembre de 2014 un proyecto denominado «Programa de Acompañamiento Profesional para Egresados/as Noveles de la Facultad de Lenguas», que apuntaba a que el flamante egresado y futuro trabajador pudiera tener un acompañamiento de un profesional idóneo, con una antigüedad probada de más de diez años en el ejercicio de la profesión, más allá de que este último tuviera o no título específico. Este Programa buscaba reparar el escaso contacto que durante la carrera se entablaba con las editoriales de Córdoba y el desconocimiento del ámbito editorial por parte de los docentes que formaban a los estudiantes (Seia). El Programa fue criticado, sobre todo, por docentes integrantes del Colegio de Traductores y de la Federación Argentina de Traductores (FAT), que opusieron clara resistencia para que el proyecto siguiera adelante.

Asimismo, en la mesa de diálogo, los estudiantes y egresados señalaron los límites a la circulación de las cartas de apoyo en las listas de distribución, marcando una diferencia entre la carta opositora, que circuló a nivel institucional mucho más fácil que la de los estudiantes:

la nota de ustedes [en referencia a la carta de los docentes de La Plata] tuvo 300 adhesiones y que no siguieron divulgándola, si no, tendría muchas más. Y sí, tuvo muchas más adhesiones pero también, por ejemplo, a nosotros esa nota nos llegó desde la información general de la Facultad de Lenguas, o sea, por una vía oficial, se distribuyó muchísimo más entre los claustros. Y la nota que nosotros escribimos con nuestra posición nunca fue enviada, por más que insistimos y la mandamos a través de esta información general a la Facultad de Lenguas, con lo cual mucha gente no tuvo acceso a nuestra nota. O sea que la cuestión de las adhesiones es discutible porque hay un desequilibrio evidente entre quién tiene el acceso a la divulgación de sus posiciones y quiénes no. (Declaraciones de Natalia Lobo en Mársico y otros)

Estas manifestaciones en apoyo al proyecto de LDTyFT por parte del sector menos poderoso del campo de la traducción, son, no obstante, cruciales para romper con la «ilusión de que les basta esperar para obtener lo que en realidad no obtendrán más que a través de sus luchas» (Bourdieu 1979:163).

El segundo grupo de oposición estuvo conformado por graduados colegiados o federados, sobre todo, por la Federación Argentina de Traductores (FAT) y el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires (CTPCBA). Veamos sus tomas de posición.

Al enterarse del proyecto de ley, la FAT, integrada por Colegios, Consejos Profesionales creados por ley o asociaciones autorizadas, envió una carta de queja a la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI), porque dos de los miembros de su actual junta directiva son redactores del proyecto. Luego, hicieron pública su oposición en la I Jornada de Traducción para traductores del siglo XXI de Córdoba (octubre de 2014) en el panel «Marco legal y debates actuales», con la participación de Víctor Sajoza, docente de la Universidad de Córdoba, miembro del Colegio de Traductores Públicos de Córdoba (CTPC) y de la FAT. En este panel, volvió a quedar patente que la oposición se centraba en la proposición «cualquiera sea su formación». Por un lado, los opositores expresaron la preocupación que, en el futuro, alguien pudiera ampararse en esta Ley para «solicitar una matrícula» sin haber realizado los estudios y/o pruebas correspondientes. Por otro lado, se alarmaron por el desprestigio que sufrirían los títulos que se otorgan en el país; dado que —en los dichos de una docente presente— se abriría una «caja de Pandora» de aprobarse una ley que dijera que es traductor quien traduce. Estas intervenciones fueron respondidas, en el mismo panel, por los redactores del proyecto y adherentes señalando, sobre todo, el carácter realista, inclusivo y reparador de la definición de «traductores» en el proyecto de ley.[6] Por último, ante la invitación a integrar la mesa de diálogo junto con los formadores opositores, la FAT no respondió las reiteradas convocatorias.

