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lunes, 8 de abril de 2024

Andrés Ehrenhaus "cogió" una sola vez y lo cuenta


La bajada de la nota firmada por Andrés Ehrenhaus para el número de marzo de Latin America Literature Today, dice: "El reconocido traductor argentino (...) rememora sus comienzos en la traducción en Barcelona de la mano de Marcelo Cohen y reflexiona sobre determinadas prácticas editoriales, distintas variedades lingüísticas y una palabrita en particular. "

De cómo Marcelo Cohen me enseñó a nadar la traducción, seguido de una apostilla (Coger o no coger, that is the f-question)

Nunca oculté, en cuanto el tiempo desclasificó mi pasado, que mis muy titubeantes comienzos como traductor estuvieron más del lado de las sombras que del de la luz. Primero porque destrocé, siendo mozo, un Seminario de Lacan en la sombría cocina del consultorio del psicoanalista que me había contratado por cuatro monedas para ello; y después porque fui negro de mi gran amigo Marcelo Cohen (de hecho, y como poniéndole el broche a nuestra relación pedagógica, volví a serlo hace poco, pero no diré cómo ni para quién ni dónde), que cometió la picardía reciente de dejarnos a solas con su ausencia. De la masacre del Seminario (¡ni me acuerdo de cuál de todos era!) extraje experiencia de esa que se considera intangible: cierta osadía, la sospecha de que a veces la máscara traduce más que uno y una vaga conciencia laboral. De la negritud de Marcelo extraje o, más bien, recibí las herramientas del noble trabajo.

Pero eso es fácil de decir. ¿Cómo me fueron dadas esas herramientas? Porque el negreo entre traductores, que es más frecuente y socorrido de lo que se confiesa, suele ser muy instrumental y poco dialéctico. Además, lo hay de dos tipos: mi primera etapa como negro y ese último episodio reciente que mencioné –salvo por un detalle no menor sobre el que volveré más adelante– podrían ser ilustrativos: o el negro es un novicio que acepta gozar de cierto espacio laboral a cambio de una tajada patrimonial despojada de derechos morales o es un colega maduro que no tiene empacho en ayudar al amigo en apuros y acepta, igual que el novicio pero sin la necesidad de éste, las mismas condiciones: un pago justo sin los correspondientes merecimientos simbólicos. ¿Cuáles serían esos merecimientos? Básicamente, el de ser reconocidos como autores de esa obra –derivada, pero obra al fin. En el caso del colega maduro, renunciar a ellos es casi un gesto de nobleza. En el del novicio, una baja colateral, porque no firmar lo trabajado equivale a seguir no siendo visible para los editores contratantes (ni para el público lector o los reseñistas, aunque a esos el nombre del traductor les suele importar algo menos que el color de la tapa del libro).

Entonces, ¿se aprovechó Marcelo de mi bisoñez? Muchas veces me he formulado esta pregunta. Antes de responderla aclaro que, a lo largo de mi carrera, yo también me serví, aunque poco y a disgusto, de ambas modalidades de negreo. Poco y a disgusto no por cuestiones éticas sino porque nunca me quedó claro si me resultaba más un problema que una solución, es decir, traducido en plata, más trabajo a cambio de menos remuneración. De ahí que parte de mi respuesta a la pregunta de arriba se nutra de este hecho: ¿realmente le saqué las papas del fuego a Marcelo (me refiero sobre todo a mi negritud primigenia, porque en esta última estoy seguro de que sí) al poner mi sudor al servicio de su pluma? Tiendo a pensar que no. Tiendo a pensar que, aunque él no lo formulara así conscientemente, me estaba haciendo más favor a mí que a sí mismo. Un favor relativo, claro, porque ayudar a alguien a convertirse en traductor no es solucionarle la vida precisamente. ¿Quién puede vivir, y no digamos ya alimentar a una familia, exclusivamente de la traducción en Argentina o España? Eppur si traduce.

