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viernes, 14 de mayo de 2021

Por qué está mal pensada y no sirve la encuesta anónima que la AATI destina a los traductores



En estos días, está circulando una encuesta de la AATI que, supuestamente, tiene como objetivo conocer la situación de los traductores literarios argentinos. Por primera vez, la AATI abre el juego y la envía a una multiplicidad de traductores ajenos a la institución. Eso, claro, no nos autoriza a pensar que su apertura se relaciona con las críticas que se le hicieron en este mismo blog y que la AATI jamás respondió. Sin embargo, la nueva encuesta está vicidada por su naturaleza anónima y por la posibilidad de adulterar sus resultados con mucha facilidad. De esto trata la siguiente columna de Andrés Ehrenhaus

Mahoma, la montaña y las encuestas anónimas

Días pasados me llegó al buzon de mail una invitación de AATI a cumplimentar una así llamada Encuesta anónima: Traducción Editorial en la Argentina 2021 que llevaba el subtítulo de “Panorama laboral actual de traductores y traductoras en el mercado editorial argentino” acompañado de la siguiente leyenda: “El objetivo de esta nueva encuesta anónima es elaborar un mapa nacional lo más amplio y exacto posible de la existencia de traductores y traductoras editoriales en actividad en el mercado local [las negritas no son mías] así como de la situación en la que trabajan para seguir defendiendo sus derechos y promover el reconocimiento de la profesión.Agradecemos de antemano responder a las siguientes preguntas, lo que no llevará más de diez minutos.”

Como algunas semanas antes se había discutido en estas mismas páginas virtuales acerca de la necesidad de que las asociaciones que como AATI se arrogan la representatividad de ese ámbito particular de la traducción se replantearan la política de acercamiento a los profesionales que lo componen y la elaboración de tarifarios, no pude por menos de relacionar un hecho con el otro y entender que esta “encuesta” era, de algún modo, aunque solo fuera de côté, una velada respuesta a ese reclamo. Puesto que hasta el momento en que las críticas se formularon el sustento estadístico con que AATI contaba para elaborar sus sugerencias tarifarias era exiguo por no decir pobrísimo y que parte importante de las críticas se referían precisamente a ese aspecto, no me pareció extravagante suponer que AATI estaba tratando de solventar esa carencia mediante una consulta “más masiva”.

O sea que las críticas, al menos una parte de ellas, no habían caído en saco roto. ¿O sí?

Repasemos muy brevemente esas críticas.

Una se refería al imaginario aatiense: acostumbrada a la estructura colegial y arancelaria de las facetas no autorales de la traducción, la asociación se aventuró a proponer para el sector autoral o editorial una horquilla de tarifas sugeridas a partir de los datos derivados de su pobrísima muestra de profesionales de esa modalidad, con la consecuencia de que las editoriales aprovechan el mínimo sugerido como máximo, provocando una baja aún mayor de las tarifas ofrecidas.

Otra se refería a la apropiación de valor simbólico: atraída por el lustre y la repercusión intelectual aparentes de la traducción literaria, de los que la traducción “especializada” o científico técnica en carecería (cuestión que estaría por verse), AATI se planteó una política creciente de apropiación por arriba, sin llegada real a las bases (o como se las quiera llamar) de la modalidad y dedicada a apostar por la superestructura y el relumbre en lugar de dar cabida y respuesta a esas bases ausentes.

La tercera era la consecuencia política de las anteriores: la falta de relación real con ese sector supuestamente representado había ahondado en el divorcio histórico de la asociación con unos traductores profesionales que hasta hace bien poco tenían estatus de segunda y que, una vez aceptados como potenciales miembros plenos, no habían (y siguen sin haber) encontrado motivos válidos para engrosar sus filas y sentirse bajo un amparo, si no firme, al menos coherente y promisorio. El corolario de este reclamo era un contra argumento a la queja asociativa de que los traductores autorales son muy reacios a asociarse, aglutinarse, confraternizar, solidarizarse: si la montaña no va a Mahoma, será que Mahoma tiene que ir a la montaña. Si los traductores literarios no se acercan a AATI, quizás sea porque AATI no ha sabido nunca acercarse a ellos, ni siquiera en las doradas épocas ya lejanas, hélàs, de los añorados y abandonados proyectos de ley…

Y ahora esta encuesta… anónima. No sé si en toda la ciencia estadística existe un oxímoron más flagrante. Si la hubieran llamado sondeo, vaya y pase, pero pretender darle valor vinculante de encuesta a una consulta anónima, dirigida a un universo infinito totalmente vago, disperso y, a la vez, manipulable (¿quién controla a quiénes les llega la encuesta y cómo?), es abundar justamente en los aspectos a los que aludían las críticas referidas. ¿Nos dicen que no contamos conuna muestra suficiente de traductores literarios? No problemo, abrimos una encuesta dirigida a la integridad del sector, sin restricciones de ningún tipo.¿Nos dicen que no sabemos acercarnos a la montaña? No problemo, el anonimato seguro que ayuda a que esa montaña se mueva. Etc. En todos los manuales de estadística básica se hace hincapié en la necesidad de que, cuando existen dificultades concretas para delimitar o acceder al universo de la consulta, se obtenga una muestra lo más representativa posible de ese universo o, en su defecto, que sea cualitativamente coherente y verificable. Pero ¿cómo va a ser verificable una encuesta anónima (en todos los sentidos: al encuestado no se le requiere ninguna identificación ni garantía de veracidad) en la que también son anónimos los agentes entrevistantes y difusores?

Por no haber, ni siquiera hay un filtro cuantitativo: cualquiera puede responder la encuesta todas las veces que le de la gana, desde ninguna hasta infinitas, modificando cada vez la índole de las respuestas y, por consiguiente, la información aportada. Yo hice la prueba y no hay impedimento alguno (a excepción del impedimento moral, que es mucho suponerle a un universo muestra sin otros límites ni compromisos). Por ejemplo, nada impide que un editor desaprensivo conteste la encuesta todas las veces que quiera, suplantando las opiniones y, sobre todo, las respuestas sobre tarifas de los supuestos traductores y manipulando así la interpretación de los datos a su favor. No hace falta que sea muy alevosa su intervención, basta con que sea sutil. Lo mejor que podría pasarle a esta “encuesta anónima” es que un troll la violente, porque así saltarían a la luz y resultarían inocultables sus carencias metodológicas; en cambio, si la intervención “maligna” fuera sutil, verosímil, poco rastreable (con la intuición, porque pocos otros sistemas de control pueden aplicársele), el daño sería mucho mayor, ya que alcanzarían la fase hermenéutica una serie de datos irregulares, “sucios”, generadores de verdades estadísticas falsas que, a la vez, llevarían a la toma de decisiones políticas totalmente contraproducentes. Flaco favor le haría esto a la profesión, que ya tiene que hacerse cargo de sus propias miserias.

