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martes, 26 de julio de 2011

Muerte de un traductor

La noticia nos llega con unos días de atraso. Según comenta el diario El País, de España, del 13 de julio pasado, ha muerto Ramón Sánchez Lizarralde (foto), ex presidente de ACEtt y traductor español del albanés, a quien se debe la obra de Ismail Kadaré en castellano. La nota que lo recuerda lleva la firma de Carlos Fortea, decano de la Facultad de Traducción y Documentación de la Universidad de Salamanca.


Ramón Sánchez Lizarralde,
la voz del albanés en España

El domingo, en Asturias, se nos murió a los traductores Ramón Sánchez Lizarralde, e Ismail Kadaré se quedó sin voz, presa de una súbita afonía, y como en una extraña interferencia sus lectores de lengua española pensaron que había enmudecido.

Ramón Sánchez Lizarralde (Valladolid, 1951) empezó a regalarnos a Ismail Kadaré a su regreso de Albania, donde le habían llevado la curiosidad y la política. Escritor y traductor entraron en el panorama editorial español como un torrente: 30 libros en 25 años, que reportarían al autor nada menos que el Príncipe de Asturias de las Letras y a su traductor el Premio Nacional de Traducción.

Durante todos estos años, Ramón ha sido el embajador de la literatura albanesa, que es como decir la voz de Albania, en una España que lo ignoraba todo de ese país pequeño y torturado por sus propios Gobiernos y por el olvido. Además de al universal Kadaré, tradujo a Fatos Kongoli, Bashkim Seku, Luan Starova y otra media docena de autores albaneses, a quienes prestó sus imprescindibles palabras para que desde su rincón de Europa pudieran llegar a 400 millones de hispanohablantes. Así lo reconoció el Gobierno albanés al distinguirle con la Pluma de Plata, y el español al otorgarle la Orden del Mérito Civil por su contribución al conocimiento y la amistad entre ambos pueblos.

Pero Ramón daba para mucho más: los traductores le recordaremos como el presidente de nuestra asociación entre 1995 y 2001, nuestro representante en Cedro durante muchos años, el primer director de la revista Vasos comunicantes y, sobre todo, aquel compañero alto de larga melena negra, de perfil aguileño que recordaba vagamente a los autorretratos de Gauguin, que siempre tenía una palabra amable para los compañeros entonces jóvenes que nos pasábamos por la vieja sede de la asociación. Lo recuerdo en la nave central de la iglesia del monasterio de Veruela, inaugurando año tras año las jornadas de traducción literaria de Tarazona, llamando la atención sobre nuestros problemas, peleando por los derechos de autor de los traductores. Le recuerdo en los bares de Tarazona en los que prolongábamos los talleres y conferencias en largas veladas literarias. Ese recuerdo es hoy el recuerdo de muchos.

Su ausencia deja un vacío y un reto: alguien tendrá ahora que devolver la voz a un Kadaré seguramente mudo por la tristeza cuando haya recibido la noticia, como tantos otros. A la representante de la asociación de traductores le llegó, al día siguiente al fallecimiento, un escueto comunicado de la sociedad de gestión de derechos de autor Cedro que se me antoja escrito por el propio Ramón, porque representa perfectamente su sentido de la dignidad y la lucha. Si no son sus palabras, bien podrían serlo, y creo que deben poner colofón a esta despedida. Dicen que Ramón "ha muerto sosegadamente, tras disfrutar las tardes y noches anteriores de la luz, la lluvia y el paisaje, la música, los cigarrillos BN, el gin-tonic y la tertulia con su mujer y sus amigos".

sábado, 27 de febrero de 2010

"No es una queja, es protesta y es aviso"

Publicado el 29 de enero pasado en El Cultural, de España, el siguiente artículo de Ramón Sánchez Lizarralde –Valladolid, 1951; ex presidente de la Asociación Colegial de traductores (ACEtt) y traductor del albanés de Ismail Kadare, Mitrush Kuteli, Bashkim Shehu, Mimosa Ahmeti, Ervin Hatibi, Agron Tufa, Xhevdet Bajraj y Zija Çela, entre otros–, nos saca momentáneamente del debate que venimos sosteniendo para sumergirnos bruscamente en la realidad del mercado: "aunque el 25 % de los 75.000 nuevos títulos editados cada año en España son traducciones, apenas el 6'8 % de los traductores puede vivir de su trabajo".

¿Por qué seguimos traduciendo?

