jueves, 10 de mayo de 2012

"El laissez faire característico de los países del continente "

Con la precisión quirúgica de costumbre, Marietta Gargatagli, en su artículo para el libro compilado por Gabriela Adamo La traducción literaria en América Latina, analiza las relaciones entre España y la Argentina a partir del mundo editorial. Como en los casos anteriores, se trata sólo de un fragmento del trabajo publicado.

Escenas de la traducción en la Argentina[1]

Se dice que las traducciones de Sur fueron las mejores. Lo sorprendente no es la calidad. Lo definitivo es que se trata, en cierta manera, de las primeras traducciones argentinas. Esas versiones no sobrevivieron porque todas fueran igualmente buenas ni porque los libros o la revista de Victoria Ocampo llegaran a públicos extensos: la persistencia en la leyenda depende enteramente de que se trató de algo que no se había hecho antes.

Las traducciones que se leían en la Argentina republicana se habían fraguado en el trabajo de las editoriales que, a lo largo del siglo xix, publicaban en castellano en París, Londres, Leipzig, Berlín o Nueva York. Entonces, en América Latina se compraban libros traducidos u originales sobre todo de Francia: Hachette, Paul Ollendorff, A. Mezin, Garnier, Maisonneuve, Viuda de Ch. Bouret, Ernest Leroux, Armand Colin, A. Roger y F. Chernovitz, Louis-Michaud (que tenía sucursal en Buenos Aires); y en menor medida de Alemania (Herder, Trübner, F. A. Brockhaus, F. Schneider), del Reino Unido (R. A. Ackermann, Thomas Nelson, Levey, Robson y Franklyn, J. Palmer) o de EE.UU. (D. Appleton), donde apareció la primera edición de Facundo en forma de libro. Esa red –sobre todo las casas francesas– contenía la bibliografía de un siglo revolucionario formada por obras antes ilegales (filosofía, política, literatura), desconocidas (historias, crónicas y leyes coloniales de América)[2] o nuevas, como los tratados de jurisprudencia, medicina, física, química, ingeniería, que fueron útiles para poner en marcha los Estados republicanos y la educación superior. Un catálogo de 1912 de Louis-Michaud revela lo heteróclitas y vastas que podían ser las apetencias de un lector latinoamericano: clásicos castellanos; clásicos americanos; obras maestras universales –donde figuraban Dostoievski, Poe, Balzac, Stendhal, Prévost y antologías de poetas latinos, noruegos, alemanes–; grandes filósofos, como Bergson, Kant, Descartes o Platón; historias de las revoluciones; misceláneas, desde la aviación a la costura; y, por fin, una revista llamada Elegancias, dirigida por Rubén Darío.

El linaje de las traducciones argentinas
A lo largo de los cien años que duró este comercio –interrumpido por la Gran Guerra y por una subida generalizada de precios– las traducciones fueron construyendo un estilo cuya característica esencial era la indeterminación nacional. Se trataba de una lengua que no pretendía ocultar que se estaba leyendo una traducción, perfectamente comprensible en cualquier lugar, agradable y, desde luego, sin énfasis nacionales. El carácter intemporal y fronterizo de aquel idioma está íntimamente vinculado a su origen: los traductores eran ilustrados españoles exiliados, frecuentemente furiosos con su país, y latinoamericanos que vivían entonces en Europa.

La importación de libros tuvo plena justificación: en la Argentina virreinal hubo una sola imprenta y extraordinariamente tardía. Cuando en Europa y EE.UU., a lo largo del siglo XIX, el arte de la tipografía estaba llegando al esplendor que aprovecharon las vanguardias, en el Río de la Plata, sin experiencia, sin la maquinaria adecuada ni personal capacitado se tuvo que comenzar literalmente desde el siglo XV. Por tanto, se tardaron bastantes años en tener talleres gráficos o, más tarde, empresas modernas. Hacia 1930, la industria editorial era autosuficiente y capaz de atender las necesidades de un público transversal que abarcaba desde la alta cultura hasta la mecánica popular.
América como negocio

Entonces, justamente, después de cien años de no tener vínculos con España, las editoriales peninsulares comenzaron una ofensiva primero azarosa, luego protegida por instituciones gremiales y gubernamentales con recursos más contundentes, para la conquista de los “mercados americanos”. Esa presencia supuso la llegada a la Argentina de otra forma de traducir contenida en los libros que se exportaron  de forma creciente desde España y que, desde 1938, fue utilizada –durante bastantes años– por editoriales que publicaban en el país. Las traducciones españolas –extraordinarias en el período clásico– tuvieron, en los siglos XIX y comienzos del XX, una función estrechamente vinculada a la expansión editorial. Esas versiones “industriales”, que deploraron abiertamente Miguel de Unamuno, Antonio Machado y, antes, Sarmiento, pusieron en circulación un idioma petrificado, rudo, degradado por los contorneos, según la definición de Juan Bautista Alberdi, que tenía poco que ver con el castellano de Argentina. Aquella parvedad lingüística parecía una suerte de parodia de la lengua popular de España que, en 1930, tenía 10.024.939 de analfabetos sobre una población de 23.677.794, una cifra cercana a la mitad de la población.

Aunque esos libros –frecuentemente censurados, manipulados y abreviados[3] (Crespo Hidalgo, 2007)– se exportaran y siguieran editándose, en las primeras décadas del siglo XX comenzaron a publicarse traducciones de mayor calidad, libres ya de los controles de la censura que las sucesivas e infructuosas leyes de imprenta (1812, 1820, 1833, 1837, 1869, 1881) no habían logrado, hasta entonces, erradicar. La diferencia entre estas versiones –cualquiera fuera su perfección– y las que hasta entonces se habían conocido en la Argentina, importadas o imitadas por las editoriales del país, no residió tanto en la forma del idioma como en su función. Si las traducciones francesas, inglesas, norteamericanas o alemanas contribuyeron a la construcción de los Estados nacionales de América Latina, paralelos a los de la vieja Europa y antecedentes del largo ciclo de reformas políticas en el mundo, la industria editorial española tuvo como meta “desnacionalizar” a los respectivos países y trasladarlos a un mundo imaginario llamado “el universo de la lengua española”.

