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martes, 1 de octubre de 2019

Jorge Herralde y los 50 años de Anagrama: cuando la crème de la crème es más bien crème brûlée


Cuando se habla de editoriales “independientes”, uno de los mayores problemas es, justamente, entender de qué clase de independencia se habla. Porque no formar parte de ninguno de los dos grupos existentes (Penguin Random House y Planeta) no es necesariamente un pasaporte a la independencia. 

Este último detalle no es obstáculo para que muchos sigan creyendo que la española Anagrama es una editorial independiente (aun cuando haya sido vendida a la italiana Feltrinelli) y que Jorge Herralde es un gran editor (aunque en cincuenta años de trabajo no haya sido capaz de formar a ningún heredero que continúe con su labor ni se haya preocupado por hacer que sus libros, que se venden en toda América, tengan traducciones ecuménicas que respeten al lector latinoamericano). Por eso, cuando lo llaman “el último mohicano” de la edición independiente, uno bien podría pensar que es un insulto a otros editores independientes, igualmente longevos en el negocio del libro, acaso más leídos y arriesgados, con mejores criterios de edición y una idea de sí mismos menos florida que la que suele exhibir Herralde. 

Curiosamente, gracias a la nota firmada por Matías Néspolo –escritor argentino radicado en Barcelona, y publicada por el diario El Mundo de esa ciudad, reproducida luego por el diario La Nación, de Buenos Aires, del 26 de septiembre pasado– nos enteramos de que, de joven, en los años setenta, Herralde hizo dinero copiando al editor francés François Maspero (1932-2015), que en Francia vendía textos de izquierda y libertarios, sin descuidar la mirada de Latinoamérica. Sin embargo, después, cuando cambió el viento, Herralde se dedicó a inventar fenómenos literarios, conjuntamente con Carlo Feltrinelli y Christian Bourgeois, creando la ficción de que ciertos escritores son "realmente" importantes (de hecho, en la nota, el mismo Hanif Kureishi se ríe de la maniobra de marketing empleada para nombrarlo a él y a sus colegas ingleses como dream team, algo que en la propia Gran Bretaña no ocurre). Por eso causa una cierta consternación leer sobre una reunión de hombres de negocios venidos a intelectuales como de una reunión de la crème de la crème de la literatura.  En síntesis, mientras no aparezcan voces que griten públicamente “el emperador va desnudo”, Herralde seguirá siendo el dueño del circo y pasará a la historia como lo que nunca fue: un gran editor. Pero a no desesperar, siempre hay tiempo para cambiar la historia.

La crème de la crème de la literatura
en la fiesta de los 50 años de Anagrama

BARCELONA.– “El es el jefe”, dice Richard Ford, remarcando el mote en español. El escritor americano, que acaba de publicar un nuevo libro de relatos, Lamento lo ocurrido (número 1015 de una célebre colección amarillo limón), ha cruzado el Atlántico sólo para acompañar al agasajado. También lo ha hecho Daniel Divinsky, “mi colega argentino”, como dice el protagonista, “que conocí nada menos que en 1968 y al que me une una gran amistad”. Ambos, Ford y Divinsky, reciben una mención especial de agradecimiento por el viaje. Y esas son sólo dos figuras internacionales de la literatura y el mundo del libro –o quizá sería mejor decir estrellas–, y hubo hoy más de 500 invitados a un céntrico restaurante barcelonés para celebrar el medio siglo de vida de un imperio literario en español llamado Anagrama.

El jefe, también conocido como “el último mohicano” de la edición independiente es, por supuesto, Jorge Herralde. Pese a los premios, homenajes y distinciones recibidos a lo largo de su carrera, no puede ocultar la emoción de los más cercanos, “me alegra ver tantas caras conocidas”, en la gala del 50 aniversario de Anagrama. Esa “editorial de ensueño” o “el mejor club del que uno pueda formar parte”, a decir de Carlo Feltrinelli en su discurso, el hijo del legendario Giangiacomo Feltrinelli y presidente del grupo homónimo italiano al que pertenece la casa desde 2017, que “lanza flores al escenario de las librerías de todo el mundo”, loa el directivo, y cuyo catálogo histórico, editado con lujo y mimo para la fiesta, “es el producto editorial perfecto, y lo digo sin riesgo de que me contradiga Roberto Calasso aquí presente”, completa, con un guiño al viejo amigo y compañero de ruta de Herralde, histórico de Adelphi Edizioni.