Entonces ¿puede hacerse una encuesta fiable (o sea, una encuesta propiamente dicha) sobre tarifas de la traducción editorial en Argentina o no? Por supuesto que se puede. Pueden hacerse varias. Sólo es cuestión de tener claros los procedimientos y los condicionamientos deontológicos, y saber, claro está, interpretar rigurosa y coherentemente los resultados. Para empezar, necesitaremos un censo, por reducido que sea. Un censo de personas, de traductores, con cara y ojos, nombres y apellidos, localización, teléfono. Gente a la que se pueda contactar no únicamente por azar. No es imposible elaborar un censo de este tenor; mucho menos hoy en día, teniendo en cuenta la gran variedad de bases de datos que existen. Hará falta acceder a ellos, filtrarlos, comprobarlos, reordenarlos. Y no al revés, como se postula en el texto que acompaña a la “encuesta”: un mapa de la profesión librado al azar y la manipulación quizás pueda ser “más amplio” pero jamás “más exacto”. Y si lo que prima es la amplitud por encima de la precisión, en malas manos estamos. No es esa la manera de aproximarse y tratar de entender a la montaña. La montaña de la traducción está viva.

Y no es anónima.

Seguir adelante con esta chapuza metodológica es un error político grave. Y más grave aún es que la avalen instituciones, ámbitos, personas ligadas a la traducción editorial. No se le puede poner un techo rutilante a lo que no tiene ni cimientos ni paredes que lo sustenten. Ese techo brillará unos momentos para acabar cayendo sobre los mismos a los que pretendía cobijar. Y los alejará aún más si cabe del ámbito asociativo, ahondando en un divorcio histórico que, si de verdad se quisiera revertir, debería pasar más por una profunda revisión de los errores que por un ofendidizo narcisismo institucional.

jueves, 15 de abril de 2021

Tarifas de la AATI: un tema para pensar durante el fin de semana

Volviendo a la AATI, en su tarifario de referencia se indica que la tarifa mínima para traducción científica para editoriales se sugiere cobrar $2,20 por palabra.

Eso, si consideráramos un criterio similar al de las traducciones literarias para editoriales, se traduciría en que 1000 palabras deberían costar entonces $2.200.

Sin embargo, cuando se ofrece un valor de referencia para las traducciones literarias se habla de $1.600 por millar de palabras.

La pregunta entonces se impone: ¿por qué? ¿Acaso traducir a Homero, a Dante, a Shakespeare, a Flaubert, a Dostoievski, a Joyce implica menos trabajo que traducir para una editorial médica, o para un manual industrial? En estos últimos casos, el mayor inconveniente lo constituye el léxico que debe ser muy preciso y para lo cual, en muchas oportunidades, es la misma editorial la que lo proporciona a los traductores. No sucede lo mismo cuando el traductor literario se las ve con esos autores que requieren de saberes muy específicos y variados que, por regla general, no están disponibles en glosarios especializados.

Ni hablar de quien traduzca filosofía, sociología, psicoanálisis y otros especies inmediatamente asociadas a la "traducción literaria", que requieren de conocimientos incluso más específicos. 

Entonces, en razón de su especialidad, ¿la AATI considera que hay traductores de primera y traductores de segunda? Y si no lo piensa, ¿por qué se limita a sugerir tarifas sin señalar que ésa es una división del todo injusta? ¿O le parece bien? En la medida que no se manifieste, uno bien podría pensar que sí.

Por último, es probable que a la hora de responder a las encuestas, de la AATI los traductores científico-técnicos asociados a esa insitución sean más que las 30 personas que contestan su encuesta tautológica para traductores literarios. 

viernes, 26 de marzo de 2021

El silencio de la AATI: el que calla, otorga

En la entrada del pasado 8 de marzo, reflexionábamos en este blog a propósito de la metodología a la que recurre la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI) para imaginar una tarifa mínima para la traducción literaria en nuestro medio.

Decíamos, entre otras cosas, que la cifra a la que se llegaba reflejaba lo que las editoriales estaban dispuestas a pagar y no lo que debieran pagar. También, que, pese a la sugerencia de que ésa debía ser la tarifa mínima de referencia, las editoriales la tomaban como máxima y que, cuando se las cuestionaba, se escudaban en que la AATI proponía eso, no queriendo advertir que hay una diferencia sustancial entre lo mínimo y lo justo. Por su parte, la institución nada dice respecto de ese abuso.

De lo dicho, también se desprende que la AATI (a diferencia de la española ACETT, que, en más de una oportunidad fue puesta como su modelo), si bien asesora a sus socios sobre contratos y brinda asesoría jurídica ante conflictos entre traductores y editoriales, no denuncia las malas prácticas (pagos por debajo de la tarifa mínima, demoras en la realización de esos pagos, etc.), con lo cual, su  "defensa" de los traductores literarios se limita a cuestiones tan discretas que, puede decirse, asumen la calidad de secretas. 

Desde la publicación de esas líneas, no hubo respuesta alguna ni tentativa de justificación. La política de la AATI parece consistir en esquivar las críticas y dejar todo como está, acaso especulando con que la memoria del escándalo, al menos en la Argentina, suele ser breve. 

De hecho, en el  tiempo transcurrido, hubo nuevos índices oficiales de inflación, pero las "tarifas mínimas de referencia" de la AATI para la traducción literaria siguen siendo las mismas y equivalen a casi un tercio de lo que ganan los traductores literarios de la región, aun cuando el precio de tapa de los libros sea prácticamente el mismo de un país a otro.

Off the record, la respuesta suele ser la misma: en la medida que haya más traductores literarios asociados a la AATI, habrá una base estadística mayor para poder dirimir cuestiones de  tarifas. Cabe entonces preguntarse por qué la AATI, con independencia de lo que respondan sus socios en los cuestionarios ad hoc, no sale a buscar otras referencias, contentándose con los "valores del mercado", que son los impuestos por las editoriales.  

¿No va siendo entonces hora de que los traductores literarios nos preguntemos qué representatividad tiene la AATI y para qué  sirve? Luego, su manera discreta de proceder, ¿no atenta seriamente contra nuestros intereses? ¿No será que en ese comportamiento timorato hay algo así como una estrategia? ¿No se tratará de que, más que interesarse en los abusos sufridos por los traductores literarios, a la AATI le interesa vivir en armonía con las editoriales, las cuales le dan entidad porque eso las beneficia, en lugar de defender realmente a los traductores?    

Jorge Fondebrider

lunes, 8 de marzo de 2021

Reflexiones surgidas a propósito de la actual huelga de traductores contra Capital Intelectual


En 2020, en este blog, se publicaron sendas investigaciones sobre el valor de los libros en Latinoamérica (16 de julio) y cuánto ganan los traductores literarios en España y en Latinoamérica (17 de julio). Una y otra investigación sirvieron para demostrar que el valor de los libros argentinos es muy similar al valor de los libros de los otros países de la región, pero que la tarifa que ganan los traductores argentinos es muy inferior a la que se paga en el resto de Latinoamérica.

Esta situación, con la inflación y la consiguiente devaluación del peso argentino, se ha agravado notablemente, razón por la cual la ya degradada profesión de traductor literario se encuentra en estos momentos en una de las peores instancias de su historia.

La falta de organización de los traductores literarios y de instituciones representativas que defiendan de manera real y consistente los intereses de todos los traductores literarios se combina con la naturaleza misma de la profesión, acaso una de las más solitarias que puedan imaginarse.

Aprovechando ese vacío, la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI), que es una de las pocas instituciones que pretende agrupar a traductores e intérpretes de muy diverso pelaje, se ha arrogado el derecho de “representar” a todo el mundo, pero la realidad de los intérpretes y de los traductores científico técnicos (la gran mayoría de los socios de AATI) y la de los traductores literarios (una minoría) permite todo tipo de discriminaciones. En el primer caso, existen reglas claras y mecanismos de fiscalización; en el segundo, no.

