martes, 30 de septiembre de 2014

Una buena: el número de librerías porteñas crece


Romina Smith publicó en el diario Clarín, del pasado domingo 28 de septiembre, el siguiente artículo que da cuenta del número de librerías de la ciudad de Buenos Aires. Los datos que se ofrecen son promisorios y hablan bien de los porteños.

Las librerías resisten cambios de hábitos y suman locales

El periódico británico The Guardian eligió una porteña como la más linda del mundo. Y los porteños las adoran. Tanto, que incluso les dedican una noche por año para celebrarlas y disfrutarlas. Por romanticismo, por mística, o simplemente por costumbre heredada y aceptada, Buenos Aires es una ciudad librera: ama las librerías. Buenos Aires sin librerías no sería Buenos Aires. Y lo dicen los números: hoy en Capital hay 7.645 habitantes por cada local.

Los datos surgen de un análisis que el Ministerio de Desarrollo Económico difundió en el marco de la Conferencia Editorial, un encuentro que reúne a distintos representantes del sector. En ese encuentro, no solo se habló de esos números y de cómo se trabaja en editoriales nacionales, también se trazó un camino a futuro y se dejó en claro que el porteño potencia su vínculo con las librerías que se refleja en las ventas a pesar de la competencia con la tecnología y de los nuevos hábitos de lectura. ¿Un ejemplo? El país no sólo está al frente del rubro, también logró adaptarse a la producción de libros en formato electrónico y en la región fue donde más creció la edición de e-books.

Con o sin libros electrónicos, antiguas, nuevas, de barrio, de cadenas, con bares, con sillones para leer, con mesas de saldo para revolver, tradicionales como las de la avenida Corrientes (donde solo entre Junín y la avenida 9 de Julio hay 30 locales) o incluso especializadas en el segmento infantil y juvenil, que cada vez se ven más, hoy las librerías siguen tan vigentes como siempre y la cantidad de locales por habitantes que hay en Buenos Aires ya supera a todas las ciudades de Sudamérica e incluso está apenas por arriba de Madrid y Barcelona, dos centros urbanos con más de 500.000 habitantes y una gran tradición librera.

Según datos oficiales, en 2011, cuando Buenos Aires fue nominada “capital mundial del libro”, la Ciudad tenía 293 librerías relevadas. Sin embargo, algunos trabajos recientes hablan de más. Como el Mapa de las Librerías, que se creó en 2012 como iniciativa del programa Opción Libros del Ministerio de Desarrollo Económico con colaboración del Ministerio de Cultura, que estiran ese número a 378 locales que venden libros en distintos barrios y 293 empresas libreras. También según ese mapa, los barrios con mayor cantidad de librerías son San Nicolás (87), Recoleta (45), Balvanera (42) y Palermo (40). Pero con el crecimiento de las cadenas y la aparición de locales especializados hoy se estima que ese número es aún mayor y que en Buenos Aires habría unas 400 librerías, algo más de 100 que hace tres años.

Con esos dos actores el mapa también fue cambiando. El informe que se presentó la semana pasada sobre el mercado editorial porteño habla de esto. “Los cambios del modelo de negocios también ofrecen oportunidades a pequeñas librerías que se especializan en atender a unpúblico más segmentado y se distinguen por títulos seleccionados ”, sostiene. Estas pequeñas empresas se suman a las grandes cadenas y completan el mercado. Y las cadenas tampoco paran de crecer: hoy sólo Yenny-El Ateneo (a la que pertenece la Grand Splendid, la elegida por The Guardian) tiene 13 sucursales en Capital. Y Cúspide, con la que recientemente abrió en la calle Corrientes, otras 11. A esas se suman las de Librería Santa Fe y otras más pequeñas. “Además de muchas librerías y muchos lectores, hay muchos emprendedores alrededor de la industria editorial que fortalecen el sector y le dan el dinamismo necesario para ajustarse a las tecnologías, los nuevos modelos de negocios y los tiempos que corren. Sin duda la creatividad y la cultura que se respira en Buenos Aires es algo para seguir promoviendo ”, explicó el ministro de Desarrollo Económico, Francisco Cabrera. Para que esto ocurra es clave el papel de librero, uno de los oficios reconocidos como patrimonio de la cultura porteña. En sus Memorias de un librero (1994), el escritor y poeta Héctor Yánover, que estuvo al frente de la librería Norte, una de las más clásicas de la Ciudad, y falleció en 2003, reveló decenas de anécdotas que todavía se repiten en locales de libros. El, que supo reunirse con Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, definió ese compilado de pequeñas historias como “la picaresca del libro”. Pero lo que más plasmó fue, sin duda, el perfil del cliente, con historias insólitas y llenas de humor, y hasta extraños personajes que aún existen y viven y rondan por las librerías.

lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Quién se lo iba a imaginar de un Premio Nobel?

Alfredo Bryce Echenique y Arturo Pérez Reverte no están solos ni son los únicos plagiarios de la lengua: los precede Camilo José Cela. Al menos así lo cuenta Manu de Ordoñana en un excelente artículo publicado el 24 de septiembre pasado en Ser Escritor, un blog dedicado a los menesteres de la literatura, del que nos ha dado noticia su propio autor, desde San Sebastián.

Cela, acusado de plagio

La noticia no es nueva, arranca a finales de 1998, cuando la escritora gallega, Carmen Formoso presentó una querella contra Camilo José de Cela (Padrón, 1916) y la editorial Planeta S.A, por cometer delitos de apropiación indebida y contra la Propiedad Intelectual, al considerar que la obra La Cruz de San Andrés, galardonada con el Premio Planeta 1994, era un plagio de su novela, Carmen, Carmela, Carmiña (Fluorescencia), presentada también al Concurso de ese mismo año. La querella fue admitida a trámite por la Audiencia de Barcelona.

Al principio, nadie dio crédito a la acusación. Apenas tuvo eco en la prensa, los medios estimaron que se trataba del ardid de una escritora desconocida para adquirir notoriedad. ¿Quién iba a imaginar que todo un Premio Nobel de Literatura iba a poner su firma en una novela escrita por una simple maestra de aldea y presentarla al más prestigioso de los concursos literarios que se convocan en lengua castellana?

Pero algo extraño sí que había. El propio Cela reconoció más tarde: “Todos cometemos errores en esta vida” a la pregunta que le hizo Marisa Pascual en la primavera del años 2000: ¿Qué ocurrió con La cruz de San Andrés? Según cuenta la escritora plagiada en su página web, la obra premiada fue presentada al certamen de manera irregular, varias semanas después del día 30 de junio de 1999, fecha en que finalizaba el plazo de admisión, y ni siquiera le fue expedido el preceptivo recibo de entrega que exigen las Bases del Certamen.

Esa versión coincide con la de Francisco Umbral, quien asegura que Cela le contó a mediados de julio del 94 que estaba terminando el libro, y también con la del propio Cela que, en la página 17 de la novela, dice textualmente: “…ha pasado ya mucho tiempo; el libro lo tengo que entregar el día 1 de Setiembre, así que debo darme cierta prisa…”.

Cuando se publicó la novela ganadora del Planeta, Carmen Formoso la vio en una librería, leyó la sinopsis y le interesó el tema: era una historia parecida a la suya. Al llegar a su casa comenzó a leerla. Cuesta poco imaginar la sorpresa que se llevó —y seguro que también indignación— al descubrir dentro elementos fundamentales de su obra, numerosas coincidencias, tanto repeticiones literales como trasposiciones de palabras en la oración para ocultar el plagio, anécdotas, lugares comunes y, sobre todo, la analogía de los personajes: Betty Boop y Matty son réplicas de Carmiña; Matilde Verdú es Carmela; Maruxa y Clara tienen una casa en San Pedro de Nos.

Cuenta la autora en su blog que, durante meses, se dedicó a desenmascarar la trama, anotando en una lista las pruebas que iba encontrando. No se trataba sólo de meras similitudes, sino de frases textuales comunes en ambas obras, idénticos adjetivos para referirse a una misma situación y multitud de detalles claramente coincidentes. El escrito de acusación al Juzgado de Instrucción nº 2 de Barcelona, presentado por su abogado Javier Díaz Formoso —y también, su hijo— recoge una larga lista de las coincidencias que ha encontrado en los dos libros y que el autor de este blog ha verificado.

Terminado su trabajo recopilatorio, Carmen Formoso se decidió a hacer valer sus derechos y enfrentarse a quienes le habían robado el fruto de su trabajo, aun a sabiendas de que desafiaba a todo un Premio Nobel de Literatura, prestigiado novelista, articulista sin precio y con buenos oficios en las alturas, además de acusar a la primera empresa editorial española de manipular la concesión del Premio Planeta, permitiendo al ya designado ganador del certamen acceder a una de las obras candidatas para que la rehiciera a su manera y la presentara con su firma, incluso fuera de plazo.

A nadie le extrañó que La Cruz de San Andrés resultara ganadora de la 43ª edición del Premio Planeta 1994, dotado con 50 millones de pesetas —unos 500.000 euros actuales—. Tras conocer el veredicto, el escritor gallego manifestó: “Me he presentado al Planeta, porque hace cinco años, cuando me dieron el Nobel, pensé en retirarme, pero después me di cuenta que debía probarme y establecí una especie de pugilato conmigo mismo”. Pero alguno pensó que también influiría la cuantía del premio, en un momento en que Cela andaba justito de dinero, tras haber perdido la mitad de su patrimonio y acordado compensar a su esposa con una pensión mensual de 800.000 pesetas —unos 8.000 euros actuales—, tras haberse divorciado de ella en diciembre de 1991, tras 45 años de matrimonio. Por aquel tiempo, la editorial Planeta atravesaba una pequeña crisis debido a la caída de sus ventas en las librerías y se esforzaba por relanzar su certamen literario para recuperar el prestigio y mejorar su cuenta de resultados. Es sabido que, a finales de los setenta, José Manuel Lara ofreció a Miguel Delibes el premio Planeta, que el escritor rechazó con elegancia, a pesar de que eso le hubiera resuelto la vida. Los premios Planeta arrastran una merecida fama de fraude, bajo la sospecha de que su concesión está pactada de antemano.

