viernes, 28 de marzo de 2014

Rafael Spregelburd: una charla con un tipo talentoso e inteligente


Publicada por la revista colombiana Mutatis Mutandis. Vol. 6, No. 2. 2013, la siguiente entrevista de Nadia Silva Hurtado con Rafael Spregelburd da cuenta una vez más por qué el autor, director y actor  es uno de los más importantes escritores actuales de la Argentina.




Rafael Spregelburd y el teatro traducido
en América latina.

Rafael Spregelburd es un dramaturgo, director y actor de cine y teatro argentino, que además se ha encargado de traducir, entre otras, obras de Harold Pinter, Steven Berkoff, Wallace Shawn, Sara Kane, Gregory Burke, Reto Finger, David Harrower y Marius von Mayenburg. Al mismo tiempo, buena parte de sus textos –que exceden los cuarenta– ha sido traducida a lenguas como el alemán, inglés, francés, italiano, portugués, sueco, checo, catalán, ruso, eslovaco, croata y neerlandés. Por su trayectoria heterogénea, en la que cada oficio parece complementar al otro, Spregelburd se convierte en un referente, para consolidar en Colombia el estudio sobre la traducción de teatro.

La iniciativa de esta entrevista nació en el curso de Investigación en Traducción, en el proyecto en el que trabajo, “Traducción y teatro”, que orienta la profesora Paula Montoya en el programa de Traducción Inglés-Francés-Español de la Universidad de Antioquia, y se hizo realidad gracias a la generosidad de Rafael Spregelburd.

–¿Cuál es el panorama de la traducción teatral en Argentina? Y en general, ¿cuál es el panorama de la traducción de teatro en Latinoamérica, se traduce mucho teatro en Latinoamérica (se publican traducciones), tiene contacto con otros traductores de teatro en Latinoamérica?
–No lo sé, soy un dramaturgo que traduce teatro, y no tanto un traductor que se dedique al rubro de manera constante. No tengo muchos datos de la situación en otros países, pero lo que sí me parece bastante evidente en la Argentina es que la traducción teatral no es una actividad muy difundida. Tal vez esto se deba a que el teatro extranjero (sobre todo el contemporáneo) se ve poco en la escena argentina. Por un lado, esto se debe a la enorme producción de teatro local, un fenómeno parecido al del teatro británico, que parece prescindir alegremente del teatro del resto del mundo para concentrarse en sus propias invenciones. Por otra parte, con las consecutivas devaluaciones, la compra de derechos de autores extranjeros se hace en la Argentina un negocio poco probable para las compañías independientes, que son las que llevan adelante el mayor caudal de actividad teatral. Supongo que por estos motivos, la traducción de teatro es una rara avis, a veces relegada a los ámbitos universitarios o de formación. Tengo la impresión de que en otros países se traduce mucho más teatro que aquí.
Con respecto a la publicación de teatro traducido, la situación es similar. La obra de teatro impresa no busca en general lectores sino directores que quieran montar esos textos. Por ello, si un director tuviera interés real en alguna obra, en general tratará de buscarla en lengua original y luego comisionar una traducción o adaptación ad hoc, pensada para su montaje específico.
Las excepciones son los clásicos. Muchas editoriales revisan de vez en cuando las traducciones existentes y comisionan nuevas traducciones. A veces, a poetas-traductores más que a dramaturgos. Así fue como la editorial Losada me comisionó las nuevas traducciones de Harold Pinter, por ejemplo. Las que existían eran de hace mucho tiempo, y a veces los lenguajes orales (y el teatro siempre tiene una estrecha relación con la oralidad) envejecen a ritmos distintos entre una lengua y otra.
Pero lo reitero: mi experiencia en este campo está muy limitada. En las ocasiones que traduzco teatro lo hago como un trabajo de privilegio: se me da la oportunidad de aprender a fondo el lenguaje de ciertos autores que me interesan, y el ejercicio es formidable: es como vivir el sueño de haber escrito uno esas piezas que tanto me atraen. No traduzco cualquier cosa: traduzco lo que me interesa especialmente.