Así, cuando uno entra en la página de la AATI, hay una parte que conduce a los Aranceles Orientativos. Si se lee en detalle, allí uno encontrará que inmediatamente dice: “Las tarifas que figuran a continuación constituyen un valor mínimo promedio sugerido. Obviamente, cada trabajo dependerá de las circunstancias de contratación”. Hasta acá, las intenciones son buenas. 

Sin embargo, esa recomendación se apoya en un malentendido. Luego de haber conversado con muchas personas sobre la manera que tiene la AATI para obtener ese valor mínimo de referencia, la respuesta repetida ha sido que se llega a él a través de un cuestionario que la AATI les hace llegar a los traductores literarios afiliados a la institución. Esas respuestas luego se promedian y de ahí surge el valor.

Si el mecanismo contemplara a cientos de personas, sería representativo de lo que ofrece el mercado, aunque no del valor que le corresponde al trabajo, como en  el caso de los traductores legales y los científico-técnicos. 

Pero lo cierto es que la encuesta es respondida por un número muy pequeño de traductores, con lo que por ese lado ya pierde representatividad y valor estadístico real.

A ello se suma que ese promedio no tiene que ver con lo deseable, sino con lo que se paga, que es poco. El mercado, se sabe, siempre va a ofrecer menos de lo deseable, porque a un editor le resulta más fácil pagarle menos a un traductor que al proveedor del papel o a la imprenta, cuya inflexibilidad no admite opciones. El traductor literario, entonces, se convierte en una variable más; probablemente, una de las más débiles de toda la cadena de producción y la cifra obtenida refleja esa miseria.

Sin embargo, muchas editoriales, a la hora de negociar con los traductores, se aferran a los valores que ofrece la AATI,  como si ésta estuviera hablando de algo distinto del resultado de una encuesta del todo tautológica: primero se obtiene, con muy poco rigor, lo que suele pagar el mercado, y luego se sugiere que se pida exactamente lo mismo, y ahí termina todo.

Acaso ingenuamente o por falta de experiencia en el mundo editorial, la AATI no contempló que, con cierta picardía, los editores se basan en ese valor (que no es otro que el establecido por ellos) y lo suelen considerar no como un piso mínimo, sino como un techo. A partir de ello, las tarifas sugeridas por la AATI se convierten en un búmerang contra los traductores porque siempre habrá un editor que se servirá de esos datos para decir que su editorial hace las cosas bien ya que sigue a la AATI y ésta, asombrosamente, no lo desmentirá.

Hay entonces unas cuantas cuestiones sobre las cuales vale la pena interrogarse:

1) ¿cuál es el número real de traductores literarios con inserción en el mercado editorial que responden a la encuesta de la AATI?

2) ¿se trata de un número representativo o de una ínfima minoría?

3) ¿por qué la AATI no ha logrado convencer para que formen parte de la institución un mayor número de traductores activos? 

4) ¿por qué la AATI, que para otros tipos de traducción e interpretariado acerca sus cifras a las del Colegio de Traductores de Argentina, a la hora de ponderar el valor de la traducción literaria se contenta con los valores de mercado fijados por las editoriales?

5) ¿publicó alguna vez la AATI los números de esa encuesta?

6) ¿publicó alguna vez la AATI lo que paga cada editorial?

7) ¿denunció la AATI a las editoriales que pagan por debajo de la tarifa mínima que sugiere? ¿Y a las que pagan con muchos meses de demora? 

8) ¿por qué la AATI no considera como valores de referencia los que se paga en los otros países de Latinoamérica, cuando una simple comparación entre los precios de tapa de los libros editados en los diferentes países demuestra que no existen grandes diferencias entre sus valores en los distintos mercados?

9) ¿por qué la AATI no exige que, al igual que ocurre en Uruguay, Chile, Perú, Colombia, México y España se consideren las tarifas por página y no por millar de palabras (lo que equivale a dos páginas y media de un libro)? 

10) ¿en qué medida la AATI tendría la honradez de reconocer su error para admitir que sus valores de referencia no son verdaderamente representativos?

Todas estas cuestiones desembocan en dos preguntas cruciales: 

11) ¿en qué consiste la representación de la AATI ante quienes incumplan o lisa y llanamente exploten a los traductores? 

12) ¿en qué coniste la defensa de esa institución a los traductores literarios?

Concedamos que los traductores son en buena medida responsables de esta situación porque casi nadie hace público lo que cobra ni se preocupa por lo que cobran los colegas. La soledad, digámoslo con todas las letras, nos aísla de los demás y prohija la mezquindad. Luego, siempre hay alguien dispuesto a trabajar por menos plata porque a) en el caso de los jóvenes, con tal de entrar en el mercado laboral, aceptan cualquier cosa, b) hay muchas personas ociosas que traducen por pasatiempo y que, por lo tanto, no viven de la traducción literaria, de modo que poco les importan las tarifas que reciben y c) todo el mundo tiene miedo de alzar la voz, no sea cosa que no vuelva a ser llamado por las editoriales.

En ese contexto, el ejemplo de los traductores de Le Monde Diplomatique, edición del cono sur, cobra verdadera relevancia: la editorial Capital Intelectual –un grupo que en sus orígenes tuvo a varios miembros del Partido Comunista argentino, algunos de los cuales luego pasaron a militar en el PRO, y que forma parte del Grupo Insud*– paga tarifas por debajo de los valores mínimos de referencia y lo hace con demora de varios meses, lo cual ha llevado a ese grupo de traductores a declararse en huelga, gesto inédito en la historia de la traducción en nuestro país.

La AATI, como es de rigor, manifestó su apoyo, limitándolo a una discreta declaración formal: “La AATI apoya el reclamo justo de los y las colegas de #TRADUCTORESDIPLÓ que están pasando por una situación laboral muy difícil”. 

Considerando ese gesto, ¿qué pasaría si los traductores editoriales se pusieran de acuerdo en no trabajar en la medida en que las tarifas locales no fueran equiparadas con las de nuestros vecinos? ¿Sería esto posible? ¿En qué medida instituciones como la AATI apoyarían esa medida de fuerza? ¿Harían suya esta aspiración? ¿O se verían limitadas por el escaso número de traductores literarios con probada actividad y prestigio en el mercado editorial inscriptos en la institución? 

Una cosa es organizar unas jornadas de traducción, dar clases orientativas para jóvenes traductores que se inician en la profesión o discutir normas generales que tienden a la abstracción. Otra muy distinta es defender más allá de la retórica los intereses de los traductores, discutir con los editores y denunciar a quienes no cumplen con las condiciones mínimas para que la traducción literaria sea un trabajo digno. El gasto, hasta ahora, fue poco. Las buenas intenciones no alcanzan.

Jorge Fondebrider


*ver la referencia en:
https://es.wikipedia.org/wiki/Grupo_Insud

lunes, 24 de agosto de 2020

"¿Qué diferencia hace que un traductor sea considerado o no autor de su obra? "

 

Natalia Viñes publicó en el suplemento cultural del diario Perfil del día de ayer la siguiente nota sobre el estado de situación por el que atraviesan los traductores literarios en la Argentina. En la bajada de la nota, se lee: “Luego de varios proyectos de ley truncos, la creación del Instituto Nacional del Libro Argentino podría revertir esta situación desfavorable”, algo que, a juzgar por los dichos del vicepresidente primero de la Cámara Argentina del Libro (CAL), no se puede deducir por el contenido del texto.