Mi sensación, que ya casi es certeza, es que Marcelo vio en mí a un par. No digo que yo lo fuera o no, digo que él me vio así. Nos conocimos personalmente, como ya es público y notorio, en Barcelona, en el mítico teléfono pinchado de Plaça Universitat, allá por enero o febrero del 77. Marcelo era el que manejaba la lista de turnos en una mesa del bar Estudiantil, que todavía existe. Poco tiempo después ya éramos amigos, sobre todo gracias al fútbol, además de coincidir como profes de inglés en alguna academia. Marcelo venía precedido de una pequeña fama literaria y empezaba a publicar artículos en revistas culturales y hacer sus primeras traducciones de fuste; yo por entonces me había puesto a traducir textos técnicos, eróticos, comerciales, médicos. No teníamos más formación que la de la lectura, la del duro banco y la máquina de escribir portátil. Fue en ese contexto que Marcelo me empujó a las aguas procelosas de la traducción editorial: es fácil, me dijo, vos tenés más de la mitad del camino hecho, yo te voy pasando cosas y cuando estés maduro te presento en la editorial. Y me tiré a las olas; nadar más o menos sabía pero en ninguna parte hacía pie. De ahí a ahogarme había un paso. O una brazada.

Tiempo después, mucho tiempo después, descubrí que Marcelo había practicado conmigo un método súper drástico de iniciación práctica. Lo descubrí porque recordé lo que yo mismo había hecho una tarde de playa con una amiga a la que, con veraniega imprudencia, animé a que me siguiera allende la rompiente, ahí donde a pesar del mar revuelto ya se puede nadar con más soltura. No debí hacerlo. Ella era quizás algo menos ducha y mucho menos temeraria que yo y aunque no estábamos muy lejos del borde del mar, donde la gente chapoteaba ajena y feliz, pronto nos dimos cuenta de que volver era muy difícil y a mi amiga, como es normal, le entró primero la duda y después el pánico. El mar estaba picado, la corriente submarina era fuerte y soplaba un viento cruzado. Encima, en un acto de expresionismo simbólico, el cielo se nubló. Mi percepción del agua cambió: ahora estaba fría. ¿Todo eso en cuánto? Cuestión de minutos. Los dos flotábamos, sí, pero ella ya empezaba a cansarse y yo tampoco era Mark Spitz; no había socorristas o bañistas o vigilantes (¡qué momento inoportuno para barajar sinónimos!) a la vista y llamar a alguien a los gritos parecía totalmente inviable. Así que hice lo que Marcelo había hecho conmigo sin yo saberlo (y capaz que tampoco él).

Mi primera intuición/comprobación pragmática fue asegurarme de que el impulso superficial de las olas era lo bastante firme como para aprovecharlo y no luchar contra la resaca, que era o parecía cada vez más fuerte. Nadando lo más horizontal posible se podían ganar más metros de los que se perdían tras el paso de la ola y así traté de explicárselo a mi amiga, pero ella no estaba en situación de aceptar especulaciones teóricas ni ninguna otra solución que no pasase por aferrarse a mí y rezar por que yo la ayudara a salir. A esas alturas, la situación era la siguiente: ella rogándome, ya bastante exhausta, que yo me acercara a salvarla, y yo un par de metros más cerca de la costa, consciente de que si me acercaba a ella nos hundíamos los dos. Ahí, con el poquito de chispa que me quedaba, se me ocurrió decirle que sí, que yo la sacaba pero si venía ella hacia mí; me ponía a tiro, casi a un brazo de distancia, y cuando ella manoteaba para agarrarme yo aprovechaba la inercia de la ola y me alejaba un poco hacia la costa. Así, muy poco a poco y bailando al ritmo bravo de las olas, fuimos saliendo de la zona de peligro y llegando adonde la resaca no chupaba tanto. Y de pronto hacíamos pie y teníamos a abuelas y niños con flotadores de patito o dinosaurio alrededor. Todo en el mismo plano secuencial. Cuando volvimos a nuestro cuadradito de toallas y miramos jadeantes el infierno acuático que casi nos traga, enfrente teníamos una franja marina totalmente inocua y neutra, el mar de siempre, el de todas las playas.

Y así, gracias a Marcelo y su imprudente insistencia, creo que aprendí a traducir y hacerme cargo de la autoría de mis traducciones. E igual que al principio, sigue costándome un mundo salir del agua.

