jueves, 17 de agosto de 2023

Para los amantes de la historia del libro

Ayer, 16 de agosto, Tomás Villegas publicó en la revista virtual El diletante una reseña sobre Al margen del texto, el libro de Ann M.Blair recientemente publicado por la editorial Ampersand. Se ofrece a continuación.

Sobre enciclopedias y paratextos

Las inquietudes y quejas que despierta el incesante flujo de información, ese fenómeno moderno que, con el arraigo de las redes y las nuevas formas de la web, se multiplica exponencialmente, no parecen ser, de acuerdo con la académica norteamericana Ann M. Blair (1961), reacciones específicas de nuestra algorítmica actualidad. Salvando las distancias –que son muchas– ya desde fines de la Edad Media y comienzos del Renacimiento la humanidad occidental se ha enfrentado a la asfixia y al desborde que suscita la abundancia informativa. Pero vayamos por partes con Al margen del texto, esta nueva joya para los obsesivos de la letra, el papel y la marginalia, que la editorial Ampersand ofrece en su colección Scripta Manent.

En rigor, el volumen consta de dos partes que supieron conformar, originalmente, dos libros por separado. El primer capítulo de Al margen del texto se compone de Too much to known (2010), que tiene por centro la preocupación (para nada moderna) mencionada al comienzo. Séneca, el célebre moralista romano, afirmaba ya en los primeros años del cristianismo –con un aforismo que había recortado de Hipócrates–, ars longa, vita brevis: corta es la vida, largo el camino. Si la existencia resulta corta se debe, para el filósofo, a que nos demoramos en nimiedades, en superficialidades, en fuegos fatuos. Nos demoramos, del mismo modo, en libros que no valen la pena. Concibió, al respecto, un recordado aforismo, distringit librorum miltitudo: “la abundancia de libros estorba”. Más de mil seiscientos años después, aparición de la imprenta mediante, Adrien Baillet (1649-1706), biógrafo de Descartes, homologaba la sobreabundancia de libros con un retorno a la barbarie. Escribió: “Tenemos motivos para temer que la multitud de libros que crece cada día de manera prodigiosa haga que los próximos siglos caigan en un estado tan bárbaro como el de los que siguieran a la caída del Imperio romano”. No todos son refunfuños, sin embargo.

Una posición opuesta se entronca en la fundación de la Biblioteca de Alejandría (331 a.C.) y en la figura de Plinio (23-79 a. C.), el autor de la inmensurable Historia natural, ejemplo paradigmático del sentimiento acumulativo. Los jóvenes renacentistas, sostiene Blair, solían citar una línea que Plinio el Joven atribuía a su tío: “no hay libro tan malo que no se pueda sacar algo bueno de él”. Sea como fuere, la hipótesis de la autora podría resumirse de la siguiente manera: sobre todo a partir del Renacimiento, y con la ayuda inestimable –aunque costosa– de la imprenta, la sobreabundancia de información y de libros obedece a un trauma que los humanistas no están dispuestos a padecer de nuevo: la incontable pérdida de manuscritos antiguos a causa de la pobre calidad del papiro –o incluso del más resistente pergamino–, de las mezquindades, rivalidades, azares, o simples negligencias. “Los primeros eruditos modernos –dice Blair– estaban ansiosos por salvaguardar la información: almacenándola, compartiéndola con otros en manuscritos e impresos, y fomentando que príncipes y mecenas adinerados fundasen grandes bibliotecas”.

Con la llegada de la imprenta, a mediados del siglo XV, los autores experimentan, ahora sí, un sentimiento relativamente nuevo: el saberse leídos por miles y miles de personas. Y un nerviosismo, relativamente nuevo, se apodera de ellos: cómo hacerse del control del texto, cómo transparentar enteramente sus intenciones; cómo no ser, en última instancia, mal comprendidos o criticados. Los paratextos, que ocupan el corazón del segundo capítulo de Al margen del texto, cumplirían dos funciones capitales. Por un lado, interesar a la mayor cantidad de compradores posibles; por otro, con una figura que puede rastrearse hasta Cicerón, la captatio benevolentiae, atraer la comprensiva, la benevolente, atención del lector u oyente por medio de la modestia. La portada, la dedicatoria, el privilegio, el prefacio, la fe de erratas, el poema introductorio, apuestan, si no a ambas, por lo menos por una de las dos funciones. “El objetivo del impresor era vender el libro a toda costa –sostiene Blair– el del autor era encontrar lectores comprensivos (...). Las dos principales tácticas para hacerlo consistían, por un lado, en disculparse por los defectos de la obra, a veces asumiendo sus errores, a veces culpando de ellos a los demás, y por otro lado en mostrar el favor de contemporáneos bien situados que figuraban como destinatarios de las dedicatorias, escritores de odas de elogio y distribuidores oficiales de privilegios o permisos para imprimir”.

Blair escribe con la certeza que trae consigo la investigación meticulosa y Jorge Fondebrider sabe replicarla con una traducción cuidada. Las imágenes de los distintos paratextos en el capítulo 2 aportan su cuota a la inteligibilidad de lo leído y, sobre todo, engalanan el volumen con la belleza de tiempos pasados. Cabe preguntarse si la yuxtaposición de lo que alguna vez fueron dos libros separados no rechina, aunque suavemente, con el fragor de lo forzado. De cualquier manera, los amantes de la materialidad del libro (los amantes, así mismo, de la historia del libro) no hacemos sino regocijarnos con una colección que insiste en su amor por esa literatura hecha de tiempo y cuerpo, de tinta y papel.

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