–¿Cree que hay alguna evolución teórica o práctica con respecto a la traducción de teatro?
–No podría ponerlo en términos de manual. Pero sí creo que la traducción de teatro es muy específica y que se apoya en supuestos diferentes de las otras formas de traducción. Muchas veces se trata de reproducir no solo la “información” (el dictum) de un texto, sino también sus zonas de humor, que casi siempre se apoyan en sutiles desviaciones de lo que sería considerado “normal”. Otras veces, como en el caso extremo de Sarah Kane, que manifestó que “el texto es música”, se trata de atender a la cantidad de sílabas, y negociar entre una posible elección u otra la que más fidelidad rítmica tenga con el original, pero también con la lengua de destino. Fíjese que en teatro no existe la chance de la nota del traductor al pie de la página: nadie la leería en un espectáculo. Por eso uno puede escudarse en todas las explicaciones y excusas que quiera para que el texto sea “comprendido” en toda su riqueza, pero a la hora de optar por la manera en la que un actor debe decir las cosas en escena hay que tener agallas y jugarse por una elección que le parezca consistente con el todo.
En la traducción de teatro se trata de respetar mucho los tiempos y respiraciones de los actores. También de ejercitar las equivalencias dialectales: si un personaje habla en cockney británico, ¿es verdad que el equivalente es el lunfardo? Yo creo que no siempre. Y de allí que haya que –muchas veces– inventarse un registro de lengua verosímil aunque inexacto, porque los registros que existen en tu lengua pueden aportar algunas connotaciones que el autor original ni pensó ni le interesaría pensar.
Para traducir teatro, en suma, no se trata solo de hallar la fidelidad al “significado” de las oraciones; hay que bucear un poco más allá, y tratar de transmitir su “Sentido”. Sentido y significado son –lo he dicho mil veces- entidades opuestas y antagónicas. El sentido es lo que aumenta cuando el significado (el orden, la forma) sucumben. Trabajar con el sentido es muy difícil, porque su alma radica en ser informal, incomunicable: es el fondo invisible sobre el que se proyectan las figuras. Hay que leer cien, mil veces lo traducido en voz alta, y leerlo en el idioma de origen, tratando de ver si ambas frases producen un mismo “afuera” a su alrededor. Pero no quiero sonar muy místico: simplemente creo que traducir es tan arduo como escribir, y a veces aún más. Cuando traduje a Steven Berkoff, por ejemplo, sentía que él fabricaba esa rara musicalidad pluriforme, mezcla de verso shakespeareano con grosería de tugurio, y que lo hacía con una enorme libertad: yo no podía tener la misma libertad que él al traducir, porque debía –además- hacerme cargo de la coincidencia con el significado. En mis primeras traducciones de Berkoff sufrí mucho, porque sentía que si no experimentaba su misma libertad para la escritura, la pieza no iba a ser un buen equivalente. Con el tiempo, y con la aceptación de mis primeros intentos, fui tomándome cada vez más libertades. Y creo que esto fue bueno. Pero será el tiempo quien juzgue estas traducciones tan difíciles, que tal vez funcionan bien hoy, pero ya no dentro de diez años. Las lenguas no se están quietas.

–¿Cómo llegó a la traducción?
Los idiomas me han apasionado siempre. Si bien hablo varios en niveles muy básicos (ahora estoy aprendiendo ruso, que es como jugar con fuego), solo tengo nivel suficiente para traducir del inglés. Y en algunos casos del alemán. Fui profesor de inglés durante un tiempo, y traducía mucho para mis alumnos. Mis alumnos solían ser de dos profesiones muy precisas: médicos o abogados marítimos. Sería muy largo explicar el porqué. Pero con el tiempo me especialicé en traducciones de estas disciplinas. Solo cuando mi obra teatral comenzó a ser más o menos reconocida se me dio por traducir teatro, es decir, juntar dos profesiones que hasta ese entonces habían estado muy separadas.

–¿Cómo ha sido la experiencia de traducir teatro? ¿Ha traducido otros géneros?
Sí, sobre todo artículos médicos (que son facilísimos y muy aburridos) e informes de colisiones de buques y tormentas (que son dificilísimos y apasionantes). Pero, en general, solo traduzco ahora teatro. Ni siquiera me divierte mucho la traducción simultánea en conferencias o circunstancias teatrales en las que me he encontrado: la comunicación me interesa menos que las gramáticas, mucho me temo, y me agobia tener que traducir en simultáneo, sin poder saborear con cuidado las palabras que elegiré para producir tal o cual efecto.

