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miércoles, 8 de abril de 2020

Una encuesta para traductores de poesía (XIII)

Décimo tercer día de la encuesta para traductores de poesía.


Judit Filc
Traductora de Emilio Adolfo Westphalen y de Jorge Aulicno, entre muchos otros poetas.

1) ¿Por qué razón traduce poesía?
Traduzco poesía porque me gusta traducir y me encanta la poesía. Cualquier poesía que me impresione, la elijo.

2) ¿Cómo llega a la traducción? ¿Propone usted mismo al autor? ¿Recibe encargos de parte de la editorial? ¿De quién es la iniciativa?
Yo la elijo y le pido permiso al o a la autor/a

3) ¿Qué criterio emplean las editoriales para considerar la paga que usted recibe?
Las editoriales que  eligieron los libros no me pagaron. .En general, “subsidio” las traducciones con la traducción o edición de trabajos científicos o la orientación para la escritura de trabajos o libros (o la traducción “comercial”)

4) ¿Hace usted algo para mejorar esas condiciones?
No, por la respuesta anterior

5) ¿Conoce las políticas de subsidios a la traducción que tienen muchos países del mundo? ¿Los recibe?
Me presenté a fondos de traducción y a premios de traducción. Los premios los conocí por Facebook.


Jonio González
Traductor de cientos de poetas de lengua inglesa.

1) ¿Por qué razón traduce poesía?
Traducir poesía es mi forma de leer poesía. Así empecé hace muchos años y así sigo haciéndolo. Encuentro que es la única forma de intentar llegar al fondo de un poema y de aproximarse al impulso, o llámeselo como quiera, del autor. Con ello no invalido el sentido de la traducción, ni siquiera el de la traducción indirecta (sin la cual, por cierto, los lectores en castellano nos perderíamos muchísimos poetas): algo siempre queda, y suele ser suficiente cuando el autor es lo bastante bueno.

2) ¿Cómo llega a la traducción? ¿Propone usted mismo al autor? ¿Recibe encargos de parte de la editorial? ¿De quién es la iniciativa?
Las veces que he publicado traducciones de poesía ha sido porque las he propuesto a las editoriales. Alguna vez han sido éstas las que me han sugerido determinados autores, pero no he aceptado, básicamente porque no me interesaba la propuesta. De eso hace mucho y desde entonces sólo traduzco a aquellos autores que me interesan y los poemas de ellos que encuentro más próximos a mi... ¿sensibilidad?

3) ¿Qué criterio emplean las editoriales para considerar la paga que usted recibe?
En lo que a traducción de poesía se refiere, las editoriales, al menos aquellas en las que he trabajado y para las que he trabajado, suelen ofrecer al traductor una cantidad fija, que a menudo depende de la importancia (en perspectiva de ventas y/o prestigio) del autor. En el caso de las numerosas editoriales pequeñas, los presupuestos acostumbran ser mínimos, y en consecuencia irrisoria la cantidad que se ofrece al traductor, como si existiese un acuerdo tácito según el cual dicho traductor es al mismo tiempo “compañero de ruta”, en todos los aspectos, del sacrificado editor.

4) ¿Hace usted algo para mejorar esas condiciones?
Mi caso es excepcional, me temo. Tanto en poesía como en prosa, casi todo lo que he traducido ha sido por propuesta mía. En cualquier caso, la fuerza de los traductores para exigir determinadas tarifas es muy relativa, entre otras cosas porque se trata de una profesión autónoma y porque siempre, y cuando digo siempre es siempre, hay traductores dispuestos a trabajar al precio que sea. Ninguna asociación o sindicato de traductores ha sido capaz de unirlos hasta el punto de poder llevar a cabo reivindicaciones que cristalicen en mejoras.

5) ¿Conoce las políticas de subsidios a la traducción que tienen muchos países del mundo? ¿Los recibe?
En el noventa por ciento de los casos, los subsidios a la traducción se los queda la editorial y excepcionalmente pueden representar una mejora en la tarifa.



