Santiago Venturini es, además de un muy buen poeta, un excelente investigador. Su tema es la traducción en la Argentina y, fundamentalmente, la literatura francesa traducida. Sin embargo, no es lo único. El pasado 24 de septiembre, en el blog de Eterna Cadencia, se publicó un fragmento de un ensayo suyo a propósito de Juan L. Ortiz (foto) como traductor. La bajada dice esto: “Ortiz hizo de la traducción un ejercicio frecuente, sobre todo a partir de la década del 4o, luego de su «trasplante» a Paraná; los años 1944 y 1945 marcan, quizás, el momento más intenso de esa actividad. Es un traductor más bien disperso": un extracto del ensayo que integra el dossier de Hojillas, parte de la caja doble de su obra completa que publicó Eduner/Ediciones UNL”.
Juan L. Ortiz, traductor
En una de las entrevistas que dio durante sus últimos años de vida, Juan L. Ortiz afirmó que lo más importante había sido la fidelidad: «ser fiel a mí mismo», dijo. E inmediatamente agregó: «Y sobre todo conociendo ya algo de la poesía universal, no digo todo, sino algo». La fidelidad a uno mismo, a un modo de pensar y escribir poesía, aparece relacionada, paradójicamente o no, con el conocimiento de la alteridad y de lo universal, una afirmación que se reitera en las intervenciones del poeta, así como también en las lecturas de algunos de sus críticos más destacados. La «poesía universal» aparece una y otra vez en Ortiz como una instancia fundamental de formación:
… he sido muy curioso. Desde muy chico he leído más o
menos la poesía que se ha hecho en todos los continentes; diríamos, tuve la
suerte de tener ciertas antologías que me dieron una visión… así, diremos
universal, de la poesía de todas las épocas, de todos los continentes… de
África, de Oriente, de América, aparte de la europea.
La afirmación de la trascendencia de la poesía universal es en Ortiz, por contigüidad, la afirmación de la trascendencia de la traducción; la traducción es una vía de acceso a lo universal, una práctica que logra exponer sus fragmentos (a través de una forma también fragmentaria: la antología), aun cuando pueda ser, como lo dicta la sanción histórica que pesa sobre ella, una práctica fallida (por eso Ortiz afirmará que encontró a los simbolistas «tal como eran traducidos acá, generalmente mal».
La traducción fue un acto trascendente para Ortiz, un ejercicio al que se dedicó durante años. En un repaso que realiza meses antes de morir, se lee:
Yo «pescaba» y traía traducciones del ruso, del
japonés, literatura africana, todo. Descubrí, por traducciones francesas, a
Panait Istrati y a Pasternak antes de que en la misma Europa los apreciaran
tanto… Y de Rabindranath Tagore, que tradujo al inglés y al francés a los
poetas hindúes, tomé cosas que traduje, algunas publicadas, otras no. También
Maiakovski. Muchas traducciones hice, muchas, de Aimé Césaire, de Senghor,
antes de que los conocieran tanto… Con un amigo de acá, Rubén Turi, traduje
varios libros de Louis Aragon. Y chinos, poetas chinos, porque me ayudaron unos
muchachos de China que sabían castellano.
El pasaje es interesante no sólo por el catálogo de nombres que presenta, algunos de los cuales fueron determinantes para Ortiz (como Louis Aragon), sino porque muestra a la traducción como recurso, como ejercicio de descubrimiento constante y de formación de un patrimonio, a través de un método en ocasiones particular (traducir poetas chinos con la ayuda de «unos muchachos de China que sabían castellano»). En el repaso de Ortiz aparece la naturaleza de la traducción como una práctica importadora que permite acceder a la literatura universal, pero, al mismo tiempo, crearla. Esta dimensión de la literatura universal como un constructo que toma forma a través del trabajo de un «importador» está enunciada en la posdata de la carta que Ortiz envía en diciembre de 1958 a su amigo chino, el poeta Chi: «Mándeme siempre poemas de la última gente, o de la que vaya apareciendo con alguna significación. He de continuar, por cierto, renovando la imagen de la China poética actual, hasta el último aliento» (p.562).