La apostilla
Una vez curtido en el combate acuático, mi amigo me sugirió que me consiguiera una malla nueva (bañador, traje de baño, ¿eslip?), un par de anteojos de natación (gafas, antiparras, whatever) y unas ojotas (chanclas, o yo qué sé qué más) y me presentara ante un par de editores a los que él ya había apalabrado para que me recibieran como traductor casi senior. En efecto, me cayeron dos sucesivos encargos, quizás porque entonces aún no éramos tantos los nadadores capaces de no hundirnos en mitad del trayecto y la industria empezaba a darse cuenta de que profesionalizar al traductor no implicaba una pérdida como se temían muchos editores sino una ganancia, sobre todo de tiempo pero también de dinero. Hablo de una época en la que en España no existía el menor atisbo de contrato de traducción, algo que se solventaba mediante unos retoques casi ornamentales en la factura; la respuesta invariable cuando uno reclamaba un papelucho un poco más ajustado a la ley era también ornamental: “Es que, verás, no es política de la casa”.

De esos dos, luego tres, luego más editores que confiaron en mi rítmica brazada, uno fue el gran Paco Porrúa, que se había traído el Minotauro a hombros hasta Barcelona y seguía abriéndole camino acá (donde yo estaba entonces y estoy ahora) a la ficción científica de suma calidad. Casi la totalidad de sus libros eran traducciones y Paco tenía un vademécum muy claro, inquebrantable y singular en lo que a modelo de castellano de la traducción se refiere: como publicaba sobre todo en y para España, concedía que la segunda persona del plural se conjugara a la española, aunque recomendaba hurtarle el cuerpo a la eventualidad y buscar recursos y atajos para no abusar de ella, pero en cuanto a la naturalización de lo coloquial era implacable y prohibía tajantemente, por ejemplo, el uso del verbo coger donde cabían sin ningún problema agarrar, tomar o la paráfrasis que fuera. En los libros de Minotauro nunca se cogía. Ni siquiera cuando se hacía el amor. A Paco le disgustaba la procacidad pero sobre todo le interesaba mucho cuidar a sus lectores transatlánticos, que seguían fieles a sus ediciones desde la distancia. Su mercado simbólico era claramente rioplatense.

Debo decir que deshacerme del verbo coger no me costó gran cosa; por un lado, ya venía curtido por la traducción de breves relatos de porno soft en revistas como Penthouse o Playboy; y por otro, por un quiosco que manejaba con esplendidez un gran fogonero cultural, el uruguayo Homero Alsina Thevenet, que mientras pudo repartió generosamente (pagaban bien y rápido) estas traducciones entre los nadadores sudacas. Creo que también fue Marcelo quien me conectó con él, aunque en esa época la bolsa de rebusques estaba muy socializada. A Homero Alsina tampoco le gustaba mucho que usáramos coger por tomar o agarrar, aunque era menos prescriptivo que Paco y, además, no manejaba un material tan, digámosle, delicado. Pero esos rasgos idiosincráticos claros, tal vez generacionales, resonaban con naturalidad en nuestra incipiente poética natatoria. Solventada por obvios motivos crematísticos la cuestión esquizoide –ya planteada a la infancia argentina de varias generaciones escolares– de la convivencia con el fantasma del vosotros, a la mayoría de nosotros nos quedaba la bandera de si se cogía o no (el autobús, el metro, el paraguas). Sin duda sonará filológicamente atrevido (entre otras cosas, porque no es mi campo) pero quizás, gracias a un relevamiento que aún falta, podamos leer la elección y uso o no del verbo coger como uno de los ejes políticos de las traducciones rioplatenses hechas en o para España; para entendernos (o confundirnos todavía más), sería nuestra línea de flotación.

Digo esto sin tener mucha idea de cómo cogieron mis colegas este toro fenomenológico. No sólo no tengo un estudio hecho sino que ni siquiera me he atrevido a preguntárselo demasiado. Marcelo, por ejemplo, supongo que habrá adoptado a rajatabla las precauciones de Paco y Homero, y quizás también de Muchnik, para quien traducía bastante (yo sólo participé en algún diccionario resuelto coralmente), pero no puedo asegurar que en otros casos, con editores peninsulares, coger fuera un no-no. Sí puedo, en cambio, hablar de mí con cierta autoridad. Yo sé que no cogí nunca en mis traducciones salvo en una única ocasión; rectifico o puntualizo: no cogí yo pero no estoy totalmente seguro de que algún corrector (obligado o no por el editor) cogiera por mí a mis espaldas porque, seamos honestos, nadie revisó todas las galeradas o pruebas de impresión de su vida laboral –en el supuesto de que se las hayan enviado– y maldita la gracia que me haría ahora ponerme a desandar (¿o debería decir desnadar?) ese frente marítimo. Tampoco soy garante absoluto contra posibles distracciones. Pero no estamos hablando de casuística precisa sino de fenomenología y lo que importa aquí es la intención que subyace al fenómeno, su voluntariedad política, que no es otra que la de evitar tener que coger mientras nadaba. En todos los casos menos, como dije, en uno.