Neocolonialismo e hispanidad
Los textos enviados desde España o que, más tarde, las editoriales peninsulares editaron en la Argentina formaron parte de una política cultural “americanista”, diseñada en las últimas décadas del siglo XIX, y cuyos contenidos reaccionarios corroboran que el nombre elegido es un antónimo exacto de lo que la palabra significa. Porque no se trató de que las instituciones gubernamentales, académicas y culturales españolas hubieran desarrollado por fin un interés por dilucidar la dimensión catastrófica de su propio pasado colonial o vislumbraran en las repúblicas transatlánticas independientes aspectos culturales y lingüísticos admirables o útiles en el devenir contemporáneo de la antigua metrópoli. No. Por este “americanismo” poscolonial debemos entender los singulares esfuerzos diplomáticos, políticos y económicos para insuflar en los países de América la vaguedad sepulcral del hispanismo; es decir, toda la fraseología encubridora y emocionante que se abandonó en los últimos años para nombrar, con el impasible “cinismo” de las sociedades “posideológicas capitalistas tardías” descripto por Žižek , las verdaderas “motivaciones utilitarias” que fueron, desde siempre, el único motor de las operaciones transatlánticas: sacar el mayor partido posible de las antiguas colonias que forman un mercado potencial para todo tipo de productos: culturales, editoriales, industriales.[4]

El transmundo de la hispanidad, que prosperó por el laissez faire característico de los países del continente pero sobre todo asociado con los proyectos latinoamericanos más reaccionarios, con los gobiernos militares, conservadores o directamente filofascistas como los de Argentina en los años treinta, tuvo como destino y centro de operaciones la única zona que esta ideología inerte y mortuoria, de “vanas apariencias útiles para los discursos teatrales y los banquetes”, como resumió Marcelino Menéndez Pelayo, podía nombrar como real: el idioma compartido de los libros.

La pretensión española era, desde luego, curiosa. Se trataba de un país donde el analfabetismo había sido uno de los instrumentos más eficaces de control ideológico hasta muy entrado el siglo XX; donde hubo dos largas dictaduras de inspiración fascista (1923-1930 y 1939-1975) con fuertes intervenciones en el terreno cultural y lingüístico, incluyendo la censura feroz del franquismo; donde las otras lenguas nacionales: el catalán, el gallego y el euskera fueron históricamente minorizadas; y donde las variantes divergentes del modelo castellano central y norteño (el estándar) fueron excluidas de la alta cultura, hasta el punto de que el habla andaluza, origen de los más grandes poetas españoles desde Góngora, fue vulgarizada en los chistes o utilizada en las traducciones para mostrar la torpeza o la ignorancia de los personajes de ficción.




[1] En 1998, Nora Catelli y yo compilamos una antología de textos precedidos de comentarios cuyo subtitulo era: Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros. Con el término “escena” pretendíamos subrayar el carácter político de toda traducción y, al mismo tiempo, utilizar la ambigüedad de la propia palabra: a menudo lo importante de una escena es lo que ocurre fuera de ella.
[2] La riquísima biblioteca de Bartolomé Mitre es un testimonio elocuente de la función que estas editoriales europeas tuvieron para un lector argentino del siglo XIX. Los fondos americanos son una reunión de más de siete mil obras historiográficas, lexicográficas, geográficas y jurídicas, necesarias para conocer el pasado o para servir de documentación del futuro. La mayor parte de los textos están en francés, inglés, portugués, italiano y alemán. Los libros en castellano son traducciones francesas o norteamericanas y una pequeña parte son impresiones argentinas; en menor medida (dato nada desdeñable dadas las limitaciones de la época) figuran ediciones chilenas, paraguayas, peruanas, uruguayas y mexicanas. Las obras publicadas en España no llegan al 5% de la colección.
[3] Juan Crespo Hidalgo: «Políticas de traducción en las Españas del siglo XIX, en Juan Jesús Zaro: Traductores y traducciones de literatura y ensayo (1835-1919), Editorial Comares, Granada, 2007, págs 45-72.
[4] Por ejemplo; José Luis García Delgado, José Antonio Alonso, Juan Carlos Jiménez: Economía del español. Una introducción, Madrid, Ariel. Colección Fundación Telefónica, 2007;  Ángel Martín Municio: El valor económico de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 2003; Francisco Moreno Fernández, Jaime Otero Roth: Atlas de la lengua española en el mundo, Ariel, Fundación Telefónica, Madrid, 2007; María Fernández Moya: “Editoriales españolas en América Latina. Un proceso de internalización secular”, capítulo del volumen La internacionalización de la empresa española en perspectiva histórica, número monográfico de la Revista Información Comercial Española (ice), 849, julio-agosto de 2009, coordinado por Nuria Puig y Eugenio Torres; El dardo en la Academia. Esencia y vigencia de las academias de la lengua española, Silvia Senz, Montserrat Alberte (eds.), Barcelona, Melusina, 2011, 2 vols.

miércoles, 9 de mayo de 2012

"El hispanismo ortopédico de esas traducciones iba camino de tornarse ilegible"

Así como el 2 de mayo ofrecimos un fragmento del trabajo de Lucrecia Orensanz, incluido en  La traducción literaria en América Latina, compilado por Gabriela Adamo, a continuación, y sólo en respuesta a los muchos mails que llegaron requiriendo más, ofrecemos otro fragmento, en la oportunidad del trabajo de Andrés Ehrenhaus para ese mismo libro.

Traducción argentina en España.
Hacia una poética de la experiencia.

3. Inquilinato
Tengo un amigo que sostiene que una persona no es adulta del todo hasta que no paga su primera cuota de alquiler. Dejamos atrás la adolescencia cuando nos hacemos cargo de lo que cuesta en términos reales disponer de un techo, conservarlo, mantenerlo y mejorarlo un mes tras otro. Así, si pasé de la adolescencia como traductor a una relativa adultez fue porque dejé de ser huésped y pase a ser inquilino. Aquí también a la etimología me remito. Inquilino es aquel que ocupa la tierra que otro ha cultivado a cambio de una renta. Lo que antes, en el hospedaje, era una servidumbre o tributo de cortesía, ahora se había convertido en un valor concreto y estable, en una cantidad que, entre otras cosas, permite una cierta previsión o planificación de futuro. Como traductor, viviré en esta lengua, durante tanto tiempo, a cambio de tanto; a la vez, podré disponer de ella con la libertad que me otorguen las condiciones del contrato de arriendo, que con las prisas quizás no he leído a fondo y hasta los últimos detalles de la letra pequeña pero que me da un respiro para discernir entre lo dado, o la ilusión de lo que es mío momentánea o azarosamente, y lo que llevo puesto; de ahí que me atreva a decir que esta conciencia incipiente del lenguaje de la traducción que disparó en mí el inquilinato era un fenómeno kantiano. Lo cual no tendría ningún valor añadido si no fuera porque implicaba una pérdida de inocencia sin vuelta atrás. Volver a la condición de huésped no habría borrado el salto de pantalla.