Pero en 1994, el escándalo subió de tono. No sólo se apañó el resultado, sino que se permitió al nominado utilizar la obra presentada por otro candidato para que sus amanuenses la rehicieran, cambiando la fachada y adaptándola al peculiar estilo del escritor gallego. Para entonces, ya se sabía que Cela utilizaba a “negros” para construir sus novelas y él sólo se dedicaba a supervisar y corregir los textos en bruto que le entregaban sus escribas. Incluso, La Voz de Galicia se atrevió a citar el nombre de Mariano Tudela como su principal colaborador en la redacción de La Cruz de San Andrés.

Y también se rumoreaba que Cela estaba acabado. Nadie pone en duda que La familia de Pascual Duarte (1942), y La Colmena (1951) son dos obras maestras. Posiblemente también lo sea Viaje a la Alcarria (1948). Pero lo que hizo a partir de los sesenta, no vale gran cosa: “Intentó hacer literatura de vanguardia pero no consiguió ningún resultado. Su prosa se hizo cada vez más retórica, más vacía. Tal vez no tenía ya historias que contar o quizá le faltaba la necesidad de expresarse, la emoción necesaria para convertir en arte las vivencias más cotidianas”.

Aún con todo, cuesta entender cómo un escritor tan ilustre se prestó a semejante patraña. ¿Quién le iba a censurar por rebajar su productividad al final de su vida? Cuando le concedieron el Nobel, tenía 73 años, hora ya de estar jubilado. Pero no; él quería continuar en primera fila y no dudó en vender su imagen y el prestigio de su pluma para seguir ganando dinero, a pesar del daño material y moral que iba a causar a una escritora desconocida, llena de ilusión por hacer valer su novela.

Pero, ¿fue realmente un plagio? No, en su sentido literal. La RAE lo define como “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. El criterio de los jueces es que “el uso de un mismo argumento, expresado de manera original, no constituye plagio, ya que el derecho de autor no cubre las ideas en sí, sino únicamente su modo de expresión”. El Tribunal Supremo, en su sentencia de 28 de enero de 1995, considera que el concepto de plagio ha de referirse a las coincidencias estructurales básicas y fundamentales y no a las accesorias, añadidas, superpuestas o modificaciones no trascendentales.

El caso presente parece más “un supuesto de transformación, al menos parcial, de la obra original”, tal y como reconoce Luis Izquierdo, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Barcelona, porque, estéticamente, la obra es diferente. Con lo cual, podríamos admitir que Cela atentó contra el derecho moral o personal de la escritora gallega, pero quizá no contra su derecho patrimonial, que tiene un significado mercantilista.

¿Qué pasó entonces? Probablemente, Cela se dejaría seducir por el valor del dinero. Como lo necesitaba, no tuvo más remedio que aceptar la farsa. Pero quiso vengarse de los que le obligaron a hacerlo —la editorial Planeta, y Carmen Balcells, su agente literario—, presentando al concurso un bodrio, un desvarío, una narración anárquica y redundante, difícil de leer y carente de mérito literario. Lo hizo a propósito, para provocar al personal. No puede haber otra explicación.

En nueve ocasiones, hace mención a los rollos de papel de retrete en los que había escrito el libro para su presentación a quien habría de bendecirlo. La burla comienza desde el primer párrafo: “Aquí, en estos rollos de papel de retrete marca La Condesita, escribiendo con bolígrafo no se corre la tinta verde, ni la azul, ni la roja, no se corre la tinta, aquí en este soporte humildísimo se va a narrar la crónica de un derrumbamiento…”.

Y sigue, en este primer párrafo, acusando a su editor, como queriendo atribuirle la felonía y justificar así su proceder deshonesto: “El gladiador (Cela) que va a morir saluda al César (su editor) con un corte de mangas porque también él juega y juzga y se ríe a carcajadas del César y de quienes van a escupir sobre su cadáver, sería espantoso imaginarnos a la humanidad demasiado sumisa, suenan los clarines porque ya empieza la misa negra de la confusión, el solemne acto académico de la más turbia de todas las confusiones”.

En la página 14, arremete contra su agente literario —Carmen Balcells— poniendo en boca de la narradora la siguiente imputación: “…la agente Paula Fields me encarga que escriba los siete sucesos que señalaron la vida de mi marido…, a mi me anticiparon mucho dinero, bueno, mucho dinero para mi exhausta bolsa, la verdad es que no llegó a los seiscientos mil dólares, y aunque al principio lo dudé…. acepto la propuesta y empiezo esta crónica desorientada y levemente ortodoxa: todos debemos someternos a las sabias normas dictadas por los comerciantes y los síndicos”.

Sabía que le iban a conceder el premio, sabía que la prensa iba a ensalzar la obra. ¡Qué oportunidad para mofarse de ella! ¿También del público? Pues también, hasta insultarlo, muy propio de Cela (dice en la página 73: “Insisto en decirle a usted, lector estúpido, que las mujeres vulgares tenemos historia natural como las algas y los líquenes, nuestro historiador es Buffon…”). ¿Será cierto eso de que la provocación fomenta la literatura?

A pesar de las pruebas presentadas —afortunadamente, la autora tuvo la precaución de inscribir previamente la obra en el Registro de la Propiedad Intelectual—, el caso fue sobreseído y vuelto a abrir en dos ocasiones, la segunda por el Tribunal Constitucional. Además, en junio de 2001, la editorial Planeta tuvo la osadía de querellarse contra la escritora gallega por presuntos delitos de injurias y calumnias. Pero al final, tras doce años de sobresaltos, el Juzgado nº 2 de Barcelona decretó la apertura de juicio oral contra el editor José Manuel Lara Bosch por presuntos delitos contra la propiedad intelectual, apropiación indebida y estafa, esta vez, sin posibilidad de recurso.

El escrito de acusación al Juzgado de Instrucción nº 2 de Barcelona que presentó su abogado, que recoge Xornal Galego, es todo un ejemplo de trabajo bien hecho, merecedor de una lectura, siquiera somera, ya que su extensión —488 páginas— así lo aconseja. Ante tal cantidad de pruebas, la juez resolvió que La Cruz de San Andrés presenta tantas coincidencias y similitudes con “Carmen, Carmela, Carmiña” que, para realizar tal transformación la novela de la querellante hubo de ser necesariamente facilitada a Cela para que, tomándola como referencia o base, hiciera lo que el perito denomina aprovechamiento artístico.

Camilo José de Cela murió el 17 de enero de 2002. La causa sigue abierta, pero sólo contra el omnipotente José Manuel Lara, presidente del grupo Planeta, un conglomerado de empresas mediáticas (Editorial Plantea, La Razón, Antena 3, La Sexta, Onda Cero, entre otras), con capacidad suficiente para imponer a los medios la “ley del silencio” y presionar a otras instancias en pro de un fallo favorable a sus intereses.


viernes, 26 de septiembre de 2014

Más palos para el Fondo de Cultura Económica de parte de los intelectuales mexicanos

Jesús Silva-Herzog Márquez/ FOTO: Octavio Gómez
Todo indica que en México hay mar de fondo (sic) con el Fondo de Cultura Económica. El artículo de hoy da cuenta de la pelea entre el ensayista, catedrático y académico Jesús Silva-Herzog Márquez (1965) y el actual presidente del FCE, José Carreñó Carlón*, y fue publicado por Proceso.com.mx el 27 de agosto pasado. Aunque anterior al artículo subido ayer, si sumamos las acusaciones que hay en uno y otro, como se dice, el horno no está para bollos. 

Carreño atropelló la misión del FCE: Silva-Herzog

MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- El investigador Jesús Silva-Herzog Márquez aseveró que el director del Fondo de Cultura Económica (FCE), José Carreño Carlón, atropelló la misión del organismo al organizar un programa a modo para promover al presidente Enrique Peña Nieto.

En respuesta a las críticas que expresó Carreño Carlón por su artículo publicado el lunes pasado en el periódico “Reforma”, el investigador del Instituto Tecnológico Autónomo de México escribió: “Dice José Carreño que no entrevistó al presidente de la República en su calidad de director del Fondo de Cultura Económica. ¿Qué puede agregarse a esto? El director de una institución pública participa en un evento público para celebrar el aniversario de la institución que dirige pero… ¡no actúa en ese evento en su carácter de director de la institución! Que el director del Fondo de Cultura Económica pretenda esconder su carácter de funcionario público en la entrevista colectiva en la que actúa como moderador y convocante es precisamente la raíz del problema de corrupción que denuncio: usar una institución pública para fines que le son evidentemente ajenos”.

Silva-Herzog Márquez acusó el lunes a Carreño Carlón, quien también fuera vocero de Carlos Salinas de Gortari, de convertir al FCE en “una plataforma publicitaria de la presidencia” en referencia al programa televisivo “Conversaciones a fondo”, transmitido la semana pasada.

“No veo, por tanto, cómo el gobierno ‘atropelle’ a una institución como el Fondo con el programa Conversaciones a fondo, ni cómo éste haya constituido, ‘estrictamente, una violación de su Estatuto Orgánico’, ni que se le haya dado a la casa editorial trato de órgano periodístico o de ‘plataforma publicitaria de la Presidencia’”, escribió Carreño Carlón en una carta enviada al periódico Reforma.

Hoy, el investigador del Instituto Tecnológico Autónomo de México reviró al director del FCE: “Pregunto: ¿la entrevista promovió la creación, edición o publicación de obras científicas, artísticas, educativas o literarias de algún escritor? ¿Sirvió para editar libros, revistas o folletos? ¿Facilitó la compra, la venta, la distribución de libros? ¿Ayudó a distribuir mejor sus ediciones? ¿Permitió la exportación o la importación de libros? ¿Difundió descubrimientos científicos? La entrevista, propia de una agencia de relaciones públicas o de una entidad periodística, fue por eso un claro atropello a la misión cultural del Fondo de Cultura Económica.