Edgardo Dobry
Traductor de Edgar Alan Poe, Sandro Penna  y William Carlos Williams.

1) ¿Por qué razón traduce poesía?
Traduzco poesía por ejercicio poético. Traducir prosa narrativa o ensayo es dejarse llevar por el impulso del texto y orientarlo hacia la fluidez discursiva. Traducir un poema, en cambio, es tomar decisiones acerca de qué parte del poema original predominará en el traducido; es asumir la no fluidez, el no contexto. Es volver a escribir el poema tratando de que no toda la energía que encierra el original se disipe en el calor de la traducción en acto 

2) ¿Cómo llega a la traducción? ¿Propone usted mismo al autor? ¿Recibe encargos de parte de la editorial? ¿De quién es la iniciativa?
Ambas cosas. A mí me gusta proponer, porque me "nace" traducir un libro que quisiera leer en una buena traducción y no la tengo. No entiendo del todo un poema en lengua extranjera hasta que no lo leo en una buena traducción o lo traduzco yo mismo. La traducción no sustituye el poema original: lo ilumina desde algún ángulo que no necesariamente es aquel desde el que el original parece pedir la iluminación. Si no me equivoco, la traducción de un poema es una interpretación doble: en sentido hermenéutico y musical.

3)  ¿Qué criterio emplean las editoriales para considerar la paga que usted recibe?
En la traducción de poesía se suele hacer una estimación por todo el trabajo, que pretende abarcar cantidad y calidad. En mi experiencia, la traducción de poesía no se paga necesariamente peor que la de prosa.

4) ¿Hace usted algo para mejorar esas condiciones?
Negociar, cuando es posible. 

5) ¿Conoce las políticas de subsidios a la traducción que tienen muchos países del mundo? ¿Los recibe?
Conozco esas políticas, de las que me beneficié en alguna ocasión para la traducción de un libro mío a otra lengua. Como traductor, no estoy muy al tanto de cómo se obtienen esos subsidios porque de eso se suelen ocupar los editores. No siempre sé cuándo un libro que traduzco se beneficia de alguno de esos subsidios, en varias ocasiones lo he sabido solo por los créditos del libro ya impreso.


jueves, 31 de agosto de 2017

La poesía reunida de William Carlos Williams

El 22 de julio pasado, el crítico literario Juan Manuel Vial publicó el siguiente comentario en el blog que lleva en el diario La Tercera, de Chile. En él se refiere a la Poesía reunida, del poeta estadounidense William Carlos Williams, que, en edición de la editorial Lumen, de Barcelona incluye traducciones del mexicano Juan Antonio Montiel, del argentino Edgardo Dobry y del canadiense Michael Tregebov

Maestro antipoeta

En 1934, el poeta Wallace Stevens escribió el prefacio de una selección de poemas de su amigo William Carlos Williams. Allí, en ese texto, Stevens calificó a Williams de “antipoeta”, cometiendo un error de apreciación que, no obstante, ayudó a que en el futuro la obra de Williams alcanzara un lugar de distinción entre la de sus pares. Comparado con otros poetas de su entorno, tipos sesudos, densos y pedantes, como T.S. Eliot o el mismo Ezra Pound, Williams pasaba por simplón e incluso por ingenuo. Nada más lejano a la realidad: Williams tenía una concepción sólida y profunda de la escritura, que expresó en los siguientes versos: “Componer. (Ideas no, / salvo en las cosas). ¡Inventar! / Saxífraga es mi flor que parte las rocas”. Hoy sabemos de sobra que no por entender la simpleza como expresión de la hermosura, no por utilizar el lenguaje común y corriente, y no por tratar temas de ocurrencia diaria, el poeta se ve menoscabado o se convierte de inmediato en un autor menor. Para nosotros esto es claro desde hace décadas, así nos lo enseñó Nicanor Parra, a quien, dicho sea de paso, su hermano antipoeta William Carlos Williams tradujo al inglés.

