viernes, 30 de abril de 2010

Un autor argentino como excusa para nuevo premio de traducción


La editorial Harvill Secker, uno de los tantos sellos del Random House Group, junto con la cadena de librerías británicas Waterstone's, acaba de lanzar un premio para jóvenes traductores y para ello eligieron un texto del autor argentino Matías Néspolo. La información para los interesados puede consultarse más abajo.


Harvill Secker launches prestigious new prize
for young translators

Harvill Secker, part of The Random House Group, is celebrating 100 years of publishing quality international writing with the launch of a prestigious new prize for young translators. Launched today (Monday, April 19th) in conjunction with Waterstone’s, the annual Young Translators’ Prize will be presented to a translator at the start of their career and will focus on a different language each year.

In 2010 – the inaugural year – the chosen language is Spanish and entrants will be asked to translate ‘El hachazo’, a short story by the Argentine writer Matías Néspolo.

The short story and details on how to enter can be found at http://www.harvillseckeryoungtranslatorsprize.com/.
 The prize is open to anyone between the ages of 16 and 34, with no restriction on country of residence.

The winner’s name will be announced in September 2010 and the winning translator will receive £1000, a selection of Harvill Secker titles and Waterstone’s books vouchers.

The judges are Margaret Jull Costa (translator), Nicholas Shakespeare (author) and Briony Everroad (editor). Prize founder, Briony Everroad comments, ‘I think translation is terribly important, and excellence in the field can often pass unnoticed. The aim of this prize is to encourage a new generation of talent, and I hope that it will provide a much-needed opportunity for young translators to gain wider recognition for their work.’

For more information please contact:
Sue Amaradivakara, Harvill Secker publicity
Tel: 020 7840 8425 email: samaradivakara@randomhouse.co.uk

jueves, 29 de abril de 2010

El nombre del traductor debe figurar en la cubierta del libro

Editor, crítico y comentarista cultural, Manuel Rodríguez Rivero nació en Barcelona. Ha colaborado en una treintena de medios de comunicación y trabajado en las editoriales Cuadernos para el Diálogo, Alfaguara (director editorial adjunto), Espasa Calpe (director literario), Punto de Lectura (asesor editorial) y otras. Desde 1998 a 2001 colaboró semanalmente en Babelia, suplemento cultural de El País. Desde  2002 a 2007 fue titular de la sección "Pasen y Lean" en el suplemento ABCD del diario ABC, donde también escribió artículos de opinión. En 2008 regresó a El País, en cuyas páginas de cultura publica semanalmente la columna "Ídolos de la cueva", y en Babelia escribe la página semanal "Sillón de Orejas". Colabora en el mensual Revista de Libros y es director literario de la editorial Viamonte. Ha recibido, entre otros, los premios "Bibliodiversidad" del Gremio de Editores de Madrid (2004) y el premio "Atlàntida" del Gremi d´Editors de Catalunya (2006) al mejor articulista. El presente artículo corresponde a la edición del 28 de este mes de El País.

El autor oculto

Los dos primeros libros que recuerdo haber leído fueron una edición aligerada de Robinson Crusoe y una expurgada de Las mil y una noches. Antes hubo otros: cuentos, historias infantiles, álbumes de tebeos. Pero de aquellos dos conservo una memoria intensa y nada nebulosa, tejida con la magia de muchas tardes consumidas descifrando en soledad signos que me conducían lentamente a un sentido, desvelándome una historia que, con mi esfuerzo, conseguía desplegar ante mi imaginación, y de la que, por ello mismo, también me sentía autor. Si no hubiera sido por mi empeño de lector, aquel camino que otros habían trazado negro sobre blanco habría permanecido mudo, infranqueable. En cierto modo, yo era como una partera: leer era también crear, dar vida a aquellas historias inmortales.

Entonces no era consciente de que, además de quien los había imaginado y escrito, aquellos libros cuya lectura tantos placeres me proporcionaba tenían otro autor oculto. Tanto Robinson como Las mil y una noches (de la que leí una adaptación de la edición francesa de Antoine Gallant) habían sido escritos originalmente en lenguas diferentes a la mía, lenguas que yo no podía entender, por lo que habían tenido que ser reescritos para mí por otros que sí podían hacerlo. Alguien que, después del autor, pero antes que yo, los había leído, y que había tenido que tomar decisiones fundamentales para poder comunicarme sus secretos ocultos sin que el relato original perdiera demasiado en el viaje de llegada.

Cuando leo, por ejemplo, Estambul o Tokio blues o Corrección –textos que no sabría leer sin mediación– no puedo evitar preguntarme cuánto de lo que en ellos leo pertenece a Pamuk o a Murakami o a Bernhard, y cuánto a Rafael Carpintero o a Lourdes Porta o a Miguel Sáenz. Qué debo al autor y cuánto a los que pusieron su obra a mi alcance. Los traductores –se ha repetido hasta la saciedad– han sido desde siempre elementos fundamentales en la transmisión y universalización del saber. Y, sin embargo, uno no deja de tener la impresión de que ese reconocimiento se da demasiado por supuesto, de que tiene algo de impostado, de declaración de buenas intenciones que no siempre se plasma en esa clase de convicción profunda que cambia hábitos y modifica conductas.

Me refiero, por ejemplo, al explícito reconocimiento editorial del traductor como coautor del libro en la lengua de llegada. La mezquindad con que todavía muchos sellos (incluso literarios) disimulan su nombre –confinándolo a la portada interior y la página de créditos, en vez de estamparlo en la cubierta– me resulta inexplicable. Se diría que el editor se avergüenza del traductor, que no desea concederle excesivo protagonismo, por si acaso. Por supuesto, una actitud semejante tiene que ver con la consideración editorial del traductor, con el regateo a la hora de negociar tarifas (hace tiempo congeladas), con la reticencia a pactar regalías que le permitan participar en el pastel de los beneficios, especialmente en el caso de que el libro que tradujo se convierta en un best seller.

El nombre del traductor debe figurar en la cubierta del libro. Su visibilidad es imprescindible como reconocimiento y como elemento de información al lector-consumidor. La manida excusa de los "imperativos" gráficos es pura filfa. Cuando Jaime Salinas, maestro de editores, encargó a Enric Satué el diseño de la segunda Alfaguara, uno de los "imperativos" fue precisamente que el nombre del traductor figurara bien claro en los paratextos de la cubierta. En los setenta esa decisión creó escuela y hubo algunos sellos (literarios) que la adoptaron. Pero hoy parece que en ese aspecto hemos retrocedido. Se diría que, para ciertos editores, el traductor es como ese pariente incómodo que se evita presentar a los amigos. Dándole la vuelta al viejo tópico, ahora el traductor es el traicionado.

miércoles, 28 de abril de 2010

La culpa no es del chancho...

El siguiente texto, sin firma, procede adn.es/cultura y ocio. Allí se dice que, según Anjana Martínez Tejerina, "el 35 por ciento de los ingeniosos chascarrillos de los Marx se perdieron al convertirse al castellano, "pareciendo más absurdos de lo que ya eran".

Lo que no entendimos de los Hermanos Marx

Traducir el humor del lenguaje o del guión original y, muy especialmente, los juegos de palabras es tarea compleja. Según una investigación sobre traducción audiovisual, el 35 por ciento de estos malabares lingüísticos originales de los Hermanos Marx se perdió cuando fue trasladado al castellano.

La autora de este estudio, la santanderina Anjana Martínez Tejerina, ha analizado la traducción audiovisual de las películas de los Marx y ha llegado a una conclusión: el humor original de estos hermanos no se entendió en su totalidad cuando sus películas se exhibieron en España y, posiblemente, "pareció más absurdo de lo que ya era".

La traducción para el doblaje del humor basado en la polisemia: "Los Hermanos Marx cruzan el charco" es el título de este trabajo que, como tesis académica, ha sido dirigido por el profesor de la Universidad de Alicante John Sanderson.

Tras visionar las películas originales y las dobladas al castellano de los Hermanos Marx, Anjana Martínez ha analizado un total de 240 juegos de palabras, de los que en el 65 por ciento de los casos "se logró trasvasar el efecto del humor de un idioma a otro".

Este porcentaje de "humor bien trasladado" lo logró el traductor, bien porque el juego de palabras coincide tanto en inglés como en castellano o por un trabajo de "cosecha propia" del traductor que logró que, a pesar de las diferencias lingüísticas, el humor original de los Marx se entendiera en los cines españoles.

Pero, ¿qué ocurrió con el 35 por ciento restante de los juegos de palabras?. "Se perdió o se entendió de forma absurda", responde esta licenciada en Traducción. Tal es así que, si bien en los países anglosajones se tiene a los Marx como ejemplo del humor basado en el doble sentido, en España "tenemos una imagen de estos cómicos como paradigma del denominado humor absurdo".

Aceptamos barco como el lugar donde acaba la espalda
Como ejemplos, Sanderson y Anjana Martínez destacan dos juegos de palabras, una de la película Plumas de caballo y el segundo del film Una noche en la ópera.

La primera hace referencia a una escena en la que Groucho (Wagstaff), quien alquila un barco para pasear con la señorita Bailey, le dice a ésta: "Quería un bote de fondo plano, pero no había ninguno para alquilar".

El texto original es: "I was going to get a flat bottom, but the girl at the boat house didn't have one". Lo cierto es que Groucho, según la investigación realizada, juega con la ambigüedad del enunciado y expresa una doble lectura de la palabra bottom: parte posterior de un barco y trasero de una chica.

La segunda es una escena rodada en el famoso camarote, cuando Harpo se apoya en todas las mujeres que hay dentro. Alguien llama a la puerta y dice: "Soy el plomero. Vengo a cortar la calefacción". "Puede usted empezar por el rubio ése", contesta Groucho. (ver escena en castellano: http://www.youtube.com/watch?v=k2Fyhjj4AbY).

Sin embargo, el guión original recoge: "I'm the engineer. I'm here to turn off the heat". "You can start right on him", responde.

En este caso, la traducción diluye el juego de la palabra heat, que significa calefacción, y "calentón", que hace alusión a la proximidad que mantiene Harpo con todas las mujeres del camarote.

Aunque cabe la posibilidad de que las connotaciones sexuales se eliminaran debido a la censura existente de la época, Anjana Martínez no duda en afirmar que en muchos casos no hubo una fidelidad a la intención original y en otros se optó por una traducción literal, perdiendo así la ambigüedad semántica y, por tanto, el humor.

Mal pagados y con prisas
Algunos directores de cine, como Stanley Kubric o Woody Allen, conocedores de estas "deficiencias" en la traducción, han optado por intervenir en el proceso de traducción con el fin de que sus películas lleguen a los cines de todo el mundo con la carga semántica correcta, ya sea comedia, tragedia o terror.

La autora de esta investigación sostiene que el origen de los errores no sólo obedece a un posible mal trabajo del traductor, ya que se deben de tener en cuenta muchos otros factores, entre los que destacan "las malas condiciones laborales de esta profesión".