“Hay muchas críticas que hacer a la entrevista desde el punto de vista periodístico. La más importante es de orden jurídico y ético. Un funcionario público conduciendo la entrevista a su jefe en el momento en que emprende una campaña de promoción política. Se nos invitó a presenciar la penosa sumisión política de un órgano público de cultura. La entrevista constituyó un atropello al Fondo de Cultura por tres razones: 1) Puso a una editorial pública al servicio de la Presidencia; 2) acotó el intercambio a los temas políticamente convenientes a la Presidencia y 3) faltó al deber elemental de un editor: seleccionar las voces pertinentes a la conversación pública”.

*José Carreño Carlón es académico, profesor, periodista y escritor. Es licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de la UNAM, cuenta con el Master of Public International Law por la Rijks Universiteit Leiden y un Doctorado en Comunicación Pública por la Universidad de Navarra en España. Fue director del Departamento de Comunicación, Coordinador del Área de Periodismo y Director de la División de Estudios Profesionales de la Universidad Iberoamericana. Miembro desde 1998 del Consejo Nacional para la Enseñanza y la Investigación de las Ciencias de la Comunicación (CONEICC). Autor de los libros: “Para entender: los medios de comunicación”, “Temas fundamentales de Derecho de la Información en Iberoamérica”, “La opinión pública” en La Transformación del Estado Mexicano. Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Periodismo en 1987. Ha sido subdirector de los periódicos La Jornada y El Universal, y director de El Nacional. Actualmente es el Director del Fondo de Cultura Económica, escribe para el Universal y conduce Agenda Pública en Foro TV.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Mejor ser atenienses

La siguiente nota fue publicada con firma de Sabina Berman, el 21 de septiembre pasado, en Proceso.com.mex . La autora pone el dedo en una llaga que al Estado mexicano –que produce, adquiere y distribuye mal el 75% de la producción editorial mexicana– y a los muchos intelectuales que comen de ese plato no les gusta nada.

El Fondo, dormido en sus laureles

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Leo Zuckerman se preguntó si se justifica la existencia de una editorial subsidiada como es el Fondo de Cultura Económica. “No nos hagamos bolas”, escribió en poesía vernácula. “El Fondo sirve (únicamente) a una élite cultural, académica e intelectual”.

Airadas le llegaron las respuestas de dos de nuestros escritores más aristocráticos. Empleo el término “aristocrático” en el sentido en que lo hacía José Vasconcelos: por virtud de la excelencia, incluidos en una minoría. Jesús Silva Herzog Márquez le llamó liberal salvaje. Jorge Volpi le recordó que la alta cultura siempre ha sido patrocinada y nuestras instituciones culturales subsidiadas cifran la ventaja cultural que tenemos sobre el resto de Latinoamérica.

Y sin embargo, me parece a mí que la pregunta de Leo se sostiene. Sí, ¿por qué el Fondo no ha logrado, en medio siglo, llegar a más lectores? ¿Por qué no llega a los millones de preparatorianos y universitarios del país? ¿De verdad el defecto reside en esos lectores posibles pero no reales, o es en el Fondo?

Que es lo mismo que preguntarse asuntos más particulares. ¿Por qué los últimos 24 años las colecciones de poesía y de dramaturgia del Fondo no han crecido mientras que su cava de vinos sí, hasta ser famosa entre los editores del idioma de la ñ?¿Por qué uno de nuestros mayores antropólogos, cuyo nombre él no me agradecería que tecleara aquí, puede publicar su último libro, de tema mexicano por cierto, en una de las más exigentes editoriales universitarias de Estados Unidos, pero en el Fondo se le pide que espere tres años para su publicación en español?

¿Por qué los primeros años del Fondo fueron los de su expansión territorial, de la multiplicación de sus librerías en el mundo de la ñ, mientras en los últimos 24 años inaugurar una librería en Bogotá y una en la colonia Condesa de la capital se proclama como una hazaña?

Más preguntas concretas. ¿Cómo sucedió que España a finales del siglo XX se adueñó de la difusión y la enseñanza del español en el planeta, a través de su Instituto Cervantes, si era el Fondo el que tenía la ventaja hasta un lustro antes?

¿Y cómo es que ahora, cuando una España en crisis económica debe cerrar sus institutos Cervantes, el Fondo no avanza para ocupar los vacíos? En el mismo sentido, ¿por qué es que ante el encogimiento de las editoriales españolas, el Fondo no lidera la avanzada de nuestras buenas editoriales nacionales?

Es decir, dicho en poesía vernácula, ¿cuándo se durmió el Fondo en sus laureles? ¿Cuándo se acomodó en la seguridad del subsidio y el deleite de su cava de vinos y se olvidó de crecer y de servir a más que a una minoría autosatisfecha?

Leo se pregunta si se justifica la existencia de una editorial subsidiada cuyos libros llegan a muy pocos. Digo que me parece a mí que la pregunta es importante, aunque la respuesta que Leo da es, sí, para citar a Silva Herzog, la de un liberal salvaje. (Perdón, amigo Zuckerman, y con el aprecio intacto a tu afán de sacudir las complacencias de las élites.)

Aun en términos económicos, es una respuesta poco útil. ¿Qué gana México con cerrar el Fondo? Nada, nada y nada. Salvo la diferencia actual entre sus costos y sus ventas, 200 millones de pesos, una partida minúscula en el contexto del presupuesto estatal. ¿Y qué oportunidades gana el país si el Estado decide despertarlo y hacerlo crecer?

Servir a muchos más, coleccionar a nuestros clásicos de las últimas tres décadas, lo que no ha hecho, y expandir nuestro mercado editorial a otras latitudes, ahora que ocurre el encogimiento de las editoriales españolas.

Los espartanos cogían a sus hijos de los talones y los hundían en el río helado. Si no morían de neumonía los dejaban vivir. Si enfermaban, los atravesaban con una espada, para abreviar su agonía. Por eso fueron atenienses y no espartanos Sócrates y Platón. Por eso los espartanos fueron magníficos en el arte del asesinato, la guerra, pero no en las artes de la cooperación y el bien vivir, las bellas artes y la filosofía.

Somos ya espartanos en exceso. Cultivemos nuestras instituciones atenienses. Pongamos a un lado los laureles marchitos del Fondo y despertémoslo. Para volver a lo vernáculo: esperemos del Fondo otros laureles más verdes.


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Para traductores de textos académicos y científicos (y también para los otros traductores)


Hugo Salas visitó el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires para hablar de “La tarea del traductor frente al texto académico y científico”. Lo hizo con una elocuencia ejemplar y se refirió, entre otras cosas, al curioso papel de los revisores técnicos académicos, que en su celo no se limitan a controlar la parte conceptual y muchas veces terminan interviniendo (y arruinando) la tarea del traductor. Asimismo, también habló del los muchos avatares que sufren las traducciones en manos de los editores cuando falla la planificación y el pobre papel que se le asigna a los traductores en toda la cadena de producción, etc.   

Hugo Salas es crítico de cine y periodista cultural. A lo largo de su carrera ha publicado en diversos medios nacionales e internacionales, entre los que se cuentan Ñ (Clarín) y Radar (Página/12). Como escritor, ha editado la novela Los restos mortales (Norma, 2010), el cuento “No podía abrirlo” (en Panorama Interzona; IZ, 2012) y el libro de relatos Cuando fuimos grandes (Alción, en prensa). En el ámbito de la traducción, se ha especializado en textos académicos y teóricos, entre los que se incluyen Nuevas minorías, nuevos derechos de Homi K. Bhabha, Utopía y reforma en la Ilustración de Franco Venturi, Teoría desde el sur de Jean y John Comaroff, ¿Qué es el arte contemporáneo? de Terry Smith y El desafío de las desigualdades: América Latina / Asia: una comparación económica de Pierre Salama.

martes, 23 de septiembre de 2014

Una sugerencia para los que hacen listas de blogs

Hace unos días, alguien me hizo llegar un listado español de blogs dedicados a la traducción. Allí, luego del nombre del blog, de su dirección en la web, del nombre del responsable o administrador, de la mención en twitter (cuando ésta existe), hay un ítem que, bajo la rúbrica, “cómo lo definirías” agrega cosas del tipo: “Blog sobre traducción audiovisual y cualquier cosa que se le ocurra a su autor. Siempre, siempre con un toque de humor”, o “Blog de traducción al gallego de poesía de dominio público”, o “Blog personal / profesional de una traductora metida a empresaria: traducción, empresa, toques de arte y compromiso social por los DDHH”, para citar unos pocos de los 105 blogs que se citan. En ningún caso parece necesario mencionar la procedencia de esos blogs, salvo en el del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, donde se lee la siguiente módica descripción: “Cuestiones de traducción literaria desde la perspectiva argentina”. Vale decir, en su rusticidad –acaso también un rasgo de procedencia–, estos colegas entienden que, en cuestiones de traducción, hay una “perspectiva argentina”, que merece mención, y que probablemente sea distinta de la “perspectiva española”, la cual, como en el caso de las definiciones de voces españolas del Diccionario de la R.A.E., se considera “la” perspectiva, reservándose la mención de “americanismo” a todo lo que no tenga el salero necesario y el sello de la marca-españa.

Decir que detrás de esa reducción tan pobre se esconde una manera de percibir el mundo, según la cual se adivina la creencia de que la norma está en la Península y que el resto –los trescientos cincuenta y tantos millones de hablantes de castellano de Latinoamérica– somos una mera comparsa dispuesta a acatar los grotescos dictámenes de la R.A.E,,  es decir poco. Por supuesto que no todos los españoles piensan así y afortunadamente hay quien entiende; por ejemplo, que al traducir uno tiene una responsabilidad para con los lectores de allende los mares, porque los libros viajan más allá de las propias parroquias, y para con los escritores, porque lo que estos escriben debe ser legible en todas partes sin sobresaltos inexistentes en el original.

