jueves, 19 de diciembre de 2013

El silencio forzado de las lenguas colonizadas

El muy experimentado traductor español Mario Grande publicó la siguiente columna en El Trujamán del 18 de diciembre pasado.

Traducciones vitaminadas

Los contactos entre lenguas, como parte de procesos de transferencia cultural, han sido históricamente desiguales: en unas ocasiones ha habido intercambio, en otras se ha impuesto una dinámica de dominación/resistencia. Ejemplo de lo primero es el vasto y fecundo movimiento renacentista de traducción-imitación del latín y el italiano en castellano (Garcilaso, Fray Luis) y catalán (Bernat Metge). De lo segundo: los ejemplares de literatura aljamiado-morisca ocultados antes de la expulsión decretada en 1609 y sacados a la luz muchos años después, con ocasión de obras en casas antiguas del valle del Jalón, donde estaban «emparedados». Es el caso del manuscrito de La doncella Carcayona, salvado del fuego en Almonacid de la Sierra a finales del siglo xix tras siglos de emparedamiento.

Así ocurrió también con las lenguas de los imperios coloniales:

Los Inkas no conocían papel, escritura; cuando el tataycha quería darles papel, ellos rechazaron; porque se enviaban noticias no en papeles, sino en hilos de vicuña; para malas noticias eran hilos negros; para buenas noticias eran hilos blancos. Estos hilos eran como libros, pero los españas no querían que existiesen y le habían dado al Inka un papel:
 —Este papel habla —diciendo.
—¿Dónde está que habla? Sonseras; quieren engañarme.
 Y había botado el papel al suelo. El Inka no entendía de papeles.
 (Gregorio Condori Mamani, Autobiografía, Cusco, 1982; edición bilingüe y traducción del quechua: Ricardo Valderrama y Carmen Escalante).

El silencio forzado de las lenguas colonizadas por el inglés, el francés, el portugués o el castellano adoptó diversas formas: muchos textos quedaron sin traducir a estas lenguas o fueron destruidos y los que se tradujeron experimentaron muchas veces toda suerte de injertos, supresiones y aclaraciones para adaptarlos al gusto imperial. En sentido inverso, hubo un aluvión de traducciones de textos catequéticos a las lenguas colonizadas.

Este tipo de traducción, distinto del practicado por los humanistas con respecto a la Antigüedad clásica, ha sido muy cuestionado desde la segunda mitad del siglo xx. Tanto por los escritores como por los traductores. Entre los escritores de las antiguas colonias se ha pasado de la mera resistencia al multilingüismo, hibridizando el texto, poniendo en cuestión la distinción jerárquica entre original y copia. En cierta forma, estos autores no solo revisitan, como Chinua Achebe (1975) el personaje conradiano de Kurtz, sino que se autotraducen.

«Fui yo quien transcribió, en portugués visible, las cosas que aquí se dicen», afirma el traductor de Tizangara, narrador de El último vuelo del flamenco (2000), del mozambiqueño Mia Couto (traducido por Mario Merlino). En «A viagem da cozinheira lagrimosa» (Contos do Nascer da Terra, 1997), las lágrimas de la negra Felizminha en los platos que cocina dan nueva vida al sargento colonial Antunes Correia, «mutilado de guerra e incapacitado de paz», en una bella metáfora de la inviabilidad de que una sola lengua abarque y unifique toda la experiencia humana. Sus obras suelen ir acompañadas de un glosario de voces propias de Mozambique. O el nigeriano Ken Saro-Wiwa y su opción por el «rotten English» en Sozaboy(1985), basado en el pidgin nigeriano, más sencillo, práctico, cercano y unificador que el inglés. El martiniqués Patrick Chamoiseau (Biblique des derniers gestes, 2002) refleja la identidad criolla de las Américas y su lenguaje es un precipitado del francés de los colonos del siglo xvii y sus propios acrolecto y basilecto criollos, que desbordan cualquier diccionario, incluso especializado, por los arduos problemas de traducción que plantea. Y en español tenemos la obra del mexicano Carlos Fuentes, brillante expresión de mestizaje.

Traducir a estos autores plantea problemas nuevos. El traductor brasileño Haroldo de Campos y el profesor George Steiner podrían discutir eternamente sobre si la traducción de sus textos exige su canibalización o más bien su penetración. Tal vez pueda ser útil rescatar, como T. S. Eliot en el título de la última sección de La tierra baldía, la noción de anuvad, en sánscrito ‘traducción’, en el sentido de «decir después, repetir, explicar».


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