Ortiz fue un poeta
traductor, aunque esa faceta no haya sido, aún, lo suficientemente explorada
—con algunas excepciones, como el volumen Poemas chinos traducidos
por Juan L. Ortiz—.
El interés, tal vez tardío, en el trabajo del poeta como traductor se debe a
diversos factores relacionados no sólo con ciertos intereses de la crítica de
poesía y de la crítica de la poesía orticiana, sino también con la
legitimación, tardía, de la traducción como objeto de estudio, que hizo que las
traducciones no hayan sido consideradas como una parte sustancial de su obra.
No obstante, el perfil de Juanele como poeta-traductor fue señalado en los
primeros trabajos críticos dedicados al poeta. En un artículo pionero sobre su
obra, publicado en la revista Universidad en 1965, Alfredo Veiravé lleva a cabo uno de los
primeros abordajes sistemáticos de la obra orticiana, y deja constancia de su
rol como traductor:
Dotado de una increíble cultura y de un asombroso conocimiento
de la obra de los más ocultos poetas de todas partes del mundo, ha sido el
introductor en el núcleo de los escritores del litoral de voces como las de
Hilaire Voronca, de Ezra Pound, de Ungaretti, de Éluard, de Reverdy, para no
nombrar sino a algunos de los que muchos años después de su frecuentación en
traducciones propias, alcanzaron el nivel de la popularidad en ediciones
conocidas.
Efectivamente, Ortiz hizo de la traducción un
ejercicio frecuente, sobre todo a partir de la década del 4o, luego de su
«trasplante» a Paraná; los años 1944 y 1945 marcan, quizás, el momento más
intenso de esa actividad. Es un traductor más bien disperso. Además de las
novelas Legión y Las
masacres de París de Jean Cassou, y Los
hermosos barrios de Louis Aragon, publicadas en el lapso de
un año y medio en el catálogo de la editorial porteña Futuro, muchas de sus
traducciones se perdieron, permanecen inéditas o fueron publicadas en la
prensa, en especial en El Diario de Paraná,
donde el poeta tuvo una columna titulada, en algunas entregas, «Páginas, Notas
y Poemas Poco Conocidos». En la columna se leen traducciones firmadas por
«Alfredo Díaz» o «A. Díaz» —seudónimo de Ortiz—, de Louis Aragon, Jean Cassou,
Francis Jammes, entre otros, así como también la traducción de una serie de
textos en homenaje a Rilke. A lo largo de 1945, El Diario de Paraná
publicó la columna «En la naturaleza», donde Ortiz se dedicó a traducir un
conjunto de textos de la casi desconocida escritora francesa Marie Colmont,
seudónimo de Germaine Moréal de Brévans (1895-1938). En el mismo año la revista
de poesía Cosmorama (n.º
8) publicó su traducción de un poema de Ilarie Voronca, «el gran poeta rumano»
que escribió tanto en rumano como en francés. Existe, como desarrollaremos más
adelante, un parentesco determinante entre Voronca y Ortiz, tanto en el tono
poético como en una ética compartida. Además de traducir sus poemas
—traducciones que, como veremos, fueron halladas recientemente y permanecen
inéditas—, Ortiz escribió sobre Voronca (ver p.428).
En 1957, el poeta viajó a
China y a Rusia, en una delegación cultural financiada por el Partido
Comunista. Durante ese viaje escribió parte de El junco y la corriente —publicado por primera vez en En el aura del sauce, en 197o—, y se relacionó con
algunos de los poetas chinos a los que tradujo. El proceso de traducción de los
denominados «poemas chinos» continúa siendo un misterio. En un volumen que los
recopila, Guadalupe Wernicke señala que las traducciones tomaron forma a partir
del francés pero en ciertos casos también del castellano, lenguas que conocían
algunos de los poetas chinos con los que se relacionó Ortiz. En un trabajo
incluido en este volumen, dedicado específicamente a esta cuestión, Miguel
Ángel Petrecca coteja minuciosamente los originales chinos, las versiones
francesas de la época y las traducciones de Juan L. Ortiz, a la luz de la
«hipótesis de los intérpretes», la cual sostiene que el trabajo de Juan L.