"Los plazos de entrega de las traducciones son apremiantes y la remuneración escasa. Si queremos una mejor calidad, debemos empezar por mejorar las condiciones en las que se trabaja".

lunes, 26 de abril de 2010

De acá y allá, de ahora y otrora

Administrado por el poeta y traductor argentino Gerardo Lewin (foto), De_canta_sion se anuncia como "Un blog de traducciones de poesía hebrea de acá y allá, de ahora y otrora" . Allí, el lector curioso se encontrará tanto con la poesia andalucí como con la poesía hebrea clásica, renacentista y moderna. Nombres tan importantes como los de Samuel Hanaguid, Abraham Ibn Ezra o Judah Halevi, se alternan con el de un importante número de poetas contemporáneos, constituyéndose así en una referencia obligada para cualquier lector culto. Por eso y por la enorme calidad de sus versiones vale la pena hacerse una pasada por http://decantasion.blogspot.com/

Conclusiones sobre una encuesta para escritores

Juan Gabriel López Guix, además de muy buen traductor, es posiblemente uno de los individuos más equilibrados y respetuosos, tanto en la ponderación del trabajo como de las opiniones ajenas. Por ello, el Administrador, sirviéndose de sus acostumbradas malas artes, lo ha engatusado con todo tipo de promesas y engañifas para que sacara alguna conclusión sobre la encuesta realizada en este blog con escritores de la lengua castellana. Y es lo que se lee a continuación.

Unas breves conclusiones

Jorge Fondebrider ha tenido la amabilidad de pedirme un resumen-comentario de la encuesta sobre la traducción hecha con 29 escritores en lengua castellana (13 argentinos, 5 mexicanos, 3 colombianos, 3 españoles, 2 uruguayos, 1 chileno, 1 peruano y 1 venezolano) y cuyos resultados se publicaron a lo largo de once días en el blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, entre el 24 de marzo y el 3 de abril del 2010. Intentaré cumplir el encargo a pesar de cierta ambigüedad presente en las preguntas. Al analizar las respuestas he optado por elegir el rasgo más definitorio en la respuesta, aunque abundaban los casos en que se destacaban varios. Espero no haber obrado de modo abusivo con demasiados entrevistados.

Primera pregunta: ¿En qué se reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?

¿Buena para qué y para quién? ¿A qué traducción o a qué clase de traducción se refiere el entrevistador y, mejor aún, el entrevistado? En muchos casos, éste explicita el tipo de obra al que se refiere, pero en otros sólo cabe deducirlo. Algunas respuestas parecen mencionar un criterio de excelencia restrictivo, aplicable a determinadas traduciones; o hablan en términos generales a partir de un tipo muy concreto de obras. Se trata de una dinámica muy habitual cuando se habla de traducción.

Otro rasgo compartido con el discurso general sobre la traducción –y que se refleja en la mayoría de respuestas a la encuesta– consiste en presuponer la excelencia del original. En el caso de las obras canónicas, es evidente que es así (aunque alguien dijo que incluso Homero dormitaba a veces), pero éstas constituyen un porcentaje muy reducido de las obras literarias traducidas. Y, por lo demás, el ámbito de la traducción supera con creces el de lo «literario». El contexto de la encuesta conduce a suponer que ésta se refiere exclusivamente a lo canónico (a un subgrupo de un subgrupo), pero se trata de algo ímplicito, y Jorge Aulicino, al modo de los llamados filósofos presocráticos, detecta la fisura y la pone en evidencia. Cabe suponer que algunos originales, en tanto que artefactos o construcciones, pueden no alcanzar los niveles de excelencia textual o estilística postulada por ellos mismos. ¿Diríamos entonces que no parecen originales?

Además, en su generalidad, la pregunta permite respuestas (legítimas) que emiten juicios al margen del original. ¿Qué figura de lector responde a las preguntas? ¿Un lector ingenuo o un lector crítico (en términos de traducción)? Cuando actuamos como lectores ingenuos, nos entregamos sencillamente al placer de la lectura. En algunas preguntas parece responder un lector ingenuo; en otras, un lector crítico.

Debe destacarse también que los mismos términos empleados pueden llegar a ser confusos: ¿qué se entiende por literalidad? ¿Es, en sí, algo negativo? ¿Puede ser una traducción literal, transparente y buena? De algunas respuestas parece deducirse que sí (o al menos eso es lo que se pide); pero, en otras, esos términos son incompatibles.

La ambigüedad de la pregunta y la cantidad de ímplicitos hacen difícil extrar una conclusión uniforme. Podría darse el caso de que todos los entrevistados estuvieran de acuerdo en considerar como buena una traducción concreta, por lo que he intentado centrarme en el lenguaje empleado para definir «buena traducción».

Desde este punto de vista, lo más llamativo quizá sea que un 17 por ciento de los encuestados (Andruetto, Jeanmaire, Bellessi, Jaramillo, Chirinos) responde, de una forma u otra, que buena traducción es la que se niega a sí misma. Esta respuesta dice más de la concepción que tiene el entrevistado acerca de la traducción que de los requisitos que ésta debe cumplir para ser considerada «buena», puesto que deja sin definir qué es una traducción en la medida en que, según esta formulación, una buena traducción es, en cierto modo, una no traducción. Sin duda, quienes han respondido de este modo también podrían estar de acuerdo, por ejemplo, en la afirmación de que una buena traducción es aquella que recrea una obra autónoma y autosostenida o aquella que permite una lectura placentera, pero lo significativo de la respuesta es que elige una definición (o una no definición) de la traducción en tanto que ausencia o carencia, es decir, como algo intrínsecamente negativo.

Un segundo grupo (21 por ciento) utiliza la terminología de la transparencia o hace hincapié en el placer provocado por el ajuste a las convenciones de la lectura (Millán, Bonnett, Zondek, Valle, Lara, Salvador). Aunque aquí Verónica Zondek pone de manifiesto el peligro que comporta seguir este criterio: «la traducción puede haber inventado el texto por completo».

Un tercer grupo (24 por ciento) subraya, con diferentes matizaciones, algún tipo de criterio que supone una correspondencia con el original, ya sea en términos de efecto similar o de ajuste a sus rasgos formales característicos (Sylvester, Villoro, Spregelburd, Magnus, Echevarren, Aulicino, Aguilar). Santiago Sylvester y Ariel Magnus parecen centrarse más en los efectos provocados por la lectura («una emoción lingüística similar», «la misma sensación de familiaridad o extrañeza»). Juan Villoro, Rafael Spregelburd y Jorge Aguilar Mora hablan de una «lealtad» o «fidelidad» no literal capaz de mantener el «ritmo esencial» (Villoro), producir un sentido desplazado (Spregelburd) o trasladar el mundo conceptual recurriendo a aproximaciones de equivalencias (Aguilar Mora). Roberto Echevarren y Jorge Aulicino señalan como fundamental «mantener la economía» del original (Echevarren) o su mismo grado de acierto o fracaso (Aulicino). Al hacer hincapié en esto último (el fracaso), Jorge Aulicino equipara buena traducción con mal texto (lo cual permite también no despojar un original de su cualidad de texto por el hecho de ser defectuoso).

Un cuarto grupo, el mayoritario (31 por ciento), responde afirmando, de un modo u otro, que una buena traducción construye (recrea) con otros medios una obra autónoma (Gandolfo, Cote, Morábito, Kartun, Serrano, Aguirre, Garland, Gamero, Erenhaus). También mencionan, como hacen otros, la relación con el original (en especial, Elvio Gandolfo), pero parecen subrayar más la autonomía de la traducción en tanto que obra con derecho propio.

Por último –y tal como están formuladas–, habría que agrupar en una categoría «Otros» (7 por ciento) dos respuestas: «como las de Borges» (Glantz) y «las del futuro» (Kamenszain).

Segunda pregunta:¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?

Formulada de este modo, la pregunta deja abierta a la interpretación del entrevistado su ámbito de aplicación. Ahora bien, ¿hasta qué punto es posible considerar como equivalentes unas opciones léxicas diatópicas en el caso de un ensayo, un poema de Celan, una obra de Shakespeare y una novela contemporánea plagada de argot callejero? En la pregunta se mezclan en realidad dos cuestiones (al menos): la del uso por parte de la traducción de opciones léxicas que (quizá inevitablemente) tienen una marca local en situaciones en que dicha marca no existe en el texto original y su uso en situaciones en que la marca está presente y la traducción intenta mantenerla por medio de la localización. Muchos entrevistados hacen matizaciones al respecto, pero otros no.

Un primer grupo de entrevistados (21 por ciento) no parece, en principio, especialmente molesto por el uso de otras «especies» del castellano (Cote, Bellessi, Aguilar, Lara, Salvador, Chirinos).

Un segundo grupo (24 por ciento) afirma, sin grandes precisiones, que se siente molesto por el uso de opciones léxicas locales (Jeanmaire, Bonnett, Echavarren, Zondek, Kartun, Aulicino, Jaramillo).

Y, por último, un tercer grupo, mayoritario (55 por ciento), indica una molestia matizada por algún tipo de salvedad. Cabría hacer en él una subdivisión en dos grandes bloques. Por un lado, las respuestas del primer bloque (38 por ciento) que expresan molestia sólo ante un uso excesivo o injustificado de la localización sin que parezca que hacen una distinción especial en cuanto a procedencias y teniendo en cuenta, en cierto modo, las características del original y de su género (Gandolfo, Sylvester, Villoro, Spregelburd, Morábito, Magnus, Millán, Andruetto, Serrano, Valle, Ehrenhaus). Y, por otro, un segundo bloque (17 por ciento) agrupa a quienes se sienten particular y exclusivamente molestos con el castellano de España (Aguirre, Garland, Glantz, Gamerro, Kamenszain).

Tercera pregunta: ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?

Esta pregunta podría permitir la compilación de pequeños Parnasos nacionales de traductores, aunque quizá sólo sea posible hacerlo con cierta representatividad en relación con Argentina, de donde proceden casi la mitad de las respuestas, trece de veintinueve.
El «canon» de traductores argentinos citados está encabezado por Gerardo Gambolini y Enrique Pezzoni, con 4 menciones, y luego aparecen citados tres veces Aurora Bernández, Jorge Luis Borges, Jorge Fondebrider y Alberto Girri. Los cinco escritores mexicanos muestran un acuerdo casi unánime en torno a Antonio Alatorre y Tomás Segovia, mencionados cuatro veces; Sergio Pitol es citado tres, y Fabio Morábito, Octavio Paz y José Luis Rivas, dos. Aunque a la encuesta sólo han respondido tres escritores colombianos, también entre ellos hay un alto grado de consenso: Nicolás Suescún es citado por todos ellos, y José Manuel Arango, William Ospina, José Carlos Restrepo y Margarita Valencia aparecen dos veces.