El traductor como escritor fantasma

A quién leemos cuando leemos una obra literaria escrita en nuestra lengua pero proveniente de una lengua extranjera? La pregunta parece sencilla, pero la respuesta tiende a bifurcarse. La Argentina ha sido tradicionalmente productora y exportadora de traducciones literarias, con un historial de momentos destacados tanto para América Latina como para España. Actualmente las editoriales del país apuestan a la publicación de traducciones de altísima calidad, con las que aportan una distinción en la identidad de sus catálogos. El interés por la traducción a menudo no viene sólo impulsado por las editoriales, sino que también son los traductores literarios quienes proponen a las editoriales traducir a determinados autores que consideran hallazgos. Sin embargo --a diferencia de otros países cuyas legislaciones otorgan un marco regulatorio a la actividad--, en la Argentina los traductores consideran que su trabajo aún no es del todo reconocido y desde hace tiempo transitan un trabajoso camino en pos de revertir esta situación.

La ley 11.723 de propiedad intelectual dice que el traductor es el autor de la versión que realizó sobre la obra original. Si bien la norma fue sancionada en la primera mitad del siglo pasado, es la única existente respecto de los derechos de los traductores, y a juzgar por los usos y costumbres imperantes parece apenas un pasaje anecdótico dentro de la literatura del derecho.

¿Qué diferencia hace que un traductor sea considerado o no autor de su obra? Son muchos los factores que cambian en relación con esta valoración: la visibilidad del autor, su forma de trabajar, la forma de cobrar por su trabajo, sus oportunidades para contar con sus propias obras a futuro, y varias otras cuestiones que se ramifican en estas direcciones, además de que esta diferencia pone de manifiesto, a partir de una práctica, la concepción cultural predominante que subyace hoy por hoy a las ideas que se tienen sobre qué es un escritor, qué es una obra y qué es la creación.

Es por eso que en los últimos días, los avances hacia la posible fundación del Instituto Nacional del Libro Argentino (INLA) son celebrados y seguidos de cerca por casi todos los actores que intervienen en la industria del libro. Entre ellos: los traductores. El proyecto, cuyo autor es Daniel Filmus, fue presentado por él el año pasado cuando presidía la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Hace pocas semanas se realizó una histórica asamblea (virtual) organizada por la Unión Argentina de Escritoras y Escritores, a la que asistieron funcionarios y distintos sectores de la industria. En la reunión, hubo un amplio consenso para el apoyo de la aprobación desde todos los arcos, incluida la actual presidenta de la Comisión de Cultura de la Cámara baja, la diputada Gisela Scaglia (PRO). Se trata de un progreso alentador para el momento de crisis inédito por el que pasa la industria del libro en medio de la pandemia.

El cine, el teatro y la música tienen sus propios institutos, es por eso que también todas las partes involucradas coinciden en la necesidad de saldar esta deuda pendiente con el libro. Entre los puntos que se contemplan a través del proyecto del INLA con relación a la problemática latente de la actividad de los traductores figura “contribuir a la protección de los derechos de autor de los escritores, traductores y editores mediante el cumplimiento de la legislación nacional y de las normas aplicables en los convenios internacionales”.

Este no es el primer paso que dan los traductores literarios para impulsar su reconocimiento como autores. Dos veces antes se unieron para presentar proyectos de ley. El primer intento fue en el año 2013.

Surgió como una iniciativa de unos pocos traductores, pero después fue creciendo. Ingresó a la Cámara con las firmas de los entonces diputados Roy Cortina, Julián Domínguez, Manuel Garrido y Victoria Donda. Posteriormente sumaron sus firmas los legisladores Gisela Scaglia y Miguel del Sel. Había sido elaborado conjuntamente con las traductoras Estela Consigli y Lucila Cordone, en representación de la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI), y los traductores, escritores y editores Andrés Ehrenhaus y Pablo Ingberg. Ese primer proyecto no llegó siquiera a ser tratado en comisión.

El segundo proyecto fue presentado en 2015. Se trató de la Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción. En esa instancia, al calor de la iniciativa, se logró visibilizar aún más la problemática del sector. Se organizaron charlas, se recolectaron adhesiones y muchas notas periodísticas se ocuparon del tema.

“El proyecto se refería a las traducciones y a los traductores ‘autorales’. Es decir, a quienes traducen obras sujetas a derechos de propiedad intelectual. Apuntaba al reconocimiento moral y económico, de considerar autor al traductor, tanto de parte de los editores y del público lector como del propio traductor”, cuenta la traductora Estela Consigli, actual vicepresidenta de la AATI. De los artículos redactados se desprendía un conjunto de derechos morales y patrimoniales, de carácter irrenunciable e inalienable, como por ejemplo: la mención del nombre del traductor junto al autor de la obra original cada vez que se aludiera al texto y la facultad de decidir sobre la divulgación de la obra. Entre los patrimoniales, se aseguraba el derecho del traductor a la reproducción, distribución y explotación de su obra. Se admitía su cesión temporal, a cambio de una retribución equitativa y proporcional a los beneficios obtenidos por el editor de la traducción, lo que supone la percepción de un porcentaje sobre las ventas de la traducción.  Entre los fundamentos de la ley planteaban que “en la enorme mayoría de los casos los traductores argentinos están muy mal retribuidos; no pocos trabajan sin contrato, y aunque hay honrosas excepciones entre las editoriales radicadas en Argentina, los contratos que se suscriben con la mayoría de ellas imponen condiciones extremadamente rigurosas, que los traductores aceptan por temor a perder su fuente de trabajo. Asimismo, no es infrecuente que deban ceder sus derechos de propiedad intelectual de modo indefinido, de tal manera que las editoriales quedan autorizadas a utilizar la traducción a voluntad, reimprimirla las veces que lo deseen o ceder los derechos a un tercero para otros usos”.

La redacción de la ley recogía los términos de la Recomendación de Nairobi sobre la Protección Jurídica de los Traductores y las Traducciones, aprobada por la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas, la Ciencia y la Cultura (Unesco), entre una gran cantidad de fuentes de convenios internacionales. Muchos de esos avances están ya incluidos en las leyes de propiedad intelectual de países latinoamericanos como Bolivia, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Venezuela.  Los diputados firmantes en esa ocasión fueron varios más que los del proyecto anterior. Entre ellos, María del Carmen Bianchi, Liliana Mazure y Diana Conti. A los coautores de la primera versión se sumaron: Laura Fólica, Griselda Mársico y Gabriela Villalba.

Entre algunas de las resistencias al proyecto que aparecieron en su momento, el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires objetó que no podían aceptar que se reconociera como profesional de su labor a quien no tiene título habilitante. Con ello, hacía alusión al artículo del proyecto de ley que definía como traductores a las “personas físicas que realizan la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación profesional”. El escritor y también traductor Marcelo Cohen le contestó al Colegio a través de una carta abierta a Nora Bedano, una de las diputadas que integraba la Comisión de Cultura en ese entonces. Le decía que ese razonamiento “perjudicaría gravemente a la cultura y el trabajo en nuestro país”. Agregaba: “Decenas de nuestros mejores traductores, reconocidos en el mundo y por los lectores, carecen de título específico –aunque muchos tienen otros títulos, y desde luego una sólida formación–. Aparte del perjuicio y las aflicciones que conllevaría para ellos, la calidad de nuestra producción editorial de textos traducidos sufriría una merma incalculable”.

