Publicado el 29 de enero pasado en El Cultural, de España, el siguiente artículo de Ramón Sánchez Lizarralde –Valladolid, 1951; ex presidente de la Asociación Colegial de traductores (ACEtt) y traductor del albanés de Ismail Kadare, Mitrush Kuteli, Bashkim Shehu, Mimosa Ahmeti, Ervin Hatibi, Agron Tufa, Xhevdet Bajraj y Zija Çela, entre otros–, nos saca momentáneamente del debate que venimos sosteniendo para sumergirnos bruscamente en la realidad del mercado: "aunque el 25 % de los 75.000 nuevos títulos editados cada año en España son traducciones, apenas el 6'8 % de los traductores puede vivir de su trabajo".
¿Por qué seguimos traduciendo?
La irrupción de las nuevas tecnologías digitales en el sector edi-torial está produciendo ya conmoción en los sectores afectados y, al margen de que el libro electrónico y sus afines vayan a imponerse o no a corto plazo, y de la medida en que lo hagan frente al libro tradicional, el hecho es que los grandes grupos editoriales y plataformas diversas engendradas por ellos se disponen a actuar y, como tienen por norma, a tratar de dic-tar las reglas del juego –del negocio– a los demás.
Estos fenómenos, como otros anteriores, nos encuentran a los traductores literarios en una situación que, si bien ha mejorado algo en las últimas décadas gracias a la labor de nuestras entidades representativas, continúa siendo precaria e indignante. El Libro Blanco sobre el asunto elaborado por ACE-traductores, a punto de ver la luz y de levantar ronchas, revela que, a estas alturas, buen número de editoriales siguen resistiéndose a cumplir la ley y, todavía más, a respetar a un colectivo de autores –los traductores– en el que se funda una parte nada despreciable de su propio negocio: el 27% de los colegas trabaja sin contrato, el 40% de los contratos suscritos son ilegales; las prácticas que numerosas empresas imponen a los traductores son abusivas por diversos conceptos: porcentajes ridículos de participación en los beneficios de la explotación de sus trabajos (0,5% es el más frecuente), aplazamiento impuesto e injustificado del pago de las cantidades acordadas (aunque la abrumadora mayoría de las traducciones se hacen por encargo de las empresas editoriales), plazos de entrega imposibles de cumplir con dignidad, ausencia generalizada de control de ventas y tiradas. Tal panorama se produce en el interior de una industria editorial, la española, que publica cada año más de 75.000 nuevos títulos, de los cuales un 25% son traducciones, porcentaje que se eleva al 38% si nos referimos a los libros de creación literaria. A pesar de ello, sólo un 6,8% de los traductores en ejercicio puede vivir de los ingresos procedentes de esa actividad. Se trata de una vergüenza generalizada, de un baldón para los editores que ejercen tales prácticas, y para el conjunto del sector que, en definitiva, se aprovecha de ello dando pruebas de grave miopía. Ni siquiera los traductores más o menos consagrados, premiados, reconocidos o imprescindibles por diferentes conceptos son capaces de vivir con dignidad de su profesión.
Habrá quien se pregunte por qué en tal caso continuamos traduciendo. Puedo responder que, en mi caso, estoy en ello por la literatura, porque esa ha sido mi forma (principal) de participar en ella, porque he decidido que esa es mi vida. Los propios traductores, también los críticos y otros implicados, discutimos a menudo sobre lo que se pierde o lo que se gana en la traducción, sobre fidelidades e infidelidades, en torno a los milagros y los imposibles logrados que convierten una traducción en una obra creativa relevante. Esas intimidades y esos secretos, esos retos forman parte de nuestras obsesiones y de nuestro trabajo, y necesitamos iluminarlos para avanzar, para alcanzar las metas que nos proponemos o nos imponen los autores originales. Pero que nadie se confunda, la traducción no necesita ser justificada ni perdonada; forma parte de la literatura desde que ésta existe, y la sociedad culta o lectora de un país no sólo no puede prescindir de la traducción sin privarse de la mayor parte del patrimonio literario mundial, sino que, de hecho, la lee como si fuera lo que es en realidad: la literatura misma. Desde la epopeya de Gilgamesh, la Ilíada, Esquilo, la Biblia, Horacio, Dante, Shakespeare, Cervantes (por no hablar de lo que sigue en el tiempo), todo ello se lo viene apropiando la humanidad principal e inevitablemente mediante textos traducidos.
No se trata de un problema o de un dilema única ni esencialmente económico-empresarial, que lo es. El menosprecio y el maltrato de la traducción y los traductores poseen hondas raíces en toda nuestra sociedad, en primer lugar en las instituciones culturales mismas, públicas y privadas. No es una queja, es protesta y es aviso. En esa sociedad orgullosa, en apariencia, de su lengua, se mantiene y se ahonda el déficit de estímulos para que se traduzcan a ella los logros literarios alcanzados en otras del mundo: en premios, becas, ayudas, reconocimiento, visibilidad social, respeto de los logros, remuneración equitativa, estamos a no poca distancia de otros países y lenguas europeos, aunque parece que el mal se generaliza. Las consecuencias son más graves de lo que la mayoría imagina. Contribuyen a la ignorancia, la aculturación, el desprecio por lo bien hecho, la pasividad ante la indecencia; y al trato indecoroso que se dispensa a unos profesionales consagrados al aumento de la lucidez y el entendimiento.
Me permite proponer la lectura de un libro belgo esencial por los traductores actuales: "Traduire. Défense et illustrations du multilinguisme" de François Ost.
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