Lo penoso, sin embargo, es que a muchos españoles ni siquiera se les ocurre pensar que ni siquiera España tiene una norma uniforme; que, por caso, lo que se habla y escribe en Andalucía (la cuna de la mejor poesía y de la más alta cultura de España) no debe ser motivo ni de burla, ni de escarnio; que, lejos de ser la medida de todas las cosas, y por supuesto también de la lengua, los españoles que hablan la variante castiza son apenas unos más, en pie de igualdad, en la gigantesca marea de la lengua y que por más telefónicas, bancos santader y bbva que tengan –y que en buena medida son responsables de su actual crisis– huelen tan bien (o tan mal) como cualquier otro hablante del castellano y van a ser comidos por los mismos gusanos (siempre y cuando los gusanos toleren el gusto de la butifarra). Entonces, desde una “perspectiva argentina” resulta oportuno decirles que las listas definidas y discriminadas se las pueden ir metiendo en el culo.


(La información consignada más arriba puede corroborarse en https://docs.google.com/spreadsheet/lv?key=0ApBTZvp3lBKEdGQyakpVOG85eEd0U09hRFdTaFhlSXc&usp=sharing&pli=1)

lunes, 22 de septiembre de 2014

Una entrevista de Jeremy M. Davies con Steve Dolph, el traductor al inglés de Juan José Saer

El 27 de agosto pasado, la revista Asymptote publicó una entrevista entre Steve Dolph, traductor de Juan José Saer al inglés, y  Jeremy M. Davies. Novelista y Editor Senior de Dalkey Archive Press. La traducción que sigue fue realizada por Silvia Camerotto.

Quién es quién en La Zona

Steve Dolph es traductor de tres libros  del fallecido novelista argentino Juan José Saer,  que murió en París en 2005. Los tres fueron publicados por Open Letter Books, siendo el más reciente La Grande (junio 2014) la última novela inconclusa de Saer.  Dolph es actualmente candidato al doctorado en Estudios Hispánicos de la Universidad de Pennsylvania. Su campo de investigación  es la ecopoética renacentista y la tradición pastoral. Su traducción más reciente,  El entenado/ The Witness, de Sergio Chejfec, está disponible en la edición de julio 2014 de Asymptote.

Esta entrevista fue realizada por e-mail durante los primeros meses de verano, como si fuera  “una larga conversación en la tarde”, según dijo Dolph, que es quizás el modo más indicado para llegar a un autor tan devoto a los caprichos del pensamiento descentrado, y a las formas en que su paso a través del tiempo y el espacio se manifiesta en el lenguaje.

¿Le molestaría compartir con nosotros cómo fue que se interesó en la obra de Juan José Saer como lector y traductor? Quiero decir, ¿su entusiasmo por él existía  incluso antes de que se asociara  con Open Letter?
–Realmente no puedo precisar cuándo conocí a Saer como lector, pero sí que conocía muy bien su trabajo mucho antes de que el proyecto de traducción apareciera. Sé que había leído las traducciones de Serpent’s Tail, incluso antes de estar seriamente interesado en la traducción en absoluto. Dentro de la constelación de novelistas latinoamericanos contemporáneos, él ocupa un lugar destacado como una especie de anti-Márquez, en la medida en que el mítico lugar que más a menudo recorre en su obra –la ciudad de Santa Fe– aparece afectada por la globalización, y fracturada. En Márquez la potencia de la historia es básicamente reconocible y sólido, lo que provoca una memoria más o menos confiable y sentido de pertenencia/lugar. En Saer ocurre lo contrario. Todo es dudoso, sobre todo la capacidad narrativa de recrear un sentido de pertenencia/lugar. Sin embargo  esa sensación de contraste llegó mucho más tarde para mí, cuando ya había estado trabajando durante un tiempo en las traducciones. Antes de eso, él solo era un monstruo más en el amplio bestiario de la ficción latinoamericana. . Fue un  feliz accidente para mí trabajar su escritura en la traducción.
En 2008 yo acababa de editar Calque y estaba buscando un proyecto de publicación y revisando en torno a algunos poemas y cuentos que había traducido. De la nada Suzanne Jill Levine me contactó, y me preguntó si estaría interesado en la traducir una de las novelas de Saer para Open Letter, porque ella estaba ocupada y no podía aceptar el proyecto. Leí el libro Glosa, que se publicó en inglés como The Sixty-Five Years of Washington, envié una prueba a Open Letter, Carta abierta una muestra, y porque me encantó el estilo les pregunté si tenían planes de traducir más de uno. Resultó ser que tenían planeado hacer tres libros, así que firmé el contrato por todos ellos, sin siquiera haberlos leído.

Continuando con esta idea de que en Saer de todas las cosas que están en duda, y siendo él una especie de autor anti convencional del boom, debo preguntar primero: ¿cómo fue que Glosa se conviertió en The Sixty-Five Years of Washington en la traducción?
–La duda parte del estilo de la prosa. En el plano formal, la narración en muchas de sus novelas, sobre todo después de Glosa, es vacilante, insegura. Hay un poco de preguntas directas y una especie de vulnerabilidad en la forma en que llega a los lectores para apoyarlos. Todo lo cual crea estos largos e intrincados pensamientos que se acumulan, proposición tras proposición, para formar una densa nube de incertidumbre. En esa niebla sintáctica, sin un enfoque claro en la oración o párrafo, el lector no sabe muy bien qué camino tomar. Dentro de esto, uno de los temas centrales de las novelas de Saer es la fragilidad de la memoria, cuánto nos cuesta reconstruir el pasado cuando la narración, ya sea a través de texto o imágenes, es el medio que utilizamos. Este idea de lo que la memoria es y de cómo funciona o deja de funcionar de manera efectiva para  marcar nuestra identidad es un sistema completamente diferente del que encontramos en un escritor como Márquez. Con el fin de evitar un análisis un tanto endeble, basta con observar a los personajes principales de sus novelas y notar la diferencia en el modo en que recuerdan cosas: los personajes de Márquez tienen memorias increíbles. No así  en Saer, o por lo menos a menudo hay una fuerza superior que socava sus esfuerzos para recordar.
Incluso la posición de Márquez como autor, desde la monumental autobiografía con la que concluyó eficazmente su carrera, a la que cita a menudo de que ya había reunido todo el material para sus novelas para  cuando tenía ocho años: de sus abuelos, de chismes, de leyendas urbanas y toros, lo que sugiere que su obra completa es un gran acto de recordar. (El cuento de Borges “Funes el memorioso” es la parodia perfecta de esta posición como autor.) Es posible que su popularidad en los EE.UU. le deba  algo a un sentido análogo de la ficción en los años 70 ‘60 y que valoran fervorosamente este fuerte y romántico concepto del valor y la confianza en la memoria individual. Pero yo no podía afirmarlo con certeza. Entran en cuestión una gran cantidad de factores para que un autor ‘prenda’, tampoco es una cuestión menor la suerte que tengan  con respecto a sus traductores. (Márquez fue especialmente afortunado con Gregory Rabassa y Edith Grossman.) No podría tampoco explicar porqué algunos autores no lo logran, aunque para se juesto, Saer ha sido muy afortunado, con media docena de libros traducidos y más en el camino.
La decisión de cambiar el título de Glosa se ​​tomó  en colaboración con el equipo editorial de Open Letter. A su juicio, Gloss, la traducción literal, no era ilustrativa – “chiquitita” era el término, si mal no recuerdo– y estábamos buscando algo que captara lo que el libro decía. Pensamos en algo grande que terminó siendo el título que capturaba todas aquellas cosas que están harto explicadas en el libro, la manera en la que comenzamos con pequeños resúmenes o glosas de una fiesta para celebrar el cumpleaños número sesenta y cinco de un tipo llamado Washington Noriega y que terminan por apropiarse de todo el relato. Pero mientras yo creo que es perfectamente cierto, es nada más que una explicación ex post facto para complacer a la corte, que solo explico cuando el público en las conferencias preguntan por el título. Cuando el libro estaba en producción, fue una decisión intuitiva.