–¿Cuál fue el proceso por el cual le llegaron las obras que ha traducido?
No lo recuerdo muy bien. La primera vez fue sin duda un pedido específico para traducir Decadencia, de Berkoff. Me lo pidió su director, Rubén Szuchmacher, y el productor, Darío Loperfido. Me aclararon que sería difícil. Y se pusieron a mi disposición para ir evaluando juntos el trabajo. Sobre todo la actriz Ingrid Pelicori, que también habla inglés y que tiene un oído muy fino para advertir las musicalidades de las lenguas. Yo me le atreví a esta obra porque sentía que era de alguna manera un trabajo en equipo y para un fin determinado: si algo estaba mal, nos íbamos a dar cuenta juntos y lo podríamos solucionar sobre la escena.
Después empezaron a llegar pedidos más impersonales. Traducciones para ser publicadas, es decir, de las que tal vez yo jamás conociera a sus posibles directores. Así sucedió con la gran cantidad de obras de Pinter que he traducido. Pinter era muy celoso de las traducciones de sus obras. Lo conocí en 1996, y desde entonces trabamos una cierta relación, tal vez porque cometimos la audacia de adaptar dos de sus obras (Betrayal y Old times), algo que él jamás volvió a autorizar a nadie en esta tierra. Desde entonces, sus agentes están muy contentos con el hecho de que yo me encargue de sus traducciones para América Latina. El encargo lo hace la Editorial Losada, que en principio estaba decidida a publicar su obra completa. En medio de esta tarea titánica (publiqué con ellos cuatro volúmenes de piezas teatrales), Pinter ganó el Nobel y sus derechos ya fueron inaccesibles para una editorial argentina, así que la operación quedó trunca. Sin embargo, estas traducciones circulan mucho, incluso por México, Perú, Colombia, etc., porque son las más recientes que Pinter haya llegado a autorizar.
 Luego llegaron otros autores que me interesaban personalmente: Wallace Shawn (que es uno de mis favoritos), Sarah Kane (su Crave requiere dejar muchos huecos en el significado…), Martin Crimp, Mark Ravenhill, el alemán Marius von Mayenburg, el suizo Reto Finger, el checo Petr Zelenka, que me fascina, y a quien he traducido del inglés con ayuda de una amiga checa que ponía un ojo sobre el original.

–¿Hay características comunes entre los autores que ha traducido?
No. Simplemente me han interesado por algún motivo especial. Y todos son contemporáneos. No tengo gran interés en traducir los clásicos, que ya se han traducido mil veces. Pero tal vez sea que los clásicos tampoco me interesan como director, y por eso es que mantengo con ellos una relación de respetuosa distancia.

–¿Qué recibimiento han tenido las traducciones que ha publicado?
No me puedo quejar. Han obtenido algunos premios locales, y se difunden mucho en otros países de habla castellana. Igualmente imagino que cada país debe hacer las correcciones locales necesarias.

–¿Qué formación tiene como traductor?
Ninguna. Salvo que consideremos formación el propio ejercicio de la escritura. Yo soy un escritor que traduce, y que cuando lo hace, siente que no hay gran diferencia entre escribir y traducir. En ambos casos se trata de captar en imágenes y sonidos un sentido que se nos escapa.

–¿Qué formación cree que debería tener un traductor de teatro?
–No lo sé. Imagino que debería estar inmerso en el mundo del teatro, observar a los actores, sus dificultades y triunfos en el ejercicio de la improvisación, aprender de ellos su facilidad para la ocurrencia, el repentismo, la insolencia, las desviaciones de los registros de lengua “correcta”. Pero tampoco haría ningún daño que estudiaran en profundidad el castellano. No sé si existen traductores completamente de ida y vuelta, completamente bilingües: el que puede realmente crear, inventar en una lengua, siempre lo hará con más facilidad en una que en muchas. Yo, por ejemplo, no me suelo autotraducir ni al inglés ni al alemán: si bien puedo ser preciso con mis propias intenciones con cada palabra, me faltarían elementos para juzgar la elección de una paleta determinada en un mundo lleno de colores que desconozco. Eso sí: soy la pesadilla de mis traductores, los persigo hasta la última coma. Sobre todo cuando, por una cuestión de imperialismo cultural, las obras escritas en lenguas periféricas (como el castellano) deben perder matices para ingresar en cajas más chicas, como el francés o el inglés que son lenguas –si se me permite– de una riqueza discutible al ser comparadas con las posibilidades retóricas del castellano.

–¿Qué parte de su vida profesional le dedica a la traducción?
–Bastante más de la que estoy dispuesto a asumir. No solo debo traducir teatro de vez en cuando (una o dos piezas al año) sino que a veces me veo traduciendo miles de cartas, mails, dossiers y descripciones que están a mitad de camino entre lo literario y lo práctico: mi producción teatral es cada vez más rica en el exterior (Alemania, Suiza, Francia, Italia, sobre todo) y esto me tiene traduciendo y trabajando con otros traductores muchas más horas de las que dedico a la escritura.

