miércoles, 28 de octubre de 2020

García Márquez sobre los traductores propios y ajenos

Los lectores de este blog habrán notado que, al Administrador, el "día del traductor" le importa tanto como el día de la azafata, el del meteorito o el del recolector de residuos. Sin embargo, hay gente a la que sí le importa y, por lo tanto, se siente en la obligación de decir algo, sepa de qué habla o no. Una de esas personas fue el escritor colombiano Gabriel García Márquez, quien, el 30 de septiembre de 1982, publicó este breve artículo en el diario Clarín, de Buenos Aires.

Los pobres traductores buenos

Alguien ha dicho que traducir es la mejor manera de leer. Pienso también que es la más difícil, y la más ingrata y la peor pagada. "Traduttore, traditore" dice el tan conocidó refrán italiano, dando por supuesto que quien nos traduce nos traiciona. Maurice-Edgar Coindreau (foto), uno de los traductores más inteligentes y serviciales de Francia, hizo en sus memorias habladas algunas revelaciones de cocina que permiten pensar lo contrario. "Es el traductor el monod del novelista", dijo, parafraseando a Maurica, y querido decir que el traductor debe hacer los mismos gestos y asumir las mismas posturas del escritor, le gusten o no. Sus traducciones al francés de los novelistas norteamericanos que eran jóvenes y desconocidos en su tiempo –William Faulkner, John Dos Passos, Ernest Hemingway, John Steinbeck– no sólo son recreaciones magistrales, sino que introdujeron en Francia a una generación histórica, cuya influencia entre sus contemporáneos europeos –incluidos Sartre y Camus– es más que evidente. De modo que Coindreau no fue un traidor, sino todo lo contrario: un cómplice genial. Como lo han sido los grandes traductores de todos los tiempos, cuyos aportes personales a la obra traducida suelen pasar inadvertidos mientras se suelen magnificar sus defectos.

Cuando se lee a un autor en una lengua que no es la de no, se siente deseo casi natural de traducirlo. Es comprensible porque uno de los placeres de la lectura –como de la música– es la posibilidad de compartirla con amigos. Tal vez esto explica que Marcel Proust se murió sin cumplir uno de sus deseos recurrentes, que era traducir del inglés a alguien tan extraño a él mismo como lo era John Ruskin. Dos de los escritores que me hubiera gustado traducir por el solo  gozo de hacerlo son André Malraux y Antoine de Saint-Exupery, los cuales, por cierto, no disfrutan de la más alta estimación de sus compatriotas actuales. Pero nunca he ido más allá del deseo. En cambio, desde hace mucho traduzco gota a gota los Cantos, de Giacocomo Leopradi, pero lo hago a escondidas y en mis pocas horas sueltas, y con la plena conciencia de que no será ése el camino que nos lleve a la gloria, ni a Leopardi ni a mí. Lo hago sólo como uno de esos pasatiempos de baños que los padres jesuitas llamaban placeres solitarios. Pero la sola tentativa me ha bastado para darme cuenta de qué difícil es, y qué abnegado, tratar de disputarles la sopa a los traductores profesionales.

Es poco probable que un escritor quede satisfecho con la traducción de una obra suya. En cada palabra, en cada frase, en cada énfasis de una novela hay casi siempre una segunda intención secreta que sólo el autor conoce. Por eso es, sin duda, deseable que el propio escritor participe en la traduccióna, hasta donde le sea posible. Una experiencia notable en ese sentido es la excepcional traducción de Ulysses de James Joyce al francés. El primer borrador básico lo hizo completo y sólo August Moreli, quien trabajo luego hasta la versión final con Valéry Larbaud y el mismo James Joyce. El resultado es una obra maestra, apenas superada –según testimonios sabios– por la que hizo Antonio Houaiss al protugués del Brasil. La única traducción que existe en castellano, en cambio, es casi inexistente. (*) Pero su historia sirve de excusa. La hizo para sí mismo, sólo por distraerse, el argentino J. Salas Subirat, que en la viuda real era un experto en segudos de vida. El editor Santiago Rueda de Buenos Aires la descubrió en mala hora y la publicó a fines de los años cuarenta. Por cierto que a Salas Subirat lo conocí pocos años después en Caracas, trepado en el escritorio anónimo de una compañía de seguros y pasamos una tarde estupenda hablando de novelistas ingleses, que él conocía casi de memoria. La última vez que lo vi parece un sueño: estaba bailando, ya bastante mayor y más sólo que nunca, en la rueda loca de los carnavales de Barranquilla. Fue una aparición tan extraña que no me decidí a saludarlo.