Ortiz como traductor no descansó sólo en posibles originales franceses, sino
también en la interacción con intérpretes que el poeta conoció durante su viaje
a China. (ver Miguel Ángel Petrecca, «Las traducciones chinas de Juan L.
Ortiz», pp.121-139).
El poema «Gualeguay», que
cierra La brisa profunda (1954), puede ser leído, en su impulso claramente autobiográfico,
como el armado de una constelación de nombres; no sólo los nombres de amigos y
otras personas trascendentes en la vida del poeta, sino también los de aquellos
autores extranjeros que Ortiz considera fundamentales en su formación, algunos
de los cuales tradujo: los «belgas queridos» como Maeterlinck —capaces de
escribir una poesía del paisaje que puede ser, también, una poesía social—; los
franceses como Louis Aragon, Camille Mauclair, Anatole France, Pierre Louÿs,
Jules Supervielle; los rusos como León Tolstói, Iván Turguénev, Vladimir
Maiakovski, Aleksandr Block y Boris Pasternak. Estos y otros nombres reaparecen
en las entrevistas realizadas al poeta a lo largo de los años, donde Ortiz
vuelve a sus influencias extranjeras.
Entre los 586 versos de
«Gualeguay» aparece uno que permite pensar en una especie de jerarquía de la
traducción en Juan L. Ortiz. En el poema, Ortiz le agradece a su amigo
Carlos Mastronardi por acercarlo a «todos los papeles de la inquietud» (v.365, vol. i, p.365), esto es, a una serie de lecturas que
lo marcaron: menciona El paisano de París (Le paysan de Paris), de Louis Aragon y La capital del dolor (Capitale de la douleur), de Paul Éluard. Y agrega: «y por
él todas las voces nuevas de Francia y el canto de los cinco continentes». El
verso condensa la voracidad orticiana por la literatura universal, por los
escritores del mundo, pero también la posición privilegiada de Francia en ese
paisaje universal. En una de las cartas que le envía a César Tiempo en la década
del 3o, Ortiz menciona su preferencia por la poesía inglesa, aunque
inmediatamente agrega: «sin dejar de rendir un homenaje al charme francés que tanta parte ha tenido
en mi formación» (p.274).
El francés, esa «lengua de
cultura», fue tan central en las lecturas de Ortiz que acabó introduciéndose en
el vocabulario de su poesía, a través de préstamos, los más numerosos en sus
poemas (ver Daniel García Helder, «Juan L. Ortiz: un léxico, un sistema,
una clave», pp.7o1 y ss.). Esta apropiación fue justificada en más de una
ocasión por el poeta: «Palabras francesas, sí. Las uso por razones eufónicas,
porque la lengua castellana en un contexto melódico es expresiva, no digo lo
contrario, pero demasiado fuerte y rompe la línea o el, cómo diría, el
“relente” melódico…». En cuanto a las prácticas traductoras del poeta, la
trascendencia de la lengua francesa fue casi absoluta: el francés marcó para
Ortiz la posibilidad misma de la traducción. La cultura francesa actuó en
Argentina, sobre todo en las primeras décadas del siglo pasado, como una
cultura relevo que
legitimaba aquello que debía traducirse. En el caso de Ortiz, el francés fue
una lengua proveedora de autores fundamentales, pero funcionó al mismo tiempo
como la lengua relevo que medió la traducción de autores no francófonos, como
Yannis Ritsos (ver pp.586-608).
En uno de los «testimonios
entrerrianos» incluidos en el n.º 12 de la revista Xul, donde se publicaron por primera
vez los «poemas perdidos» y las «traducciones chinas», Evar Ortiz, hijo del
poeta, marca la importancia del francés como lengua de mediación:
Después que vino de Oriente dio una cantidad de
conferencias sobre los aspectos literarios y culturales de lo que conoció, no
tocó jamás el aspecto político. Se trajo una cantidad de material en francés,
para traducir y darlo a conocer; poesía china, poesía hindú, poesía de
Afganistán, incluso del Cercano Oriente, y sobre esto trabajó los últimos años
de su vida, después de su viaje a China.