La Poesía reunida de Williams actúa como poderoso estimulante, como lectura fabulosa que nos sitúa ante uno de los espíritus más sublimes y encantadores de su época. El cierre del poema “La hostia” da otra pista acerca del credo artístico que Williams practicó con gracia insuperable: “Nadie estaba allí / sino por / la comida. Que sólo yo, / siendo poeta, / hubiera podido darles. / Pero yo, / para hablar, sólo tenía / mis ojos”. Y en “La música del desierto”, tal vez la mejor de sus composiciones, también hay información al respecto: “Parece usted muy normal. ¿Podría decirme? ¿Por qué alguien / querría escribir un poema? / Porque está ahí, esperando ser escrito. / Ah, ¿es cosa de inspiración, entonces? / Más bien de necesidad. / Muy bien, ¿y de dónde sale? / Soy alguien cuyo dilapidado / cerebro / avanza sin rumbo fijo”.

En Viaje al amor, libro dedicado a Flossie, su adorada esposa, Williams repara en que “El amor es / crueldad que con / voluntad / transformamos / para estar juntos”. Y en “El gorrión”, un poema de ese mismo libro, ocurre algo excepcional: “Sus cejas / castañas / le dan un aire / de perpetuo / ganador; incluso / una vez / vi a una hembra gorrión / escalar decidida / hasta el techo / de un depósito de agua / agarrando al macho / por las plumas / y llevarlo, / callado, / sumiso, / colgando sobre las calles / hasta / perderse de vista”.

Me resulta imposible referirme al “hablante” de tal o cual poema, pues para mí está claro que siempre, o casi siempre, es el propio Williams, el de carne y hueso, el que se deja ver en sus versos. Por supuesto que lo que digo no es un pálpito o una sensación, ya que con el correr del tiempo en algo he llegado a conocer al hombre. Su coraje y su sentido del humor, por ejemplo, se ven aquí expresados con exquisita precisión: “Desafié / a los ricos, / o más bien, / dado que ellos son como son, / a quienes los admiran”. Y la larga amistad con Ezra Pound, con el que tantas veces discrepó en público debido al antisemitismo desatado del maestro, queda expuesta con admirable honestidad en la primera y última estrofa de “Mi amigo Ezra Pound”. El poema parte así: “ya sea judío o / galés / espero que le den el Premio Nobel / lo tiene bien merecido / –a perpetuidad– / con tal nombre”. Y concluye con sarcasmo y dureza: “Tu inglés / no es lo bastante específico / Como escritor de poemas / Te muestras como un inepto por no decir como / un usurero”.

Poesía reunida contiene material de algunos de los libros más llamativos de Williams: Kora en el infierno (1920), La música del desierto (1954), Viaje al amor (1955) y Cuadros de Brueghel (1962). La edición bilingüe y las magníficas traducciones de Juan Antonio Montiel, Edgardo Dobry y Michael Tregebov permiten que este volumen llegue a ser, sucesivamente, un lujo indispensable, un regalo inesperado y alimento diario.

viernes, 10 de diciembre de 2010

“Esas horribles traducciones sudamericanas”.

Publicada ayer, en Página 12, con firma de Silvina Friera, la entrevista con Edgardo Dobry, crítico y poeta argentino radicado en Barcelona, de la cual se ofrece apenas un fragmento, fue realizada con motivo de la publicación de Una profecía del pasado, volumen crítico sobre Leopoldo Lugones, que apareció con el sello del FCE.


Un debate que cambió de ámbito

Dobry, poeta y crítico rosarino radicado en Barcelona, sabe esperar. Y generar expectativas. Tiene –lo ha dicho– una actitud ecológica. Hay tantos libros que se publican que él profesa una suerte de “imperativo categórico”: “Cuanto menos escribas, más favor le estás haciendo al mundo”. Al navegar por las 190 páginas de Una profecía del pasado –subtitulado Lugones y la invención del “linaje de Hércules”–, el entusiasmo que genera la lectura es tan descomunal que dan ganas de pedirle al autor que revierta su postura. Si sigue escribiendo ensayos como Orfeo en el quiosco de diarios o el poemario Cosas, un puñado de lectores podrá proclamar que Dobry está dejando una huella saludable en la crítica literaria. “La cultura argentina nunca ha mirado mucho a España, aunque es cierto que la literatura española del siglo XX tampoco tenía mucho para ofrecer”, señala el poeta en la entrevista con Página/12.