Algunos entrevistados no han querido ceñirse al ámbito nacional de la pregunta (lo cual podría señalar un rechazo implícito al concepto de literatura nacional; sobre todo en el caso de Elvio Gandolfo) y han ofrecido nombres de traductores de otros países. Miguel Sáenz, por ejemplo, aparece mencionado por dos entrevistados no españoles (y por un español). El caso extremo sería el de la argentina Tamara Kamenszain, que sólo cita al poeta brasileño Haroldo de Campos.

El catálogo final resulta heterogéneo, puesto que a veces se ciñen a ámbitos o géneros muy concretos; otras, a obras consideradas canónicas o, por el contrario, a lecturas más particulares (o que se adivinan más incidentales). Algunos entrevistados citan un nombre, otros bastantes más. En un caso (Bonnet) se afirma que no hay muchos buenos traductores (aunque cita tres); en otro (Garland), la entrevistada cita dos obras de las que no recuerda el nombre del traductor (son los españoles Aníbal Leal y Joan Parra). En el polo opuesto Elvio Gandolfo, Juan Villoro, Fernando Serrano y Jorge Aulicino citan más de diez. Aulicinio, aunque se centra en la traducción poética (y cita a más de una veintena de traductores), abre la puerta a la posibilidad de considerar como buenos traductores a aquellos que han traducido obras que escapan al ámbito de lo literario. Menciona en primer lugar a la traducción del Contrato social de Rousseau, una traducción censurada. Lo cual, en realidad, pone de manifiesto la distinción entre traducción relevante y buena traducción.

Las respuestas permiten dar un contexto más concreto a lo dicho en la primera pregunta. De modo especial, dos autores argentinos (Kartun y Spregelburd) coinciden en sus gustos y se entrecitan. Otro, uruguayo, se cita únicamente a sí mismo (Echavarren). Este último autor se menciona, además, como traductor de poesía rusa; lo cual, por supuesto, no permite presuponer nada negativo acerca de la calidad de esa traducción (Ezra Pound no sabía chino), pero sí que sirve para matizar su respuesta a la primera pregunta (una buena traducción «debe mantener la economía del original, vale decir el ritmo, tensión, economía verbal, todo esto escogiendo en cada caso las expresiones y vocablos más idóneos»). Todo ello lleva a pensar que existen criterios de calidad que muchas veces no son mencionados en la definición de una «buena» traducción. Sea lo que sea lo que eso quiera decir.

domingo, 25 de abril de 2010

¿Vosotros? Sí, ustedes.

El mexicano José Guadalupe Moreno de Alba (Encarnación de Díaz, Jalisco, 1940; foto) es doctor en lingüística, filólogo, investigador y académico. Realizó sus primeros estudios en Aguascalientes, trasladándose luego a la Ciudad de México, donde ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Allí se licenció en Lengua y Literatura Hispánicas en 1968. Dos años más tarde, realizó la maestría en Lingüística Hispánica, doctorándose en 1975. Cursó estudios de posgrado en Fonología y Fonética, Semántica y Dialectología, contacto de lenguas, dialecto andaluz y tagmémica, además de lingüística contemporánea en el Centro de Lingüística Hispánica de la UNAM. En el Colegio de México estudió Entonación Hispánica y Dialectología General. Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, como profesor invitado ha impartido cursos en dieciocho universidades en Gran Bretaña, Francia, Alemania, Canadá, Estados Unidos, Países Bajos. De 1969 a 1973 fue profesor de Filología Hispánica y de Español Superior en la Universidad Iberoamericana y de 1986 a 1989 fue profesor visitante en el Colegio de México y en la actualidad se desempeña como director de la Biblioteca Nacional de México. Su obra comprende Valores de las formas verbales en el español de México (1978), Morfología derivativa nominal en el español mexicano (1986), El español en América (1991), Diferencias léxicas entre España y América (1992), La pronunciación del español de México (1994), Nuevas minucias del lenguaje (1996) y La prefijación del español mexicano (1996). De 1992 es Minucias del lenguaje, que con cuatro reimpresiones (la última del año 2000), ofrece una lectura agradable de muchas de las preguntas que se hacen los hablantes de castellano, sin la pesadez y la bárbara prepotencia de los diccionarios de dudas más populares. El breve artículo que se reproduce sirve de ejemplo.

Ustedes/Vosotros

Los estudiosos del español americano han observado que no existe ningún fenómeno fonético, gramatical o léxico que pueda ser considerado como propio de toda América y ajeno a toda la Península Ibérica. Un fenómeno de tal naturaleza vendría a constituir un americanismo strictu sensu, un rasgo lingüístico americano en sentido estricto.

Lo que más se asemeja a este tipo de fenómeno es sin duda la ausencia, en América, del pronombre vosotros y, obviamente, de todas las segundas personas gramaticales de la conjugación, así como del correspondiente pronombre objetivo (os) y de los pronombres y adjetivos posesivos (vuestro, -a, -os, as).

En América, para la segunda persona del plural, existe solamente el pronombre ustedes, que procede de vuestras mercedes, y que concierta con verbo en tercera persona del plural: ustedes cantan. Asimismo nuestro sistema de posesivos se reduce, para esta persona, a sólo el adjetivo su(s) y al pronombre suyo, -a, -os, -as, lo que se presta a explicar confusiones entre el su correspondiente a él, ella, ellos, ellas, ello y el que se refiere a usted(es): ésta es su casa, ¿de él o de usted? Tal vez sea ésta una de las razones que expliquen la frecuente duplicación de posesivos en el español de América (o de México al menos): su casa de usted, su primo de mi papá.

Por el contrario, en la Península Ibérica el pronombre vosotros tiene plena vitalidad. Quizá puedan ser excepciones algunas pequeñas zonas andaluzas (pueblos de las provincias de Córdoba, Jaén y Granada) donde se dice ustedes cantaís o ustedes cantan (habla culta del occidente andaluz y dialectos canarios). En la mayor parte de España, en hablantes de cualquier nivel sociocultural, tiene absoluta vigencia la oposición vosotros/ustedes. Vosotros se usa para dirigirse a personas de confianza, a iguales o inferiores. El pronombre ustedes se reserva para usos formales, con personas a quienes no se conoce o a quienes no se tiene confianza: viene a ser una fórmula de tratamiento que necesariamente marca una distancia con los interlocutores.

Debe reconocerse que la carencia, en América, del pronombre vosotros supone la pérdida de una oposición importante (entre ustedes y vosotros) y, consiguiente, de los matices afectiso (que de ella derivan) en el momento de la comunicación.

sábado, 24 de abril de 2010

Un autor ideal para los simposios de traducción

El 30 de agosto de 2002, Miguel Sáenz publicó la columna de El Trujamán, que se reproduce a continuación.

Traducir a Faulkner

Sobre la traducción de Faulkner o Faulkner y la traducción se ha escrito mucho. Conocidas son las discusiones sobre si las malas traducciones españolas de los años cincuenta y sesenta, con sus fieles e infieles oscuridades, influyeron en el estilo de determinados escritores; sobre si hay un Faulkner específicamente rioplatense, propiciado por Borges y su mamá (Las palmeras salvajes) y, sobre todo, por Onetti (Todos los aviadores muertos), el del «plagio incesante»; sobre si lo tradujo mejor al italiano Elio Vittorini o Cesare Pavese; sobre si las traducciones francesas son excelentes o son una porquería; sobre si la mayoría de los problemas españoles han quedado resueltos al contar ahora con las espléndidas traducciones de José Luis López Muñoz... No voy a hablar de nada de eso, sencillamente porque no podría añadir nada nuevo. En cambio quiero hablar de la —para mí— gratificante experiencia de traducir Pylon, es decir, Pilón.

Vaya por delante que Pilón me parece una de las mejores novelas de Faulkner, de una fuerza desatada y un estilo sólo comparable al mejor Joyce. Yo tenía con esa novela una deuda antigua, motivada porque, hace cuarenta años, mi entusiasmo por la llamada literatura aeronáutica me indujo a escribir un artículo sobre Pylon (véase Revista de Aeronáutica, n.º 18, 1959) y, desde entonces, consideraba esa novela como mía. La traducción española de la época, publicada por Aguilar en 1956 y reeditada por Caralt en 1966, resulta muy interesante aún, por ser típica del (de un) modo de traducir de la época: extirpación radical o lijado de los pasajes eróticos o semiblasfemos (lo que en Pilón resulta especialmente lamentable), supresión lisa y llana de todo lo que pudiera aburrir a un lector impaciente e invención desaforada de cuanto el traductor no entendía... Todo lo cual da por resultado, curiosamente, un texto bastante legible, aunque difícilmente podría atribuirse con justicia a Faulkner. Los traductores de entonces solían saber poco inglés, pero sabían español.

Cuando se publicó Pylon en América, los críticos se quejaron ya de su prosa retorcida y sus metáforas en cascada, y alguno aseguró (¡en 1935!) que su autor estaba acabado. Es cierto que Faulkner parece escribir en ese libro con un desprecio absoluto, no ya de un remoto traductor, sino de cualquier posible lector, probablemente porque piensa que lo que narra tiene tal fuerza que de todas formas llegará a su destino.

En cualquier caso, enfrentarme con esa prosa salvaje me sirvió para: a) aprender inglés; b) aprender a venerar a Faulkner. Por ello, me atrevería a aconsejar a todo traductor literario que en alguna ocasión, aunque sólo sea por su propio honor y espíritu, aborde un texto faulkneriano.

No con las manos desnudas, desde luego: hay toda una serie de comentarios a sus distintas obras (The Garland Faulkner Annotation Series) que, aunque no orientados al traductor sino al estudioso, dan a quien traduce informaciones inestimables. Concretamente el volumen relativo a Pylon (anotado por Susie Paul Johnson) resulta imprescindible para comprender su «argot aeronáutico... coloquialismos sureños, diversos dialectos, jerga periodística, las palabras compuestas inventadas por el narrador y el duro slang, además de alguna referencia ocasional a la burocracia y los programas gubernamentales de la Depresión». Si el traductor da además un repasillo a T.S. Eliot, la Biblia y Macbeth (acto quinto, escena quinta), estará ya en condiciones de empezar a romperse los dientes con el texto.

No, no es fácil traducir a Faulkner, porque no es fácil leerlo. Por poner un ejemplo sencillo: en un momento dado, a Faulkner se le ocurre comparar las carrozas (floats) del Mardi Gras de Nueva Orleáns con las barcazas funerarias que remontaban el Nilo en tiempo de los faraones. De repente surge la palabra clatterphalque, que resulta inútil buscar en los diccionarios. Las notas de Joseph Blotner al texto definitivo establecido por Noel Polk se limitan a hacer una alusión a Antonio y Cleopatra y a distintos catafalcos que aparecen en distintas novelas de Faulkner... A mí sólo se me ocurrió fabricar unos «tracafalcos», mezcla de traqueteo (clatter) y catafalco... pero tuve que corregir tres veces las pruebas de imprenta, porque aparecían siempre (inevitable y lógicamente) como vulgares catafalcos. Lo que indica que Faulkner es un autor ideal para alguno de esos simposios de traducción en los que todo el mundo discute mucho pero todo el mundo sale contento, porque cree que las soluciones que proponía eran, con mucho, las mejores.

viernes, 23 de abril de 2010

"¡Flor de mentira!, o ¡Pedazo de mentira!, o ¡Menudo embuste!"