Pero dejémonos de generalidades. ¿En qué consistía en datos concretos ese inquilinato? Yo por entonces había pasado ya por una de las condiciones más silenciadas pero recurridas de la profesión, cual es la negritud. Muchos traductores que hoy ostentamos el dudoso rango de paradigmas nos iniciamos en esa institución y negreamos para otros que, paradigmáticos o no, estaban en posición de permitirse o necesitar uno o varios negros, es decir, uno o varios colegas dispuestos a traducir en nombre de otro y renunciar, por tanto, a las mieles del magro reconocimiento a cambio de dinero, es claro, y una merma considerable de responsabilidad. De hecho, esa merma era lo de menos, porque el profesional, ni que sea en ciernes, intenta dar lo mejor de sí en todo momento (y a esa Responsabilidad se debe), pero la exposición al rechazo es mucho menor y además lleva consigo una cierta garantía de aprendizaje. El negro aprende del negrero tanto como éste entiende que necesita enseñar para no ver comprometido su prestigio o, en todo caso, su fuente de trabajo y su paga; mentira, de hecho aprende más, aprende aunque el negrero no le enseñe ni el rabillo de la uña. Y lo primero que aprende, si no lo había aprendido ya, es que en traducción el espacio se mide en tiempo y el tiempo, en espacio. El buen negrero, que suele ser también el tipo de negrero más habitual, no solo no usa látigo sino que trabaja tanto o más que sus negros, porque sabe que esa condición es una eventualidad; además, si han salido vivos y coleando del apremio, no duda en cortarles las cadenas y recomendarlos al editor para el que los ha negreado. Y el que no lo hace, debería hacerlo.

Salido del armario de la negritud (aunque ya llevaba mucho tute traduciendo textos técnicos, científicos o comerciales, manuales de electrodomésticos o pleonasmos publicitarios, quizás como castigo –eso sí, bastante bien remunerado– por lo que le había hecho illo tempore a Lacan), y con un modesto departamentito en alquiler, me asomé orgulloso al balcón y observé que había dos o tres macetas con malvones resecos. Aunque eso en el contrato kantiano de lo dado eran tiestos de geranios, de lo que no cabía deuda era de que estaban en las últimas por falta de riego. Regar la lengua, mejor que limpiarla y antes que lustrarla. De a poco íbamos entendiendo que nuestra particular naturaleza lingüística nos condenaba a amueblar con lo puesto la esquizofrenia para zafar de las razzias de la paranoia: si había que regar los tiestos de geranios, nada nos impedía que usáramos una pava en vez de una tetera, la misma pava con que nos cebábamos el mate. Fue una época en la que varios traductores rioplatenses empezamos a participar en coloquios y encuentros acerca de la propiedad de la lengua. Poco sabíamos que el camino que va del inquilinato a la propiedad es cruel y es mucho, sobre todo cuando el que nos da de comer es el dueño de los departamentos. Tampoco sabíamos o no queríamos acordarnos de que la propiedad de la lengua es un bien privado, y que ya hacía más de cuatrocientos años que el gramático Nebrija había sentado las bases políticas de su copyright; en cambio, nos sentábamos a debatir como si pudiéramos dirimir algo, como si tuviéramos palabras en las manos que fueran a hacer temblar a nadie. Nos acalorábamos en la calidez de los recintos aterciopelados y modernos donde el establishment cultural nos concedía un auditorio y un micrófono durante un tiempo acotado, seguros de haber entrevisto la punta del cabo y dándonos codazos para ver quién lo asía, lo agarraba, lo cogía primero. Algunos, los que lo tenían más o menos aferrado, no querían soltarlo: eran compañeros inquilinos pero asimismo traidores, se les veía en la cara que su contrato de arriendo incluía una cláusula de opción a compra. ¿Cómo habían podido? Y sin embargo todos, ellos y nosotros, volvíamos a casa y regábamos los tiestos de geranios antes de acostarnos. La traducción argentina y en España, y la latinoamericana en general, vivió durante esos años de la explosión del consumo y las vacas cromadas escindida por dentro pero inmarcesible por fuera.

Los traductores argentinos, chilenos, peruanos, centroamericanos ganaban premios, incluso Premios Nacionales (Juan José del Solar en 1994, Mario Merlino en 2005). No solo éramos legión, sino que nos habíamos convertido en gurkas. Lo de desamericanizar traducciones indígenas había quedado atrás como un juego de niños, ahora españolizábamos lo propio sin que se nos moviera una pestaña. Nuestros mulatos del Bronx vivían en chabolos de Carabanchel privando birras con sus churris y el resto de la basca. Y mientras naturalizábamos, mateábamos o nos sorbíamos el mate. Porque, aparte de ganar premios o prestigio o el respeto de nuestros colegas, algunos de nosotros empezamos a dar clases de traducción al sufrido alumnado local: les decíamos cómo se traduce mientras pensábamos que la verdadera pregunta es para qué se traduce.

Un inciso aquí. Tengo muy claro que lo que para la mayoría de especialistas de la metatraducción (críticos o mejor dicho reseñistas, traductólogos, editores de todos los colores y tamaños, lectores lanzados, políticos y curiosos) es un misterio epistemológico, para los profesionales del ramo es pura ontología: la traducción o es o no es. Punto. Cuando es, o sea, cuando se ha consumado mediante el duro trabajo diario y merced a las destrezas del oficio, es. Por tanto, traducir no es un misterio ni siquiera cuando no es; en todo caso es un vacío, la no traducción, la nada. Esta certeza del traductor no tiene que ver ni con el hospedaje ni con el inquilinato; ni siquiera con la etapa superior de la propiedad (suponiendo que existiera): tiene que ver con la práctica y su rendimiento material, con el tiempo vuelto espacio y el espacio, tiempo, al que me refería un rato antes. Por eso, porque la traducción es, preguntarse cómo no tiene tanto sentido como preguntarse para qué. Es el para qué el que condiciona el cómo y no viceversa. Fin del inciso.

O para quién. En 2006 me invitaron, junto a un nutrido y potente grupo de traductores españoles o no que vivíamos y trabajábamos en España, a participar en las I Jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria, celebradas en Rosario. La presencia local e hispanoamericana también era de lo más nutrida y potente, y el encuentro fue enormemente fructífero. Era la primera vez que se nos invitaba a convivir, compartir y confrontar en tan gran número a traductores literarios de todas las procedencias y pareceres. Hacía apenas dos años se había celebrado en esas mismas instalaciones el Congreso Internacional de la Lengua Española, con una repercusión mucho mayor en las ex colonias que en la antigua metrópoli que, sin embargo, era la que aportaba el mayor aparato financiero. Los ecos de ese congreso todavía se notaban en Rosario, eran explícitos. Entre la delegación española nos semi camuflábamos varios sudacas, unos cuantos de nosotros ya cercanos a vivir , sin saberlo entonces, las últimas etapas de nuestro inquilinato. El caso es que, multitudinarios asados, orgiásticos pescados de río y placenteras mateadas colectivas aparte, la masa crítica de los debates, el núcleo dialéctico duro del público, que era mucho y en gran medida formado por estudiantes universitarios y los propios ponentes, se fue decantando en dos bandos educadamente beligerantes: los traductores argentinos y muchos de los latinoamericanos por un lado y los españoles (o gurkas) por el otro. El asunto que, a pesar de la variedad temática del encuentro, iría polarizando al auditorio fue no otro que este: las traducciones españolas son cada vez peores.