Saer ha sido realmente afortunado, considerando la cantidad de autores latinoamericanos todavía se difuman sin haber sido traducidos, pero supongo que mis expectativas sobre él han de terminar en tantas listas de lectura y estanterías de las librerías como Rayuela / Hopscotch. . . El primer título de Saer  para mí fue La pesquisa / The Investigation, traducido por la gran Helen Lane, y yo estaba asombrado en un momento en que nadie jamás hasta allí me había mencionado el libro. Aunque esto plantea la cuestión de la reputación de Saer “de regreso a casa”, o en el mundo hispanoparlante en general. ¿Qué tan bien se conoce su obra, qué tan “importante” es? Los devotos de Saer, ¿son identificados como saerianos, o estudiosos de Saer? O, para decirlo de otro modo: ¿Qué tan lejos estamos los anglófonos que recién ahora nos estamos poniendo al día?
–Saer es ampliamente leído y respetado como innovador, en Argentina por lo menos (no puedo hablar de su reputación en el resto de América latina, pero esto es otro tema, que tiene más que ver con el mercado que con "el gusto" per se), aunque cuando le cuento a la gente que sabe de este tipo de cuestiones, que estoy traduciendo a Juan José Saer me miran con una especie de curiosidad de ¿Por qué él? O de inmediato se preguntan cómo llegué a conocer la obra de Saer. Es difícil comparar reputaciones entre tradiciones literarias, pero estas reacciones me hacen pensar que en las letras latinoamericanas Saer es considerado como una especie de bicho raro, por ejemplo, Ricardo Piglia, otro argentino con preferencia por el policial, y que tiene una base de seguidores mucho más grande. Pero de nuevo, esas mismas personas se sorprenden cuando descubren que estoy familiarizado con el trabajo de Walsh, Lamborghini, Felisberto, Chejfec, y otros bichos raros del área en cuestión.
De hecho hay devotos Saer, y una gran cantidad de literatura crítica sobre Saer, que incluye polémicas intestinas impactantes con respecto a su legado (en ninguna otra parte, por cierto, excepto para  la prensa británica, es considerado como  "el escritor argentino más importante desde Borges"). Un libro, Zona de Prólogos, editado por Paulo Ricci, es un gran recurso para los fanáticos de Saer en inglés. Como el título lo indica, es una colección de prólogos a las novelas de Saer, todos escritos demasiado tarde, por autores y críticos. Lamentablemente este libro nunca será traducido. La última parte de esta cuestión, en relación con nuestro atraso en los EE.UU., es realmente bastante complicado para mí referirme al tema aquí  con delicadeza. Por lo que he leído de las reseñas, me atrevería a decir que los críticos en los EE.UU. generalmente comprender a dónde va  Saer, y hacer bien en tratar su obra como y no como un exótico pájaro disecado. Al mismo tiempo, la escritura de Saer tiende a ser relativamente “local” en el sentido de que está escribiendo sobre lugares y la interacción con esos lugares, generalmente desconocidos para la gente fuera de la delta del río Paraná.
La investigación policial en La pesquisa es realmente sólo la mitad de la historia, y tal vez la mitad menos convincente. Si estamos fuera de ella en los EE.UU., está sobre todo en relación con la violencia patrocinada por el Estado que impregna la historia del siglo XX en América Latina, y que por lo general llega aquí en caricaturas: El Che, Fidel, las FARC, Sendero Luminoso , las Malvinas, los Templarios, etcétera, y mucho menos la literatura que sale de esa violencia. La gran excepción a esta regla es, por supuesto, el fenómeno de Roberto Bolaño. Aunque, de nuevo, la reacción de la crítica sobre sus novelas ha sido deamasido parcializada dada  su relación con los Beats. Saer es, por supuesto, otro escritor preocupado por los efectos de la violencia sobre las personas. Las novelas de Saer a menudo se dirigen  hacia una representación del enjambre de experiencia, y dentro de ese enjambre no hay posible significación trascendental, sólo los eventos, presencia, intensidades, entropía, decadencia, y sin embargo, el lenguaje es una cosa, existe. Y la gente usa el lenguaje para asignar valor, de modo que cuando las cosas suceden, "significan algo".  La experiencia humana puede ser caracterizada en la obra de Saer, como la terca insistencia del sentido frente al caos. Pero esto no es una novedad; es lo que ha hecho la novela desde Cervantes. Junto a esa función general de la novela, definitivamente hay un interés permanente en la escritura argentina de responder a la violencia de estado de una manera que no sea caricaturesca. Tanto interés por el género policial viene de alguna parte, y en Argentina proviene de una relación muy particular con la figura policial.


  

viernes, 19 de septiembre de 2014

"En L’avenir dure longtemps no hay esperanza"

El pasado 14 de septiembre, en su columna de los domingos del diario Perfil, Damián Tabarovsky publicó el siguiente texto, que se reproduce a continuación. Se acompaña la columna con un comentario del lector erfaulk43, referida al club de fútbol del ascenso El Porvenir.

Una traducción

La traducción de L’avenir dure longtemps, de Louis Althusser, como El porvenir es largo es una de las peores decisiones que recuerde. Publicado en París en 1992 por la editorial Stock, al poco tiempo Destino lo editó en Barcelona, edición que ayer encontré en diferentes librerías de saldo en la calle Corrientes. Ocurre que mientras en francés el título es oscuro y dramático –como es oscuro y dramático el propio libro–, en castellano toma un giro optimista, liviano.

En el libro –su autobiografía– Althusser comienza por la descripción del asesinato de su mujer, cometido por él mismo en un rapto de locura, como prolongación de unos masajes que le daba en el pecho y el cuello y que se extendieron en un breve estrangulamiento; para luego, durante más de 270 páginas, llevar a cabo un formidable autoanálisis, por momentos escalofriante, inmerso en una novela familiar donde la locura estuvo siempre presente, y donde el sentimiento de inferioridad y culpa se prolongan en el tiempo. Porque de eso da cuenta el título: de que el futuro dura demasiado, dura mucho, dura para siempre. El futuro no termina nunca, no acaba, como tampoco termina nunca la culpa. Que el futuro dure demasiado, sea interminable, he ahí la condena. En cambio, que el porvenir sea largo remite a la idea opuesta, a la posibilidad de que como es largo, en algún momento las cosas puedan cambiar, haya tiempo para que las cosas mejoren, haya una luz de optimismo en esa extensión temporal. Mientras que en L’avenir dure longtemps la frase recae sobre el presente, al que vuelve eterno, en El porvenir es largo la expresión y el primer término (por-venir) se vuelven del lado del futuro, no del presente; del lado de lo que está por llegar, de lo abierto, y de que eso que está por llegar tiene una gran extensión –es largo– pero en algún momento termina. Largo, en Althusser, es lo opuesto a demasiado (largo no remite a ningún exceso, demasiado, en cambio, es puro exceso).

El porvenir es largo no es una frase que nos informe sobre ninguna condena moral, sobre el peso de que el presente se vuelva futuro y que ambos no concluyan nunca, sino a la inversa, nos introduce la ilusión de que algo está por venir, algo está por llegar, algo está por pasar. Pero en L’avenir dure longtemps ya no pasa nada o, mejor dicho, el futuro no pasa, no concluye, se eterniza. Althusser desea que el futuro dure poco, que sea breve, corto, y que rápidamente el mundo se olvide de él; un futuro breve y un olvido eterno como modo de apaciguar su culpa. O incluso, como segunda opción, desearía que el futuro fuera idéntico a la edición española, que el porvenir fuera largo, porque largo incluye de algún modo un final, un cierre, un punto y aparte. Pero al contrario, como L’avenir dure longtemps, como el futuro dura demasiado, dura mucho, es inacabable, es eterno, igualmente eternas son su culpa, su desgracia, su desdicha. En L’avenir dure longtemps no hay nada por-venir, nada está por llegar, nada está abierto. Todo lo que tenía que llegar, ya llegó; todo lo que tenía que venir, ya vino; todo lo que estaba abierto ya se cerró. En L’avenir dure longtemps no hay ninguna esperanza, ninguna salida, ninguna escapatoria. En L’avenir dure longtemps no hay ninguna duración; ni larga, ni corta, ni mucha, ni poca. Lo que hay es demasiado, y es insoportable. Es inconmensurable.

Comentario:
erfaulk43
14-09-2014 | 08:26
Deberías ir a la cancha del Porve, en Gerli, a ver ese club del ascenso. Sin futuro, sin esperanza, o muy corta, después de todo tampoco la memoria te deja vivir y te envenena el alma, el sueño fisiológico cumple una función reparadora.


jueves, 18 de septiembre de 2014

Traducción, autoría, autoridad (parte II)



Segunda parte del artículo de Andrés Ehrenhaus, comenzado a publicar el 17 de septiembre pasado.





Traducción, autoría, autoridad.
Hacia una fundamentación dialéctica 
del Proyecto de Ley de Traducción Autoral

3. Lugares de autoridad

Así, la autoridad del autor (que parecerá una perogrullada pero no es ni un pleonasmo ni una tautología) no pertenece tan solo al campo metafísico o retórico sino que se sustenta y manifiesta asimismo en terrenos bastante más concretos. Desde el momento en que el autor, una vez generada la obra, decide ejercer plenamente sus derechos y responsabilidades, adquiere autoridad pública sobre su cosa creada y las implicaciones y repercusiones que de esa exposición se deriven. La puesta–en–el–mundo de la obra, con todas sus consecuencias, autoriza al autor y lo convierte en autoridad. Y quien dice autor dice traductor, ¿verdad? Sin embargo, y a pesar de la insistencia de las leyes del mundo en recordarle al propio mundo que el traductor es, a todos los efectos, un autor munido de los mismos derechos –en lo relativo a su obra– que los del autor de la obra original de la que aquella deriva, el mundo tiende a perder la memoria al respecto, tiende a contemplar con perezosa miopía al traductor y acaba perdiendo de vista su silueta, siempre inquietante, siempre desenfocada, siempre más próxima a las dudas que a las certezas, siempre más próxima al Otro que al sí mismo. Pero más preocupantes que las reticencias del mundo o los lectores a aceptar esta realidad factual son las de quienes forman parte de la realidad laboral de la profesión: editores, críticos, libreros, académicos, los propios traductores.

A ello contribuyen varios factores. De algún modo, el sistema mediante el cual la obra se hace pública ha avasallado la autoridad del autor, a tal punto que a veces esas obligaciones y responsabilidades (lingüísticas, culturales, epistemológicas) se nos presentan apelmazadas, hechas un amasijo, apretujadas por el empuje de la maquinaria industrial y comercial que ocupa, en muchos casos, el lugar de quienes recurren a ella para dar a su obra valor de cosa–ahí. Para entendernos: hasta que Gutenberg no puso en marcha su imprenta, el autor era también un artesano y creación e industria eran inseparables; a partir de entonces, la maquinaria tuvo que idear sistemas de cesión (y a menudo de enajenación y apropiación) de la obra original para poder reproducirla, de tal modo de alimentarse antes a sí misma que al propio proveedor de “materia prima” –y quizás sea en este truco de prestidigitación, que pretende y a menudo logra disfrazar de producto natural lo que ya de por sí es una elaboración compleja y única, donde se obra el giro que permite la suplantación del autor por la industria. Y a nadie escapa que el traductor es un autor frágil, precisamente porque su condición de autor de obra derivada, de obra subsidiaria de otra, impone una distancia virtual extra entre él y su obra que, con enorme frecuencia, acaba cayendo, aunque sea de manera forzada o “trucada” en la órbita de la máquina, cuyo campo gravitatorio es bastante mayor (a modo de ejemplo rápido: es más fácil que se cite –técnica pero también coloquialmente– la editorial que acaba de publicar o ha publicado una traducción que al propio traductor). Aun así, es decir, aun a pesar de que la realidad de la traducción dista mucho de ser la ideal (a los ojos ciegos de la ley), a pesar de la frecuente figuración de enajenación total de la obra a manos de la industria, es esa puesta de la obra en el mundo –y todo lo que conlleva– la que autoriza al autor, verbigracia, al traductor. Ni la formación ni la acreditación ni la pertenencia a tal o cual entidad fiscalizadora le confieren indefectiblemente esa autoridad, que en el caso de los autores de obras originales parece indiscutible (¿quién le va a discutir a Roberto Arlt –por poner un ejemplo paradigmático también– su autoridad como autor?). En eso, tanto la realidad como la instancia simbólica que prescribe lo real (la traducción–ahí) coinciden.