Cuando me tocó traducir toda la poesía de Shakespeare (otro de los mares en que me metió Cohen) menos un poema (el relativamente breve “Fénix y Tórtolo”, que se reservó para sí Andreu Jaume, brillante editor del tutto chéspir para Penguin), descubrí unas cuantas cosas en las que antes nunca había reparado. Una, que Shakespeare le importa a bastante menos gente de la que proclama lo contrario; otra, que se pueden nadar muchas millas marinas de endecasílabos rimados en pocos días y no sucumbir ni ahogarse en el intento; y otra más, que William era, no diré un feminista avant la lettre, pero sí un finísimo observador crítico de la relación de poder entre los distintos sexos, géneros y líbidos de una época, la isabelina, que no nos es tan ajena, la verdad. Lo descubrí, sobre todo, en La violación de Lucrecia. No voy a hacer un spoiler y contar aquí la historia y el enfoque del poeta (y digo spoiler con todo el derecho: ¿quién de ustedes leyó ese tremendo poema de cabo a rabo, eh?) pero el propio título ya lo hace: sí, hay una Lucrecia y alguien la viola. El trabajo chespiriano de introspección psicológica es brutal; la proximidad a todos los elementos de un acto tan execrable como universal es tal que uno se pregunta si el propio William no habrá sufrido o hecho sufrir algo así en algún momento de su vida. Los vaivenes emocionales y la naturalidad de los detalles no rozan nunca el lugar común y no hay ni un gramo de histrionismo o justificación moral. Hay que leer La violación de Lucrecia, quizás antes que algunas de sus obras de teatro. ¡Sobre todo hoy, ahora! Shakespeare quería ser poeta, no dramaturgo. Ese era el pasaporte a la fama que creía haber comprado. Y es en la poesía donde repasa una vez tras otra la cuestión del poder en las relaciones eróticas. Cierto es que en esos largos poemas seudo-amorosos William ponía sus esperanzas de venta cuando los teatros tenían que cerrar por la peste, pero no lo es menos que la problemática profunda de un género y otro difería y también difería el tratamiento de los universales. En fin, no es mi intención hacer una apología del Bardo como bardo antes que como empleado y empresario de teatro; no obstante, recomiendo hacer una lectura pausada, atenta, desprejuiciada, irreverente incluso, de la poesía chespiriana, que al fin y al cabo no es tanta. Cuestión que mi revancha de nadador de fondo por tener que surcar aguas llenas de medusas lingüísticas fue usar (¡en ambas acepciones y por única vez en mi carrera!) el verbo de marras en el verso 677 de Lucrecia, justo cuando el violador comete el acto: “Entonces puso el pie sobre la luz,/ pues luz y vicio son archienemigos./ Oculto en esa noche de betún,/ es más tirano el crimen sin ser visto./ La oveja llora, el lobo la ha cogido/ y ahoga el lloro con la colcha blanca,/ matándolo en sus labios escarlata”. Shakespeare usa seize, que es tanto agarrar como atrapar o aferrar, y un eufemismo de take en el sentido sexual; yo uso coger, que es ambas cosas pero en distintas orillas. ¿Y ahora qué? ¿Me obligo a no volver a usar el verbo en aras de la simetría? ¿O doy mi revancha por nadada? En cualquier caso, la línea entre coger y no coger en las traducciones sudacas en España ya está trazada, y no por mí, válgame el suelo. Como muestra, un botoncito: no hace mucho, una editorial argenta quiso poner en el mercado hispano un texto trans de alto voltaje erótico, para lo cual se revisó la traducción y, con cierto criterio, se reemplazaron todos los coger por follar. El resultado fue que cada dos por tres los personajes se pasaban a refollar por aquí o allá, se sobrefollaban, enfollaban, esfollaban y yo qué sé cuántas cosas más. O sea, lo dicho: habrá que hacer nomás ese estudio de una vez.