–¿Considera que las diferentes actividades que realiza (escribir, traducir, dirigir,
actuar) se complementan? ¿Cómo puede notarlo?
–Sí, cuando tu trabajo tiene que ver estrictamente con las palabras, todas estas actividades son muy parecidas. Traducir es a veces planear un ensayo: esto se dirá y esto otro no. A su vez, traducir y escribir son la misma cosa: en ambos casos hay un intento de pasaje de un lenguaje a otro. En la escritura, del lenguaje a veces informe de la emoción y la intuición, a las frases que las comuniquen. Tal vez la actuación sea la actividad más autónoma, pero en algunas ocasiones me he visto actuando en otros idiomas (sobre todo en cine) y también llego al set traduciendo mis propias líneas de la manera más natural posible.

–Dentro de la traducción de teatro, ¿cómo considera que debe afrontarse la necesidad de mostrar o trasladar características sociales específicas en nuevas geografías?
–Esta es una discusión muy ardua. Y depende del contexto y forma de la pieza. Por ejemplo, podríamos afirmar que en el 90% del teatro inglés la traducción exacta del contexto social es importantísima. El teatro inglés es altamente imitativo de la realidad. Los actores ingleses ponen en sus currícula cuántos acentos y dialectos pueden imitar, y sus roles quedan limitados a sus habilidades de habla. Cuando se han traducido en Inglaterra algunas obras mías, los traductores me piden datos de mis personajes que yo mismo desconozco: qué edad tiene, dónde ha nacido, a qué clase social pertenece. Les explico que a veces los personajes no son realistas, y que son engranajes de una maquinaria poética que no necesariamente es imitativa de un paisaje social determinado. A veces hay personajes que hablan de manera incorrecta, ya en la lengua original, y eso no significa que sean de clase baja ni mucho menos. Pero el inglés es el idioma del imperio, y suele regirse por reglas muy protestantes y muy prácticas: es flexible, pero también lapidario a la hora de decidir qué invenciones pueden tener lugar y cuáles sonarían simplemente a inglés mal hablado, o a globish.
Cada región geográfica debe inventar su propia traducción. Sus necesidades no son sólo lingüísticas, sino también de verosímil. Lo que nosotros llamamos realismo en la Argentina, para un británico sería grotesco. Lo que llamamos poesía, para un alemán será apenas realismo mágico. Y justificarán sus elecciones en función de maquinarias poéticas conocidas, de otros modelos que se les parezcan a lo que tienen entre manos.

–¿La posibilidad de hacer que el texto final perdure en el tiempo (que no tenga que ser modificado en caso de que se lo represente mucho tiempo después) es para usted un factor determinante a la hora de traducir?
–No, pienso en traducciones para aquí y para ahora. No puedo proyectarme hacia un futuro incierto, ni limar las asperezas y deformidades de mi época en la espera de que en el futuro se preserve algo más puro. En el futuro se harán otras traducciones, y punto. Pero creo que esto es algo más o menos excluyente del teatro, que busca siempre un verosímil muy inmediato, y aparentemente construido con ligereza y sin complicados recursos retóricos.

–¿Está traduciendo algo actualmente?


–Más o menos: me estoy “destraduciendo” a mí mismo. Mi última obra, Bocetos para el fin de Europa, fue escrita en el marco de L’Ècole des Maîtres, donde dirigí a actores portugueses, italianos, franceses y belgas francófonos. Así, los bocetos que integran esta obra están escritos en varias lenguas a la vez: italiano, francés, portugués, castellano, inglés y alemán. Para una revisión de las obras en una sola lengua (el castellano) estoy tratando de autotraducirme a mi propio idioma. Es un ejercicio fascinante. Hay cosas que suenan tan bien en italiano, que me muerdo los codos tratando de reproducir en equivalentes castellanos. Asimismo, la cantidad de malentendidos que se producen en las escenas escritas en francés (una lengua muy propicia para el error y la confusión, ya que casi todas las palabras suenan igual) son difíciles de recrear con gracia en castellano, donde los equívocos son otros. Aprendo mucho sobre mi propia escritura cuando hago este tipo de ejercicios. Por eso imagino que difícilmente deje de traducir teatro alguna vez.

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