Como digo, la asidicha delegación española estaba formada por la creme de la profesión: Miguel Sáenz, Emilio Crespo, Luis Martínez de Merlo, Olivia de Miguel, Fernando Toda, Juan Gabriel López Guix, Mari Pepa Palomero y María Teresa Gallego entre otros, una especie de all-stars soñado; junto a ellos y haciendo de cancheros cicerones nos habíamos trasladado pesos pesados como Marietta Gargatagli , Adán Kovacsis o el mencionado Mario Merlino (un gran amigo además de enorme poeta, que se murió intolerablemente hace ya dos años) y otros más ligeros, como yo mismo. Mi condición de agente doble confeso, toda vez que como ponente me tocaba hablar del estado de la profesión en España, me colocó en la incómoda tesitura de mediar en la inesperada (al menos para nosotros los indianos) polémica y tratar de evitar que llegara a refriega, congresualmente hablando, se sobrentiende. Yo no solo conocía y había leído con placer y admiración sus traducciones, sino que era amigo de varios de los que estaban siendo puestos en entredicho. He de decir aquí que mi asombro y turbación eran muy superiores a las de los cuestionados, que sonreían amablemente, sin duda pensando en que no había herida que no curara un buen surubí a la parrilla; yo, sin embargo, sufría por ellos… y por mí. Ellos eran yo, yo era ellos. No en vano regábamos los mismos tiestos de geranios. Así que salí en su defensa. Afeé la conducta poco hospitalaria (mirá por dónde) de los anfitriones y me dediqué a describir las virtudes de la traducción a la española. Quizás fue un gesto noble el mío, pero pasó desapercibido: no convencí a unos ni saqué a los otros de sus sueños de surubí. En mí, en cambio, encendió una mecha de efecto retardado. Muy retardado.

Porque en ese preciso momento de mi vida yo estaba traduciendo, entre otras cosas menos vistosas, los 154 Sonetos de Shakespeare. Y, como le diría en 1983 –si no recuerdo mal– Osvaldo Lamborghini a mi amigo, colega y mentor Marcelo Cohen, cuando ambos pedaleaban de distinto modo en Barcelona (Marcelo de alquiler, Lamborghini en un departamento de propiedad de la que ahora es su viuda), los estaba traduciendo al gallego. Está claro que Lamborghini sabía de antemano muchas más cosas que nosotros: se había dado perfecta cuenta de la implacable problemática anal en la que estaba (y tal vez siga estando) inmersa Argentina y de que los traductores latinoamericanos estábamos dispuestos a traducir al gallego sin pensarlo demasiado. Como si solo hubiera un único castellano, ficticio para más señas, que solo se hablaba en las páginas de los libros traducidos para la industria editorial de España. En el medio del camino de esa traducción me encontré en un claroscuro en la selva; la vía no estaba cortada sino parcialmente interrumpida por una cabaña. Con un cartel en la fachada. Decía: en venta.
 
4. La ilusión propietaria
La traducción de los Sonetos, con el chispido de la mecha retardada de fondo, me hizo reflexionar sobre muchas cosas. Sobre aspectos técnicos –desarrollé toda una teoría al uso acerca de la prioridad de la materia por encima del sentido en la traducción no solo de poesía, teoría que ahora no viene en absoluto al caso– y sobre aspectos políticos: para quién, para qué traducimos. Puesto que nosotros somos nuestro primer lector, no se discute que en primer lugar traducimos para nosotros; pero no para nosotros mismos, es decir, no para que la traducción quede en nosotros. Y puesto que la traducción es, a la vez, un encargo que nos hace otro, traducimos en segunda instancia para ese otro. Tanto ese nosotros, el yo traductor, como el otro, el superyó editor, son, una vez establecidos (traductor fulanito, editor menganito) invariables, puesto que vienen puestos y no dados. Pero hay un tercer lector que es el que vuelve trascendente la obra, el lector variable, el mercado, la intemperie. Es importante saber quién es ese tercer lector al que dirigimos nuestras palabras, porque es el que nos refleja y devuelve nuestra imagen. Los traductores de teatro, que conocen a su público casi cara por cara, lo tienen bastante más fácil, pero el traductor que trabaja para públicos masivos tiene que hacer un esfuerzo adicional para saber en qué terreno tratará de establecerse y cimentar la propiedad de la lengua. Si vamos a traducir al gallego y por qué, para quién, por cuánto. Por cuánto no en términos dolaritarios sino de libertad lingüística.

Lo que mis atrevidos colegas argentinos querían decir en las Jornadas de Rosario cuando se quejaron masivamente de las traducciones españolas y su creciente merma de calidad era que, para ese tercer lector en tanto argentino o, peor aún (por la vastedad) latinoamericano, la galleguez, el centralismo artificial, el hispanismo ortopédico de esas traducciones iba camino de tornarse ilegible. ¿Por qué? ¿Qué las hacía, que las hace horrísonas al oído sudaca? Porque precisamente de oído y no de ojo se trata. El problema, a mi entender, no es tanto que se lean mal sino sobre todo que suenan mal, que responden a otra lógica discursiva, no léxica sino prosódica. Lo que molesta de la palabra chaval no es la cuestión hermenéutica, porque todo lector latinoamericano sabe lo que es un chaval, del mismo modo que todo lector español sabe, aunque no lo apruebe en un texto traducido, lo que es un pibe o un chamaco, sino la resonancia de un eco otro y, en el caso de las traducciones españolas que se leen actualmente en Latinoamérica, de un sello neoimperial, rubricado por una política económico cultural de rehispanización a la que los traductores, sudacas o no, que trabajamos en España, estamos alimentando con el fruto de nuestros cacúmenes. Las disquisiciones de los traductores americanos que vivimos en la península acerca de la adquisición de una vivienda lingüística pasa necesariamente (y no contingentemente) por la conciencia de esta rehispanización política en la que la lengua ha de hacer, como en tiempos –y en la modernísima y clarividente imaginación– de Nebrija, las funciones de infraestructura vehicular.

Rehispanizar antes de que el castellano se americanice irremisiblemente: ¿he ahí el proyecto paranoico acrítico que subyace a la llamada panhispanización? Rehispanizar para recuperar terreno, cultural, económico, político, estratégico. En este punto estamos. No todos los traductores latinoamericanos que trabajamos para la industria editorial y cultural española compartimos la misma preocupación y, desde luego, la mayoría de nuestros colegas locales se resisten a tomar partido explícito o participar siquiera en una polémica abierta sobre la propiedad del castellano. En una enorme proporción de casos, toda la discusión, si la hay, se libra y desvanece en el terreno lexicológico, y se pierden de vista no ya los aspectos macroculturales del asunto sino los matices más inmediatos y consuetudinarios como son la cadencia, los acentos, las referencias sonoras, las imágenes y tropos, los sabores. Traduciendo esos sonetos de Shakespeare, descubrí o creí descubrir o fantaseé con que descubría que algunos de los poemas, en especial el 29, el 109, el 110, eran no solo de temática tanguera sino que recurrían con insólita anticipación a metáforas propias del tango. Muchos letristas de tango habían leído a los barrocos españoles y Shakespeare probablemente también, así que el descubrimiento no era tan bizarro. Es en esos sonetos donde mi traducción, a pesar del vocabulario y los modos verbales, no es en absoluto gallega, como deploraba Lamborghini. Tal vez esté ahí el terrenito donde, poco a poco, vayamos buscándole un lugar al quincho y a la parrilla para el asado.

martes, 8 de mayo de 2012

Roberto Mascaró habla de sus traducciones de Tomas Tranströmer


Hace más de veinte años, el poeta y traductor uruguayo Roberto Mascaró comenzó a difundir en castellano la obra del poeta sueco Tomas Tranströmer, último Premio Nobel de Literatura. Lo que sigue es una conferencia dictada en el "Homenaje a Tomas Tranströmer" realizado  por iniciativa de la Cátedra Vargas Llosa, en el Instituto Cervantes (Madrid), el 17 de abril pasado, y en la Fundación Caballero Bonald (Jerez de la Frontera), el 20 de abril.