–En qué castellano se debe escribir –una pregunta fundadora de las literaturas nacionales– o quién legisla en torno de las lenguas son interrogantes que siguen teniendo, en algunos aspectos, cierta vigencia, ¿no?
–El caso argentino tiene sus particularidades. No se podía aceptar la jurisdicción de la Real Academia Española porque era una institución del poder imperial del que la Argentina se había separado. Sarmiento tuvo una polémica famosa con Andrés Bello, una polémica significativa, porque la posición de Sarmiento era netamente romántica. La única fuente de legitimidad de la lengua es el pueblo. No hay ninguna necesidad de establecer desde arriba un mandato porque la lengua buena, la lengua fuerte, la lengua fluida que el escritor debe utilizar es la que surge en la calle. Pero a finales del siglo XIX empezó a llegar mucha gente al país; no era precisamente la gente que Sarmiento había esperado. No eran alemanes cultos, italianos florentinos que hablaban la lengua de Dante; eran judíos polacos que hablaban iddish, italianos que hablaban dialectos, y gallegos, muchos de ellos analfabetos. Entonces esta polémica se reavivó porque aparecieron todos los peligros del “cocoliche”. Y Lugones se propuso, de una manera sutil pero al mismo tiempo casi violenta, como autoridad para legislar. No es casual que él haya intentado escribir un diccionario etimológico de la lengua, en el que no agotó la letra “A” en 600 páginas; una labor que era imposible de realizar. Pero era como decir: “yo sólo sé más que todos esos académicos de Madrid”. En la literatura argentina está claro que ha habido siempre las dos vías: la vía que pasa por los escritores que escuchan la lengua de la calle e intentan reproducirla, y los que parten de una posición más áurea. Un poco la oposición entre Roberto Arlt y Borges, que fueron bastante incompatibles entre sí y que a lo mejor ahora empiezan a hibridarse.

–¿Por dónde pasa actualmente el debate sobre en qué castellano escribir?
–Creo que ahora el debate no está tanto en la literatura nacional como en el ámbito de la traducción. Durante muchos años, durante los largos y tremendos años de la Guerra Civil Española y del franquismo, muchos libros que no se podían editar en España se publicaban en Buenos Aires, y eventualmente en México. En lugar de un gesto de gratitud hacia esa pequeña industria editorial de la que venían los libros que ellos querían leer, todavía se escucha la queja de que leyeron a tal o cual autor en “esas horribles traducciones sudamericanas”. Ahora, que estoy por unos días acá, muchos de mis amigos me dicen: “Che, pero las editoriales españolas traducen al madrileño; ¡son ilegibles esas traducciones!” (risas). Siempre que vas a un congreso de traductores aparece este debate: ¿a qué lengua se debe traducir?, ¿hay que traducir a un castellano “neutro”?, ¿se debe traducir a una de las variedades dialectales del castellano, para que por lo menos tenga una legitimidad? El castellano es un ámbito muy grande que aparentemente nos hermana, pero que en el fondo es un saco de gatos, porque cada uno piensa que el suyo es el mejor o el más adecuado. Cuando éramos chicos y veíamos las series de televisión dobladas al mexicano, nos daba risa cómo sonaban.

–¿En qué castellano se debe traducir?
–A los traductores que viven en la Argentina les conviene lógicamente traducir para editoriales españolas porque cobran en euros y no en pesos. A veces se ven obligados a adoptar la lengua peninsular. Pero también es una discusión muy difícil de resolver y que depende de lo que se está traduciendo. Si es una novela que trabaja con una lengua muy coloquial, como suele pasar por ejemplo en la joven narrativa norteamericana, si se traduce a una lengua “neutra”, no tiene fuerza. Soy partidario de traducir a una lengua existente, para que los lectores puedan entenderla.