El proyecto de ley logró tratarse con los asesores de la comisión de Legislación General de Diputados, lo que constituía el primer paso. Se debatió en esa instancia con los actores del sector y se llegó a un dictamen consensuado. De ahí, debía pasar a diputados para su aprobación y avanzar a la próxima comisión. Pero finalmente el proyecto volvió un casillero para atrás. Pasaron los meses y perdió estado parlamentario sin haber llegado al primer escalón.

Consultada a la Cámara Argentina del Libro (CAL), sobre la opinión que le había merecido en ese entonces el proyecto de ley, Juan Pampín, su vicepresidente primero, dice que “la Cámara está de acuerdo en que los traductores tengan una ley, y nosotros, más allá de eso, necesitamos estar de acuerdo con esa ley. En ese momento, así como estaba, teníamos una serie de observaciones que seguimos discutiendo”.

Desde aquella propuesta, hasta los actuales puntos que recoge el INLA, no se volvió a presentar un nuevo proyecto. En ese lapso el contexto político argentino se tornó más restrictivo para este tipo de derechos de autoría, a la vez que comenzó un etapa económicamente poco favorable para la industria editorial durante los años de gestión de Cambiemos. “En esta situación donde las editoriales están luchando por sobrevivir se hace más complejo traer este tipo de cuestiones relacionadas con derechos”, dice Pablo Ingberg.

Sin embargo, aún sin una ley propia, los traductores destacan que hubo un antes y un después luego de ese gran paso. Se lograron conquistas simbólicas importantes. Muchas editoriales, sobre todo las pequeñas, comenzaron a incluir el nombre de los traductores en las tapas de sus libros. Se empezaron a firmar contratos de acuerdo a los puntos que se solicitaban. Por ejemplo: con un plazo definido de común acuerdo entre las partes y, en algunos casos, con el reconocimiento de unas mínimas regalías sobre la venta de los libros.

Más allá de estas victorias, al día de hoy el trabajo de traductor dista mucho de reunir las condiciones ideales que esbozaba en aquel proyecto de ley. Jorge Fondebrider, traductor, fundador del Club de Traductores, publicó el 17 de julio en el blog de dicho club (clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com) una nota con cifras referidas al pago que reciben los traductores al día de hoy. Reveló que “prácticamente en todo el mundo hispánico, el pago de una traducción se hace por página o cuartilla de 2.100 caracteres. En la Argentina, en cambio, se paga por millar de palabras. (...), estaríamos hablando de unos 5.250 caracteres”. Cada lengua tiene una tarifa particular, las lenguas menos frecuentadas (por ej: chino, coreano, sueco, noruego) suele cobrarse un 40% más que las otras. “Considerando el cambio oficial de dólar al peso argentino del 10 de julio de 2020, España es el país que mejor paga en toda la lengua castellana”.  En pesos argentinos sería de entre $ 1.121,39 y $ 801,00 por 2.100 caracteres. En México la cifra equivalente sería de entre 1.063,53 y 709,02 pesos argentinos, y en Chile, entre $ 850,53 y $ 709,02. “En el caso de Argentina, como ya fue dicho, la forma de medir el pago cambia. También las condiciones de negociación”. En la nota, Jorge Fondebrider cuenta que algunas editoriales suelen guiarse por el tarifario sugerido por la Asociación de Traductores e Intérpretes de Argentina (AATI) –que puede consultarse en la página web, así como los modelos de contratos sugeridos– “la cual, luego de mantener una tarifa de AR$ 1.250  desde noviembre de 2019 hasta junio de 2020 (meses en los que la inflación acumulada, según datos del IPC, corresponde a un 13%), sugiere un pago de AR$ 1.330 (o sea, US$ 18,83) por millar de palabras”. “Volviendo a la comparación con el resto del mundo hispánico”, dice Fondebrider, “si nos atuviéramos a considerar los 2.100 caracteres, el traductor argentino –que repito, gana en función de las 2 páginas y media; o sea, los 5.250 caracteres– estaría cobrando AR$ 532 por cuartilla, lo que equivaldría a US$ 7,50 la página, cifra que está por debajo de lo que se paga en la mayoría de los países de lengua castellana con una industria editorial activa.” La escritora Eugenia Almeida, en la reunión sobre el INLA mencionada más arriba, hizo referencia a la “discusión anacrónica sobre si la escritura es o no un trabajo” que se reavivó hace pocos meses. Dijo: “Incluso desde nuestro sector hay algunas personas que dicen que escribir no es un trabajo. Al hablar de escribir digo: traducir, editar, maquetar, corregir, todas las cosas relacionadas con la parte creativa de un libro. El Estado debe garantizar y crear un territorio donde nadie ponga en cuestión que escribir es un trabajo. Necesitamos que el Estado nos acompañe diciendo “por supuesto que escribir es un trabajo”.

viernes, 31 de agosto de 2018

Una columna sobre Polisemos y Jornadas Internacionales de Traducción Comparada

Como otros viernes, éste lo dedicamos a una columna de opinión. Se trata de la segunda que escribe Andrés Ehrenhaus especialmente para este blog y trata sobre algunas de las fealdades de la profesión.


El orzuelo de Polisemo y otras pústulas

1. En marzo de 2018 la universidad de Murcia celebró la décima edición de El ojo de Polisemo, el congreso interdisciplinario con el que ACEtt rellenó el hueco dejado por las extintas Jornadas de Tarazona. La primera edición había tenido lugar en Salamanca, sede de la universidad decana de España. Polisemo no podía nacer en mejor cuna. Sin embargo, no todo fueron flores y violas durante el embarazo. Un embarazo que ACEtt no sobrellevó bien en sus entrañas. Un embarazo casi se diría ectópico. De esa ectopía le quedó como recuerdo un orzuelo. La cesárea corrió a cargo del dentista del pueblo.

En el decurso de los preparativos previos a la celebración de los diez añitos de Polisemo recibí una curiosa invitación. Se me proponía formar parte de un panel en el que diez veteranos (“como tú estuviste en los primeros polisemos”, me dijeron) de la gesta odiséica daríamos en comentar esos dos lustros de luminosa infancia ciclópea, intercalando testimonios audiovisuales –esta opción se me ofreció como más higiénica– de ese parcurso, como en una snuff movie familiar. Entendían, se me dijo también, que no quisiera participar en el collage in vivo, y por eso me ofrecían la posibilidad de hacerlo in vitro, a distancia, como un Torrebruno de jardín. No los mandé a la mierda. Nunca lo hago. Les dije que gracias pero no. Me reemplazaron fácilmente y la mesa collage cursó con el título de “Celebración del décimo aniversario: Diez miradas al Polisemo” y la coordinación de P. Aguiriano y el actual presidente, C. Fortea. No sé si mentaron el embarazo. Tampoco el orzuelo.