El otro grupo que se manifestó en contra fue el CTPCBA. Ante la presentación del segundo proyecto de ley en el Congreso en septiembre de 2015, el CTPCBA convocó de inmediato una reunión para frenar el proyecto, tal como deja ver el flyer con el ícono de la mano roja, firme y en alto que representa un «no pasar». En el texto de la convocatoria, el Consejo Directivo describe el proyecto como elaborado por «algunas personas que se dedican a la traducción», perífrasis que vuelve a presentar como enemigo la figura del «autodidacta» ejecutante. La crítica apunta al artículo 2 y a la defensa de la titulación habilitante: «No podemos aceptar que se reconozca como profesional de nuestra labor a quien no tiene título habilitante, como no lo admitiría la sociedad en ninguna otra profesión. Entendemos que, de aprobarse este proyecto de ley, se está abriendo la puerta para debilitar la figura del traductor y de la traducción en general en nuestro país». El CTPCBA reconoce haber elevado su queja a varios legisladores y convoca a la reunión abierta «debido a la importancia que seguramente le dan todos los matriculados a este tema».

En estas citas de la convocatoria a la reunión, vemos reproducirse la definición del traductor no como el que ejerce la profesión sino como el que posee un título habilitante, pero en este caso, se añade un plus: la importancia (económica, legal y simbólica) de la matrícula entre los traductores públicos y, por lo tanto, una confusión de ámbitos profesionales de incumbencia. Los Colegios fueron creados por la ley 20.305 de 1973, que regula la traducción pblica, y que  traduccipoyoa AT e colegio que registre a los profesionales, rarios: <>>>> tema".e dedican a la traduccipoyoa AT eública en Argentina, al ser una profesión que atañe el bien general de la población, como otras como medicina, derecho, etc. En esta ley se plantea la creación de un Colegio que cumpla las funciones de registro y control de los traductores públicos, quienes están obligados a pagar una matrícula para su ejercicio profesional; actualmente el CTPCBA cuenta con 8500 matriculados.

Ahora bien, muchos traductores públicos matriculados se dedican también a otro tipo de traducción, ya sea técnico–científica o literaria. Por ejemplo, en la página web del Colegio, vemos que existen tres comisiones temáticas: Audiovisual, Cultura y Ciencia y Técnica, que organizan cursos presenciales y a distancia, actos y conferencias sobre estas áreas. También existe una Comisión de traductores noveles, categoría que definen como aquellos traductores que cuentan «con menos de cinco años de matrícula».

En estos ejemplos, advertimos un desplazamiento y ampliación del área de incumbencia de la matrícula, como permiso de ejercicio, hacia otras categorías o ámbitos que no la requieren. Es decir, un traductor público necesita estar matriculado para traducir documentos legales (por Ley 20.305); en cambio, esta misma matrícula no le es requerida ni lo coloca en una posición de ventaja para traducir documentos literarios, científico–técnicos o audiovisuales y menos aun para considerarse un traductor novel o experimentado según los años de matriculación.

Al operar este desplazamiento del sentido, los Colegios argentinos (tanto el CTPCBA como casi todos los colegios provinciales nucleados por la FAT), que cuentan con una base enorme de socios cautivos y, por lo tanto, de recursos económicos, se apropian de la designación de «traductor» (a secas) como única identidad posible de la profesión, tal y como nos deja ver la sigla de la FAT (Federación Argentina de Traductores). Del nombre pasan a la existencia, ya que también extienden su modo de actuar en su subcampo de especialidad (la traducción pública) hacia otros subcampos, como el literario o audiovisual. Y en ellos aplican sus criterios legales (la posesión de matrícula para ejercer la profesión) desconociendo completamente cómo se desarrollan las trayectorias en estos espacios específicos. Se daría nuevamente aquí un efecto de alodoxia: los agentes matriculados sólo perciben y conciben su práctica profesional como la única válida aun en campos que operan con otra lógica.

Ahora bien, la traducción autoral funciona más próxima a la lógica del campo artístico, ya que está más ligada a la creación que a la validación de la verdad de un documento oficial. La trayectoria de un traductor autoral se acerca más a la de un escritor.

Soy traductor profesional desde hace más de treinta años. He trabajado para muchas de las editoriales más importantes de Argentina y España (Losada, Anagrama, Tusquets, Edhasa, Planeta, Norma y otras) y traducido del inglés, francés y portugués más de 120 libros de narrativa, ensayo y poesía, desde William Shakespeare hasta autores de narrativa más contemporánea. He escrito ensayos sobre la tarea del traductor y he sido honrado con premios.