No se me malinterprete: no es mi intención abundar en la tediosa polémica acerca de la conveniencia o la factibilidad de que la traducción se enseñe y aprenda en la academia; más bien, todo lo contrario. Puesto que se enseña y, con frecuencia, aprende a traducir en la academia, discutir su factibilidad es un acto de pura necedad; discutir su conveniencia, un anacronismo absurdo. Nada que redunde en la capacitación y el crecimiento profesionales debería rechazarse de plano, venga de donde venga, y si es de instancias sobradamente solventes y contrastadas, menos aun. Como tampoco tiene sentido negar la validez de una formación teórica sólida, de un amplio conocimiento de toda suerte de materias y disciplinas, de una perspectiva cultural tan alta como ancha; en definitiva, de buenos maestros y vigorosas y siempre renovadas referencias. El traductor autoral está condenado a formarse sin solución de continuidad, a prepararse para todas las batallas, a tocar, como en el flamenco, todos los palos, y para ello todos los recursos son dignos de consideración. No negaré, tampoco, sino todo lo contrario, la importancia no siempre manifiesta o reconocida de la investigación y los estudios de traducción para la buena marcha de la profesión. Sin un sólido y vigoroso aparato crítico, sin teóricos e investigadores capaces de revisitar y repensar la profesión desde perspectivas históricas, lingüísticas, sociológicas, sin instancias dedicadas a articular el tejido consuetudinario, apremiante y proteico, y darle un sentido más amplio, la profesión carecería de marcos de referencia y cajas de resonancia ajenos a la lógica selvática del mercado. Dignificar la traducción, otorgarle la visibilidad justa y necesaria, pasa inevitablemente por ahí. Y este trabajo también corresponde, en gran medida, a la academia.

En nuestro país, son varias las instancias oficiales donde se imparten clases de traducción, ya sea como carrera de grado, como asignatura complementaria o como capacitación para posgraduados. A la ya mencionada carrera de Traductor Público, que pertenece al currículo de la Facultad de Derecho de la UBA, se añaden, entre otros, los Traductorados en Inglés y en Francés de la UNLP, los Traductorados Públicos de la UCA, USAL (que tiene un grado de Traducción Científico–Literaria, como el ISPA de Rosario), UM, UB, UNLA, UNCA, UNLAR, CAECE de Mar del Plata, UAP, UNR, UCASAL o Universidad del Comahue, el grado de Traducción e Interpretación de la Universidad de Córdoba, los Traductorados en diversos idiomas del IES en Lenguas Vivas “J.R. Fernández” y las maestrías y posgrados de la UNC, UBA, etc. Esta variedad da cuenta, sin duda, del arraigo y, a la vez, la proyección de estos estudios. No obstante, ni salamanca ni natura prestan (léase garantizan) lo que sólo el duro y honesto trabajo generador logra poner en juego. En tanto autor, la validez del traductor como profesional en ejercicio dependerá de su capacidad para generar obras capaces de ser–en–el–mundo antes que de su educación y su titulación académicas. Porque autor y obra están indisolublemente ligados y no se conciben el uno sin el otro del mismo modo que, sin público, la obra tampoco es obra–en–el–mundo.

 4. Donde no hay obra

Detengámonos ahora una vez más en el punto álgido, volvamos a la arena candente en la que se celebra el gran levantamiento de ronchas: ¿qué ocurre con la traducción que, más allá o más acá de lo que le exija la instancia simbólica, nace sin voluntad de obra, se niega o resiste a serlo; qué pasa con el traductor que, al no reivindicar una obra, tampoco se considera autor? Como pudo apreciarse en el repaso que hicimos más arriba, para la legislación al uso el traductor (no–público–no–jurado) es siempre un autor, la traducción es siempre una obra. Pero ya vimos también que esto no siempre es así en la realidad, que la cosa–traducción no siempre es una obra “de creación”. Es algo que salta a la vista: cualquier persona que aborde el tema con un mínimo de sensatez sabrá distinguir de manera automática y hasta natural la traducción autoral de la traducción que, en la realidad, no genera derechos de autor. En principio, esta distinción “natural” nos lleva a atribuir la condición autoral a quienes se dedican a eso vago y amplio conocido como “traducción literaria”, en tanto que la no autoral correspondería a quienes se dedican a eso también vago y amplio conocido como “traducción científico–técnica”: parecería, visto así, que son las materias, los “contenidos”, los que decantan la cuestión e inclinan la balanza hacia la “obra derivada” en un caso  y hacia la “mera traducción” en el otro. Algo similar a lo que sucede en fotografía, donde la huella autoral parece depender más de la materia capturada que de la captura en sí. Eppur…

Regresemos, en nuestra búsqueda de criterios objetivables, a la letra de la ley. Tal vez escarbando allí demos con indicios de por qué lo que resulta evidente y natural a simple vista, por qué lo que fenomenológicamente resulta discernible de manera tan clara, no se ve reflejado de manera igualmente clara en las normas, recomendaciones, convenios y, por fin, en la jurisprudencia universales. Si retomamos el primer artículo de la 11.723, en el que se definía que “las obras científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza y extensión (en coincidencia casi textual con los de la mayoría de las leyes internacionales en la materia) encontraremos, en su segundo párrafo, la siguiente y casi esotérica aclaración: La protección del derecho de autor abarcará la expresión de ideas, procedimientos, métodos de operación y conceptos matemáticos pero no esas ideas, procedimientos, métodos y conceptos en sí.” Entiendo, entonces, que si esas ideas (et al.) se expresan, es decir, si se ponen, digamos así, negro sobre blanco, entonces se las considera protegidas por el derecho de autor; en cambio, si existen de algún modo inexpresado, bien en el acervo general o bien en el cerebro de quien sea, no hay modo de protegerlas porque no se han materializado. El derecho de autor requiere, por tanto, de una materialización de esas ideas (et al.), de una puesta en cosa–ahí –tanto si esta expresión se hace mediante un soporte físico como si se hace al aire ante un público testigo. Es el testimonio del receptor el que da cuenta de la materialización. ¿Porque, supongo quizás demasiado arriesgadamente, esa materialización cobra una forma única y exclusiva, aunque reproducible?

¿Se deduce de aquí, entonces, que es la “forma” que adquiere el contenido y no –como parecía derivarse de la distinción a simple vista entre autoral y no autoral– el “contenido puro”, es decir, la idea (et al.) no expresada, lo que debe protegerse? ¿Esa forma que a duras penas podemos definir insatisfactoriamente como “literaria”, “original”, ¨personal”, “artística”, “intelectual”, “creativa”, y que late entre el soporte y la idea, es decir, que es la “manera” de expresar y no el “medio” de expresión? Si el medio es el mensaje, está claro que lo que protege el derecho de autor no es ese mensaje sino la forma particular, condicionada por el medio o no, en que el mensaje se materializa. Así, podríamos intentar a partir de esta aclaración inicial de la ley 11.723 una primera objetivación de lo que es autoral y lo que, en la realidad (pero ahora también, indirectamente, en la ley) no lo es y aventurar que la distinción está más asentada en el cómo se expresa que en el qué se expresa. Es evidente, y también lo es para el ojo inexperto o lego, que la traducción autoral se ocupa, a la larga, más del cómo que del qué. De entrada, porque en el cómo viene implícita la lengua original y no necesariamente en el qué. ¿Podemos decir entonces que la traducción autoral pide una formación más centrada en las maneras de expresar, mientras que la traducción no autoral debería centrarse más a fondo en las materias y conocimientos que pretende expresar que en los modos en que puede expresarlos? Y aún más: ¿no es así como está organizada y orientada la formación académica al uso?

La legislación en propiedad intelectual parece desentenderse de los contenidos puros; la academia, en cambio, parece desentenderse de las formas de expresión. En la realidad, el divorcio se sirve frío (de todos modos, como bien dice Gabriel Celaya en Inquisición de la poesía, “Nadie, ni siquiera una persona que sólo quiere informar, habla neutra y mecánicamente. Toda voz es expresiva, pone una vibración en el aire y convierte el organismo entero en un diapasón”). Pero de todo esto se sigue, quizás un poco forzadamente, que es lógico y esperable que la autoridad que el traductor–autor adquiere (con suerte y buen viento) sobre todo en la puesta–en–el–mundo de su traducción radique, para el traductor–no autor, en la formación centrada en los contenidos. Ojo nuevamente: no estoy hablando de gramática, de corrección gramatical, ortográfica, sintáctica, etc., sino de retórica en su sentido más extremo. El traductor–autor debe tratar un texto enfermo (de expresión, si se quiere) con cuidado de no curarlo; el traductor–no autor debe tratar un texto sano con cuidado de no enfermarlo. Y subrayo que en todo momento, haciéndome eco de la letra (¡universal!) de la ley, no entiendo al traductor–autor como sinónimo de “literario” o “ligado a la estética” sino como traductor de obras científicas, literarias y artísticas. Aquí, volvería a ser cínico pretender que alguien puede traducir de manera rigurosa y honesta un ensayo científico o filosófico sin tener nociones sólidas de lo que en ese ensayo se cuece; también lo sería suponer que esas nociones sólo las proporciona la formación académica.