Un artículo ya clásico del narrador y ensayista argentino Marcelo Cohen, acaso uno de los traductores decanos de las últimas décadas. Publicado ya en otras oportunidades, tanto en papel como en Internet, a pesar de sus dimensiones, su lectura vale el esfuerzo de pasar cinco minutos (o más) delante de la pantalla.



Nuevas batallas por la propiedad de la lengua

Este texto es la secuela de otro que escribí una vez para un coloquio sobre exilio y literatura argentina. No crean que intenté sacar ventaja. Pensando en el famoso lema de Joyce, “exilio, silencio, astucia”, por un momento se me ocurrió que un buen título para esta crónica sería Del exilio del traductor como arduo pasaje a la soltura.Sólo que entonces me acordé de Cabrera Infante, un tristísimo caso de privación forzosa de la lengua y el lugar amados, y decidí ser más prudente. Si trabajé sobre ideas anteriores es porque escribo y traduzco y porque a veces pienso que, quizá más aún que escribir, traducir provoca en uno dulces o ácidas y siempre interesantes perplejidades sobre el lenguaje, el entendimiento y la política, el exilio como condición existencial generalizada y las verdades y falacias de la identidad. Pero nunca he conseguido abstraer, y menos teorizar. Creo que la única forma de ir al grano es atacar la enésima variación de algunos episodios.

Llegué a España en diciembre de 1975. No me había ido de Argentina por miedo ni en un peligro mayor que el de cualquier militante político de superficie. Tenía una sensación de asfixia, proveniente de algo más que el ascenso de López Rega y las tres A, aunque no me lo confesara, y quería viajar durante uno o dos años. Estaba lleno de Hemingway y de Blaise Cendrars. Tres meses después fue el golpe de Videla. Viví en Barcelona hasta enero de 1996. Desde luego, es una patraña que veinte años no son nada. En esos veinte años me enamoré e hice parejas que después se rompieron, aprendí tres idiomas que no conocía, gané amigos y a veces los perdí, viví en ocho barrios diferentes, leí a la mayoría de los escritores que hoy cito más a menudo y vi las peliculas y escuché la música que hoy prefiero; tuve empleos y subsidios de desempleo; jugué campeonatos barriales de fútbol, escribí en la prensa y participé de un ateneo de pensamiento libre; traduje más de sesenta libros, la mitad muy buenos, y escribí doce; esas dos décadas hicieron del joven maximalista argentino de clase media judía un impreciso precipitado de nutrientes de otras personas, libros y acontecimientos surtidos. Llegué el 12 de diciembre de 1975. Tres semanas antes, el 20 de noviembre, había muerto Franco. No voy a exprimir la memoria para componer un extracto de todo lo que vi surgir a chorros después de que saltara el tapón de la dictadura. Hoy casi todo ese frenesí de vida cuajó en la estasis de una sociedad de satisfacciones súbitas y malestares digeribles, como cualquier sociedad de módica abundancia. Pero me acuerdo que en el comienzo, una tarde, vi desde una ochava que una manifestación por la autonomía de Cataluña confluía con otra por la libertad de los pájaros que se vendían en las Ramblas y otra más de Comisiones Obreras, y de que esa misma noche, en las Ramblas, me arrastró un tropel de travestis que desfilaba entre dílers, solapados carteles de las Brigadas Rojas e impunes puestos callejeros de siete y medio. Me acuerdo que una revista cultural en donde escribía. El viejo topo, cambió de orientación cuatro veces en medio año, de la autonomía obrera a la afirmación de géneros al anarquismo surrealista a la ética foucaultiana. Me acuerdo que cada semana se publicaban traducciones recientes de libros relegados durante años, de Dylan Thomas a Alfred Döblin y de Gérard de Nerval a Guy Debord. Me acuerdo del erotismo que embriagaba cualquier emprendimiento editorial, cotidiano, periodístico, político o recreativo, como ir a un concierto de rock. La exaltación que me causaba este carnaval se multiplicaba por el hecho de que, por la doctrina consuetudinaria del transterrado, yo imaginaba que sólo me comprometía en porción mínima. El involuntario subterfugio consistía en creer que mis compromisos verdaderos estaban en otra parte, allá, en mi país, y en lo que el horror de mi país despachaba hacia España. Una noche me llamó por teléfono un amigo de infancia que no veía desde hacía lo menos diez años. Estaba con la mujer en el aeropuerto; dos días antes habían matado a su hermana, militante como él de la JP, y no sabía adónde ir y no tenía la menor idea de qué era Cataluña. Me acuerdo de que se pasaron una semana sin salir del cuarto que les conseguí. Llegaba gente que se había sumergido en la clandestinidad y el matrimonio casi desde la adolescencia, antes de haber conocido bien la calle, y recordaba con lágrimas una Rosario o una Buenos Aires que desconocía. Aparte de la rabia y el desconsuelo de la derrota había desesperación, dolor, añoranza de amparo familiar y hasta de una forma familiar de desamparo. Pero todo esto la España de la transición lo absorbía en su caldo efervescente, tendía a disolverlo, lo perfumaba, lo metamorfoseaba. Era una situación de una ambigüedad irritante, y a veces ridícula. No duró mucho más de dos años; tres, quizás, hasta que la democracia logró institucionalizarse, España acató su papel geopolítico y empezó el lento rumbo al liberalismo concentracionario. También ese proceso lo seguí con algún desapego; pero no demasiado, porque entretanto muchos habíamos reaccionado a la derrota argentina con un contraaprendizaje acelerado. El clima libertario de la España de fines de los 70 lo había favorecido: una casi inmediata crítica de la ideología, que en mi caso comprendía no sólo el leninismo, todos los socialismos reales y la filosofía de la toma del poder, sino los apéndices locales de porteñismo integrista, machismo familiero, verticalismo militarista, violencia sexual, sentimentalismo, culto de la pasión impúdica, represión pequeñoburguesa generalizada. Todo esto iba a decantar en un programa de ampliación de la conciencia, de intento de destrucción de los paradigmas, que estuviera a la altura de un urgente deseo de independencia. El programa iba cuajando en eslóganes fragmentarios. En la idea, por ejemplo, de que no se trataba de cambiar la realidad para poder seguir siendo como éramos, sino de cambiar nosotros para hacer posible otra realidad. O más adelante aún: en la certidumbre de que ese cambio conllevaba reconocer que uno no se pertenece, que cada vida o biografía es una forma pasajera y mudable de algo que la antecede, la posibilita y la disipa al cabo, que salimos de una corriente intemporal, indiferenciada, cuyas otras formas deberían ser objeto de trato cuidadoso. Lo que yo no había asimilado todavía, es que esta condición nos pone más cara a cara con la responsabilidad. Por cierto, irresponsablemente, después de aceptar diversos trabajos más o menos típicos de exiliado joven, acepté la traducción de un libro que me ofrecieron por intermedio de un amigo. Traducir me parecía digno, entrañaba aceptarme como hombre de letras más que como narrador aventurero y en general me parecía una prueba mental absorbente. En revistas literarias argentinas creía haberme fogueado traduciendo poetas beat y cuentos de ciencia ficción y sabía suficiente latín para posar de una necia suficiencia. Me di un golpe. El libro que me encargaron era una biografía de Indira Gandhi y cuando salió criticado el reseñador opinó que estaba traducido en un “español descuidado a más no poder”. Me chocó que la acusación solapada de barbarie descansara en un giro, “a más no poder”, que usaba mi madre y yo creía argentinísimo, y más me chocó tener que plantearme en el futuro, si quería sobrevivir, qué era un descuido del español y qué no. Comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que piense con frecuencia y alguna profundidad en el lenguaje puede no desembocar en la política, o cambiar su manera habitual de pensarla. Y empecé a entender por qué algunos visionarios, como William Burroughs aseguraban que el lenguaje es el instrumento más eficiente de control de las conductas y la sociedad; pero un control que se ejerce no sólo desde afuera, por medio de los eslóganes políticos, publicitarios, informativos, educativos, sino desde uno mismo; desde las ilusiones constrictivas, el proyecto que somos desde que nacemos y el miedo a no cumplirlos, las redes neurales de la ideología. Por desgracia, mi primera reacción fue parapetarme en la devoción por mi lengua uterina. Pero dentro del brete de ganarme la vida como traductor profesional en España.

Mientras, apenas terminado el período de crítica del izquierdismo irredento, y como para rematarlo, un día, en el bar de la esquina de mi casa, iba a ponerme a conversar con un argentino que resultó ser el Osvaldo Lamborghini. Quiero hacer un homenaje a este escritor tremebundo. Por entonces leí La causa justa, donde, como se sabe, un japonés que vive en Argentina termina haciéndose el harakiri porque no puede sufrir que en vez de palabra de honor los argentinos tengan una chistografía, y me di cuenta de que la literatura aberrante de Lamborghini –como sólo quizá la de Puig— era la iluminación del carácter pornográfico de la política argentina, que a su vez era la manifestación de la mente argentina. Él era un hombre irascible y muy incorrecto. Una mañana de 1983 subió a mi casa, tocó el timbre, entró y sin pedir permiso pispeó mi máquina de escribir, donde mediaba una traducción del Fausto de Christopher Marlowe. “No lo vas a traducir al gallego, ¿no?”, me dijo, y discutió cómo podíamos colarle a la floreciente y jactanciosa industria editorial española las esquirlas subversivas de una literatura periférica. Me exigió que leyera Kafka, por una literatura menor, el libro de Deleuze, y que releyera con más cuidado algunos ensayos de Borges, sobre todo "Los traductores de las 1001 noches" De esa manera psicopática pero efectiva, situó las tensiones de nuestro exilio en su meollo, la lengua, de donde para mí ya no iba a moverse, con lo que otras cuestiones se resolvieron casi de un plumazo. Incluso me beneficiaría a la larga de otro modo, creo que contra su voluntad. Porque ya entonces, aunque el temor reverencial me impidiera razonarlo a fondo, me pareció que entre la condena de Borges al prestigio de la identidad, a lo que él llama “la nadería de la personalidad”, y su afirmación férrea de las variantes locales, de las traducciones irreverentes ante los mandatos verbales del Occidente central, había una contradicción. Las políticas localistas del verbo quizá contribuyan a la independencia de las naciones periféricas; pero, como se vería a la larga, el hincapié en la singularidad nacional, religiosa o lingüística es catastrófico. Sólo que Borges, era de tontos no advertirlo, no patrocinaba una emisión anticolonial sino la recreación continua de la literatura, para sortear la trampa de este mundo ilusorio, mediante la transformación local de los giros heredados.

