Una
columna de Antonio Fernández Santisteban
aparecida en el Periódico de Poesía
(nº 63, octubre de 2013), que dirige Pedro Serrano publica la
UNAM. Si la argumentación del autor fuera
dada por buena, he aquí una serie de cuestiones sobre las que los traductores
deberían pensar.
Sobre el idioma de dos monstruos
Proust,
la cumbre del francés, redujo el idioma hablado por sus compatriotas a un
dialecto. Shakespeare, otro océano verbal, sobrepasa al Webster y a la Biblia del rey Jacobo,
aunque con un inglés que es una invención deliberada. Mercutio, Feste,
Rosalind, Lear suenan bien —o sea, a lo que son— pero raro, debido no
solamente a la pátina retórica de su amplificación dramática y al verso
suntuoso del bardo inglés, tan repleto de mundo que incluye hasta nuestras
dudas sobre sus carambolas ingeniosas, terminología nueva, sentidos
secundarios, sino también a que las gentes que imaginó se oyen hablar, como
murciélagos ciegos a la existencia que necesitasen para seguir avanzando el
rebote contra su vivir del eco de sus palabras, las cuales vuelven alrededor
suyo tal un halo para envolver sus acciones. Este carácter cavernoso de sus
voces los aísla un poco de los demás incluso cuando dialogan, los retrasa o
adelanta meditativamente en relación con el hilo argumental o los lleva a
dirigirse a nosotros más como confidentes de sus profundidades que como actores
a una audiencia. Por lo demás, sus frases, cuyas ondas al volver a la acción
interfieren con las que siguen pronunciando, los ramifican y nos ofrecen así un
suplemento de conciencia muy superior al que requerimos para andar entre
nuestras ocupaciones, pero que se paga en los personajes shakespeareanos al
costo de una cierta rigidez hierática, como la que aparece en los frescos
funerarios egipcios donde vemos a faraones y notables rodeados de la vida que
vivieron bajo una lluvia de jeroglíficos. Parte de lo que dicen se les escapa y
queda, residual, indicando que una existencia no basta para ser contada. Así
pues, pese a que en el teatro de Shakespeare el dicho pronostica o glosa el
hecho, ese residuo permanece al término de sus obras como una miríada de
posibles interpretaciones que las comprimen hacia sus centros neurálgicos y
restan eficacia dramática a algunos de sus desenlaces. Puesto que hablamos de
interpretaciones, vaya aquí una posible. Al parecer Hamlet mató a Claudio, el
usurpador, antes del último acto, por lo cual la escena sangrienta habría de
leerse no en cuanto conclusión de la obra, sino a manera de un exordio
destinado al porvenir que se grabó en el monumento funerario del príncipe:
encomio y advertencia de una conducta ejemplar.
Resulta claro que Shakespeare no sería el padre de la literatura moderna si no hubiera creado un orbe de psicologías, cada cual diferente, cada cual reveladora de lo que somos; lo único que intento mostrar es que las observamos a través del prisma de un lenguaje ligeramente desfasado que las difracta en todos sus colores, quitándoles así la blanca claridad de la unidad luminosa.
Resulta claro que Shakespeare no sería el padre de la literatura moderna si no hubiera creado un orbe de psicologías, cada cual diferente, cada cual reveladora de lo que somos; lo único que intento mostrar es que las observamos a través del prisma de un lenguaje ligeramente desfasado que las difracta en todos sus colores, quitándoles así la blanca claridad de la unidad luminosa.
La población de la Recherche, en cambio, coincide cómodamente con lo que habla. El Director eslavoide del Gran Hotel se expresa con los disparates de un políglota advenedizo, Norpois sirviéndose del plomo y sin la menor sospecha del meollo que pintan a cualquier diplomático, el joven Bloch creyéndose un prematuro escéptico, Françoise con los giros y las incorrecciones gramaticales de una criada, el padre de Marcel como el hombre de bien algo ingenuo que es, su abuela preocupada por su salud, la del personaje narrador, como la abuela arquetípica que todos quisimos tener: firme ante los caprichos, premiando el más leve progreso. ¿Y la feminidad tan parisiense de Odette, los exabruptos juveniles de Albertine?; ahí están las dos vistiendo seda o saten, dispuestas, del mismo modo que sus entonaciones, a incendiar los celos masoquistas de sus galanes.
Menor compañía que la de Balzac, pero mostrada por boca propia, por una inteligencia de sus palabras que nos da a la vez sus raíces y los motivos de su comportamiento. Cuando uno oye a Lucien Rubempré en la poderosa Comédie humaine, oye horrorizado la grosera entonación de Balzac. Parejamente, Eugénie Grandet y Vautrin y el primo Pons hablan por su glotis de pescadero pomposo. De ahí que resulte vano diferenciar en aquella capilla sixtina por el tono o el timbre; hay que hacerlo desde fuera o por dentro del personaje. En la Recherche ambas planos se funden en una página próxima a la emisión oral donde el estilo rodea y clausura lo narrado como si lo extrajera de la nada y éste surgiese con una frescura inédita, desdibujando, debido a nuestra vaguedad ante un modelo más jugoso, nuestras situaciones físicas y mentales. No sólo vida, sino dotada de mayor amplitud, ya que, a semejanza de Shakespeare, aunque preservando la unicidad de sus creaturas, Proust logra que lo latente cobre la abundancia de lo manifiesto. Así, a mediodía el barón Charlus va perseguido en una calle de Balbec por los fantasmas de sus perversiones, espectros que espiamos en su mirada leyendo distraidamente un cartel y que, con la fuerza de los convocados por Baudelaire, tienen para nosotros la convicción de su canotier de paja negra o la rosa espumosa que lleva en el ojal de la solapa. Al conocer a estos personajes, uno los recibe agrandados por sus reverberaciones, uno se frota los ojos para sacudirse el ardid de realidad intensificada con que nos asombra su hipernaturalidad. Las palabras de Proust distinguen con plenitud a quienes las pronuncian. Su idioma revela como no lo ha hecho otro.
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