lunes, 2 de octubre de 2023

Un importante estudio sobre la editorial Minotauro, realizado por Martín Felipe Castagnet

Paco Porrúa
"Minotauro, una odisea de Paco Porrúa, publicado por Tren en Movimiento, recorre las particularidades de un catálogo profundo y heterogéneo, una estética que quedó grabada en la memoria cultural y la curiosa trama detrás de los heterónimos con los que su editor firmaba sus múltiples traducciones." Esto dice la bajada de la nota publicada por Lautaro Ortiz, a propósito del libro de Martín Felipe Castagnet,en el suplemento Radar, del diario Página 12, el 1 de octubre de este año.

El libro que cuenta la historia de Minotauro, el mítico sello dedicado a la ciencia-ficción

Una tarde otoñal de 1954 Jorge Luis Borges discó el teléfono de Paco Porrúa: “Tengo el prólogo”, le anunció. Un rato después le entregó en mano el manuscrito y le devolvió la segunda edición de The Martian Chronicles que el sello norteamericano Doubleday & Company había lanzado en 1951, con ilustración de tapa de Robert Watson. Luego de despedirse, Borges abordó un taxi con dirección a Emecé. Todavía entusiasmado con la lectura de Ray Bradbury (“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?”) instó a los directivos de la editorial a crear de inmediato una colección de ciencia ficción.

¿Qué hubiese pasado si Borges obtenía una respuesta positiva? La especulación no es ingenua, y reafirma la decisiva importancia de Minotauro, uno de los proyectos editoriales más recordados por los lectores, y ricos para el análisis, del mundo del libro argentino: por catálogo (Bradbury, Tolkien, Ballard, Golding, Calvino, Burguess, Dick, entre otros), por diseño y gráfica (a cargo de pintores y dibujantes), por traducciones (Borges, el mismo Porrúa, Floreal Mazía, Carlos del Peral, Pirí Lugones, Bianco, Aurora Bernárdez, entre otros) y por establecer un modelo de cómo y cuál es el verdadero trabajo del editor y el fin de una editorial.

Sin lugar a dudas el frustrado intento de Borges selló la suerte de la criatura que concibió el hispano-argentino Francisco Paco Porrúa y que tiene como fecha de partida el mes de agosto de 1955, momento en que llegó finalmente a las librerías de Buenos Aires el primer libro del sello: Crónicas marcianas, con aquel imbatible prólogo y aquella primera portada del secretísimo patafísico Juan Esteban Fassio (¿quién no imaginó frente a ese diseño a un nervioso Kepler dibujando las órbitas gravitacionales?).

“Esos libros no se parecían a ningún otro”, escribe el investigador Martín Felipe Castagnet en la introducción de su Minotauro, una odisea de Paco Porrúa, impecable trabajo para el que tuvo que hurgar y preguntar, llegando a coversar con el mismísimo Porrúa y muchos otros protagonistas de la historia de la editorial. Rearmando así el difícil (por lo amplio) rompecabezas crítico, histórico y declarativo en torno a Minotauro que se fue atomizando desde mediados de los 50 hasta hoy, a medida que crecía su catálogo, surgían anécdotas entre escritores y agentes literarios, y se escribían estudios críticos sobre aquel fenómeno editorial.

Castagnet sistematizó y reconstruyó para luego ofrecer, por primera vez, un análisis minucioso del sello. Ordenó las colecciones, señaló los distintos momentos que tuvo Minotauro desde sus inicios hasta que pasó a manos de Planeta en 2001 y marcó etapas según el diseño. Y, sobre todo, presentó un orden en cuanto a los títulos publicados y a las diversas colecciones que tuvo el sello, como Spectrum, Metamorfosis y Fuera de Colección donde apareció, por ejemplo, Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar. Pero la investigación de Castagnet no sólo se queda en esas cuestiones referidas al catálogo (el libro ofrece un listado puntilloso) sino que se puso a desenredar la intrincada relación en cuestiones económicas y editoriales que vivió Minotauro en Argentina con el sello Sudamericana (que ofició durante años de administrador comercial y distribuidor) hasta 1975 cuando Porrúa se radicó en Barcelona y Minotauro se vinculó con Edhasa. Al mismo tiempo, ese análisis lo llevó a consagrar páginas a la figura y el pensamiento del Porrúa editor.