Tras los discursos, Richard Ford sigue rememorando cómo conoció al jefe cuando apenas tenía 37 años y estaba “aterrado”, pero con el que acabaría publicando toda su obra. Y el jefe ya es “un gran amigo, generoso y empático, pero también muy serio, un editor con E mayúscula”, dice. “Ser editor es encontrar un equilibrio muy delicado, porque siempre tienes que estar abierto a la posibilidad de decir que no, incluso a un amigo. Yo por eso lo respeto, porque tengo la confianza de que nunca publicaría un libro mío si no creyera que vale la pena”, explica Ford. Mientras que Alesandro Baricco resume las virtudes de Herralde aún más: “Es un editor como los de antes. Si tuviera que encontrar un equivalente, sería como Gaston Gallimard en Francia”, dice el autor de Seda.

Un tanto más indiscreto y puede que divertido se muestra Hanif Kureishi, que no quiere oír ni hablar del Brexit. Kureishi confiesa que el famoso dream team británico, como se popularizó en castellano su generación (Barnes, Amis, McEwan, Ishiguro...) fue una travesura del editor, hincha del Barça y obsesionado entonces por el equipo de los sueños de Johan Cruyff. “El dream team fue una invención de Herralde. Obviamente que en el Reino Unido no nos llaman así, la etiqueta es suya”, explica.

En la misma línea jocosa de la indiscreción se ubica otro portento, Emmanuel Carrère, que define a su editor en castellano como “un hombre apasionado de la literatura, degustador de libros y de placeres literarios”, dice. Con él la relación es extremadamente fácil, pero lo que detesta es que pierda tiempo en el cine”, comenta risueño el realizador que en la actualidad prepara la adaptación de la novela El muelle de Ouistreham de la periodista Florence Aubenas, con un equipo de actores no profesionales, a excepción de la protagonista Juliette Binoche.

Puede que ese joven de la alta burguesía catalana que fundara a los 34 años su propia editorial –tras una estadía en París donde aprendería el oficio de François Maspero por consejo de Esther Tusquets– dedicada a la izquierda heterodoxa, el pensamiento libertario, el feminismo y la contracultura jamás soñara convertirse en el útlimo mohicano de la edición o “el jefe” de una tribu literaria sin fronteras y con tantas estrellas. Pero eso es lo que consiguió Herralde con medio siglo de Anagrama, porque allí estaban para soplar las velas Irvine Welsh, Yasmina Reza, Melania Mazzucco, Jean Echenoz, Jonathan Coe, Catherine Millet y tantos otros. Para no mentar además a los latinoamericanos y españoles como Pedro Juan Gutiérrez, Carlos Fonseca, Luis Goytisolo, Martín Caparrós, Marta Sanz y un largo etcétera. Y el cartel de lujo lo completaron incluso grandes editores y agentes internacionales, muy cercanos a la tribu Anagrama de un modo u otro, como Dominique Bourgois, Heinrich Von Berenberg, Olivier Rubinstein y Teresa Cremisi, entre otros.

martes, 20 de agosto de 2019

Nueva queja, esta vez de un calificado lector de México, sobre las malas traducciones de Anagrama


Juan Carlos Calvillo
(Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Sus líneas de trabajo giran en torno a Shakespeare, Emily Dickinson, la traducción de poesía y otros temas de literatura inglesa y norteamericana. Hace poco, más precisamente, el 16 de abril de este año, publicó un artículo en la revista Letras Libres, a propósito de las traducciones del sello español Anagrama. En la bajada se lee: “En medio siglo de existencia, no le ha faltado a la editorial la flexibilidad necesaria para renovarse ante asuntos de urgencia. Pero en lo que incumbe a sus traducciones la política parece ser, simple y llanamente, no dar el brazo a torcer.
” Este blog se ha ocupado de las malas traducciones de Anagrama en numerosas oportunidades. A modo de ejemplo, véanse las entradas correspondientes al 1 de julio de 2009, 23 de agosto de 2012, 23 de noviembre  de 2016, 18, 19 y 20 de  diciembre de 2017,  8 y 9 de agosto de 2019,

Cincuenta años 
de traducciones de Anagrama

Con cerca de cuatro mil títulos en una veintena de colecciones, cien libros nuevos cada año y dos de los premios anuales más importantes para obra inédita en español, Anagrama ha sido, a lo largo ya de cinco décadas, el sueño hecho realidad de innumerables bibliófilos que tuvieron alguna vez la ilusión de fundar una editorial.

