El muy experimentado traductor español Mario Grande publicó la
siguiente columna en El Trujamán del 18 de diciembre pasado.
Traducciones vitaminadas
Los contactos
entre lenguas, como parte de procesos de transferencia cultural, han sido
históricamente desiguales: en unas ocasiones ha habido intercambio, en otras se
ha impuesto una dinámica de dominación/resistencia. Ejemplo de lo primero es el
vasto y fecundo movimiento renacentista de traducción-imitación del latín y el
italiano en castellano (Garcilaso, Fray Luis) y catalán (Bernat Metge). De lo
segundo: los ejemplares de literatura aljamiado-morisca ocultados antes de la
expulsión decretada en 1609 y sacados a la luz muchos años después, con ocasión
de obras en casas antiguas del valle del Jalón, donde estaban «emparedados». Es
el caso del manuscrito de La doncella Carcayona, salvado del fuego
en Almonacid de la Sierra a finales del siglo xix tras siglos de emparedamiento.
Así ocurrió
también con las lenguas de los imperios coloniales:
Los Inkas no
conocían papel, escritura; cuando el tataycha quería darles
papel, ellos rechazaron; porque se enviaban noticias no en papeles, sino en
hilos de vicuña; para malas noticias eran hilos negros; para buenas noticias
eran hilos blancos. Estos hilos eran como libros, pero los españas no querían
que existiesen y le habían dado al Inka un papel:
—Este papel
habla —diciendo.
—¿Dónde está
que habla? Sonseras; quieren engañarme.
Y había
botado el papel al suelo. El Inka no entendía de papeles.
(Gregorio
Condori Mamani, Autobiografía, Cusco, 1982; edición bilingüe y
traducción del quechua: Ricardo Valderrama y Carmen Escalante).
El silencio
forzado de las lenguas colonizadas por el inglés, el francés, el portugués o el
castellano adoptó diversas formas: muchos textos quedaron sin traducir a estas
lenguas o fueron destruidos y los que se tradujeron experimentaron muchas veces
toda suerte de injertos, supresiones y aclaraciones para adaptarlos al gusto
imperial. En sentido inverso, hubo un aluvión de traducciones de textos
catequéticos a las lenguas colonizadas.
Este tipo de
traducción, distinto del practicado por los humanistas con respecto a la
Antigüedad clásica, ha sido muy cuestionado desde la segunda mitad del siglo xx. Tanto por los escritores como por
los traductores. Entre los escritores de las antiguas colonias se ha pasado de
la mera resistencia al multilingüismo, hibridizando el texto, poniendo en
cuestión la distinción jerárquica entre original y copia. En cierta forma,
estos autores no solo revisitan, como Chinua Achebe (1975) el personaje
conradiano de Kurtz, sino que se autotraducen.
«Fui yo quien
transcribió, en portugués visible, las cosas que aquí se dicen», afirma el
traductor de Tizangara, narrador de El último vuelo del flamenco (2000),
del mozambiqueño Mia Couto (traducido por Mario Merlino). En «A viagem da cozinheira lagrimosa» (Contos do Nascer da Terra, 1997), las lágrimas de la negra Felizminha en los platos que cocina
dan nueva vida al sargento colonial Antunes Correia, «mutilado de guerra e
incapacitado de paz», en una bella metáfora de la inviabilidad de que una sola
lengua abarque y unifique toda la experiencia humana. Sus obras suelen ir
acompañadas de un glosario de voces propias de Mozambique. O el nigeriano Ken
Saro-Wiwa y su opción por el «rotten English» en Sozaboy(1985),
basado en el pidgin nigeriano, más sencillo, práctico, cercano y unificador que
el inglés. El martiniqués Patrick Chamoiseau (Biblique
des derniers gestes, 2002) refleja la identidad criolla de las
Américas y su lenguaje es un precipitado del francés de los colonos del siglo xvii y sus propios acrolecto y
basilecto criollos, que desbordan cualquier diccionario, incluso especializado,
por los arduos problemas de traducción que plantea. Y en español tenemos la
obra del mexicano Carlos Fuentes, brillante expresión de mestizaje.
Traducir a
estos autores plantea problemas nuevos. El traductor brasileño Haroldo de
Campos y el profesor George Steiner podrían discutir eternamente sobre si la
traducción de sus textos exige su canibalización o más bien su penetración. Tal
vez pueda ser útil rescatar, como T. S. Eliot en el título de la última sección
de La tierra baldía, la noción de anuvad, en
sánscrito ‘traducción’, en el sentido de «decir después, repetir, explicar».
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