Traducir Tranströmer, un largo viaje

Desde joven, mi empeño y mi trabajo se dirigieron todo el tiempo hacia la poesía, ese género tan prestigioso y al mismo tiempo tan combatido por los déspotas. Me tocó formarme en aquel país del silencio, de la censura sistemática, de la prolongada y cruel dictadura que fue Uruguay en los años setenta y ochenta. En aquella oscuridad no se podía escribir, y tampoco se podían pronunciar ciertas palabras. Leíamos, casi a escondidas, La ciudad y los perros, que reflejaba de algún modo aquella realidad despótica, y que para mí sigue siendo la mejor novela de Mario Vargas Llosa, cuyo nombre lleva esta Cátedra. Experiencia singular para el escritor inédito que era yo en ese tiempo. Tuve que esperar a cumplir los treinta años para publicar mi primer libro.

Luego vino el exilio, y con éste el conocimiento de una nueva cultura, la escandinava, con sus lenguas tan emparentadas entre sí.

La traducción llegó como un ejercicio placentero y solidario con textos suecos, noruegos y daneses que yo sentía que estaban del otro lado de la cerca, fuera de alcance, injustamente. Mi urgencia por leerlos me llevó a traducirlos.

El poeta que traduce poesía, tiene el privilegio de elegir los textos a los que pretende dar vida en otra lengua. Es decir, tiene que oficiar también de crítico y decidirse por un autor. Aquí hay riesgo pero también una inmensa libertad.

Hace más de cuarenta años que escribo poesía, y hace más de treinta que practico esta manera de leer tratando de comprender profundamente -que en eso consiste para mí el Arte de la Traducción, que se parece mucho a un vicio, a una obsesión. La obsesión de poder reescribir en mi lengua lo que alguien ha escrito en otra.

Un vicio y un oficio en el que se acierta a veces, y se fracasa mil veces también.

Con la poesía de Tomas Tranströmer, me inicié en el arte de traducir. Lo conocí y recibí su aprobación sin pretenderlo apenas. Su generosidad y sencillez me asombraron, sobre todo cuando, a principio de los 80, él era un poeta ya traducido a 30 lenguas. Después, cultivamos una amistad a la distancia que dura hasta hoy...

Para mí, la obra literaria que se convierte en actual e imprescindible, es la que expresa de la mejor manera el momento y el lugar desde el cual se percibe la Historia. Por esta claridad frente a la Historia es que elegí la obra de Tranströmer. La historia de la segunda mitad del siglo XX ha sido asumida por Tranströmer de la manera más lúcida, con la potencia del humanismo más amplio e internacional. Comprometida con el mundo actual es esta obra, que llega a su consagración mundial con el Premio Nóbel de Literatura  2011. Los poetas no son héroes por ser poetas, pero sí son testigos de su época. La poesía emite mensajes concentrados sobre el mundo. Y todo esto lo hace Tranströmer en un verso absolutamente libre.

Panteísmo, animismo, monólogo interior, misticismo sin un dios visible; estas son para mí las claves de la poesía de Tranströmer, que juega todo el tiempo con dos aspectos de la realidad: la naturaleza, con sus transformaciones, tan dramáticas en el clima del Norte, y la cultura, que nos deja sus testimonios, sus monumentos mudos por todas partes. (Hay que recordar aquí que Tomas ha sido siempre, y lo sigue siendo, un apasionado viajero).

En sus imágenes encontraremos a menudo la cita entre las fuerzas naturales del planeta con las corrientes de la cultura, en asombrosas y a menudo cómicas combinaciones. El verdor, el mar, la poesía y la música son sus favoritos.

Como nos dice en el poema “Epílogo” de su primer libro:

Y el viento rasga todo el tiempo su carpa
de nuevo. Un día de verano el viento toma
la jarcia de la barca y arroja la Tierra hacia adelante.
Rema el nenúfar con su pata de rana oculta
en el vientre oscuro de la laguna que huye.

Siempre me impresionó mucho su modo de la solidaridad, que nunca se expresa en el panfleto o el manifiesto, sino en el uso de la metáfora y del misterio. Sus imágenes, herederas de la gran poesía europea del siglo XX, se despliegan en un mundo que se ha vuelto comprensible en muchas lenguas. Su acción es la acción poética, lejos de toda ceremonia. Y además, mantiene el humor y la ironía, como resguardo contra la solemnidad. La brevedad de su obra es asombrosa. En un volumen de 500 páginas caben todos sus títulos.

Hay que saber leer entre líneas para recibir este humanismo y esta defensa de la naturaleza que nos llega sin manifiestos y sin ideologías. Hay que saber también leer allí su más grande rechazo a todo despotismo.

Lo divino roza a una persona y enciende una llama
pero luego se retira.
¿Por qué?
La llama atrae las sombras, éstas vuelan crepitando y se funden
            con la llama
que sube y se ennegrece. Y el humo se extiende negro y
            estrangulador.
Al final, tan solo el humo negro; al final, tan solo el devoto
            verdugo.

El devoto verdugo se inclina hacia adelante
sobre la plaza y la multitud, que forman un espejo rugoso
donde puede mirarse.

El mayor fanático es el mayor escéptico. Él no lo sabe.
Él es un pacto entre dos
según el cual el uno tiene que ser visible al cien por ciento y el
            otro invisible.
¡Cómo odio la expresión "cien por ciento"!

En el caso de un contemporáneo como Tranströmer, y de su traducción al castellano, el traductor podrá a primera vista creer, por la cercanía histórica, que tendrá una tarea fácil, deslizando su malla de sentidos y equivalencias sobre el texto del poeta. Un mundo contemporáneo debería ser más comprensible que un mundo antiguo y remoto. Pero no es así, sin embargo. Se trata de un viaje en lo contemporáneo, pero un largo viaje al fin. En mi caso, el viaje de un latinoamericano hispanohablante inmerso en una cultura totalmente diferente, como la escandinava.