Que yo había estado en los primeros (porque del embarazo, quién se acuerda ya) era rigurosa verdad. Para ser precisos, en los dos primeros: el ya citado de Salamanca y el 2º, que acogió la universidad de Málaga en medio de una tormenta interna en ACEtt. Al cierre de ese Polisemo, yo ya había renunciado a mi lugarcito en la junta directiva por razones de ética básica que puedo exponer documentadamente (sí, amigos, conservo las actas de esos mediocres días) a quienes me lo pidan de buen modo. Como es habitual en mi larga lista de errores, callé esas razones en su momento, a pesar del linchamiento jacobino al que fui sometido. No debí hacerlo. Lo sé. Y sé que me equivoqué al creer que era más elegante el silencio y el discreto mutis por el foro porque los enemigos me los gané igualmente –o quizás, seguramente, ya los tenía. Cuestión que ese fue el último Polisemo al que asistí, sencillamente porque, hasta la absurda y humillante invitación del décimo, nadie tuvo nunca la decencia de acercarse al que, nobleza obliga, había sido su Gepetto. Les regalás un juguete rabioso y te borran nomenklatura. De doctor franquestein a monstruo invisible. Así de simple.

Polisemo hace como que no, pero el orzuelo en el ojo lo sigue teniendo. Un poco más abajo y a la izquierda de donde Odalisco le clavó el puñal que le acabó nublando la vista. Un orzuelo que va camino de convertirse en forúnculo.

2. De los muchos errores cometidos en mi vida metaprofesional, salir nocturnamente de ACEtt no fue el peor ni, mira por dónde, entrar diurnamente primero, pero me hago cargo de todos y cada uno de ellos. Bastante más grave fue creer que debía (y podía) doblegar la aporía derridiana (¿o era de Fucol?): armonizar justicia y poder. Ahora sé que no sólo es imposible sino nefasto. Nefasto por parte de uno. NO se puede ser justo desde un cargo de poder, por miserable que sea. Otras cosas, quizás; justo, NO. De eso no nos salva ni la ingenuidad y deberíamos dejar de mirar hacia otro lado cada vez que alguien justifica su autoritarismo humanitario con el eslógan maldito: “Alguien lo tenía que hacer”. No, nadie tenía que hacerlo. Vos tampoco, salame, quiero decir, ingenuo.

De esos errores que mencionaba, regalarle a la secta acéttica el moisés con criatura y nombrepuestoparece que me jode más que otros quizás más serios. Me jode porque le entregué al poder mezquino una herramienta que funcionaba y funciona. Y porque desperdicié un nombre divertido. Eso es imperdonable. No debí hacerlo pero mi estulticia a menudo se cree omnipotente. Debí dejar que se les apagaran las luces junto al lecho agónico de Tarazona; total, tarde o temprano me acabaría yendo de ese avispero beige. Por cierto, el logo fue producto del ingenio, la capacidad de síntesis y el buen gustode Marta Alcaraz, gran traductora por cierto. Espero que le vayan agradeciendo ese favor que, hélàs, ella también les hizo gratis: cada quien paga su diezmo y la secta nunca agradece como corresponde. Básicamente recrimina. Sí, bwana, lo que tú digas.

3. Las asociaciones de traductores que conozco más de cerca, ACEtt y AATI (pero no dudo en meter ahí a muchas otras, incluidas –cómo no­– las colegiales), se nutren de la temerosa ignorancia del aprendiz y la no menos temerosa desidia del avanzado. El corral les da a las ovejitas la ilusión de estar a salvo (there’s security in number) entre toda esa ropa de lana; pero el lobo no está afuera, no hay lobo, lo que hay es una industria a la que hacer frente con estructuras gremiales y no con consignas de mesianismo cultural y lloriqueo ético. En esa paradoja se les va la poca fuerza que juntan, porque no tienen nada en la mano para negociar tarifas en condiciones ni defender a quienes no tienen más remedio que aceptar miseria a cambio de trabajo bien hecho. Las cuotas de los socios se van en manualidades o virtualidades, o en congresos para más inri de los vips, globales o paisanos. De cada encuentro de esos se sale con la certeza de lo buenos que somos y lo poco bien que nos tratan, mientras se empobrece nuestro aparato crítico (no digamos ya el autocrítico) y se reblandece nuestra voluntad de lucha. Papá ya hará algo, papá es bueno. Papá tiene muchos premios. Sí, bwana.

No jodamos más con eso. O llamamos gremio al gremio o club social al club social. Los inventos intermedios son globitos desinflados. O peleamos por leyes justas y dignas o nos vamos a la confitería a tomar el té y contarnos las desgracias entre masita y masita. La idea germinal de Polisemo era precisamente aunar el rigor académico con la experiencia profesional a pie de calle: abrir la baraja, no reconducirla hacia una asociación esterilizante. Una asociación más preocupada por autoadjudicarse prebendas y premios (con el cuento de que el pastel de pocos da migas para muchos) que por apoyar con hechos a los colegas con conflictos laborales graves. Conozco bien el discurso de desactivación sindical y meloneo asociativo porque yo mismo redacté algunas de sus peores páginas y me esforcé por demostrarles a mis colegas que era peor para el traductor de a pie pasar la noche al raso bajo un manto de estrellas que ponerse a recaudo bajo el insuficiente alero que ofrece el corral al rebaño. Uno se moja igual si truena, pero acompañado. De gente buena, rimémber. Esa lógica de dentro=bueno, fuera=malo es común a todas las dinámicas de aglutinación cuantitativa. En ACEtt celebrábamos las cifras redondas de nuevos socios como I likes o retuits, sin importarnos que el techito siguiera siendo igual de estrecho y protegiera menos cada vez. No es lo mismo una asociación de 30 que una de 500, dónde va a parar. Dónde, eso digo yo.

4. Lo decente, lo decoroso, sería que dejaran en paz al pobre cíclope mosaico. Que le permitieran volver a su isla, a curarse el orzuelo a solas con agua de mar y suspirar de amor ciego por Galatea. Que no usaran su nombre, que no malgastaran su elegante logo. Que se romperan la croqueta pensando en un nombre más afín con su índole actual: La bicileta de Sísifo o El medio piojo de Sansón. ¿Ven? Ya estoy otra vez regalándoles manises a los monos.

Pero ¿a qué viene toda esta diatriba sobre algo que pasó hace años y que ni siquiera está entre los trending tópicos de la profesión? Viene a que mis ojitos se tropezaron los otros días con la convocatoria de –preparesén– las Jornadas Internacionales de Traducción Comparada “Variedades regionales en las lenguas de traducción”, celebrables en la Biblioteca Nacional de la ciudad de Buenos Aires entre el 20 y el 22 de septiembre. Coorganizadas por AATI. A las que acude raudo el presi de ACEtt. Esos dos clubes aporísticos que decíamos, ¿no? Y en cuyo comité organizador aparece a la cabeza y como propietario de la “idea original” un colega que, entre otras cosas, fue quien me invitó a apartarme del proyecto de Ley de protección de los traductores (v. https://clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com/2017/09/la-necesidad-de-decir-como-fueron-las.html y https://clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com/2018/06/sigue-vivo-el-proyecto-de-ley-de.html) para acto seguido cubrirlo bajo una capa de cal viva y arrojarlo al mar de los gargajos y que, aunque nadie se atreva a decirlo a viva voz, tuvo el atrevimiento de servirse de un proyecto ajeno (si me aprietan, diré cuál y de quién, aunque basta con mirar con atención el programa para ver por dónde vienen los tirios) y blindarlo como propio para montar estas Jornadas que, con o sin Manguel, tienen muchos puntos para nacer con algo más que un orzuelo o un forúnculo en barbecho.