El proyecto que inició Jorge Herralde en 1969 ha formado a generaciones de lectores en todo el mundo hispanohablante, no solo dando a conocer a autores extranjeros en ámbitos distintos al de su origen –como es natural para un sello que traduce dos de cada tres títulos que publica– sino también apostando, en sus propias palabras, por los “clásicos del futuro”. Yo no habría conocido a Julian Barnes, a Tabucchi, a Houellebecq, a A. M. Homes, de no haber sido por Anagrama, y creo que lo mismo, más o menos, podría decir cualquier lector en España o Latinoamérica de Richard Ford, Patricia Highsmith o Kenzaburo Oé. A lo largo de estos cincuenta años la editorial ha sido promotora y pionera, y rara vez se ha ido por la segura al implementar su distintiva “política de autor”. Sin duda, ha sido gracias a esa convicción propia del editor de oficio que tenemos literaturas, y sobre todo lectores, que no habrían existido sin Anagrama.

Dicho esto, también es preciso reconocer que otras manifestaciones más porfiadas de esta seguridad han llegado a enfurecer, y no sin motivo, al público lector de todo un continente. En distintos asuntos de urgencia no le ha faltado a la editorial la flexibilidad necesaria para renovarse (como, por ejemplo, en el sonado caso de las sucesivas portadas de Lolita de Vladimir Nabokov), pero en lo que incumbe a sus traducciones la política parece ser, simple y llanamente, no dar el brazo a torcer.

Cualquier cantidad de quejas se ha publicado en la prensa impresa, en medios electrónicos, en revistas y reseñas, por las traducciones castizas de Anagrama, y muchísimas más todavía son las que circulan de boca en boca entre sus lectores devotos e indignados. Es célebre de este lado del Atlántico, por horrenda, la versión de La máquina de follar de Bukowski, viejo indecente; lo son también las críticas de las versiones de Irvine Welsh, que convierten el llamado demótico escocés en la jerga de un español barriobajero, y ya para qué mencionar lo que se ha llegado a decir de las traducciones de Burroughs, Kerouac o Carver, por citar solo casos en los que la lengua de partida es la inglesa. La única ocasión, que yo sepa, en que un representante de Anagrama hizo un pronunciamiento público al respecto, en mayo de 2016, afirmó que a la editorial –como a cualquier otra, al parecer– le resulta imposible comisionar traducciones distintas para cada uno de sus mercados, y que por ello las suyas “se encargan principalmente a traductores españoles”: es cierto, se mantuvo, que en novelas que recurren al registro informal “se hace evidente un argot más marcado”; en otras, sin embargo, “esto apenas sucede”.

En relación con lo anterior creo que hay un par de cosas que conviene tener en mente, dado que las olvidamos con frecuencia. La primera es que la brecha entre las variedades regionales de nuestra lengua no representa, por fortuna, un problema verdadero de inteligibilidad: los hablantes del español nos entendemos mutuamente casi a la perfección, salvo por una u otra palabra local, un giro idiomático aquí y allá. Daño no nos hace familiarizarnos con las maneras en que se habla nuestro idioma en otras partes del mundo, por mucho que creamos, falazmente, que la nuestra es la “correcta”.

La segunda es que el traductor literario –incluyendo al muy vilipendiado “traductor de Anagrama”– tiene todo el derecho de usar en su trabajo la variante lingüística que considera propia, sea su dialecto americano o ibérico, y la defensa vehemente de este derecho no debería ser solo una prerrogativa sino, sostengo, una obligación. Por tanto, me parece que tendemos a caer en el facilismo cuando criticamos una traducción por ser regional, en particular dado que ninguno de nosotros –de este lado del Atlántico o de aquel– podría evitar ese regionalismo, a fin de cuentas. (Valga recordar que el español “neutro” no existe, e incluso si existiera, no serviría para traducir literatura.)

La razón por la que nos fastidian las “menudas pollas” de los “tíos”, los “canutos” que “encienden” cuando “hacen novillos” o poco antes de “echarse un polvo”, los “gilipollas”, las “hostias”, los “coñazos” y demás jerigonzas del español que denominamos “peninsular” no es, en principio, o no debería de ser, el hecho de que nos sean ajenas sino, más bien, el hecho de que se nos impongan en Latinoamérica de un modo, por lo general, hegemónico, desinteresado e irredento. De ello no tienen la culpa los traductores, por supuesto, que hacen su trabajo día a día con la lengua que dominan; la tiene, sin duda, la industria editorial, que no tiene reparo en perpetuar la superioridad de una variante siempre que pueda ahorrarse unos centavos.