El caso de Tomas Tranströmer es el de un poeta proveniente de un pequeño país de herencia monárquica pero al mismo tiempo abanderado, durante el siglo XX, con las consignas de la igualdad y la solidaridad. Un país que ha evitado durante siglos la guerra a toda costa.

El poeta advierte, anuncia, intuye:

Una escultura expuesta en el espacio:
solo, en medio de la estancia, un caballo.
Mas al principio no lo percibimos
atrapados por todo aquel vacío.

Más tenues que el susurro de un molusco
en la ciudad se oían ruidos y voces,
iban girando en la sala desierta,
murmurando, en busca de un poder.

Esto fue escrito en el legendario país de los vikingos, y también el país de la vanguardia literaria encabezada por el gran Augusto (que ya tiene nombre español) Strindberg. Al menos eso parecía ser Suecia, a partir de la mitad del siglo pasado, a los ojos de un recién llegado. La Suecia neutral. Un socialismo con rostro humano, un capitalismo humanista... Un mundo de herencias y valores muy diferentes a los de un refugiado político de una dictadura sudamericana en un país monoproductivo, elitista y auroritario como Uruguay, que llega a esta zona del Norte de una manera súbita y compulsiva.

Tranströmer, a partir de los años 80, reacciona contra la deshumanización de la sociedad sueca, y contra el imperio del capitalismo, que derriba monumentos históricos y destruye la naturaleza sin otra motivación que la acumulación de capital. Y así sigue siendo hasta el presente. Sería interesante que Tomas pudiese escribir hoy y opinar sobre la evolución de Suecia; de país neutral y abanderado del “socialismo” hasta transformarse en país participante en ocupaciones y bombardeos de la OTAN, con la que colabora sin siquiera ser miembro. De ser el país ejempo de paz pasó a ser uno de los mayores de exportadores de armas a dictaduras como Arabia Saudita...

Pero, ¿cómo lograría traducir y publicar Tranströmer este joven poeta sudamericano? Aquí citaré una anécdota que publiqué a fines del año pasado en el suplemento El País Cultural de Montevideo:

A principios de los años 80, recién llegado a Suecia, hablando con mi compañera sueca de entonces, le dije:

–Hay un poeta sueco que me gusta mucho: se llama Tomas Tranströmer.
Ella, que era muy joven y no era gran lectora de poesía, me dijo:
–Ah, Tranströmer. Es un poeta muy conocido. Fijate que hasta lo han citado en los noticiarios de televisión... A cada rato se gana un premio. Para mí es un poco denso.

Ella prefería a los poetas trovadores (Dan Andersson, Mikael Wiehe, Cornelis Wreeswijk), a los que había conocido bien cuando era okupa en Estocolmo.
–¿Sabés? Hay un poema de Trasntrömer que quisiera traducir. Podríamos publicarlo en Saltomortal (que era una revista bilingüe que editábamos por ese tiempo)... Pero creo que sería más serio pedirle autorización. No sé cómo funciona el asunto de los derechos en Suecia.
–¿Cómo funciona? Llamalo por teléfono y preguntale...

Y así, en un contacto directo, fue que recibí la cálida respuesta junto a la visita de Tranströmer que me autorizaba a traducir sus poemas. Y el poeta me dijo: “Siempre he deseado conocer Montevideo, ese “otro monte” donde nació el Conde de Lautréamont”.

Y así comenzó este largo viaje que no ha sido solamente entre lenguas lejanas entre sí, sino también a través de los años y de las culturas.

Dejando de lado los poemas que publiqué en revistas y periódicos, primero fue un volumen en Montevideo, Ediciones de Uno, que prologó Louise von Bergen, y que titulé El bosque en otoño, en 1989. Luego se publicó un volumen que se llamó Para vivos y muertos, en Madrid. En 1998 le hicimos un homenaje en la ciudad de Malmö, en el que leímos el poema Abril y silencio en 7 idiomas... y publicamos un cuaderno bilingüe, en español en en persa, en versión del poeta Mohammed Hezareh Nia. Luego, publicamos un librito bilingüe con jaicús (aún inéditos en sueco) en Montevideo, en Ediciones Imaginarias. Para culminar en 2010 y 2011 con la obra completa, totalmente corregida y que es la única versión autorizada: se trata de los volúmenes El cielo a medio hacer y Deshielo a mediodía, de Nórdica Libros.

En la obra de Tranströmer, la diferencia cultural y geográfica resulta un abismo a transitar; exige un desplazamiento por los contextos culturales, las geografías y los climas: un viaje tan complicado como los viajes en el tiempo.

Alguna vez, un colega me advirtió sobre el supuesto riesgo de traducir, que consistiría en la posibilidad de dejar de lado u opacar la producción propia. Pero ¿hay mejor traductor de poesía que un poeta? Si no lo hacemos nosotros, ¿en manos de quién quedaría esta delicada tarea? La traducción ha sido para mí un largo  viaje enriquecedor, un viaje de aprendizaje, un diálogo con otros poetas.

Si cuando empecé a traducir tenía alguna experiencia que pudiese ayudarme en la tarea, era el oficio de poeta. Mi trabajo como traductor ha sido siempre autodidacta, sin textos teóricos de por medio ni educación universitaria en el campo de la traducción; esto si dejo de lado mis estudios de lingüística en el Instituto de Profesores Artigas de Montevideo y los cursos de Literaturas Nórdicas en la Universidad de Estocolmo. Esos estudios me ayudaron a tener conciencia del carácter técnico de la traducción y de la importancia que ella tiene en la tarea de transmisión y conocimiento entre diferentes contextos culturales.

Entré a la selva de la traducción casi por casualidad y casi por terapia de un exilio prolongado en Suecia, una tierra que sentía al comienzo fría y remota. Traducir fue una manera de descifrar sus claves, sus tradiciones y sus costumbres. Para un poeta, traducir en los ratos libres, es un excelente ejercicio. Siempre que de esta tarea no se ponga uno a hacer literatura propia, porque entonces lo estropea todo. Hay que tener la capacidad de prestar el propio intelecto y la propia creatividad al texto original y ponerse a disposición de un texto ajeno, que al final también se hace propio. Como escribiese Ingmar Bergman sobre el trabajo artístico: "Hay que aprender a matar los amores". La traducción se constituye así en género literario.

Fue mi propia curiosidad de poeta la que me llevó a asomarme a este mundo de la traducción, que es un mundo de escritura de otros. De no estar elaborando una obra poética propia, no me hubierse interesado traducir. Traducir es como leer, pero con cuatro ojos.

Y si el poeta intenta buscar la manera de decir algo sobre lo que sucede en el mundo, de dar un sentido a sus percepciones, también el traductor de poesía (que también es un escritor, aunque escritor paralelo al fin) intentará, de la misma manera apasionada, producir esa versión, esa transcreación (como la llamase el poeta y semiótico brasileño Haroldo de Campos) que esté centrada en una esencial fidelidad al texto, una fidelidad lograda a fuerza de paralelismo del sentido y de la forma. El traductor trabajará en crear un nuevo modelo que pueda ser puente entre el autor de la lengua original y el lector de la lengua de llegada.

