“Biblias, el primer Talmud, el primer Corán y hasta
manuales de guerra y arquitectura militar.” Es lo que incluye, según la bajada,
el siguiente comentario de Carlos María
Domínguez sobre el libro Los primeros
editores, de Alessandro Marzo Magno,
publicado el año pasado por la editorial Malpaso.
Esta reseña salió el pasado 3 de marzo, en suplemento El Cultural, del diario
uruguayo El País.
La industria editorial en la
antigua Venecia
El periodista Alessandro Marzo Magno (1962) ha
encontrado en la historia de los primeros editores la oportunidad de recorrer
las calles de la antigua Venecia y los inicios del libro moderno, a poco de que
Gutenberg imprimiera la Biblia con tipos
móviles. Su ensayo transita por el dato erudito y la divulgación con especial
atención a la vida de los libreros e impresores de los últimos años del siglo
XV y primera mitad del XVI, cuando con sus ciento cincuenta mil habitantes la
ciudad era una de las más populosas de Europa y editaba la mitad de los libros
que circulaban por el continente.
La presencia de comunidades balcánicas integradas a
la República de la Serenísima, de dálmatas, armenios y griegos, judíos alemanes
y emigrados de la cuenca del Mediterráneo, diversificó las lenguas de las
primeras publicaciones y exigió sumar a las tipografías latinas caracteres
hebreos, en cirílico, en el glagolítico de los croatas medievales, incluso en
árabe. La artesanía y rusticidad de los medios a menudo convirtió las erratas
en sospechas religiosas, pero en Venecia se imprimió la primera Biblia rabínica y el primer Talmud,
el Talmud babilonio, el
palestino, y hasta el primer Corán, en un emprendimiento
fallido que, precisamente por sus errores tipográficos, no alcanzó a circular y
fue recuperado en 1987 por la bibliotecóloga Angela Nuovo en la isla de San
Michele.
A fines del siglo XV el 45% de los libros que
circulaban en una Europa mayormente analfabeta eran religiosos, pero en
Venecia, donde la cuarta parte de la población masculina asistía a la escuela,
rondaban el 26%. Los humanistas italianos irradiaron el concepto de la cultura
moderna sobre el resto del continente y los radicados en Venecia, como Pietro
Bembo, o los visitantes frecuentes, como Erasmo, alentaron la publicación de
muchos clásicos griegos y latinos, aportaron traducciones y gramáticas, y
favorecieron la difusión de las obras de Dante y de Petrarca en dialectos
italianos.
La vulgarización cultural ha conducido al equívoco
de confundir, muy a menudo, el humanismo con el humanitarismo, pero en este
momento de la historia su significación es transparente: fue la actitud de los
primeros intelectuales en comprender que la cultura de Occidente era una sola y
dependía de la recuperación de la tradición griega, latina y hebrea, desde una
perspectiva no mediada por la iglesia. Los humanistas trabajaron en Venecia con
muchos impresores y libreros pero entre todos destacó, por su formación y
refinamiento, el editor Aldo Manuzio, creador del formato de nuestros libros en
octavos (o libro de bolsillo), ya no concebido para la vocación religiosa, como
las ediciones en folios, sino para la educación y el entretenimiento. Comenzó
por publicar las obras de Virgilio, Catulo, Tibulo y Propercio, de las que
vendió más de tres mil ejemplares y convirtió a Petrarca en un best seller mayor, vendiendo en sucesivas
ediciones alrededor de cien mil ejemplares de sus obras. Su legado más firme,
sin embargo, fue la creación de la tipografía de letra cursiva, desde entonces
también llamada itálica, y a sugerencia de Pietro Bembo trasladó el punto y
coma del griego al latín y a la lengua vulgar, a la que sumó apóstrofos y
acentos, criterios que más tarde fueron acompañados por todos los editores.
Un brillo crepuscular.
Más allá de escasas y ligeras referencias, es
notoria la ausencia de la poesía, el cuento y el ensayo renacentista en el
retrato de Marzo Magno. No hay en su libro seguimiento alguno de las ediciones
del Decamerón de
Boccaccio o El Príncipe de Maquiavelo, las
ediciones de Dante o Petrarca, pese a que le dedica un capítulo entero al
pornógrafo Pietro Aretino, muy popular entonces, y otros a la edición de los
mapas, las partituras, la medicina, la cosmética y la gastronomía.
El autor se inclina por los tópicos de los manuales
prácticos con un rico anecdotario en materia de cosmética —para obtener el tono
rubio del cabello las venecianas llegaron a utilizar estiércol de paloma,
sangre de tortuga y hasta moscas hervidas—, o francamente espeluznantes en
temas médicos, como la disección de condenados a muerte, luego sustituidos por
cadáveres, y la recomendación de asar ratas domésticas, pulverizarlas y
añadirlas a las papillas de los niños para prevenir los excesos de salivación,
según consta en el primer gran tratado de farmacología, del médico Pietro
Andrea Mattioli, con numerosas traducciones en toda Europa.
Los manuales de guerra y de arquitectura militar
tuvieron en Venecia un despliegue mucho mayor que en otras ciudades, dada su
condición de potencia dominante en el Mediterráneo. Los patricios venecianos
necesitaban una buena formación bélica para desarrollar su carrera política y
los editores los abastecían de obras clásicas y modernas. En el arte de la
guerra la cartografía tenía una utilidad de primer orden y si se copiaban muchos
mapas antes de la llegada de la imprenta, el descubrimiento de América potenció
las ediciones geográficas a niveles nunca alcanzados.
La gran paradoja del desarrollo cultural veneciano
fue que brilló en el momento en que su hegemonía y relevancia quedaba
desplazada por los intereses del mundo sobre el Atlántico. Colón era genovés,
Américo Vespucio, florentino, Giovanni Caboto y Sebastián Caboto, ambos
venecianos, y Antonio Pigafetta, vicentino de la Serenísima; todos cumplieron
un papel de primer orden en el descubrimiento, al servicio de intereses ajenos.
Durante un tiempo los venecianos creyeron que podrían repartirse con la corona
española el dominio comercial de los mares, pero el despliegue de la armada
británica dejó al Mediterráneo fuera del juego de las nuevas hegemonías.
Venecia fue, sin embargo, un centro importante en
la difusión de las noticias que llegaban del nuevo mundo, a través de cartas,
crónicas de viajes y, sobre todo, la elaboración de mapas y tratados
geográficos integrales como las Navigationi e viaggi de
Giovanni Battista Ramusio, la monumental recopilación de sesenta y cinco
crónicas de viajes hacia todos los confines, desde la antigüedad hasta mediados
del siglo XVI, editados en tres volúmenes in folio.
Cuando en 1547 los poderes de la Inquisición romana
lograron afianzarse en Venecia, su destino como centro cultural quedó
malogrado. En pocos años se condenaron los textos protestantes, todas las
biblias en lengua vulgar, más de seiscientos autores quedaron prohibidos y la
plaza de San Marcos vio arder decenas de miles de libros en sucesivas hogueras.
Desaparecieron las imprentas, el nuevo polo editorial se desplazó a París, y
una vez más la historia pulsó su latido.
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