Es una profesión de supina credulidad –por no decir ya de complicidad– seguir aceptando de manera tácita que una empresa con presencia internacional, como Anagrama, no tiene los recursos para comisionar traducciones distintas, si no para todos los países en los que se distribuyen sus libros, cuando menos para dos o tres regiones de Latinoamérica, y esto particularmente a la luz de los ingresos que representa para la compañía su clientela ultramarina. Muchas veces, en diálogo exaltado con el gremio editorial, los traductores americanos hemos pedido que ciertas cartas se tomen en el asunto: ¿es de veras mucho pedir que se les pague a dos o tres traductores para comercializar novelas cuya fuerza reside en el uso de un registro coloquial? (No es gran cosa lo que pagan, de cualquier modo.) Si sí, ¿no podrían adaptarse las versiones para los mercados en los que resultan chocantes, suponiendo, desde luego, una colaboración cercana entre traductor y adaptador? (No sé de ningún colega que pudiera ofenderse por ello.) Y si no, ¿resulta en realidad tan impensable ampliar la cartera de traductores de una editorial, a fin de que sea más representativa en términos de variedades regionales? (Tampoco a los lectores españoles les haría daño salir de la comodidad de su jerga de vez en cuando.) Soluciones hay, y viables todas; el asunto es que cada una de ellas implica un posicionamiento frente a las políticas lingüísticas, culturales y financieras que, por lo pronto, no todas las empresas editoriales están dispuestas a tomar.

Ahora bien, como lectores, es comprensible que esporádicamente incurramos en un nacionalismo impensado o en una suerte de dignidad anticolonialista al condenar las traducciones ajenas solo por ser tales, por parecernos extrañas y distantes. Con todo, insisto en que esa es una manera engañosa de ver el problema. Una traducción no es mala por ser española: es mala cuando es inadecuada, cuando fracasa en la consecución de los designios que se propone. Muchas traducciones de Anagrama son fallidas precisamente por esta razón: porque al negarse a considerar los contextos de recepción de sus libros en toda su diversidad quebrantan el pacto de verosimilitud que exige la propia literatura que publican.

Si hemos de criticar las traducciones de Anagrama –y yo pienso que hemos, en beneficio de nuestra literatura y de la práctica de la traducción, tanto como para fomentar un espíritu crítico que pueda llamarse responsable–, que sea, pues, a sabiendas de que, mucho más a menudo que el traductor, la “pasta” es la culpable de que nos sigan resultando penosas, grotescas o inauténticas de este lado del charco.

viernes, 9 de agosto de 2019

Anagrama y Jesús Zulaika lo vuelven a hacer


El narrador Carlos María Domínguez publicó, el pasado 4 de agosto, la siguiente reseña a propósito de El roce del tiempo, el último libro del narrador inglés Martin Amis, en el suplemento cultural del diario El País, de Montevideo. “Son artículos literarios, políticos, sociales, escritos con la inteligencia a la cual Martin Amis nos tiene acostumbrados. Eso sí: el lector deberá sortear una descuidada traducción”.

Martin Amis con alguna dificultad

Martin Amis ha reunido sus artículos literarios, políticos, sociales, y varias crónicas de investigación, en las mesas de póker de Los Ángeles, en el mundo de la pornografía o en el de los lisiados por la violencia colombiana, publicados en la prensa norteamericana y británica a lo largo de treinta años, entre 1986 y 2016. Recorren un amplio campo temático y en conjunto revelan sus afinidades con la obra de otros escritores, además de algunas de sus preocupaciones más sostenidas, como el conflicto de Occidente con el Islam o la deriva del partido Republicano que habría de desembocar en la presidencia de Trump, a la que le dedicó tres artículos distanciados en el tiempo, pero con parejo espíritu descriptivo y crítico.