Los demás «Testimonios
entrerrianos» recogidos en la revista Xul —de Emma Barrandéguy, Juan José Manauta o Ricardo Zelarayán,
entre otros— vuelven a señalar la trascendencia de la traducción para el poeta
y el lugar privilegiado del francés. También aportan datos interesantes en
relación con esa práctica, como la importancia de las revistas extranjeras.
Juan José Manauta recuerda que Ortiz «leía muchísimo, permanentemente. Se
gastaba el dinero que no tenía en libros que pedía de Europa, como por ejemplo,
la revista Commune, que
recibía de París, también Lettres Françaises y Les Nouvelles Littéraires. Contra la imagen tal vez común del poeta
exiliado en el paisaje de su provincia natal, la correspondencia de
Juan L. Ortiz lo muestra extremadamente atento tanto a las novedades
publicadas tanto en revistas argentinas como en publicaciones periódicas
extranjeras, en especial francesas y en especial ligadas al pensamiento de
izquierda. En las cartas enviadas a la escritora Emma Barrandéguy durante los
años cincuenta, Ortiz le solicita una y otra vez el envío de ejemplares de Les Lettres
Françaises, la
revista fundada en Francia durante la Ocupación por Jacques Decour y Jean
Paulhan: «Ahora, le pediría un favor, otro favor, ay, análogo al de la vez
pasada: hable al señor de Fray Mocho por si aún tuviera los números 504, 505,
506, 508, 509, 510, 511, 512, 514, 516 hasta el 527 de Les Lettres
Françaises, dedicado
este último a las letras italianas […]» (p.538). Las revistas funcionan,
entonces, como plataformas de difusión de la literatura del momento y proveen
así del material a traducir. Es lo que sucede, por ejemplo, con el «semanario
literario, político y satírico» de izquierda Vendredi (1935-1938), de donde Ortiz
extrae varios de los textos que traducirá en su columna publicada en El Diario de Paraná, entre ellos los de
Marie Colmont.
La «dedicación extrema» a la
traducción que se lee en otro de los testimonios contrasta con un hecho
importante al considerar las traducciones de Juan L. Ortiz: su condición
incierta frente a la Obra poética, al enorme y minucioso proyecto de En el aura del sauce. Las traducciones de Ortiz ocupan un
lugar subsidiario con respecto a esa obra. Algunas dispersas en diarios y
revistas, unas pocas publicadas en libros, otras inhallables o supuestas.
Tomemos el caso de Louis Aragon. Mientras uno de los testimonios señala que
Ortiz lo tradujo «casi enteramente», y el poeta afirma, en una cita ya
reproducida, haber traducido «varios libros de Louis Aragon» con «un amigo de
acá, Rubén Turi», sólo se conocen, además de su traducción de Los hermosos barrios, un par de textos publicados en la
prensa, así como algunas traducciones breves que permanecen inéditas. El caso
de las traducciones de Paul Éluard es similar.
Es el momento de pensar,
dentro de lo que Sergio Delgado ha denominado el archivo Ortiz, el lugar de las traducciones. Ese
archivo está actualmente en proceso de conformación, tal como lo demostró el
reciente e importante hallazgo en Barcelona de cuatro carpetas con traducciones
mecanografiadas en la máquina de escribir del poeta, y algunas correcciones
hechas de su puño y letra. La primera carpeta está compuesta por 18 folios; la
segunda, por 13; la tercera, por 22 y la cuarta por 8. El ordenamiento de las
traducciones dentro de cada carpeta es azaroso, a excepción de la segunda,
compuesta por traducciones de poemas de La poésie commune (1936) de Ilarie Voronca (ver
pp.429-435). En las traducciones de estas carpetas se materializa, como veremos
más adelante, una idea particular de la poesía universal en la que Ortiz creyó
fervientemente, hasta el punto de afirmar: «Yo conocí, por ejemplo, antes de
citar a Darío, a Li-Po; del siglo viii, de la Dinastía Tang». El alcance de
esta noción de la poesía universal es una de las cuestiones que se analizarán
en las próximas páginas. La otra, en el siguiente apartado, es una lectura del
rol de Juan L. Ortiz como traductor e importador de las novelas de Jean
Cassou y Louis Aragon, dos nombres clave de la resistencia francesa.
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