Tiempos modernos
“No recuerdo la primera vez que escuché hablar de Porrúa; cuando leí la mayoría de los libros de Minotauro no conocía su existencia, a pesar de que la mayoría de las traducciones eran suyas. Enterarme de que usaba heterónimos para firmarlas (un sistema mucho más elaborado que el pseudónimo), me llevó a realizar un relevamiento incluso de índole familiar, ya que muchos de ellos provenían de apellidos de sus antepasados”, señala el investigador en la introducción, donde señala que tuvo la posibilidad única de entrevistarlo en su departamento en Barcelona en diciembre de 2012 gracias al contacto de Rodrigo Fresán.

“Me lo pasó junto a una advertencia: ‘Porrúa ya no recibe a nadie. No le sacaron una palabra ni siquiera cuando murió Bradbury’, me dijo. Marqué el número desde la habitación del hotel y me atendió el mismo Porrúa. Le conté que estaba escribiendo una tesis sobre Minotauro y que me había criado leyendo los libros de la editorial. Su voz grave me explicó, casi excusándose: ‘Estoy un poco limitado y con muchos años, pero lo que podríamos hacer es que vengas a verme’. Al día siguiente fui a visitarlo”, escribe Castagnet, que se reunión durante hora y media en la biblioteca del editor, que en ese momento tenía 90 años. “La ayuda brindada por el propio Porrúa y luego por su familia (hermanos, hijos y sobrinos: todo agradecimiento es poco) fue fundamental para entender el proceso vital detrás de Minotauro y cerrar los cabos sueltos de esta investigación, sobre todo los referidos al origen de la editorial. Entre los materiales de análisis consignados, se destaca principalmente el epistolario conservado por su familia, que iluminó la relación laboral (fraternal, en algunos casos) de Porrúa con autores, traductores y agentes”.

La tesis de Castagnet sobre el origen de Minotauro sostiene –como ya lo había deslizado Pablo Capanna en El sentido de la ciencia ficción de 1966, aquel primer ensayo argentino sobre la “ficción científica”, como le gustaba decir a Borges– que: “La idea de Minotauro nació con la lectura de un artículo de Boris Vian y Stéphane Spriel en la revista dirigida por Jean-Paul Sartre, Les Temps Modernes, de octubre de 1951, titulado ‘Un nouveau genre littéraire: la science-fiction’. El artículo servía como introducción declarada al cuento ‘Le Labyrinthe’, de Frank M. Robinson”. Esto que señala el investigador lo confirmó el mismo Porrúa al decir: “Curiosamente todo empezó por mis concepciones políticas de izquierda. La idea de Minotauro nació de mi lectura de la revista de Sartre, Les Temps Modernes. Yo la leía todos los meses, me interesaba mucho esa revista, tanto desde un punto de vista filosófico como político”.

El editor luego agregará: “En una revista francesa había leído sobre un autor norteamericano, al que llamaban ‘el poeta de la ciencia ficción’. Me interesé, fui a una librería en Buenos Aires y compré (en inglés) El hombre ilustrado, de un tal Ray Bradbury. Enseguida tuve asombro, alegría y sorpresa; quise leer todos sus libros”.

Leer el futuro
La historia de la literatura de ciencia ficción en Argentina está ligada, claro, a las revistas. Imposible entender el fenómeno de Minotauro sin antes mencionar Hombres del futuro, primera publicación dedicada el género de la que salieron sólo tres números en 1947. Y, claro, la mítica Más allá (1953-1957) que editaba la Editorial Abril, revista que abrió las puertas a las novedades literarias norteamericanas (cuentos de Bradbury fueron publicados por primera vez en sus páginas, por ejemplo) y que reunían artículos científicos según los modelos de Mechanix Illustrated Magazine y Galaxy, pero que sobre todo estableció una relación muy fuerte con sus lectores.

Casualmente, junto a este estudio de Minotauro acaba de salir el libro Más allá: La generación que leyó el futuro del trío autoral Wanda Elfenbaum, Christian Vallini Lawson y Darío Lavia, donde se recupera la voz de los lectores de aquella revista que relatan por qué encontraban en la lectura de la ciencia ficción una ventana para entender el presente del mundo. Como se ve, el terreno editorial estaba ya preparado. Pero faltaba sembrar, y apareció Porrúa.