En cuanto a mí, en realidad tenía unas ganas muy insistentes de estallar, quizá para estar a tono con la inusitada libertad contra la cual me estaba estrellando. Habían desaparecido los más firmes dispositivos de encauzamiento: no tenía familia, no tenía partido, no tenía carrera universitaria en marcha, ni trabajo ni pareja estables, sólo tenía amigos, afinidades electivas, y no ningún proyecto fuera de la literatura. Como exiliado de escasos medios, aún indocumentado y libertario incipiente, coqueteaba con una módica amoralidad. La fantasía de estallar culminaba en una miríada de esquirlas heterónimas que resolverían el engorro de la personalidad en una pérdida de mí, una diáspora que saltaría los límites de la percepción, de la posesión, del simulacro, luego del temor del paso del tiempo. Por desgracia, los dispositivos de encauzamiento, atrincherados en el superyó, se habían concentrado en una insidiosa defensa de la identidad argentina, y a la menor provocación me habrían acribillado con culpas. De modo que en el fondo me sometía. El sometimiento consistía en una negativa maniática a españolizarme. Tenía mucho de campaña de salubridad. Yo quería desintegrarme, sí, pero conservando la voz. Se sabe que la Voz, con mayúscula, es el absoluto metafísico, la inabordable, inexpresable realidad de que el lenguaje tenga lugar. Pero la voz que yo quería conservar no era ese puro querer-decir que separa la cultura de la naturaleza, sino esa voz segunda, específica y ya afinada, que si nos une a la fuente del ser es solamente, suponía yo entonces, por la vía del origen biográfico; una especie una huella digital comunitaria. De ahí al culto a las raíces, tan perjudicial para quien quiere despersonalizarse, no había más que un paso; pero yo no lo sabía. Lo único que sabía era que mi voz pugnaba contra la gravosa atmósfera del español peninsular. Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna. Desde el punto de vista de la lengua madre, con su larga prosapia de integrismo, su centralidad imperial y teológica restituída por el franquismo, su estolidez pulida por la Academia y su agonía en la tecnocracia, eran los latinoamericanos los que “decían mal”; los argentinos, en especial, voseábamos y, como ya dije, rezumábamos unos argentinismos que en la industria editorial estaban malditos. Editores y correctores nos trataban con afable socarronería. En mi predominaba el escozor de un permanente malentendido, de vivir en una lengua que no había desarrollado una cultura de la sospecha, que no interpretaba; que, como decíamos, “no tenía inconsciente”. Los españoles practicaban el refrán como si sólo pudiera significar una cosa, ésa que el refrán decía, pero que implantaban a un sinfín de casos. Confundían el presente perfecto con el pretérito indefinido –decían “El año pasado he estado en Londres”—y no distinguían el objeto directo del indirecto; se creían llanos pero pensaban sin precisión. Crucificaban lo que habrían podido ser delicadas gamas de sentimientos en sentencias garbosas pero pétreas. Los españoles y yo decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras. En vez de examinar estos maltendidos por las dos puntas (sopesando, por ejemplo, el abuso jactancioso y cursi del eufemismo con que los argentinos creen emular a grandes poetas que no leen), yo canalizaba cada malentendido en recelo, y al cabo en desdén. Una vez le llevé fotocopiada a una editora el artículo del María Moliner donde se dice que el pronombre “lo” es el correcto para reemplazar al objeto directo y el “le” la excepción tolerada. Olímpica y justamente, ella me explicó la noción de uso y no me llamó más. Estas y otras embestidas eran lo que me aconsejaba el superyó de exiliado, que por entonces había impuesto una idea del exilio a cualquier posibilidad de abrirme a la vivencia, o mejor a la sensación. Ya se sabe que las ideas funcionan como cercos. La más extendida de las ideas de Exilio se nutre y es origen de la obsesión de volver al país, con la condición nacional lo más intacta posible, como fin rector de todo movimiento (en este sentido suplanta muy bien a la de Revolución), y método para recuperarse a uno mismo. Como relato personal dominante, que prescribe desarrollos y finales pertinentes, la tensión de este propósito fomentar un extrañamiento de lo real que en nada nos beneficia el entendimiento; un extrañamiento espúreo, esclavo de la comparación constante. Había, desde luego, una carga de rebeldía política en mi exasperación. El español ambiental me alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible emancipación; me mancillaba, me opacaba la voz, me anulaba como vehículo de una particularidad. Como se ve, yo estaba inmerso en una lucha por la propiedad de la lengua, y en los dos sentidos de la palabra propiedad. No sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor. Inevitablemente estaba repitiendo el rencor de Sarmiento (“los españoles traducen poco, mal y no saben elegir”) y los sarcasmos de Borges para con el doctor Américo Castro. La disputa era acre, diaria, avinagrante, más trabajosa que el deber de cultivar la memoria de un ambiente patrio, y las insignias de un pasado, para que el relato que dictaba la idea del exilio no se rompiera en simples episodios sin ilación. Yo me sentía en poder, no de un imperio, sino de los detritos pasados por el periodismo, los doblajes de películas, los anacolutos de los políticos, los eslóganes publicitarios y la creciente, deprimente, tendencia de las grandes casas editoriales a aplanar las traducciones – atenuando relieves estilísticos, reduciendo y segmentando las frases con más de una subordinada— para facilitar el acceso de los consumidores al libro. (Les pido un momento, por favor, para revisar este proceso. La costumbre española de doblar todas las películas extranjeras en vez de subtitularlas había acuñado formas básicas de la lengua “traducida” que el público reconocía cómodamente aunque nadie hablara así. En los años ochenta muchos traductores adoptaron esas fórmulas, que ofrecían soluciones rápidas y reconocibles, y al cabo algunas editoriales decidieron exigirlas. La serie de maniobras de arrasamiento de las particularidades estilísticas se llamaba “planchado” del original. La consecuencia no infrecuente era que en la prosa de gran parte de las traducciones españolas de los ochenta, en especial las pagadas por los consorcios editoriales, la prosa de Michael Ondaatje manifiesta una ominosa semejanza de familia con la Stephen King. Los más surtidos personajes de los dos eran capaces, por ejemplo, de decir Da una de cal y otra de arena, Mira que eres cateto o ¿Qué es lo que te está ocurriendo?” Y en esta mezcla de coloquialismo impostado y estilismo cursi empezaron a escribir, esto era lo bárbaro, varios novelistas incipientes que leían abundante literatura traducida y poca tradición de su lengua.)

Tantos motivos de querella me provocaron una erupción de fundamentalismo rioplatense. La tensión entre los deberes del exiliado para con su verbo raigal y la obligación de traducir para el idioma de la península habría podido ser muy provechosa, como terminó siendo al cabo, si yo no me lo hubiese tomado como una situación de guerra fría. A los enojosos plurales de segunda persona y los diferentes nombres de las mismas cosas no me costaba adecuarme, porque en el trato cotidiano ya era de hecho, no exactamente medio español, sino medio español catalanizado. Pero estaban, sobre todo, las maneras peninsulares de ordenar la oracion, la cadencia del interrogativo y varios elementos más que señalaban una diferencia capital, angustiosa, en la dicción, la entonación y la prosodia, es decir en el temperamento de esa lengua con la mía. En esa diferencia me solazaba. Era una diferencia abstracta, peligrosa, sublimada, pero basada en la constatación justa de que las diferencias importantes entre entre el dialecto español central y los dialectos sudacas no eran las léxicas, sino las relativas al orden de los elementos de la frase y sus consecuencias en la entonación, al escandido, a la preferencia por ciertos tiempos verbales y las respectivas obediencias o desacatos a las normas y las tradiciones, por ejemplo la del uso o no de la preposición en “debe de haberlo hecho él”. El taimado Ezra Pound recordó que no existe ninguna lengua que contenga la suma de la sabiduría humana; ninguna capaz de expresar todas las formas y grados de comprensión. En vez de reflexionar sobre este adagio, yo sometía cada término con pinta de posible argentinismo a un control de calidad que ceñía cada jornada de traducción en un mareo de ebriedad delirante. A escondidas incluso de mi superyó, entretanto, disfrutaba de la sutileza de grandes traducciones españolas del momento, como las de Miguel Sáenz o Javier Marías, y les envidiaba una riqueza que, lo sabía, sólo podía provenir de un trato más íntimo con la parte menos reciente de la tradición central. Mi tradición debía incluír a Quevedo, pero también a la gauchesca argentina y las traducciones latinoamericanas de literatura norteamericana.