La irrupción de las nuevas tecnologías digitales en el sector edi-torial está produciendo ya conmoción en los sectores afectados y, al margen de que el libro electrónico y sus afines vayan a imponerse o no a corto plazo, y de la medida en que lo hagan frente al libro tradicional, el hecho es que los grandes grupos editoriales y plataformas diversas engendradas por ellos se disponen a actuar y, como tienen por norma, a tratar de dic-tar las reglas del juego –del negocio– a los demás.

Estos fenómenos, como otros anteriores, nos encuentran a los traductores literarios en una situación que, si bien ha mejorado algo en las últimas décadas gracias a la labor de nuestras entidades representativas, continúa siendo precaria e indignante. El Libro Blanco sobre el asunto elaborado por ACE-traductores, a punto de ver la luz y de levantar ronchas, revela que, a estas alturas, buen número de editoriales siguen resistiéndose a cumplir la ley y, todavía más, a respetar a un colectivo de autores –los traductores– en el que se funda una parte nada despreciable de su propio negocio: el 27% de los colegas trabaja sin contrato, el 40% de los contratos suscritos son ilegales; las prácticas que numerosas empresas imponen a los traductores son abusivas por diversos conceptos: porcentajes ridículos de participación en los beneficios de la explotación de sus trabajos (0,5% es el más frecuente), aplazamiento impuesto e injustificado del pago de las cantidades acordadas (aunque la abrumadora mayoría de las traducciones se hacen por encargo de las empresas editoriales), plazos de entrega imposibles de cumplir con dignidad, ausencia generalizada de control de ventas y tiradas. Tal panorama se produce en el interior de una industria editorial, la española, que publica cada año más de 75.000 nuevos títulos, de los cuales un 25% son traducciones, porcentaje que se eleva al 38% si nos referimos a los libros de creación literaria. A pesar de ello, sólo un 6,8% de los traductores en ejercicio puede vivir de los ingresos procedentes de esa actividad. Se trata de una vergüenza generalizada, de un baldón para los editores que ejercen tales prácticas, y para el conjunto del sector que, en definitiva, se aprovecha de ello dando pruebas de grave miopía. Ni siquiera los traductores más o menos consagrados, premiados, reconocidos o imprescindibles por diferentes conceptos son capaces de vivir con dignidad de su profesión.

Habrá quien se pregunte por qué en tal caso continuamos traduciendo. Puedo responder que, en mi caso, estoy en ello por la literatura, porque esa ha sido mi forma (principal) de participar en ella, porque he decidido que esa es mi vida. Los propios traductores, también los críticos y otros implicados, discutimos a menudo sobre lo que se pierde o lo que se gana en la traducción, sobre fidelidades e infidelidades, en torno a los milagros y los imposibles logrados que convierten una traducción en una obra creativa relevante. Esas intimidades y esos secretos, esos retos forman parte de nuestras obsesiones y de nuestro trabajo, y necesitamos iluminarlos para avanzar, para alcanzar las metas que nos proponemos o nos imponen los autores originales. Pero que nadie se confunda, la traducción no necesita ser justificada ni perdonada; forma parte de la literatura desde que ésta existe, y la sociedad culta o lectora de un país no sólo no puede prescindir de la traducción sin privarse de la mayor parte del patrimonio literario mundial, sino que, de hecho, la lee como si fuera lo que es en realidad: la literatura misma. Desde la epopeya de Gilgamesh, la Ilíada, Esquilo, la Biblia, Horacio, Dante, Shakespeare, Cervantes (por no hablar de lo que sigue en el tiempo), todo ello se lo viene apropiando la humanidad principal e inevitablemente mediante textos traducidos.

No se trata de un problema o de un dilema única ni esencialmente económico-empresarial, que lo es. El menosprecio y el maltrato de la traducción y los traductores poseen hondas raíces en toda nuestra sociedad, en primer lugar en las instituciones culturales mismas, públicas y privadas. No es una queja, es protesta y es aviso. En esa sociedad orgullosa, en apariencia, de su lengua, se mantiene y se ahonda el déficit de estímulos para que se traduzcan a ella los logros literarios alcanzados en otras del mundo: en premios, becas, ayudas, reconocimiento, visibilidad social, respeto de los logros, remuneración equitativa, estamos a no poca distancia de otros países y lenguas europeos, aunque parece que el mal se generaliza. Las consecuencias son más graves de lo que la mayoría imagina. Contribuyen a la ignorancia, la aculturación, el desprecio por lo bien hecho, la pasividad ante la indecencia; y al trato indecoroso que se dispensa a unos profesionales consagrados al aumento de la lucidez y el entendimiento.