Quiero recordar que Tranströmer también es traductor y publicó un volumen con sus traducciones en 1999.

En ese callejón que corre entre los dos textos –entre lengua original y lengua de llegada–, en esa zona confusa donde el decir algo puede convertirse fácilmente en el no decir nada o en decir lo que no dice el texto original, allí se ubica el traductor.

Aquí me gustaría recordar el tema del desplazamiento hermenéutico, formulado por George Steiner, según el cual existen las siguientes etapas: la confianza preliminar, es decir la lectura desprevenida del texto que se va a traducir; la agresión, que es incursiva y extractiva, el lector deja de ser desprevenido y se vuelve selectivo; la incorporativa en la que se realizan importaciones de significado y forma, el lector se va transformando en traductor; y la restitutiva, que implica la creatividad y juicio del traductor inmerso ya en la aventura de la transferencia.  De esta manera, Steiner nos propone una manera de abordar la reflexión sobre la traducción que es diferente de las  repetitivas oposiciones traducción literal / traducción libre.

Pienso que así, paso a paso, se llega a la traducción, que es un sustituto del texto original, y por eso se constiuye en un dominio similar al del género literario. La traducción literaria es un modo de creación, un territorio independiente. El traductor es un escritor que trabaja en base a la transferencia cultural. Es decir, ejerce una manera más de la escritura creativa, fictiva, literaria. Las traducciones son una especie de escritura fantasma, una escritura en negativo que, inevitablemente, conservarán la manera, las marcas de estilo, las opciones del traductor, que de este modo se convierte en un escritor peculiar.

He aprendido que no hay traducciones de poesía satisfactorias, pero tampoco privilegiadas: si somos honestos, habrá tantas traducciones posibles de un poema, como lectores atentos del original pueda haber.

Si el texto poético es equivoco por naturaleza, la traducción debe mantener la equivocidad también. Las variantes de un texto a las que llegamos con participantes de mis talleres, todas son dignas y fidedignas, aunque todas podrían discutirse, por alguna razón. Porque toda traducción es una máscara, una versión que nos acerca al original, nos pasea por las cercanías, pero tan solo esto.

Así me sonó a mí la introspección de la esperanza de Tranströmer en mi castellano rioplatense:

HEREDÉ un bosque oscuro al cual rara vez voy. Pero llegará el día en que muertos y vivos cambien de sitio. Entonces, el bosque se pondrá en movimiento. Aún nos queda esperanza. A pesar del trabajo de numerosos policías, el crimen más grave queda sin resolver. Del mismo modo, hay en algún lugar de nuestras vidas un gran amor sin resolver. Heredé un bosque oscuro, pero hoy camino por otro bosque, el claro. ¡Todo lo viviente que canta serpea se sacude y repta! Es primavera y el aire es muy intenso. Me he graduado en la universidad del olvido y tengo las manos tan vacías como la camisa que cuelga en la cuerda.

También he aprendido que no hay mejor lectura que la que se enfrenta al verdadero original, hábito corriente en el lector sueco, que normalmente lee en inglés, y cada vez más en español, que ya es la tercera lengua de Suecia. Lamentablemente, esta lectura directa de otras lenguas es muy poco frecuente en América Latina, porque los recursos para educación son siempre insuficientes. Los pocos privilegiados que allí pueden estudiar en una escuela bilingüe, ellos tienen la chance de lectura directa de inglés, francés, alemán... Por todo esto, la enseñanza de lenguas y la formación de traductores en América Latina debería ocupar un lugar muy importante en todos los niveles de la educación. Desgraciadamente no es así, por razones de desigualdad mundial.

Agregaré con todo respeto que en España, después de aquella famosa traducción de Cortázar que llevaba la leyenda: “traducción al argentino”, las puertas han estado bastante cerradas para los traductores latinoamericanos. Los procesos de producción del libro en castellano han llevado a una situación de total dependencia de las traducciones peninsulares.

Las multinacionales del libro españolas han adquirido, en las últimas décadas, muchas casas editoriales de América Latina. Los libros se imprimen y distribuyen en América, pero las decisiones editoriales sobre qué libros han de publicarse o traducirse, se toman en Madrid o Barcelona. Situación injusta, por no decir anómala, para no hablar directamente de colonialismo cultural...

Los traductores latinoamericanos, con todo el derecho de traducir a las variantes del castellano que han heredado, están a la espera de que España sea más receptiva a su trabajo, así como los Centros de Cultura de España del continente realizan la excelente labor de aceptar y estimular estas variantes de una lengua madre común.

Por esto ha sido un honor y un privilegio, pero ante todo un placer, dar a conocer mis versiones de Tomas Tranströmer en Ediciones Nórdicas de Madrid 1), en esta editorial dirigida por su audaz director, Diego Moreno. Aunque yo no le perdone que me haya obligado a escribir los puntos cardinales con mayúscula, como es costumbre en España, y que no me haya permitido escribir la palabra jaicú como suena en español, con jota y con ce...

Y así pudimos leer, en todo el gran ámbito de la lengua castellana, la declaración de amor de Tranströmer:

EL lución, lagartija sin patas, fluye a ras de la escalera del zaguán
calmo y mejestuoso como una anaconda; la diferencia es
            solamente el tamaño.
El cielo está cubierto pero el sol irrumpe. Así es el día.

Esta mañana, mi amada ahuyentó a los malos espíritus.
Como cuando uno abre la puerta de un oscuro cobertizo del Sur
y la luz lo invade
y las cucarachas salen como flechas rápido rápido hacia los
            rincones y suben por las paredes
y ya no están —uno las vio y a la vez no las vio— :
así la desnudez de mi amada hizo huir a los demonios.

Agradezco a la Cátedra Vargas Llosa, al Instituto Cervantes y a la Fundación Caballero Bonald, la invitación a participar en este Homenaje a Tomas Tranströmer, Premio Nóbel de Literatura 2011, el poeta y el amigo entrañable. También tengo que presentar aquí mi agradecimiento, un tanto tardío, a Louise von Bergen, profesora de Literaturas Nórdicas en la ciudad de Montevideo y a Francisco Uriz, pionero de la traducción al castellano de las letras escandinavas.

Gracias a todos por alentarme en mi trabajo.
                             

                                                                                                Malmö, abril de 2012


1)El cielo a medio hacer, Nórdica Libros, Madrid, 2010;
Deshielo a mediodía, Nórdica Libros, Madrid, 2011

lunes, 7 de mayo de 2012

Reseñista habla de nueva traducción de Gibbon y olvida mencionar a Borges, casi el primero en hablar de ese historiador en castellano

El 16 de abril pasado, Jacinto Antón firmó la siguiente nota en el diario El País, de España (el mismo que pertenece al grupo Prisa, del cual forman parte Anaya y, por supuesto, las editoriales Alfaguara, Taurus, Aguilar y etc., entre muchas otras cosas, además de defender al gobierno de Rajoy).  Allí se habla de una nueva y reciente traducción de Decadencia y caída del imperio romano, del historiador britànico Edward Gibbon (1737-1794).

