En la revista Ñ del pasado 7 de noviembre, Kit Maud escribió una reseña de La madre de Beckett tenía un burro, de Matías Battistón. Según la bajada, "es una original disquisición sobre el trabajo de la traducción, pleno de anécdotas, conexiones y teorías, por Matías Battistón, uno de los más recientes traductores del escritor irlandés"
Este traductor no es ningún burro: Beckett en castellano
La mecánica cuántica y el arte de la traducción literaria no parecen tener mucho en común, pero hay una coincidencia fundamental: ambas se ejercen en el territorio de las posibilidades. Si un cálculo cuántico tiene que tener en cuenta dos (o más) respuestas distintas pero igualmente verdaderas, esto no es menos verdadero para una decisión de traducción. Pocas veces surge una frase que no ofrezca varias opciones igualmente acertadas en el idioma de destino, y hasta que esta decisión sea definitiva (o por lo menos la traducción haya sido entregada, impidiendo futuros cambios de criterio) todas siguen estando en juego. En el desafío que se le presentó al traductor Matías Battistón –el detonante para este maravilloso libro– el problema de las posibilidades explotó de manera exponencial.
Encargado con una nueva traducción de la famosa trilogía de Samuel Beckett –Molloy, Malone muere y El innombrable– la primera decisión que tuvo que tomar Battistón fue qué versiones usar: la francesa que vino primero, o la más tardía en inglés. Dado que Beckett los tradujo él mismo (con la “ayuda” inicial de un tal Patrick Bowles; destinada, como relata Battistón, al fracaso), en verdad hay dos “originales” de cada libro. Y más allá de la diferencia lingüística, hay discrepancias en sustancia también; efectivamente, en la transferencia del francés al inglés Beckett cometió lo que sería un pecado mortal para todo traductor pero fue perfectamente licito para el como autor; iba corrigiéndose y reescribiéndose a sí mismo.
Para los interesados en la traducción y en los estudios beckettianos, una explicación detallada de cómo Battistón fue resolviendo estos y muchos otros dilemas que le habrán aparecido durante semejante tarea sería fascinante (es de esperar que lo escriba algún día), pero La madre de Beckett tenía un burro no es ese libro. Es efectivamente la crónica de todas las investigaciones que Battistón se autoencargó para evitar, aunque de manera temporaria, tener que resolver dichos dilemas, una miscelánea literaria que va desde la historia de las primeras traducciones de Beckett al inglés, incluida su relación tortuosa con el pobre Bowles –horas sentados en un café parisino reescribiendo todo el trabajo que Bowles había hecho la noche anterior, escena beckettiana si las hay–, hasta varios otros ejemplos trágicos de las relaciones autor/traductor –Battistón presenta un argumento persuasivo de que lo que terminó de finiquitar a Nabokov fue una traducción insatisfactoria por parte de un traductor que bien podría haber sido uno de sus personajes–, y varías preocupaciones relacionadas más o menos con la traducción, un campo, al parecer, no desprovisto de una buena medida de fraudes, charlatanes y locos.
Así, al igual que en una reacción cuántica, cada nueva ocurrencia o pregunta conduce a otra búsqueda archivística, cuyos resultados están sintetizados en secciones con títulos como “El primer traductor que odió a Beckett” o “La difamación creativa” (dicha sección, obviamente, se refiere a Borges). De estas historias de famas e infamias surge una galería de figuras de la literatura de los siglos XX y XXI, pocas de las cuales se revisten de gloria. El fracaso parece algo endémico de la traducción.
Mientras Matías Battistón explora lo que pasa en las mentes de sus distintos sujetos traductores y traducidos (las cartas y entradas de diario que cita de Rosa Chacel son particularmente entretenidas), persiguiendo toda bifurcación prometedora con el esmero de alguien que de verdad no quiere hacer el trabajo que le fue encomendado, el lector tiene el privilegio de experimentar un poco de lo que pasa en su propia cabeza: un imaginario lleno de erudición amena, una ironía fina y una excelente apreciación del ritmo cómico, que remite con fuerza a ese tufo de obsesión y locura mezcladas que perfuma todo buen emprendimiento literario.
Para los interesados en la traducción y en los estudios beckettianos, una explicación detallada de cómo Battistón fue resolviendo estos y muchos otros dilemas que le habrán aparecido durante semejante tarea sería fascinante (es de esperar que lo escriba algún día), pero La madre de Beckett tenía un burro no es ese libro. Es efectivamente la crónica de todas las investigaciones que Battistón se autoencargó para evitar, aunque de manera temporaria, tener que resolver dichos dilemas, una miscelánea literaria que va desde la historia de las primeras traducciones de Beckett al inglés, incluida su relación tortuosa con el pobre Bowles –horas sentados en un café parisino reescribiendo todo el trabajo que Bowles había hecho la noche anterior, escena beckettiana si las hay–, hasta varios otros ejemplos trágicos de las relaciones autor/traductor –Battistón presenta un argumento persuasivo de que lo que terminó de finiquitar a Nabokov fue una traducción insatisfactoria por parte de un traductor que bien podría haber sido uno de sus personajes–, y varías preocupaciones relacionadas más o menos con la traducción, un campo, al parecer, no desprovisto de una buena medida de fraudes, charlatanes y locos.