Esta nota biográfica es la del escritor Marcelo Cohen (2015), en una carta que hizo pública el 19 de octubre de 2015, a la diputada Nora Bedano (firmante del proyecto LDTyFT) para que no atendiera las modificaciones pedidas por los Colegios sobre la obligatoriedad del título habilitante. Cohen se pone como ejemplo de un colectivo de traductores que cuentan con una innegable formación intelectual (con estudios en el ámbito de las Letras o las Humanidades, desarrollo de una escritura propia o formación en el ámbito editorial):

Mi caso no sería el único, ni mucho menos. Decenas de nuestros mejores traductores, reconocidos en el mundo y por los lectores, carecen de título específico —aunque muchos tienen otros títulos, y desde luego una sólida formación—. Aparte del perjuicio y las aflicciones que conllevaría para ellos, la calidad de nuestra producción editorial de textos traducidos sufriría una merma incalculable.

Justamente en el campo creador, según analiza Gisèle Sapiro (46–48), el desarrollo profesional del oficio de escritor está débilmente reglamentado y cuenta con una multiplicidad de instancias de legitimación que contribuyen a la definición de la literatura (premios, publicación en editoriales prestigiadas, reseñas en prensa cultural, etc.); es decir, no existe una única instancia legitimadora como podría ser una matrícula o un título habilitante.

Asimismo y producto de la cercanía con el oficio de escritor, respecto del habitus del traductor autoral, éste suele definirse como un sujeto solitario que se rige más bien por el principio del «interés por el desinterés» propio del campo artístico, tal y como analizan las investigadoras Isabelle Kalinowski (47–54) y Rakefet Sela-Sheffy (1–26). A partir de entrevistas en profundidad, estas investigadoras concluyen que, regido por un imaginario artístico, el traductor literario acaba aceptando condiciones laborales muy precarias, que serían denunciadas por explotación en otras profesiones. Por un lado, Kalinowski señala que la vocación al trabajo de los traductores literarios se adecua fatalmente a la vocación al rédito de quienes encargan el trabajo. Parafraseando a Bourdieu, el estigma se vuelve emblema, la precariedad laboral es vivida como condición de posibilidad de una libertad ascética. Por otro lado, Sela-Sheffy focaliza en el carácter ambiguo de este subcampo, ya que, como profesión, su organización y militancia es débil (hay atomización de grupos y asociaciones, carecen de un código deontológico, etc.) y, como oficio artístico, resulta una ocupación intelectual carente de glamour, es decir, con poco valor simbólico si se compara con la de escritor.

Para concluir, luego del desarrollo de las distintas decisiones, posiciones y disposiciones de los agentes interpelados en el debate sobre la definición de la figura del traductor, creo haber dado muestras de que el proyecto de LDTyFT ha contribuido sobradamente a dar dinamismo al campo de la traducción en Argentina, a cuestionar la estrategia del numerus clausus que tratan de imponer los sectores dominantes de la profesión y a advertir los efectos de alodoxia presentes en las definiciones de «traductor» propuestas por los dos grupos contrarios, que, por un lado, hace que los opositores formadores vean en la reproducción de títulos una garantía de formación y no una devaluación de los mismos y que, por otro, lleva a los opositores colegiados a desplazar su modus operandi a un campo que se dinamiza con otra lógica económica, legal y simbólica. Asimismo, permite reflexionar sobre el habitus del traductor autoral, rompiendo con ciertas inercias de percepción y pensamiento y llamando a la acción organizativa para mejorar sus condicionales laborales. De promulgarse algún día, Argentina tendrá un marco legal que proteja los derechos laborales de un colectivo plural de traductores, todos formados (con o sin titulación habilitante) y, sobre todo, poseedores de un cuerpo que se mueve, alimenta y reflexiona.

Notas




[1] Para un mayor desarrollo sobre el marco legal, véase la fundamentación al proyecto de ley Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción (Consigli y otros).
[2] Esta y la siguiente cita han sido extraídas de contratos efectivamente firmados con editoriales argentinas o con sede local. Por confidencialidad, mantenemos el anonimato de los firmantes.
[3] Para una lectura de las dos versiones del proyecto, véanse los expedientes 6534-D-2013 y 4852-D-2015 (Consigli y otros 2013, 2015).
[4] El primer proyecto (6534-D-2013) añadía a «sujetas a propiedad intelectual» la proposición «compuesta por derechos de autor», que se eliminó en su segundo versión por ser redundante y no especificativa.
[5] Las citas textuales aparecen entrecomillas y fueron extraídas tanto de las cartas como de las actas de reunión, que pueden consultarse en el Blog del Frente de Apoyo al proyecto de LDTyFT, sección «Exposiciones».
[6] Véanse los informes elaborados por Mársico y Síntesis FL.

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