Porque, aparte de la inelegancia de la fórmula, el pleonasmo desnuda el lapsus y el lapsus, la cola de paja. ¿Idea original? ¿Cómo contraposición a qué: a idea afanada? ¿A idea repetida? ¿A idea de otro? Por eso me acordé de Polisemo. Algo me olía a déjà vu. A Macadamia de la Lengua. Y a virreinato.

5. Es hora de poner las cartas sobre la mesa. El que arruga es avestruz.

viernes, 12 de mayo de 2017

¿Y si consideráramos una institución específica para los traductores literarios? ¿Por qué no?

Coro del Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires



Ahora, el Colegio de Traductores Públicos
de la Ciudad de Buenos Aires

En entradas anteriores (23 de marzo, y 17 y 21 de abril de este año) ya nos hemos referido a la AATI y a su pretensión de querer asumir la representación de los traductores literarios, conjuntamente con la que de hecho ejerce en los casos de los traductores científico-técnicos y los intérpretes. Asimismo, hemos demostrado palmariamente que la exigencia de titulación para ser socio pleno de dicha institución está reñida con los valores que la AATI dice defender: por un lado, en la redacción del texto del proyecto de ley de traducción, no plantea la diplomatura como un requerimiento para definir qué es un traductor, pero, por el otro, y ya en el seno de la institución, divide a sus socios entre plenos y adherentes en función de ese requerimiento. Así, teniendo socios de primera y de segunda no hace otra cosa más que desmentir su fachada democrática.

Veamos ahora dónde está parado respecto de estas cuestiones el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires (CTPCBA) Según su página  institucional, “es una entidad de derecho público no estatal, reconocida por el Estado. Fue creado por la Ley Nacional N.° 20 305, el 25 de abril de 1973, para regir el gobierno y el control de la matrícula profesional, y llevar su registro en los distintos idiomas. Es un consejo profesional autónomo, con independencia académica, institucional y económica, cuyas actividades incluyen, entre otras, las siguientes:
- Promover, difundir y representar la tarea del traductor público
- Otorgar y administrar la matrícula profesional
- Establecer las normas de la ética profesional
- Fiscalizar el estricto cumplimiento de la profesión.
- Organizar cursos y actividades para la permanente capacitación de los matriculados.
- Elevar al Poder Judicial la nómina de los traductores inscriptos como peritos auxiliares de la justicia”.

Entre las muchas funciones que se atribuye están las de “oponerse por todos los medios legales al ejercicio ilegal de la profesión y, especialmente, hacer cumplir sin limitaciones los art. 2º y 4º de la citada ley, intimando el cese inmediato de las actividades o iniciando acciones contra quienes:1) Ejerzan la profesión sin poseer título habilitante, conforme con dicha ley o teniéndolo no estuvieran inscriptos en la Matrícula o ésta se hubiere cancelado y hasta tanto no haya sido rehabilitada la inscripción; 2) Ofrecieren servicios profesionales inherentes a los traductores públicos o se arrogaran títulos que configuraran confusión o falsedad del ejercicio profesional que pudieran hacer creer al público en general que se encuentran dirigiendo su demanda de servicios, directamente, a traductores públicos debidamente habilitados, debiendo obtenerse previamente, para cumplir este inciso, la sanción de la norma legal correspondiente”.

Por supuesto que hay muchas otras cosas, pero con lo dicho basta para saber que los traductores públicos, para ser así considerados, deben realizar estudios específicos en relación con la especificidad de su trabajo. Luego viene la matriculación, lo que implica  pagar periódicamente a la institución para que ésta los considere sus miembros. Y dado que la traducción pública es la rama de la traducción que más y mejor se paga, hay un excedente que le permite al Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires comprar inmuebles y desarrollar un número importante de actividades que exceden el marco específico de la traducción pública. Entre otras, un congreso anual dedicado a diversos aspectos de… la traducción literaria. O para decirlo más claramente, son ingenieros que se visten de arquitectos o bioquímicos que pretenden ejercer la medicina. 

Dado que los traductores literarios en ningún momento se plantean a sí mismos como traductores públicos, ¿por qué los traductores públicos, cuya rama de la profesión no parece compatible con los problemas y desafíos que plantea la literatura, se meten donde no corresponde? Básicamente, porque tienen dinero para gastar. Luego, porque la traducción literaria es la parte más sexy del mundo de la traducción, ya que es la que mejor se puede presentar ante la sociedad. Dicho de otro modo y con todo el respeto del caso, resulta a ojos vista de la opinión pública mucho más interesante una conferencia sobre Borges que una sobre Financial Accounting, Introducción a la Propiedad Industrial, Análisis Comparativo del Sistema de Quiebras entre la Argentina y los Estados Unidos, o sobre otros aspectos técnicos ligados a contratos, documentos de identidad y afines.

La paradoja quiere que, dado el dinero que tiene, el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires puede invitar a grandes personalidades del mundo de traducción literaria a que participen en esos simposios. Muchos de los invitados, a diferencia del público –que, por supuesto, paga su entrada para escuchar–, no tienen título habilitante como traductores. De hecho, Borges ni siquiera tuvo título universitario del tipo que fuere. Y es así como una institución que no tiene un vínculo real con el mundo literario, dinero mediante, se arroga un derecho que no le corresponde. La pertinencia de esas actividades, sería equivalente a que el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, el SPET o incluso la AATI organizaran, por su cuenta, cursos, simposios o congresos de traducción legal. Dicho de otro modo, los neurólogos no organizan congresos de podología.

Ahora bien, que el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires se maneje de ese modo es problema de ellos. Cada cual sabrá qué hacer a la hora de participar o no en sus actividades. De hecho, si además de simposios sobre Cortázar quieren dictar cursos de cocina o de expresión corporal, o incluso tener un coro, están en su derecho, pero de ningún modo podrá tomarse a esa institución seriamente a los efectos de la traducción literaria porque, así como no fue constituida para la cocina, la expresión corporal el canto coral y todo lo demás, tampoco tiene por objeto la traducción literaria.

Dicho lo cual, ¿no sería ésta la hora de empezar a pensar, al margen de la AATI y del CTPCBA, en una institución específica para los traductores literarios? ¿Qué sentido tiene tolerar el maltrato o considerar promesas que nunca se cumplen? ¿Para qué abonar con nuestra presencia el prestigio de instituciones que no nos respetan?


Jorge Fondebrider    

viernes, 21 de abril de 2017

Otra prueba de la incoherencia de la AATI

Traductores titulados en camino a una mesa redonda de la AATI

Como suele ocurrir desde hace algunos años, la AATI nuevamente organiza con el marco de las jornadas profesionales en la Feria del Libro de Buenos Aires una serie de mesas que tienen por objeto la discusión de temas ligados a la traducción literaria. Es, entre otras cosas, su manera de presentarse socialmente, aunque menos del 25% de los traductores asociados a la institución sean literarios. Pero la literatura siempre es más sexy que la traducción científico técnica o que la interpretación; sobre todo en la Feria del Libro.

Considerando que entre sus socios tiene algunos que son de primera categoría y otros que son de segunda, básicamente por no tener un título que los habilite como traductores, queremos alertar a aquellos que efectivamente sí tienen algún tipo de diploma que acredite sus estudios que en las mesas van a participar como expositores traductores no titulados y, por lo tanto, sospechosos de mala praxis, enfermedades contagiosas y mal aliento. 