Pero hay otros considerandos respecto de la traducción que no se tiene a sí misma por obra o que, si lo es de derecho, no se adscribe ni somete –sí, señor, en la realidad– a la propiedad de su eventual autor. En la LPI española (y quien dice en la española dice en la mayoría de las que se han promulgado en las últimas décadas a lo largo y ancho de Latinoamérica) hay rendijas por las que la propiedad intelectual y los derechos que la sustentan podrían difuminarse. Hilando fino, eso sí. Por ejemplo, en su Artículo 8º leemos textualmente: Se considera obra colectiva la creada por la iniciativa y bajo la coordinación de una persona natural o jurídica que la edita y divulga bajo su nombre y está constituida por la reunión de aportaciones de diferentes autores cuya contribución personal se funde en una creación única y autónoma, para la cual haya sido concebida sin que sea posible atribuir separadamente a cualquiera de ellos un derecho sobre el conjunto de la obra realizada. Salvo pacto en contrario, los derechos sobre la obra colectiva corresponderán a la persona que la edite y divulgue bajo su nombre”. Así, e hilando, repito, muy muy fino, podríamos inferir que la traducción de una obra –es decir, la obra derivada de esa otra– se vuelve no autoral cuando las aportaciones son tantas o tan indiscernibles unas de otras que la propiedad finalmente le pertenece a quien la edita o divulga bajo su nombre; por ejemplo, la empresa que edita y publica el manual de usos de una máquina. Es tal la “inexpresividad” de la obra derivada que ni siquiera es obra: es puro mensaje. Sin embargo, la LPI continúa hablando de derechos, incluso en ese caso, y dice que no sólo existen sino que le corresponden al divulgador, verbigracia, la empresa. Un poco a la manera de las leyes anglosajonas de Copyright. Que ni siquiera cuando desatienden al autor olvidan que hay algo que pide ser protegido por un derecho de copia. Tal vez ese modelo, que deslinda, a efectos comerciales, al autor de la obra, deje más campo abierto a la “desautoría” y a la posibilidad de pensar la traducción como un traslado de ideas o contenidos puros de un sistema cultural a otro, como un mensaje encerrado en una botella cuya propietario es más quien la lanza al agua que quien le pone el barquito dentro. Sin embargo, tampoco esas leyes regulan o fiscalizan la formación ni las señas de autoridad de los no–autores.

5. Una, dos, muchas traducciones

Sería de una ingenuidad ruborizante insistir, a esta altura, en que la diferencia crucial entre traducción autoral y traducción no autoral reside en la separación de forma y contenido, por más que disfracemos los conceptos o los adornemos con epítetos quiméricos. Es evidente a todas luces que el traductor traduce siempre dentro del complejo sistema de la lengua y que el fruto de su labor será siempre un material complejo, atravesado por tensiones y librado a la intemperie de mil lecturas distintas. Podemos continuar distinguiendo matices entre unas prácticas y otras pero ¿nos bastarán para hacerlas reposar en una taxonomía que aclare y ordene el espacio común en vez de complicarlo? Es preciso establecer un paradigma que describa de manera coherente y aceptable lo que la realidad da por hecho: hay dos, tres, muchas traducciones profesionales (o no) que conviven en relativa armonía y no se impiden ni contradicen la una a la otra. Hay instancias simbólicas que se ocupan de unas, instancias que se ocupan de otras, pero no todas están sujetas a leyes propias. La academia trata, a su modo, de abarcarlas todas. Y el mercado las requiere a todas por igual.

Resignémonos, amigos: tal vez no haya, por ahora, mejor manera de ordenar el meollo conceptual que recurriendo a la inmarcesible solidez del argumento tautológico. Es autor el traductor que traduce a autores; no es autor el traductor que no traduce a autores. La traducción autoral es una obra; la traducción no autoral no es una obra. O, dicho de otro modo menos antipático, aunque no toda traducción derive de una obra, no deja por eso de ser traducción: es traducción no autoral; aunque no toda traducción requiera legalmente de una formación y una fiscalización que la autoricen, no deja por eso de ser traducción: es traducción autoral. Así, a la secuencia lógica obra originalàtraducciónàpuesta en el mundoàautoridad se opondría la secuencia lógica texto no autoralàtraducción autorizadaàautoridad, de modo tal que ambos caminos hacia la autoridad del traductor no sólo no se cruzan necesariamente sino que no se contradicen o interponen, e incluso pueden echar mano de los recursos formativos (no sólo académicos, también bibliográficos o prácticos) que ofrecen y generan uno y otro. Formarse de manera constante forma parte de la ética de todos los traductores, sean autorales o no, públicos o privados, técnicos, científicos o poéticos, y es una responsabilidad personal que debería ir adherida a la conciencia del profesional. Y entre las obligaciones de esa formación no puede faltar nunca la reflexión abierta, permeable y rigurosa acerca de la función del traductor en la cultura y en la sociedad, de modo que esa reflexión se vea, precisamente, reflejada en posturas que ayuden a entender la realidad de la traducción y a reconfigurarla, si cabe, en beneficio de todos.






miércoles, 17 de septiembre de 2014

Traducción, autoría, autoridad (parte I)

Lo que tiene hoy a su disposición el lector de este blog es la primera parte de un sesudo artículo de Andrés Ehrenhaus a propósito de una de las materias más intricadamente sensibles que hacen a la labor del traductor. Por su naturaleza eminentemente administrativa y por la importancia que reviste a la hora de defenderse de los abusos de los editores y editoriales, se recomienda especialmente su detallada lectura. Aquí, sin ir más lejos, se encontrará también la justificación de por qué los traductores debemos apoyar este proyecto de ley.

Traducción, autoría, autoridad.
Hacia una fundamentación dialéctica
del Proyecto de Ley de Traducción Autoral


1. Palabra de ley

Hablemos claro. En Argentina, la traducción como actividad profesional está recogida –por ahora– en dos leyes. No más.

Una de ellas, sancionada hace ya más de 80 años, para ser más precisos el 26 de septiembre de 1933, es el Régimen Legal de la Propiedad Intelectual, familiarmente conocido como “la 11.723”. Se trata, sin duda, de una ley decana en la materia y, en muchos aspectos, avanzada para la época. Su artículo 4º dice textualmente: “Son titulares del derecho de propiedad intelectual: a) El autor de la obra; b) […]; c) Los que con permiso del autor la traducen, refunden, adaptan, modifican o transportan sobre la nueva obra intelectual resultante; d) […]”. O, lo que es lo mismo, al traductor, en tanto autor de una nueva obra derivada de la obra original, lo asisten los mismos derechos que al autor de esta última. Más claro, el agua. La ley aludida, en consonancia con los criterios universales en materia de propiedad intelectual, se ocuparía antes de definir con detalle lo que debemos entender por obra escrita: Artículo 1°. – A los efectos de la presente Ley, las obras científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza y extensión”, para luego continuar delimitando los campos de las restantes disciplinas creativas. De este modo, la Ley 11.723 recogía una recomendación del Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas (1886, con sucesivas revisiones y enmiendas hasta la definitiva de 1979), concretamente la de su artículo 3º, inciso 3): “Estarán protegidas como obras originales, sin perjuicio de los derechos del autor de la obra original, las traducciones, adaptaciones, arreglos musicales y demás transformaciones de una obra literaria o artística”. Ergo, una traducción no sólo es una obra derivada de otra sino que ha de considerarse, a su vez y a efectos legales, también como una obra original.

Bastante tiempo después, la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, reunida en Nairobi en noviembre de 1976, emite la Recomendación sobre la Protección Jurídica de los Traductores y de las Traducciones y sobre los Medios Prácticos de Mejorar la Situación de los Traductores. Allí, entre otras muchas cosas, se recomendaba en II. SITUACION JURIDICA GENERAL DE LOS TRADUCTORES, inciso 3., que: “Los Estados Miembros deberían extender a los traductores, por lo que respecta a sus traducciones, la protección que conceden a los autores de conformidad con las disposiciones de las convenciones internacionales sobre derecho de autor en las que son partes o de su legislación nacional, o de unas y otras disposiciones, y esto sin perjuicio de los derechos de los autores de las obras preexistentes”. Desde entonces, son numerosísimas, por no decir todas, las leyes de propiedad intelectual y protección de derechos de autor que reconocen la condición autoral de pleno derecho del traductor. Incluso las ríspidas y nada patronizantes leyes de copyright, i.e. el Copyright Act estadounidense, reconocen que algunas obras derivadas como las traducciones pueden quedar bajo la misma protección que las obras originales… siempre que puedan dar muestras de suficiente originalidad. En cualquier caso, la Society of Authors del mismo país, que acoge en su seno a los traductores, entiende que una traducción (literaria, aclara) posee la suficiente “naturaleza original” como para gozar de la protección del copyright.

Pero no toda la legislación en materia de traducción se inscribe en el ámbito de la propiedad intelectual y las obras así llamadas de creación. Un sector importante y muy específico –y justamente, además, muy próximo a la letra de las leyes– de la profesión, cual es el de los traductores públicos o jurados, cuenta con un marco legal propio, tanto a nivel nacional como internacional. En Argentina la figura está recogida con sumo detalle, desde abril de 1973, por la Ley 20.305 (una de las últimas promulgadas por el gobierno del entonces presidente Lanusse), que distingue claramente al traductor a secas del traductor público, delimita sus funciones, deberes y atribuciones y señala, entre sus obligaciones sinecuanónicas, las de recibir formación académica específica y pertenecer a un Colegio que pueda fiscalizar su labor. Puesto que se trata de una actividad fedataria, es lógico y lícito que requiera de una formación habilitante y una licencia que la autorice, y la Ley 20.305 se ocupa de consignar las funciones y límites de estos profesionales: “Art. 5 – Es función del traductor público traducir documentos del idioma extranjero al nacional, y viceversa, en los casos que las leyes así lo establezcan o a petición de parte interesada”. Asimismo detalla largamente las competencias y características indispensables que deben reunir las entidades fiscalizadoras de la actividad; así, por ejemplo, y a pesar de ser “persona jurídica de derecho público no estatal” (Art. 9), es decir, de carácter privado, los Colegios deben no obstante dar cumplida información al Estado acerca de sus miembros inscritos.