Explica Castagnet: “La editorial Minotauro esquivó la identificación con la corriente hard science fiction, una aproximación dirigida a científicos, ingenieros y técnicos (en Argentina, constituían una minoría lectora, el 11,6% de los lectores según una encuesta de la revista Más allá de diciembre de 1953). A su vez, tampoco optó por la masividad construida mediante el fandom, tal como se concibe al género en los Estados Unidos. En cambio, Porrúa puso el énfasis en la calidad literaria de los textos y en un lector pensado como consumidor de literatura culta por medio del diseño abstracto de las portadas, los prólogos firmados por Borges que apelan a su figura para legitimar las obras, y la selección y traducción de los títulos según el modelo francés, de donde provino la idea germinal de la editorial. Minotauro detenta un capital simbólico prestigioso pese a haberse consolidado como un sello dedicado a la publicación de géneros con escasa legitimación dentro de la tradición crítico-literaria. La concepción no dogmática de los géneros le permitió publicar a autores de prestigio, pero cuya producción se presenta también por fuera de los géneros mencionados (Kurt Vonnegut, William Golding, Martin Amis e Italo Calvino, entre otros). Además, la editorial se convirtió en un agente principal en la formación de una tradición contemporánea del fantástico en el Río de la Plata”.

Tapas de arte
Uno de los capítulos más interesantes de este trabajo editado por Tren en Movimiento es el titulado “Los rostros del monstruo: El diseño de Minotauro”, donde Castagnet reconstruye la historia editorial según arte de tapa y distingue cinco momentos. Sobre ese aspecto clave Juan Sasturain, en una nota aparecida en este diario y que cita el investigador, ya había clarificado cuestión diciendo: “En la imagen, Porrúa optó por lo moderno, no por lo bizarro: en lugar de cohetes y monstruos con ojos de insecto, las tapas de los primeros años de Minotauro son dibujos abstractos del notable Juan Esteban Fassio, el genuino patafísico argentino. En los sesenta, ilustrará Rómulo Macció; en las décadas siguientes, con rediseños sucesivos serían artistas como Fati, Nine o Chichoni los que darían la cara en la tapa”.

En los períodos que analiza Castagnet se observa claramente cómo el diseño fue un factor decisivo para la colección y para la memoria de sus lectores. Se explica, en primer lugar, qué buscó el ya mencionado Fassio: “De clara impronta moderna y surrealista, se constituyó en oposición a las ediciones pulp en las que se solían editar la ciencia ficción y el fantasy. Estas ediciones contribuían a separar a un lectorado masivo pero especializado y cerrado de uno más general, culto pero sobre todo abierto, como pretendía Porrúa”. También cómo y cuál fue la participación del pintor Rómulo Macció y del gran ilustrador uruguayo Domingo Ferreira; y por último cómo llegaron (ya con Marcial Souto como capitán) la banda de ilustradores que habían dado que hablar en las publicaciones de La Urraca de Cascioli como Humor, Fierro y El péndulo: Luis Scafati, Carlos Nine, Oscar Chichoni, Jorge Sanzol, y Raúl Fortín, entre otros dibujantes.

Este imprescindible trabajo de Martín Felipe Castagnet, además de la “data” precisa que aporta y de las importantes aclaraciones sobre ciertas colecciones y ciertos autores que formaron parte de Minotauro, es bienvenido al robusto escenario bibliográfico de compilaciones y análisis académicos de catálogos de las editoriales argentinas, un fenómeno que desde hace años se viene acentuando.

Solo cabría preguntarse si “el modo”, es decir el lenguaje elegido en ese corpus de análisis crítico con que se abordan estos fenómenos editoriales populares no atenta contra el evidente entusiasmo que despiertan. Por suerte Minotauro, una odisea de Paco Porrúa, escapa por momentos a ese destino y se ofrece no sólo como material de consulta, sino como una historia a disfrutar.

Como dijo Bradbury en uno de sus muchos “ensayos informales” que solía escribir para diarios y revistas: “Vayan a buscar esos libros que los llenaron de gozo, elijan sus preferidos, y fíjense si su larga memoria umbilical ha sido cortada o todavía están ustedes atados a las cosas que amaron en las bibliotecas, hace mucho tiempo”.

En esos estantes de la memoria, sin dudas, están los casi 300 títulos que editó Minotauro.