Manual de uso para el declive imperial

“La sucesión de cinco siglos impuso los diferentes males de desenfreno militar, despotismo caprichoso y elaborada opresión”. He ahí sintetizado el diagnóstico de Edward Gibbon de la causa de la ruina de Roma, tema que desplegó con genio insuperable y aliento grandioso en los seis tomos de su monumental Decadencia y caída del imperio romano, una de las cimas de la historiografía y la literatura universales y una inmensa aventura intelectual. A nivel popular, una obra que ha influido poderosamente en nuestro imaginario del declive de Roma desde Fabiola a Gladiator, además de, claro, La caída del imperio romano.

Publicada en Inglaterra hace más de doscientos años (de 1776 a 1778) y nunca superada en su apasionante mezcla de erudición y estilo, objeto de controversia por su irónica descripción del primer cristianismo en los famosos capítulos XV y XVI —la Iglesia católica lo puso en el índice de libros prohibidos—, la obra aparece ahora —¡suenen cornus y bocinas, agítense con júbilo los estandartes de las legiones!— en una nueva y cuidadísima traducción de José Sánchez de León Menduiña (Atalanta), en dos voluminosos tomos (el primero ya en la calle, el segundo se publicará en octubre), que permite disfrutar plenamente de una de las joyas del pensamiento occidental.

No son solo la sucesión de las vicisitudes extraordinarias de los romanos y el relato del destino ejemplar de su imperio —narrados con el pulso de un historiador digno heredero de los Dión Casio, Herodiano, Elio Espartiano o Amiano Marcelino (a los que Gibbon leyó)— lo que nos cautiva de la Decadencia..., sino la asombrosa calidad literaria, alabada, entre otros por Borges, adornada además de un carácter moral en el mejor de los sentidos, de exemplum, que hace que la lectura proporcione un placer estético y espiritual, fuente de conocimiento, reflexión y júbilo, cercano a los Ensayos de Montaigne.

Vean unos ejemplos en los retratos que el escritor británico ofrece de algunos emperadores romanos. Augusto: “Una cabeza fría, un corazón insensible y una disposición cobarde le incitaron a los decinueve años a asumir la máscara de hipocresía que nunca después abandonó”. Galieno: “Fue maestro de varias ciencias curiosas pero inútiles, orador preparado y poeta elegante, experto jardinero, excelente cocinero, pero el príncipe más despreciable”. Diocleciano: “Sus cualidades eran útiles más que espléndidas. Su valor siempre correspondió a su deber o a la ocasión, pero no parece que tuviera osadía y espíritu generoso de un héroe que busca el peligro y la fama, desprecia el artificio y desafía audazmente la competencia de sus iguales”. Galerio: “ Fue susceptible a las pasiones más violentas aunque era capaz de una amistad sincera y duradera”. Constantino: “Degenera en un monarca disoluto y cruel, corrompido por la fortuna y encumbrado por la conquista por encima de la necesidad y el fingimiento”. Juliano el Apóstata: “Sostuvo la adversidad con firmeza y la prosperidad con moderación. Trabajaba para aliviar la aflicción y reavivar el espíritu de sus súbitos, y siempre intentaba vincular la autoridad con el mérito y la felicidad con la virtud”. Teodosio (¡fíjense que oportuno!): “Olvidando que el tiempo de un príncipe es propiedad de su pueblo se abandonaba al disfrute de los placeres inocentes pero triviales de una corte lujosa”.

No olvidemos a Marco Aurelio, en el fiel de la balanza del declive: “Su poca severidad constituía al mismo tiempo la parte más amable y la única defectuosa de su carácter”, Y su nefasto vástago Cómodo, el rival del ficticio Máximo Décimo Meridio de Gladiator: “Hasta la plebe más ínfima sentía vergüenza e indignación de ver a su soberano entrar en el anfiteatro como un gladiador y enorgullecerse de una profesión que las leyes y las costumbres de los romanos tenían catalogada con la nota más justa de la infamia”. A Bertrand Russell le fascinaba la descripción de Zenobia, reina de Palmira: “Si era conveniente perdonar, podía calmar su resentimiento, si era necesario castigar, podía imponer silencio a la voz de la piedad”.

La primera parte de la obra abarca hasta el fin del imperio romano de Occidente (476) y la segunda, más irregular, según los estudiosos, hasta la caída de Constantinopla (1453).

“Una obra monumental y didáctica”, subraya el especialista en la antigüedad clásica Carlos García Gual, “que demuestra con creces que la Historia es un género literario”. Gual recuerda que la Decadencia... “es la crónica de un derrumbamiento que ha servido y sirve de ejemplo para el fin de otros imperios, el británico, el estadounidense...”. El estudioso señala el eco de Gibbon en Toynbee y en Robin Lane Fox. Para otra especialista, Isabel Roda, directora del Instituto Catalán de Arqueología Clásica (ICAC), la Decadencia... “es la piedra de toque imprescindible para los estudios romanos; aunque en muchos aspectos científicos ha sido superado, resulta un goce leerlo”.

El novelista Santiago Posteguillo acaba precisamente de terminar de escribir una escena de carrera de cuádrigas de su próximo libro cuando le recabo una opinión de urgencia sobre Gibbon. “Imprescindible. Es el primero que presenta razones de la caída de Roma de manera global y sopesada, y hace accesible al lector común un montón de información procedente de las fuentes clásicas que tan bien conocía”. Posteguillo recalca que hay que reconocerle el valor a su editor Thomas Cadell, que publicó también a Hume y a Adam Smith y al que solo podemos reprochar, apunta, “el pequeño fallo de que se negara a publicar a Jane Austen: por lo visto solo valoraba bien la no ficción”.

Sánchez de León Menduiña es el hombre que ha realizado la hazaña de traducir el millón y medio de palabras de la Decadencia... “Han sido cinco años intensos, he tenido que esperar a jubilarme para acometerla, pero he disfrutado”. El traductor considera que las traducciones de que disponía hasta ahora el lector en español no hacían justicia al estilo de Gibbon. “La publicada por Ediciones Turner en 1984 era una edición facsimilar de la José Mor Fuentes de 1842 en un castellano arcaico, barroco y castizo, que dejaba mucho que desear. Y la de Alba de 2000 es una edición abreviada”. La suya sigue la inglesa de la Biblioteca Everyman de 1993-94 y ha procurado respetar el estilo de Gibbon. “Afortunadamente, su sintáxis nos está muy próxima, por su dominio del latín”. De hecho Gibbon pensó inicialmente escribir esta obra señera de la literatura anglosajona ¡en francés!

No es el más pequeño de los atractivos de Gibbon aludirnos en tantos párrafos: “Era poco probable que los ojos de los contemporáneos descubrieran en la felicidad pública las causas latentes de la decadencia y la corrupción...”.