Y ahí se acaban las leyes, tanto en Argentina como en la mayoría de países del universo mundo, dedicadas a ofrecer un marco legal al ejercicio profesional de la traducción de cualquier tipo. Nada hay, en el estricto terreno legal, que defina otras prácticas; ni una palabra acerca de la traducción técnica, comercial o médica, por ejemplo. La Ley 26.522, conocida como Ley de Medios (2009), establece normas para que ciertos contenidos de la comunicación audiovisual se emitan en el idioma oficial o en las lenguas originarias y el lenguaje de signos y fija cupos detallados en cada caso, pero no regula ni comenta en absoluto las condiciones laborales, profesionales o económicas en que se debe llevar a cabo esta actividad ni se detiene a definir la figura, las funciones o requisitos del traductor audiovisual; tampoco lo obliga (ni invita) a colegiarse o formarse de un modo determinado. Otro tanto ocurre con la Ley de Doblaje, sancionada con el número 26.316 en 1988 y reglamentada y puesta en vigencia por el decreto 933 de julio de 2013, que hace un despliegue normativo ad hoc en el que brilla en todo momento por su ausencia el papel, tanto ideal como real del traductor. En definitiva, y a instancias de la ley, o se es un traductor jurado de documentos (sujeto, por tanto, a los requisitos formulados por los órganos directivos del Colegio de su respectiva jurisdicción) o se es un traductor a secas, es decir, un autor de obra derivada de una obra original. Insisto, a instancias de la ley. Porque veremos que, en la realidad, no todo el oreganato es monte.

2. Ser o no ser (autor)

Para ordenarnos, entonces, y tal como plantea con meridiana claridad –entre muchas otras– la LPI española, cuya actual versión es bastante reciente, por cierto (data de 1996), es el propio y mero hecho generador de la obra el que convierte legalmente al autor en autor –verbigracia, al traductor en autor. Subrayo una vez más esta condición legal porque, más allá de cuestiones éticas, filológicas o metafísicas, que podrían someterse a toda clase de valoraciones y juicios más o menos subjetivos, la letra de la ley no admite ambigüedades al respecto. Se acepte o no la jerarquía autoral del traductor, se la respete o no, se la ignore o desoiga, se la discuta o cuestione, el caso es que las leyes de los seres humanos de todo el planeta Tierra insisten en que es así y así debe (o debería) ser. Para esa instancia significante que es la Ley lo que importa, independientemente de cuál sea la realidad de la traducción en el mundo, es que entre lo real (la cosa–traducción) y lo simbólico (la condición autoral), no haya fisuras. Pero tampoco rizomas: la autoría legal no puede ni debe ir más allá ni más acá de la obra nueva derivada, ni siquiera aunque apelemos al argumento benjaminiano de que cada obra contiene necesariamente su traducción. Así, toda obra de creación está sujeta a derechos, que las leyes distinguen entre morales y patrimoniales, pero también a obligaciones y responsabilidades; el autor (y aquí nos estaríamos refiriendo, por supuesto, al autor real de Bajtín, al autor empírico de Eco, a ese que se hace garante final de las voces y lecturas implícitas en la obra) es propietario de su obra pero también debe rendir cuentas por ella, sobre todo si, ejerciendo su derecho como autor, decide hacerla pública y ponerla a disposición de la sociedad, que es, como se verá, un acto mucho más complejo y significativo de lo que a primera vista parece.

Pero volvamos al monte y al orégano. Sería cínico negar que, en la realidad, hay traductores que no generan nuevas obras derivadas y, sin embargo, tampoco son ni necesitan ser, para ello, traductores públicos o jurados. De hecho, no sólo sería cínico sino intolerable, puesto que se trata de un sector amplísimo de la profesión y, además, el que más cobertura académica –junto con el de la traducción pública– tiene. Tal es así, que en Argentina, de manera similar a lo que ocurre en el resto del planeta, hay mucha más oferta formativa para esta faceta “no–autoral–no–jurada” de la profesión que para la faceta “autoral”, por así llamarlas. Y esto es así porque hay mercado para ello, verbigracia, porque ese monte da para el oreganato. Con circunstanciales altibajos, con cumbres y quebradas, la traducción así denominada “técnica” ha proporcionado y proporciona salida laboral y alimentación a muchos profesionales. A la vez, la vertiginosa evolución tecnológica y los constantes cambios e innovaciones en materia informática parecen incidir de un modo paradójico en el sector, puesto que el propio profesional parece estar dando de comer a las máquinas, programas y motores de traducción que, al mismo tiempo que le “facilitan” la labor, son sus más duros competidores. Si sumamos las exigencias de capacitación tecnológica a la especialización temática que caracteriza al sector (el traductor de manuales mecánicos necesita conocer y someter a constantes actualizaciones tanto la retórica al uso como la terminología específica de la materia; el de textos médicos, otro tanto; etc.), no resulta sorprendente que la formación sea un pilar fundamental de este tipo de actividad traductora, toda vez que la competencia laboral es tan elevada como la velocidad a la que evolucionan las herramientas lexicográficas y los métodos de trabajo.

Este vasto, valioso e insoslayable sector no ve recogida su realidad en un marco legal propio sino que, ajeno a la lógica de la traducción entendida como obra y a la traducción pública reglada por estrictas normas colegiales, se desempeña al amparo de leyes comerciales y laborales no específicas: el traductor “técnico” acaba siendo más un empleado en relación de dependencia o un dador autónomo de servicios a terceros que un generador de obra nueva cuya protección y regulación ha de sustentarse necesariamente en fundamentos de derecho relativos a la propiedad intelectual. A decir verdad, la lógica laboral del sector mencionado se aproxima bastante más a la de los traductores jurados que a la del traductor–autor; de ahí, probablemente, la tendencia casi podría decirse “natural” a adoptar la colegiación como intento o manera de ordenar y controlar la buena práctica profesional, puesto que dejarla librada puramente a las dinámicas de mercado podría redundar en detrimento de la calidad y en favor de advenedizos y “revientaprecios”; al menos, ese es el temor que se trasunta. Al que se añade un tercer factor “de riesgo”: ¿a quiénes les darían clases los profesores de traducción si cualquier osado pudiera ofrecer “servicios especializados” al peor postor sin pasar por ninguna instancia formadora ni someterse a las normas éticas de ninguna instancia reguladora? Y una apostilla: ¿de qué le sirve pelear por los derechos patrimoniales de la traducción –no digamos ya los morales– a quien ni produce una obra ni la cede para que sea reproducida y vendida, y no devenga, por tanto, derechos de autor o regalías que eventualmente podría llegar a cobrar?

No, la verdad es que no tiene ningún sentido que un traductor que no cede temporalmente el derecho a publicar su traducción sino que la enajena enteramente una única y definitiva vez pierda tiempo y energías en reclamar la propiedad intelectual de algo que, tal vez no legalmente pero sí realmente, ni es ni jamás será obra. Se entiende, por tanto, que para estos profesionales la autoridad de su quehacer cotidiano no emane del mismo lugar del que emana la autoridad del traductor–autor. Incluso en el caso de que ambos tradujesen el mismo texto (y, a más inri, de la misma manera), el derrotero de su labor, la dinámica laboral y comercial, los sistemas de remuneración, las repercusiones y consecuencias serían totalmente distintos. También las exigencias y los criterios de selección. ¿Cómo así? Hagamos un poco de traducción–ficción. Imaginemos a uno de los paradigmas de la traducción “a secas” argentina (juicios estéticos de valor al margen) como fue J. L. Borges en la tesitura de solicitar trabajo de traductor en alguna editorial. No el joven Borges que apenas despuntaba sino el Borges maduro, con una sólida obra (y varias traducciones) detrás.

Seguramente, salvo que se tratase de obras de lenguas absolutamente ignoradas por él, nadie dudaría en ofrecerle alguna perla negra editorial –siempre y cuando las condiciones, se entiende, sus condiciones no fueran inaceptablemente onerosas. A nadie, ni al más inexperto y despistado de los redactores ni al más recalcitrantemente celoso de los editores se le ocurriría ni por asomo preguntarle al solicitante (por descolocado que pareciera) por su formación, sus estudios, su colegiación o sus garantías oficiales. Y bien que harían, ¿no es cierto? Pero imaginemos ahora al mismo Borges ofertándose a un laboratorio químico como traductor de prospectos farmacéuticos: difícilmente saldría con un encargo en mano. ¿Por qué, si su capacitación académica es la misma en ambos casos? Fácil: porque la que no es la misma en ambos casos es su autoridad. Borges no podría acreditar un conocimiento de la lexicografía farmacéutica al uso ni podría recurrir a ninguna instancia profesional que lo respaldase; en cambio, sí podría acreditar, por su mera condición de autor de traducciones, una capacitación mucho más objetivable que la que podría garantizar, en su caso –en todas las acepciones– paradigmático, una formación universitaria ad hoc o la pertenencia a un Colegio Profesional. Y esto también forma parte de la realidad de la traducción.

De acuerdo, quizás el ejemplo borgiano sea un tanto supraparadigmático. Es casi como apelar con poca elegancia a la mística para blindar un argumento y hacerlo irrefutable. Pero Borges no es en modo alguno el único personaje que encaja a la perfección en nuestro ejercicio ficcional. Quien dice Borges puede decir perfectamente José Salas Subirat, Luis Esteban Fassio o Matilde Horne, por citar a algunos de nuestros “traductores puros” más visibles. En cualquiera de estos casos, y de innúmeros otros, la autoridad que los respalda no descansa en la condición de autores de obra original (pues no lo son, no lo fueron) sino en su mera y probada condición de autores de traducciones.