Dado que así vivía la traducción, como un lugar asfixiante donde todos enjuiciaban la existencia de los otros, intenté paliar la molestia ejerciendo el contrabando y la insurgencia lingüística menuda. Pensaba que si practicaba injertos, desvíos, erupciones en el lenguaje que se me imponía, quizá produjera islotes de realidad anómala, moradas frágiles cuyos usuarios evitaran la condición ya fatal de consumidores, que era el nuevo estatuto general de los oprimidos y del cual latinoamérica aún podía librarse. Insistía en el pretérito indefinido, evitaba rigurosamente el leísmo, los personajes de mis traducciones exclamaban ¡Flor de mentira!, como mi abuela, acaso ¡Pedazo de mentira! y no ¡Menudo embuste!, como mi tabaquera española, y en vez de Vale ponía De acuerdo. Paraba obsesivamente la oreja en busca de la expresión coloquial más rara y más cercana a las “nuestras” que las editoriales pudieran tolerar –camelo, por ejemplo, o bochinche—y atesoraba términos del siglo de oro cuya existencia el barnizado español actual ignoraba pero habían sobrevivido en la ductilidad de nuestro sudaca –irse al mazo, sacar el pellejo–o palabras milagrosamente compartidas por el cheli madrileño y el lunfardo porteño, como guita. ¿Hay que decir que me prohibía el verbo coger? Mi meta, cuando el original lo posibilitaba, era una emisión elegante, a la vez cosmopolita, zumbona y hogareña, sobre todo consciente de que la lengua es un problema, más aún, de que el lenguaje es un desgarramiento, la incesante, fatal pérdida del hecho que pretende capturar, la eliminación de lo que nombra, y que en la traducción el problema se duplica. Este mejunje, que daba a mis trabajos una textura levemente caprichosa, no produjo grandes reacciones. Algunas editoriales seguían llamándome, otras me echaron flit discretamente y terminé trabajando más que nada para dos empresas dirigidas por argentinos, Minotauro y Muchnik, o para editoriales independientes como Anagrama, Icaria, la Lumen de entonces. Para entonces ya tenía el privilegio de traducir a Martin Amis, o a Clarice Lispector, incluso a William Burroughs, a Henry James nada menos, y en la medida en que decrecía la autocompasión aumentaba la responsabilidad. Mi siguiente subterfugio consistió en desplazar la inquina hacia el español literario estándar de ese momento que, en pos de una narrativa de pura historia, y del supuesto equilibrio de la forma, las reseñas periodísticas del momento encomiaban como “lenguaje fluído”. ¡El equilibrio de la forma! Esa gente no había leído a Gombrowicz. El elogio del lenguaje fluído era la bestia negra de mi ser de escritor, y la campaña por la higiene de mi lengua íntima irrumpió en una rabieta pública contra la lengua contaminante: un larguísimo artículo en dos partes bajo el título de "Algunas cuestiones sobre la propiedad del idioma", que se publicó –y esto habría debido hacerme pensar— nada menos que en La Vanguardia. La primera parte se llamaba "Del escritor como ablandador de zapatos", en homenaje de pícara melancolía a un oficio, ablandar zapatos nuevos de gente rica, que algunos pobres extravagantes habían ejercido en la Buenos Aires de los años 50. Muy en breve, decía que al nacer caemos en un idioma como en un par de zapatos que nos adjudica el azar; que las primeras imolestias irritantes aparecen cuando queremos decir una cosa y nos entienden otra; que sin embargo no es fácil resignar un signo esencial de pertenencia; y que al fin uno se olvida que los zapatos le duelen y termina aceptando el lugar común, porque permite tender lazos fáciles. Después acusaba a los escritores españoles de haber claudicado ante el uso de un repertorio de invariables útiles para protegerse de la intemperie o de andar descalzo, o sea defenderse de la vida como la aborda la literatura. Los españoles usaban los zapatos heredados como si se sintieran cómodos; se entregaban a la palabra instrumental, confiados en ilusión de su transparencia. Lo que distinguía a la literatura latinoamericana, en cambio, era la conciencia de una incomodidad irremediable, la constante duda sobre el uso correcto, el trabajo de insolentarse, la sospecha de la palabra y de su emisor, la sensación de impertinencia, el reconocimiento de toda voz sale por una máscara, de la dificultad y la impureza; porque la literatura nacía de una insatisfacción y la única palabra justa era la que atacaba el equívoco de la familiaridad. El inocultable rencor, producto de la idea no del todo falsa de ser un proletario cultural a sueldo de la industria lingüística de su madre, destilaba más claramente en un pasaje dedicado a la difusa pero sostenida campaña que por entonces, época de establecimiento y afirmación de la narrativa y la industria editorial españolas, se había desatado contra las traducciones sudamericanas de los 40, 50 y 60, que habían alimentado a los lectores durante la penuria franquista y ahora eran calificadas de burdas e insostenibles. No quiero entrar en esas minucias recurrentes en las jornadas de traductores. Todos sabemos que cuando un argentino dice “Voy a lo de Juan” debería decir, correctamente, “Voy a casa de Juan”; pero pocas veces discutimos cuán sagaz es que esté asimilando el “Vado da Giovanni” del italiano, e incluso el francés chez Jean o el catalán can Joan; pero incluso. Tampoco importa mucho discutirlo; es un hecho. Lo que importaba para mí entonces era que los escritores españoles no sólo denigraban las traducciones sudacas llenas de expresiones como cuadra (por calle) o durazno; se negaban a pensar que millones de lectores latinoamericanos no sabían qué era un melocotón o un chaval.

Y así. Si ocultamente esperaba alguna réplica, lo cierto es que no pasó nada. Tampoco obtuve rédito, salvo una mórbida hinchazón del amor propio. A las semanas el bulto era un hematoma, un derrame, y me sentía bastante idiota. Unos años después, los fastos del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, expresados en el español ecuménico del iberoamericanismo oficial, un iidioma que no habla nadie, iban a probar que la democracia de la simulación tiene muchas cirujías para reparar las huellas que dejan en la lengua las literaturas y usos populares y locales. Traducir era la vía idónea para disgregar ese similacro de unidad en un multiverso de voces simuladas pero particulares. El caso es que después de mi manifiesto sentí por fin un lento estallido. No era el que yo había deseado. Era una disgregación del romance con las leyes del desasosiego que me organizaban la conducta. Comprendí que mi sentimiento del exilio era un aparato superpuesto, implantado sobre una experiencia real de atención, curiosidad y transformación cotidiana, fabricado por aprioris sobre la cultura y la biografía. Ese aparato u objeto replicaba una larga serie de exilios documentados, acumulando sobre sí la tradición y la historia, y trabajaba todos los días en reproducirse a sí mismo. Muchas teorías, tradicionales y contemporáneas, afirmaban la superioridad moral del ser individuado que puede reconocerse en un relato coherente de sí mismo. Por mi parte, no sólo las sensaciones sino también la memoria tendían a la discontinuidad; a veces extrañaba mi país y en general, si quería ser sincero, no extrañaba tanto. El presente no me daba tiempo para extrañar, y en vez de extrañar me inducía echar de menos. La comida, los acentos de los amigos y los amores, la lectura del diario, las letras de las canciones que cantaba, los olores que me salían al paso o entraban por la ventana a cualquier hora del día, emociones adosadas a una hora, un estado del tiempo y un rincón preciso de la ciudad: de todo eso era tan actor como de mis recuerdos de adolescencia porteña. Yo era una asamblea de delegados de tendencias surtidas que contaban anécdotas de tiempos y escenarios disímiles, presentaban mociones contradictorias y discutían respuestas a acontecimientos asincrónicos; y lo peor era que a veces una facción entera abandonaba la asamblea. El silencio estupefacto que se hacía entonces en mi interior delataba una falta de mando, de buró director, un vacío central de poder. Sobre un fondo vaporoso aparecían elementos heterorgéneos: la máquina de escribir y la computadora, el voluminoso croissant español y la pequeña medialuna porteña, miembro del rubro pastelero “factura”, el hule grasoso y tajeado del asiento de un colectivo 60 y el camarote acolchado de un tren AVE, el mediterráneo y el río Luján, la planta llamada Santa Rita y la misma planta llama buganvilia, las patillas de Menem y las canas de los dirigentes socialdemócratas. En mi relato más íntimo del exilio, si hubiera habido algo así al alcance, el movimiento de regreso había perdido momento de inercia. Para hacerse clara, la atención al presente me suplicaba una lengua a la altura de su multiplicidad, del milhojas temporal y espacial que era cada momento. Beckett se proponía hacer agujeros en el lenguaje para que a lo mejor, al fin, con paciencia, segregase alguna verdad. Según Deleuze, escribir era inventar una lengua extranjera que al entrar como viento en la lengua del escritor la sacudía y a la vez desquiciaba todo el lenguaje. Y para Walter Benjamin, después de Babel, de la dispersión, cada lengua vivía dramáticamente su defecto de fondo, su carácter incompleto. Con esta batería de argumentos, por entonces procedí a hacer mi trabajo cotidiano a la vez como ejercicio de anulación de mí y como demolición de las constricciones . ¡A disgregar! ¡A disgregar!, era la consigna, así, dicha dos veces. Exaltación. Entrega, quimera de la pérdida de sí en la fusión pasajera con la palabra del otro, etcétera. Estaba totalmente convencido de este programa. Sobre todo cuando traducía autores muy contemporáneos. Tal era el gusto diario de ofrendar mi lengua a la presión diversificadora de Alisdair Gray, de Kathy Acker, de quien fuera, que llegué a la teoría de que la fidelidad de la traducción consistía en idear una manera de traducir para cada libro. Fue una época rara en la que sólo me importaban las frases, luego los párrafos, y trataba de informarlos con furibundos safaris al diccionario de autoridades, excursiones por Quevedo, Larra, Sarmiento, Mansilla, Lezama Lima, la lírica del tango, las coplas madrileñas, Onetti, Juan Benet, Arguedas, las traducciones de Lino Novás Calvo y las de Consuelo Bergés, gran atención a las voces de los otros y una revisión de la gramática que me acercara lo más posible a la parataxis. Pero no estaba preparado. Y, como para corroborarlo, justo entonces salió en un diario argentino una reseña de de La vida de Jesus, una novela de Toby Olson que para la periodista estaba muy bien traducida, decía ella , “por un españolísimo Marcelo Cohen”. Todos los aspectos de la cosa me satisficieron enormemente, desde el elogio hasta el sarcasmo, pasando por la ingenuidad argentina de la reseñadora, que tomaba por españolísmo lo que era una mezcla personal. Más o menos por entonces me tocó también traducir las memorias de Mezz Mezzrow, ese judío que aprendió el saxo en el reformatorio, tocó con Armstrong y terminó vendiendo marihuana en Harlem, y nada podría haberme complacido más que el comentario de que el conglomerado de argots que había fraguado se dejaba poco pero al fin tenía un sonido inconfundible. Lo que quiero decir es esto: el self, eso que se supone que uno es medularmente, signo de identidad irreductible y término que algunos se ven obligados a traducir como yo, es verdaderamente recalcitrante en su apego a sí mismo y a la congruencia de los relatos sobre sí mismo o sobre cualquier cosa en que se refleje, incluso si apela a voces de otros. Su astucia más irreprimible, su codicia más sutil, es por supuesto el estilo. Y yo quería un estilo de escritor y de traductor, y era muy pretencioso: quería una argentinidad de incógnito y, digamos, una hibridez distinguida.

Ahí estaba entonces, de nuevo agarrado infraganti. Los españoles decían pillado. . El malestar y la revuelta con el español contemporáneo, la lengua del amo de casa, la herramienta de castración del entendimiento, habían tenído un impulso de liberación política. Pero con toda mi genealogía rioplatense y mi voluntad joyceana de anarquía sexual de las palabras, había ido a dar en el deseo de distinción, una de las lacras que pueden entregar al exiliado típico, como un corderito, a un fascismo reflejo al del fascismo del que lo segrega. Si el estilo es una avidez del self, y el arte de objetos como símiles del conocimiento una estratagema de dominación, el self es el objeto burgués por excelencia. El self es una falacia a posteriori; exactamente como el fetiche. “El self es la pensión y los ahorros del rentista estático. ” Esto lo dijo Carl Einstein. Y por eso Einstein pensaba que la “destrucción del objeto” practicada por los pintores cubistas y por Malevitch no era una cuestión meramente formal sino la destrucción de un orden social y epistémico, un orden burgués fundado en la posesión, el individualismo y la ficción de cosas y sujetos constantes. No era mi caso. En vez de dejar que por la heridad del exilio fluyera una comunicación, yo estaba construyéndome un lenguaje bien sólido. Como si la herida del exilio pudiera cicatrizar alguna vez y blindarse, como si pudiera capitalizar mis largas rencillas con el país de adopción y con el de origen, como si el exilio no fuera para siempre. Nada bueno para la traducción, como se comprende.

No había nada que conducir, nada más que un producto de cadenas de causas que hacían un presente. El bochorno de entender penosamente algo de esto, bien que a medias, se resolvió en un paso hacia la apertura, un atisbo de soltura. Sólo un atisbo.