De mayor vigencia son sus retratos de las trayectorias de Nabokov y Saul Bellow, dos autores que conoce bien, junto a las reseñas dedicadas a otros escritores como Philip Roth, Don DeLillo, J. G. Ballard, Updike, y Jane Austen. En todos estos trabajos da muestras de su admiración, con valoraciones inteligentes y arbitrarias que no alcanzan a desplegarse en las dimensiones del ensayo. También traza una excelente recuperación de la figura de su amigo, el escritor y polemista Christopher Hitchens, del actor John Travolta, rescatado de la ruina por Tarantino, y de la dimensión trágica de la Princesa Diana. Es menos afortunado en su retrato de Diego Maradona y la condición argentina, tópicos que aborda por los estereotipos más transitados, y en la inclusión de algunas notas de prensa que lo tuvieron por protagonista, en las que su talento no brilla. Pero es hora de avisar que este libro llega con una dificultad.

La traducción de Jesús Zulaika deja la prosa de Amis detrás de un vidrio esmerilado en el que pueden avizorarse algunos destellos, pero opaca y desdibuja muchas de sus afirmaciones. El lector hispano se encontrará frente a la duda de si está delante de torpezas en la traducción o la lógica de Amis es tan estrictamente inglesa que lo deja fuera de sus complicidades y supuestos. En la primera página, por ejemplo, deberá desentrañar el sentido de esta frase: “Para cuando apareció la cuarta (su cuarta novela publicada), casi todas las actividades colaterales estaban tan de moda que los escritores, en efecto, eran objeto de traspasos de las revistas del corazón a Vanity Fair. Desdichadamente, abundan las frases de un tenor similar.


martes, 19 de diciembre de 2017

Sobre una traducción de Enrique Pezzoni (II)

En octubre 2009, en la revista Vasos Comunicantes (N° 29) el traductor Juan Manuel Ortiz Gozalo (cuyo perfil público en el sitio Infojobs dice: "Soy una persona voluntariosa, proactiva, habituada a trabajar en equipo y con experiencia en los campos de la enseñanza, la edición y la hostelería") publicó “No está escrito en mármol”, un muy interesante artículo sobre la retraducción de literatura contemporánea. En uno de sus apartados recoge, justamente, la cuestión de la traducción realizada por Enrique Pezzoni de Lolita, de Vladimir Nabokov. Allí se refiere, entre otras cosas, al artículo publicado en este blog el día de ayer y a lo que imagina como cuestiones de censura, pero equivoca las fechas ya que Pezzoni tradujo la obra en cuestión en 1959, cuando en la Argentina ya no había una dictadura militar, sino un gobierno democrático (en la medida que puede ser democrático un gobierno cuando hay proscripción de un partido político; en este caso, el peronismo). Jorge Herralde compró la traducción en 1986, cuando tampoco había dictadura, pero no se le ocurrió revisarla. La traducción en cuestión tiene las fallas que tiene, pero la edición española de Anagrama, como la mayoría de los títulos traducidos de esa editorial, carece de verdadera edición. O sea.

No está escrito en mármol
(fragmento)

El segundo caso que expongo es el de la editorial Anagrama, comúnmente reconocida por la calidad de sus traducciones y por los rescates que su editor, Jorge Herralde, lleva a cabo de las obras que en su día publicaron los editores que lo precedieron y de los que aprendió el oficio. Pues bien, una décima parte de su programa editorial son, como en el caso de Siruela, rescates de obras descatalogadas o de su propio fondo editorial, y tanto si han sido publicadas por Anagrama como si no, se revisan y corrigen. En caso de que rechace una, normalmente por su mala calidad o por estar traducidas a un dialecto hispanoamericano que las hace incomprensibles para el lector español, su retraducción se encarga a un traductor de confianza. Esto ocurre en un 10 % de las obras rescatadas y sólo entre las que se han adquirido a los traductores.

Pero entre las retraducciones realizadas por Anagrama, un caso llama particularmente la atención: el de Lolita . Es bien conocido que los Nabokov, a partir del éxito internacional de esta novela, se convirtieron en una empresa dedicada a promover la obra de Vladimir en todo el mundo, por lo que vigilaban de cerca las traducciones a otros idiomas. En Suecia, Véra descubrió que la traducción del libro era claramente defectuosa y los Nabokov no pararon hasta que los ejemplares impresos fueron quemados en un vertedero en los alrededores de Estocolmo.