Otras traducciones hist´roicas son las que hicieron al francés Gustav Jean-Aubry y Phillip Neel, de las novelas de Joseph Conrad. Este grande escritor de todos los tiempos –que en realidad se llamaba Josef Teodor Konrad Korzeniowsky– había nacido en Polonia y su padre era precisamente un traductor de escritores ingleses y, entre otros, de Shakespeare. La lengua de base de Conrad era el polaco, pero desde muy niño aprendió el francés y el inglés y llegó a ser escritor en ambos idiomas. Hoy lo consideramos con razón o sin ella como uno de los maestros de la lengua inglesa. Se cuenta que les hizo la vida invivible a sus traductores franceses, tratando de imponerles su propia perfección, pero nunca se dicidió a traducirse a sí mismo. Es curioso, pero no se conocen muchos escritores bilingües que lo hagan. El caso más cercano a nosotros es el de Jorge Semprún, que escribe lo mismo en castellano o en francés, pero siempre por separado. Nunca se traduce a sí mismo. Más raro aun es el irlandés Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura, que escribe dos veces la misma obra, una vez en francés y otra vez en inglés. Es la misma obra en dos idiomas, pero su autor insiste en que la una no es la traducción de la otra, sino que son dos obras distintas en dos idiomas diferentes.

Hace unos años, en el ardiente verano de Pantelaria, tuve una enigmática experiencia de traductor. El conde Enrico Cicogna (foto), que fue mi traductor al italiano hasta su muerte, estaba traduciendo en aquellas vacaciones la novela Paradiso del cubano José Lezama Lima. Soy un admirador devoto de su poesía, lo fui también de sus rara personalidad, aunque tuve pocas ocasiones de verlo, y en aquel tiempo quería conocer su novela hermética. De modo que ayudé un poco a Cicogna. Más que en la traducción, en la dura empresa de descifrar la prosa. Entoncescomprendí que, en efecto, traducir es la manera más profunda de leer. Entre otras cosas, encontramos una frase cuyo sujeto cambiaba de género y de número varias veces en menos de diez líneas, hasta el punto de que al final no era posible saber quién era ni cuándo era ni dónde estaba. Conociendo a Lezama Lima, era posible que aquel desorden fuera deliberado, pero sólo el hubiera podido decirlo, y nunca pudimos preguntárselo. La pregunta que se hacía Cicogna era si el traductor tenía que respetar en italiano aquellos disparates de concordancia o si debía vertirlos con rigor académico. Mi opinión era que debía conservarlos, de modo que la obra pasara al otro idioma tal como era, no con sus virtudes sino también con sus deectos. Era un deber de lealtad con el lector en el otro idioma.

Para mí, no hay curiosidad más aburrida que la de leer las traducciones de mis libros en los tres idiomas en que me sería posible hacerlo. No me reconozco a mí mismo sin oen castellano. Pero he leído alguno de los libros traducidos al inglés por Gregory Rabassa, y debo reconocer que encontré algunos pasajes que me gustaban más que en castellano. La impresión que dan las traducciones de Rabassa es que se aprende el libro de memoria en castellano, y luego lo vuelve a escribir completo en inglés: su fidelidad es más compleja que la literaralidad simple. Nunca hace una explicación en pie de página, que es el recurso menos válido y por desgracia el más socorrido en los malos traductores. En este sentido, el ejemplo más notable es el del traductor brasileño de uno de mis libros, que le hizo a la palabra astromelia una explicación en pie de página: flor imaginaria inventada por García Márquez. Lo peoer es es que después leí no sé dónde que las astromelias no sólo existen, como todo el mundo lo sabe en el Caribe, sino que su nombre es portugués.

Nota:
(*) Como lo ha demostrado Lucas Petersen en su biografía de José Salas Subirat (ver entradas del 4 de agosto y del 1 de septiembre de 2016, en este mismo blog), los datos que suministra García Márquez en este artículo son incorrectos, como también parece serlo su pequeña venganza personal contra su desdichado traductor al portugués. 



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