Pero uno es incorregible. Cuando volví a vivir a Argentina, mi soltura interior se complacía en comprar tanto zapallitos como calabacines, según decidiera el motor lingüístico encendido en el instante, y en injurias excéntricas, como el anticuado porteño Hacete hervir o el encantador andaluz Que te folle un pez. En las traducciones me iba a hacer falta un esfuerzo de discernimiento, pero concibiéndolas como espacios transitorios podía hospedar gran cantidad de matices y acentos. Por supuesto, en seguida me di cuenta de que el deleite de usar localismos argentinos, lunfardo, eventualmente el voseo, se enturbiaba porque muchas veces la mejor solución, e incluso la más placentera, era un españolismo; pero esta esquizofrenia dialectal sólo desbarataba más cualquier ilusión de pertenencia plena. Ahora bien: si el regreso no existía, tampoco es que la abundancia fuera una solución. La gama de posibilidades expresivas que había acumulado sólo servía para jactarme de un desajuste, ahora con mi país. De muchos desajustes. Porque no tardé nada en enredarme en malentendidos nuevos. Huelga explicar que la lengua de la Argentina de hoy no es la de Mansilla, ni siquiera la de Walsh. Es un repertorio de sampleados del periodismo, la publicidad, el show político, la cultura psi y los desechos de un argot de calle planchados por la clase media, donde no juegan exiguo papel las traducciones españolas y los subtitulados y doblajes centroamericanos de series de televisión. Hoy los argentinos tienen piscinas en vez de piletas, los camareros desean buen apetito en vez de buen provecho, las recepcionistas y conserjes dicen “aguarde” en vez de “espere” (porque les parece más refinado), pero el léxico general es angustiosamente corto. Son comparativamente pocos los que manejan las subordinadas. Profesionales liberales y bastanes escritores ignoran algunas reglas de consecución temporal, como la del pretérito indefinido con el pluscuamperfecto, de lo que se desprende un acalambramiento de la memoria y el presente. Y aunque uno intente abrevar en la idiosincracia de esos usos, asimilarlos con un respeto algo comedido, estoy seguro de que mis traducciones no suenan menos raras de lo que sonaban en España. Lo hago adrede, claro. No es una veleidad. Es otra vez el intento de que el cuerpo de las traducciones de una período sea un lugar, un espacio sintético de disipación de uno mismo en una cierta multitud de posibilidades, de comprensión de la identidad como agregación. Pero no un lugar enajenado, ni protector, ni preservado; porque si algo concluí de tantas escaramuzas es que un espacio hipotético se vuelve banal si no se ofrece como ámbito de reunión, de comunidad, de ágape; si no intenta crear tejido fresco en el gran síntoma del cuerpo extenso que somos. Creo que lugares así, traducciones o ficciones digamos peculiares, son también encuentros de voces, de multitud de voces, y centros desechables, locales pero siempre provisionales, de agitación de la lengua del estereotipo, ahora cada vez más internacional, en pro de una expresión polimorfa. 

No deja de sorprender cómo nos hemos habituado a conceder que odio y violencia contribuyen más que el amor y la paz a estructurar las relaciones sociales. Pero más sorprendente aún es la difundida resistencia a pensar que el clima de tensión, terror y amenaza que envuelve al mundo pueda relacionarse directamente con la defensa cerrada de la identidad, la de cada uno o cada grupo, y el desmesurado culto de la memoria. Identidad, quiero, decir, ilusoriamente considerada como un componente basal único y no elegido, en cuya persistencia va el sentido de la vida del sujeto y cuya defensa requiere mantener a distancia y a raya todo aquel que puede erosionarla, entorpercerla, importunarla o modificarla, y si es preciso comérselo y evacuarlo, o suprimirlo sin más. Identidad como etnia, tradición, nacionalidad, religión o filiación política excluyente, para empezar. Como por ahora no se ve que ni grupos importantes ni demasiados humanos en particular vayan a aceptar que en el fondo, como dicen ante los muertos, no son nada, algunas de las voces astutas que el planeta escucha, como la del premio Nobel Amartya Sen, sugieren atender a que la identidad de un humano o un grupo, lejos de ser una esencia fatal, es siempre un agregado –algunos dirían un constructo—, y que muchos de sus componentes provienen de elecciones o adherencias azarosas. Una identidad puede cambiar con el tiempo, aun contra la voluntad del sujeto, e incluso sin que el sujeto lo advierta, y más cambia a causa de decisiones razonadas; el compuesto se diversifica. En el mero plano social, por ejemplo, nos movemos con un portafolio de identidades a las que nos referimos según el contexto (género, clase, oficio, trabajo, raza, opiniones políticas entre otras), y la relevancia que damos a una u otra modifica la conducta. Sen sostiene que la negativa a aceptar la diversidad interna de las identidades es un error que une a los publicistas del choque de civilizaciones, los comunitaristas, los fundamentalistas religiosos y hasta los teóricos de la cultura, y que la ilusión y la imposición de un sello identitario único, que crea sensación de destino, fatalidad e impotencia, es lo que en el fondo alimenta una ira y una violencia que se descargan en el otro. 

No cito a Sen porque quiera meterme en un asunto que hoy profundizan muchos artistas y estudiosos, a saber que la traducción permite cotejar y renovar las ideas propias con el lenguaje del otro, sino porque la observación de que Yo y el Otro somos cada uno una pequeña multitud toca las fibras nerviosas del arte de traducir, del oficio del traductor, y me parece que, al tiempo que intensifica los dilemas, la responsabilidad, las perplejidades, abre una rendija de libertad. 

Tomemos la visitadísima disyuntiva entre la traducción hipotéticamente neutra y la traducción localista, idiosincrática o por así decir soberana. Las periódicos muestras de fastidio crítico de lectores argentinos más o menos expertos contra las traducciones españolas, la acusación indignada de ineptitud o colonialismo por el uso terco y, se dice, malintencionado de palabras como gilipollas, majareta, o expresiones como a mí me la trae floja o acabó como el rosario de la aurora, que les impedirían gozar del texto, no sólo son reflejas de la intolerancia ignorante de los expertos españoles de hace años a aceptar la diversidad interna de su lengua; no sólo pasan por alto que la invasión nuestras librerías por sobras de la profusa industria española es un asunto de acumulación capitalista y suerte geopolítica, y de una decadencia de nuestras editoriales en la cual alguna culpa, además de la dictadura y el capital, han tenido sus propietarios. Además de todo esto, esas quejas eluden un nudo acuciante de lo que, si valiera la pena elaborarla, podría ser una estética política de la traducción para estos tiempos.

Dentro de la despótica prosa mundial de Estado en que se expresa el continuo de eslóganes publicitarios y políticos, relatos míticos de la industria del entretenimiento y ficciones informativas que nos condicionan, la sociedad del espectáculo ha incorporado, por afán totalizador y para que se ocupe de temas humanos como la angustia, la belleza, la muerte, etcétera, lo que la crítica llama “literatura internacional”; la condición básica de las obras de literatura internacional es que son eminentemente traducibles. Creo que como réplica a esta trampa, en su cíclicla revuelta contra los sometimientos y condiciones, hoy el espíritu negativo de los escritores se empeña en asimilar la literatura independiente, es decir la literatura a secas, con una resistencia del texto a ser traducido. Aceptar el juego que proponen las poéticas de lo intraducible lleva a conceder que los giros y jergas muy locales, los estilos muy pesonalizados, piden equivalencias localizadas.

Para no enredarme, voy a exponer el problema de dos maneras.

Primera. Supongamos que un grupo de vecinos de mi barrio, enfermos de racismo atávico, se enfurece contra una familia de inmigrantes nigerianos, los Ababó, porque cultiva en su terrenito unos arbustos de fruto alimenticio pero pestilente. La familia es de una etnia de su país que vive históricamente del cultivo de esa planta y fue maltratada por una mafia lumpen del lugar, etc. Digamos que yo conozco una conmovedora novela nigeriana que cuenta una historia como la de los Ababó y permite entenderlos. Creo que a mis vecinos les va a cambiar un poco la cabeza. Pero la traducción de la novela es española y el traductor eligió como correlato del argot de los Ababó y los mafiosos nigerianos el lenguaje madrileño de Lavapiés. ¿Qué puedo hacer? ¿Probar si mis vecinos atraviesan el velo de un dialecto ajeno de su idioma? ¿Arriesgarme a que su demonio social interior aproveche la confusión para acusar a los Ababó de gallegos de mierda? ¿Proponer que alguna de nuestras humildes pero valerosas editoriales independientes pueda comprar los derechos y traducir el libro al argentino porteño con una subvención de la UNESCO?

Otra manera de abordar estas encrucijadas:

Hace dos años el poeta argentino Leónidas Lamborghini publicó el poema narrativo Mirad hacia Domsaar. Un viejo que fue lujurioso y tal vez poderoso llamado Pigj agoniza sobre una camilla rodante en una llanura calcinada donde nada crece, y ni siquiera hay barro para que la esquina sea fiel a un famoso mito del tango. Lo acompañan dos mujeres y alguno más, y el poema narra la trabajosa partida de la camilla, sobre unas prácticas rueditas, a veces derecho, a veces en zigzag, rumbo a no se sabe dónde: como nuestro país, como el progreso de la civilización. Entierro de la lírica pampeana y desecho sarcástico de la retórica central de la lengua, oficio beckettiano de tinieblas y sainete sacramental peronista, mamarracho, vodevil procaz y oratorio de altura, relato en verso, también drama grave sobre la muerte escrito para narrador y comparsa triste, este poema superlativo no debe haber entrañado para Lamborghini ningún riesgo que él no hubiera asumido desde sus comienzos, cuando necesitó hacerse con un tono peculiar para expresar su visión. A Laborghini no debía de guiarlo ningún proyecto que no fuera soltar la voz, digamos liberar la visión, y modelar. Depuesta la búsqueda de resultados y seguridades en la mera necesidad de escribir bien lo que se escribe, todo riesgo se difumina y sólo queda el beneficio del poema; para nosotros, una especie de dolor que alivia, es decir: estética. No se sabe que alcance tendrá. Lamborghini no debe haber pensado en la difusión extranjera. Traducir ese texto es un asunto bien peliagudo, tanto rebosa de localidad. Y si lo elijo es porque me parece inidicativo, pero bien habría podido hablar de de Russell Hoban, un norteamericano afincado en Inglaterra, cuya obra maestra Riddley Walker, una novela de iniciación en un mundo posnuclear, escrita en un delicioso inglés neoprimitivo, no se vende para traducción a otras lenguas (como si Hoban temiese que la desnaturalizasen). Fiel a su impetu extremista, recalcitrante en el mundo de la circulación reductiva, la literatura se adhiere a la localidad y la enriquece; vuelve a empezar desde la diáspora de las lenguas, deroga el mundo de prosa sintética donde vivimos separados por aquello que supuestamente nos comunica. No pocos pensamos que si la literatura tiene un futuro, será gracias a un abultado depósito de libros intraducibles, o por supuesto para nosotros los traductores, aparentemente intraducibles. 
 