Dicho de otro modo, la asistencia de los traductores titulados a esas reuniones va por cuenta y riesgo de cada cual, ya que la falta de titulación puede ser contagiosa. 

De hecho, la Organización Mundial de la Salud ha comprobado que muchos leprosarios están llenos de traductores no titulados, lo cual constituye una prueba flagrante para sostener esta advertencia. 

La AATI, a este respecto, vuelve a ser incoherente respecto de sus propios estatutos. Que cada quien lleve el carnet de su prepaga y tenga el número del SAME a mano. Quedan todos avisados. 


Jorge Fondebrider

lunes, 17 de abril de 2017

La AATI y sus incongruencias


El 23 de marzo pasado, el Administrador de este blog subió y firmó a título personal una entrada a propósito de la AATI, institución que núclea a traductores e intérpretes y que, ante la ausencia de alguna otra instancia similar, evidentemente aspira a representar a unos y a otros. Retomamos ahora el tema, señalando una incongruencia mayúscula que le resta seriedad a los buenos propósitos que la AATI dice tener.

Una institución incoherente

De acuerdo con lo informado por sus autoridades, sólo el 25% de los traductores asociados a la AATI son literarios y, de ellos, sólo una parte trabaja en el mundo de la industria editorial. La gran mayoría de los socios de la AATI la constituyen los traductores científico-técnicos y los intérpretes. Con todo criterio, Marita Propato, la actual presidente de la institución, señala que tiene que representar los intereses de todos los traductores y no sólo de un sector. El objetivo es loable. Sin embargo, ¿qué pasa cuando el sector mayoritario se opone a que la minoría goce de los mismos derechos que la mayoría? ¿No estaría entonces la AATI mimando el mismo gesto antipático que el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires, que cerrilmente niega incluso el derecho de los traductores no diplomados a llamarse "traductores"? Luego, considerando que se acerca una nueva Feria del Libro, ¿por qué los traductores literarios no titulados deberían interesarse en las actividades literarias que promueve la AATI, cuando la institución, al no otorgarle derechos plenos, los considera de segunda clase?

La cuestión podría ir más allá. Como es sabido, durante las muchas reuniones vinculadas a la creación de una nueva ley de derechos para el traductor, surgió la cuestión de qué es un traductor. La posición un tanto obtusa de muchos miembros del Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires a propósito de la necesidad de un título habilitante, se tradujo en diversas discusiones y en una indignación generalizada por parte de los traductores literarios. Entre otros, algunos representantes de AATI que, con muy buena fe, consideraron otros criterios para reconocer qué es un traductor. Lo paradójico es que, ya en términos institucionales, la AATI se comporta exactamente igual que el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires.

Cabe entonces preguntarse, ¿con qué fundamento ético una asociación como la AATI, que distingue en sus estatutos entre traductores titulados y no titulados, de manera que los primeros son socios de pleno derecho (voz, voto, participación en órganos directivos) y los segundos, socios adherentes (voz, no voto, no participación en órganos directivos), puede apoyar explícitamente un proyecto de ley de derechos de los traductores profesionales que trabajan para la industria editorial que, en sus fundamentos, invierte por completo la lógica de esa distinción? Para la ley en cuestión, “traductor es la persona física que realiza la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación profesional”. O sea que, a los efectos de esa ley que AATI dice apoyar, traductor profesional es quien traduce, independientemente de si ha estudiado y tiene un título oficial de traductor. Es indudable que entre la ley y los estatutos de la asociación existe una contradicción flagrante; pero la pregunta inicial no iba dirigida a subrayar esa contradicción, sino a indagar en la oportunidad y propiedad de un apoyo cuando menos contradictorio.

Se pueden aventurar varias respuestas.

La más optimista y proactiva de todas es suponer que la comisión directiva de AATI (o los sectores más progresistas y proactivos de esa comisión) han utilizado el apoyo a los mentados proyectos de ley como una cuña para forzar la modificación de esos estatutos contradictorios, de manera que una vez puesto el techo de la casa los cimientos no puedan postergarse mucho más.Al anticiparse políticamente al cambio efectivo, la revisión de las dos categorías sería un hecho consumado y los estatutos tendrían que atenerse a la nueva situación generada. Ojalá así sea. Aunque, convengamos, es un criterio arquitectónico un tanto extraño.

También podría ser, sin embargo, que el cambio de estatutos fuera una meta lejana y, por diversos motivos, azarosa, y que apoyar un proyecto de ley que los contradice sirviera de paraguas y excusa, como si se quisiera demostrar la voluntad de poner el techo pero, a la vez, la imposibilidad de sostenerlo sin cimientos ni pilares. así, mientras el proceso de redefinición de estatutos se eterniza, la comisión directiva creería contar con una coartada perfecta: nosotros queremos pero la realidad no nos deja.

Existe también la posibilidad de que nadie se plantee de verdad un cambio efectivo de estatutos y que la AATI jamás vaya a aceptar del todo la libertad de formación como circunstancia real de la profesión. Ésta sería la opción más necia y regresista, y daría cuenta de una voluntad de aprovechar, mediante un apoyo descomprometido al proyecto de ley mencionado, el pequeño filón culturoide de la traducción literaria para dar lustre a una asociación que, de hecho, descree y reniega de los traductores no titulados que se dedican a esa rama de la profesión.

Cabe aún una cuarta opción: que en la AATI no exista un consenso claro ni en una dirección ni en otra, ni una clara noción de la percepción que tiene el socio respecto de estos temas, y que el apoyo a los proyectos de ley de traducción sea reflejo de la postura de determinados sectores pero no de la totalidad de la asociación ni de su comisión directiva, y que esa discusión interna esté retrasando la renovación de los estatutos. Si así fuera, esos sectores están librando una lucha desigual (recuérdese el rechazo explícito de los colegios de traductores públicos y de algunos sectores docentes a los proyectos) y merecen tanto el reconocimiento como el apoyo de quienes entendemos que el cambio de estatutos es condición sine qua non para la democratización de la AATI.

Sea como sea, la ley de derechos de los traductores no puede estar al servicio de ninguna asociación, sino todo lo contrario. Al grueso de traductores que trabajan en la industria editorial los beneficia mucho más contar con un marco legal que los ampare y regule de manera justa y equitativa que contar con una asociación privada que simpatice con sus intereses. Bienvenida la democratización de la AATI si eso contribuye un poco más a que la ley que los traductores necesitamos sea una realidad y no una mera expresión de deseos frustrados a priori.

Para concluir (e inquietarse), actualmente, la AATI conversa con ACEtt, la cuestionada asociación de escritores y traductores de España, seguramente para intercambiar experiencias y crear vínculos. La ACEtt trabaja exclusivamente para los traductores literarios, quedando afuera de esa institución todos los demás, que, de hecho, tienen sus propias instituciones. ¿Qué dirá el 75% no literario de AATI cuando se entere?  ¿Dónde está la coherencia de todo esto?

A modo de aclaración, y por si hiciera falta decirlo una vez más, los actuales miembros de la Comisión Directiva de AATI son personas honestas y muy trabajadoras, que no sacan ningún beneficio personal por su trabajo en la institución. De hecho, se cargan de tareas que emprenden de manera enteramente altruista. Esas claras cualidades se ven opacadas por su falta de operatividad a la hora de realizar la transformación real que todos esperamos. 

Jorge Fondebrider