Sin embargo, la traducción al español de Enrique Tejedor de la misma obra presentaba deficiencias similares, a pesar de lo cual Anagrama la compró a Grijalbo Argentina y la publicó por primera vez en España en 1986. Como todos sabemos, Argentina sufría por aquel entonces una férrea dictadura militar que ejercía una implacable censura sobre las editoriales. No es de extrañar entonces que la traducción de tan polémico texto apareciese mutilada y que su autor no tuviese ninguna opción de controlarla, ya que la inseguridad jurídica y las dificultades de comunicación son dos entre tantas de las consecuencias del totalitarismo. Ahora bien, ¿por qué confió Anagrama en la calidad de la traducción a la hora de adquirirla para publicarla en España? La respuesta a este interrogante la encontramos en una característica ya expuesta de la editorial: su respeto por la impagable labor cultural de algunos editores clásicos de la edición en español. Y es que tras el pseudónimo de Enrique Tejedor se esconde el prestigioso Enrique Pezzoni, editor, y también traductor, de la editorial Sudamericana y, por tanto, gran impulsor de la nueva literatura hispanoamericana en los años sesenta y setenta. Además, el texto venía avalado por la reconocida profesora Nora Catelli, autora asimismo de Anagrama. El caso es que la denuncia pública realizada por la revista Letras Libres terminó haciendo saltar todas las alarmas: no sólo faltaban trozos, sino que además la traducción era francamente mala. Inmediatamente la editorial encargó una nueva traducción a Francesc Roca y se volvió a publicar fielmente en 2003 para nuestro disfrute.

jueves, 23 de agosto de 2012

Un traductor español digno de todo respeto

Jesús Zulaika
El pasado domingo 12 de agosto, la escritora Mori Ponsowy publicó la siguiente columna en el diario La Nación, de Buenos Aires, donde aludía a un artículo anterior –también publicado en La Nación y posteriormente recogido en este blog–, donde criticaba una traducción de Raymond Carver, realizada por el traductor español Jesús Zulaika y publicada en Anagrama. Allí también se comentaba la reacción que Zulaika había tenido ante una entrada de este mismo blog en la cual se reproducía una crítica aparecida en un blog uruguayo. Basta ahora con leer la columna de Mori Ponsowy para saludar a Zulaika en los mejores términos y aplaudir su actitud, que, al fin y al cabo, de esto trata también este blog.  

El comienzo de una hermosa amistad

Quizá algunos lectores recuerden mi anterior columna aquí, esa que trataba sobre la traducción de los cuentos de Raymond Carver al español, y el enojo que yo había sentido cuando me di cuenta de que el traductor parecía haber decidido cambiar el estilo de uno de los mejores cuentistas norteamericanos del siglo XX. El ejemplo que usé fue el de uno de sus cuentos más famosos,"De qué hablamos cuando hablamos de amor", en el que dos parejas pasan la tarde en una cocina, tomando ginebra y hablando de amor. El cuento es prácticamente puro diálogo y Carver, fiel a su estilo minimalista, no describe de qué manera se expresan los personajes, qué gestos ponen al hablar, sino que simplemente escribe "Mel dijo", "Laura dijo", una y otra vez. Sin embargo, el traductor del cuento parecía haber decidido cambiar el estilo carveriano agregándole emociones a los personajes, de modo tal que donde Carver había escrito "dijo Terri", él tradujo "protestó Terri"; donde Carver escribió "dijo Mel", él tradujo "saltó Mel", y así sucesivamente hasta el final del cuento. En aquella columna también contaba que mi indignación se había hecho aún mayor cuando en un blog encontré que, en medio de una discusión, ese traductor afirmaba: "Yo sí soy de Bilbao y cuando pongo en boca palabras a personajes de autores norteamericanos e ingleses, les pongo las palabras que se me salen de los cojones".

Pues, bien. A los dos días de publicada la nota, me llegó un mensaje a Facebook de, nada más y nada menos, que el traductor de Carver, que también resulta ser el traductor de William Faulkner, Truman Capote, Jack Kerouac, Richard Ford, Ian McEwan, Yukio Mishima, Vladimir Nabokov, Kazuo Ishiguro, Martin Amis y Graham Swift. Lo primero que pensé, antes de abrir el mensaje, fue que estaría enojadísimo. Dudé antes de hacer clic, preparándome para lo peor, y al fin lo abrí. Decía así:

"Comprendo tu estupor –e indignación– al leer aquella respuesta mía en la que invoqué la ciudad donde nací y mis atributos sexuales externos. Tengo que explicar que me sentí agredido por un comentarista injusto, que me endosaba haber escrito ¡merluzo! –y otras atrocidades– con un ensañamiento sardónico y una impunidad que no eran de recibo, y a quien quise responder muy personalmente (no era una proclama universal, ni mucho menos). Fue muy ofensivo para mí, y reaccioné de modo irreflexivo. Me gustaría decirte, sencillamente, que no soy tal energúmeno. Y luego, ya en el terreno de la traducción, que en aquel tiempo –mil novecientos ochenta y tantos– era lisa y llanamente inconcebible por estos pagos que en narrativa alguien utilizara dijo para todo uso. De ahí que me sintiera impelido –tras obtener la anuencia de la editorial– a deformar el original. No sabes cuánto me arrepiento.