Aún en casos menos radicales que estos, cuesta pensar que un lenguaje neutral como el del antiguo sueño de la revista Life en español eleve el sentimiento del traductor por el sentido de su oficio. Pero la igualdad de oportunidades entre diversos grupos lectores es una quimera, porque hay escasísimas obras que la industria editorial vaya a traducir para cada país, y porque lo identitario único tiene una loca potencia de reducción: del estado- nación a la región, la comarca, la provincia, la etnia, el clan, la ciudad, el barrio, la familia, el yo. Aparte de que la mera y presunta lengua “argentina” ya está incrustada de modos de decir de todo el mundo hispanoparlante, y de otros mundos, inevitable secuela ésta del espectáculo global. Adoptar los españolismos porro, cachondo, piscina o un uso erróneo y oprobioso del vosotros, el mexicanismo “lucir” y hasta el “todo bien” brasileño, y moverse con desenvoltura entre pinches bueyes, quiubos, pantaletas y cabrones, todos términos que habrían hecho rebuznar a sus inflexibles padres lunfardos, no les ha mermado el señero acervo de hallazgos vernáculos, como che, viste, mina o lo que sea. Es sólo un ejemplo. Lo mismo está sucediendo con la lengua nacional chilena, peruana, colombiana, venezolana, con todas, y, con el aval de la Academia, empieza a pasar con las españolas. 
 
En este clima, la duradera contienda entre la traducción de una obra a una lengua verosímil para el lector particular y la tendencia a causarle extrañeza podría resolverse en una alternativa nueva. Sería una salida provisoria, y anunciaría que en adelante todas las salidas van a ser provisorias. En realidad, mi ilusión es que anuncie que en el futuro cada libro exigirá del traductor, como exige la escritura, no sólo una solución parcial, sino una teoría ad hoc, como si la traducción se convirtiera en una rama de la patafísica, esa ciencia de las soluciones particulares. El traductor, cuando no está en la coyunda de las páginas cotidianas, sueña con este océano, con el plancton de las identidades desintegradas. No olvidemos que un océano es un medio. Ante la posibilidad de hacer veinte versiones de un original, cada traducción se servirá de todos los componentes de los dialectos y jergas de su idioma, tomando, para empezar, los que más le sirvan para la imitación o ejecución intrerpretativa de una superficie. Será un uso rebelde: el máximo de rareza obtenido a partir del artificio de la familiaridad global. No me pregunto si no es una ilusión desorientadora y hasta perniciosa. En el siglo XVII la versión de El Quijote en inglés provocó un sismo literario del cual surgirían montañas como el Tristram Shandy. Las novelas de Onetti no existirían sin las versiones de Faulkner hechas en los 40 en La Habana y Buenos Aires. Alguien diría que el comercio vivifica las lenguas, y que cada momento de una literatura decide, si quiere más aliento, cuál rama de su tradición le sirve y qué le conviene injertar. Claro que si la decisión la toma la industria --que reverencia al público, al cual le encanta que lo engañen--, nada se regenera salvo el circuito financiero de la palabra que aplasta el mundo, muchas veces bajo el adulado ropaje de la belleza. Pero de eso debería tratarse justamente cuando alguien dice que le preocupa el lenguaje: no de la belleza de un atavío, sino de formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento.

jueves, 22 de abril de 2010

No hay necesidad de que una traducción de Shakespeare sea libro de solaz de niños y doncellas

Miguel Cané nació en Montevideo en 1851. Poco después de la caída de Juan Manuel de Rosas.regresó a Buenos Aires con su familia, Entre 1863 y 1868 cursó su bachillerato en el Colegio Nacional de Buenos Aires, en la época en que era un internado de varones, durante la dirección del canónigo Eusebio Agüero y como alumno del profesor francés Amadeo Jacques. Las experiencias vividas en este colegio fueron narradas en Juvenilia (1884), el más recordado de sus libros.
Se inició en el periodismo tempranamente en el diario La Tribuna de sus primos los Varela, y luego en El Nacional, de Domingo Faustino Sarmiento y Vélez Sársfield. Se graduó de abogado en la Universidad de Buenos Aires en 1878. Fue diputado provincial y nacional, director de Correos y diplomático ante Colombia y Venezuela. Como resultado de estas experiencias fuera del país, escribió En viaje (1884). Fue intendente de la ciudad de Buenos Aires entre 1892 y 1893, ministro de Relaciones Exteriores y del Interior y diplomático argentino en París. En 1898 ocupó una banca en el Senado, donde impulsó a pedido de la Unión Industrial Argentina la Ley de Residencia (1902). Falleció en Buenos Aires en 1905.
A los efectos de este blog, lo recordamos porque suya es la traducción de Enrique IV, de William Shakespeare, cuyo prólogo firmó en Madrid, en octubre 1891. De éste, se reproduce a continuación la parte que se refiere exclusivamente algunos de su problemas en su labor como traductor, cuya actualidad, helas, sigue vigente.

Algunos problemas en torno
de la la traducción de Enrique IV

No creo difícil, para el que tiene un poco de hábito de la pluma y sabe manejar su lengua medianamente, hacer variaciones sobre un texto, cuando éste, como el de Shakespeare, se presenta repleto de ideas, generalmente dura y sucintamente indicadas. Con diluirlas en una prosa fácil, más o menos elegante, según los recursos del traductor, puede llegarse hasta la ilusión de una obra personal. Es eso lo que encuentro detestable en casi todas las traducciones de Shakespeare que conozco; se dice que una, la de Schlegel, es admirable, no sólo por la fidelidad, sino por el vigor de reproducción. No poseo bastante el alemán para apreciarla. En las españolas hay algunas buenas, y la de Cárcano, en italiano, es excelente. Pero las francesas que conozco (Letourneur, Michel, Hugo, Guizot, Montégut), con notable diferencia de valor entre ellas, tienen el defecto de ser blandas por decir así. Ninguna me da la sensación skakespeariana, ninguna en la frase equivalente, prosa o verso, se acerca al golpe seco del poeta inglés, al latigazo del verbo, empleado con una adivinación instintiva para levantar la imagen buscada. Se me dirá que es el defecto de todas las traducciones; convengo, pero nunca más sensible y chocante que en este caso. Y no es que falten siempre los elementos de reproducción, los equivalentes; es que a veces, muchas veces, su empleo tiene algo de duro, de antiliterario, de anticlásico. Traduciendo a Shakespeare bien cerrado, apretando el texto cuanto se pueda, cuanto la lengua que se emplea lo permita, la prosa, el estilo, la escritura , como se dice ahora, pierde, ¿quién lo duda?, su armonía, su cadencia convencional. ¡Pero si no se trata de hacer gustar la prosa del traductor, sino de dar una idea de Shakespeare lo más exacta posible! No hay puente más elástico que la perífrasis y abismo, por hondo que sea, que esa cábala no salve; hay traducciones que se parecen a aquellos poemas didácticos de Delille, en los que se emplean catorce o veinte versos en describir un melón, sin nombrarlo, en vez de decir, lo que es tan cómodo, tan natural y más estético que lo otro: melón. Luego viene la cuestión del buen gusto . "¡Este Shakespeare tiene unas cosas! Comete faltas de buen tono, de civilidad, hasta de decencia, tan enormes, que por respeto mismo es bueno eliminarlas." De ahí a castrar el toro Farnesio o el Apolo del Belvedere o poner calzones de baños a las flamencas de Rubens, no hay más que un paso. Sí, todos lo sabemos, desde Pope, Johnson, Dyce, Steevens, Rowe, etc., hasta Voltaire, hasta Villemain mismo, que es de ayer y que debía tener el criterio amplificado por el espíritu moderno, todos han criticado las faltas de gusto, señalado sus defectos. Pero, fuera de los inconscientes demoledores de la primera hora, los mutiladores de las primeras ediciones acaso hoy, que una concepción más amplia del arte, un espíritu más levantado predomina, un solo hombre de letras se atrevería a aconsejar una expurgación de la obra del poeta? Y si el original queda intacto, ¿por qué destrozarlo en la traducción?

¡El gusto! Las piezas de teatro, cada veinte años, se divorcian con el gusto del público. Los dramas de Hugo, hoy, serían realmente insoportables sin el verso que los sostiene. Los del viejo Dumas, con su prosa de penacho, hacen simplemente reír en las situaciones más solemnes. Dentro de un cuarto de siglo, ¿cómo recibirá el público los finos análisis de Dumas (hijo), su psicología social quintesenciada? ¡Bonita tarea si cada cinco lustros hubiera que cambiar el estilo de las piezas de teatro, extirpar vocablos, extender encima perífrasis o poner a una idea, que el poeta vistió de recia armadura, un muelle traje de seda!...

Todo esto, a propósito de una simple traducción de una pieza de Shakespeare, es tal vez excesivo. Pero tenía deseos de decirlo, de tal manera las villanías que con el poeta se han cometido y, que en el curso de trabajo he constatado, me han indignado. Por mi parte, la menor de mis preocupaciones ha sido mi prosa; ¡se necesita ser un plumitivo digno de azotes para pensar en sí mismo, frente a Shakespeare! No; he seguido el texto lo más de cerca que mi conocimiento de mi lengua me permite. También a veces se me eriza un tanto la epidermis, cuando en medio de una de esas magníficas (y jamás la palabra fue mejor empleada) alocuciones de Shakespeare, me topo con una frase vulgar o una comparación baja. Habría deseado que el poeta no la empleara, en mi gusto convencional, greco-latino, hereditario; pero tal como la empleó, tal trato de reproducirla.

Ahora una explicación indispensable: Falstaff es muy mal hablado, excesivamente mal hablado; es, sin reticencia, lo que los franceses llaman mal embouché . El príncipe, por momentos, no le va en zaga. En cuanto o Poins, Bardolfo, Peto, el mismo pajecillo, hay que convenir que no tienen un estilo de excesiva cultura. La honorable posadera y la no menos honesta Rompe-Sábanas podrían competir con el carretero de lengua más ágil en una lid de denuestos. Ahora bien; ¿cómo traducir las escenas de la taberna de Eastcheap o de la Cabeza del Jabalí? ¿Cubrir la prosa de Falstaff y sus compañeros con un pudoroso velo y atenuando aquí, perifraseando allá, llegar a un estilo compungido y mogigato? ¿O traducir brava y secamente vocablo por vocablo, tratar de conservar el carácter, el sabor propio del diálogo, la índole de cada personaje? He tomado el último partido, bajo la advocación de Cervantes, que escribía al mismo tiempo que Shakespeare; Don Quijote está en todas las manos y Sancho no es más pulcro que Falstaff.

No creo que las obras completas de Shakespeare se den a leer sin reparo a las miss inglesas, ni veo la necesidad de que esta traducción sea libro de solaz de niños y doncellas.