"Lo que digo se ve refrendado en Principiantes, donde, en el mismo relato –y en todos los demás– respeto escrupulosamente el 'dijo' original, porque han pasado los años y en España los lectores ya han asimilado que tal laconismo repetitivo no es una pobreza expresiva (ni del autor ni del traductor), sino un recurso estilístico (de una gran fuerza y belleza literarias, por cierto). Eso es todo. Te pido perdón por mi exabrupto, y por mi deformación del estilo carveriano en aquel pasado ya lejano (hoy no es fácil rectificarlo, me dicen). Nunca me lo reprocharé lo bastante. Pero he tenido que perdonarme (por razones obvias: tengo que poder mirarme al espejo). Te envío un saludo sincero. Jesús Zulaika."

Jesús Zulaika. Yo no había querido decir su nombre en aquella nota porque me pareció de mal gusto exponer a alguien sin conocer sus motivos, ni darle oportunidad de explicarse. Además, no se trataba de criticar a una persona, sino una traducción. Pero ahora sí digo su nombre, y lo hago con admiración y respeto. ¡Hay tanta gente incapaz de reconocer un solo error, de pedir disculpas, de enmendar caminos! ¡Cuánta caballerosidad en las palabras de Zulaika! Cuánta calidez y humanidad.

Como imaginarán, ese mensaje fue sólo el primero. Le respondí, me respondió, volví a responderle y, ahora, como Humphrey Bogart al final de Casablanca, creo que este es el comienzo de una bella amistad. ¡Quién lo hubiera dicho! Hace poco no nos conocíamos, y ahora somos amigos, casi cómplices. "Es la magia de la vida", me dijo Zulaika. Esa a la que nunca debemos renunciar.

miércoles, 1 de julio de 2009

Una zona maltratada por la traducción


Diego Fischerman es uno de los más importantes críticos musicales de la lengua castellana. Director de la desaparecida revista Clásica de la Argentina, autor de Efecto Beethoven y de otros ensayos sobre música igualmente notables, escribe en el diario Página 12,así como en numerosas publicaciones de Latinoamérica y España. Además, administra su propio sitio de Internet (http://cuentosdelpescador.blogspot.com/), altamente recomendable.
El texto que sigue fue especialmente escrito para este blog.

De música sabemos todos

En la novela Amsterdam, de Ian McEwan, uno de los personajes es compositor. Y opina sobre música. Si el escritor inglés hubiera sabido que el libro se publicaría en Anagrama, traducido por Jesús Zulaika, tal vez habría evitado esos riesgos. De esa manera, Clive, un crítico de los rumbos tomados por la música artística de tradición europea y escrita a lo largo del siglo XX, no se hubiera encontrado condenando algo inexistente como las “secuencias tonales”, en lugar de las “series”. Es decir, “secuencia” y “serie” podría parecer lo mismo pero en música da la casualidad de que no lo es. También se habla más adelante del “tono” –y he allí una de las palabras más conflictivas del inglés, en relación con la música– y resulta que tono, en castellano, no significa nada demasiado específico. Puede ser un acorde, para los guitarristas de música popular, puede ser el modo expresivo (un tono oscuro, por ejemplo) o muchas otras cosas. Gran parte del vocabulario sobre música es metafórico (texturas transparentes, coloridos turbios, orquestaciones densas) y hay una parte que no. Y eso sin entrar en usos locales o propios de subculturas como el jazz, donde ni “sound” quiere decir sonido ni “cool” significa frío, de la misma manera en que “changes” no son cambios (o no sólo eso) sino más bien secuencias de acordes cambiantes. Con ustedes, la zona más desprotegida y maltratada de la traducción: los textos sobre música. Y es que a nadie se le ocurriría traducir un libro de medicina sin un diccionario específico al lado. En cambio de música sabemos todos.