En la edición del diario mexicano Milenio, correspondiente al 16 de agosto pasado, hay una nota de Alina a propósito de la antología de poesía rusa traducida por Ludmila Biriukova y editada por José Àngel Leyva. En la bajada se lee: "Una antología publicada por la editorial La Otra y la UANL abre la ventana a una época casi inédita para el público hispanohablante de la obra poética que surge en la URSS después de la Segunda Guerra Mundial".
Los poetas rusos del underground salen a la luz
Leonid Aronzón, poeta metafísico, nacido en Leningrado en 1939 y fallecido trágicamente a la edad de 31 años (muchos consideran que fue un suicidio), escribió en uno de sus poemas: “no han sido las pérdidas que me iniciaban a ser poeta / fue el movimiento ligero de las sombras nocturnas”. El segundo verso aparece como subtítulo de la antología Poetas rusos, recientemente publicada por la editorial La Otra y la Universidad Autónoma de Nuevo León. El libro forma parte de la colección “20 del XX”: veinte poetas del siglo pasado de distintas regiones y lenguas. Desde que esta colección vio la luz en 2012, se han publicado trece antologías dedicadas a autores de América Latina, Europa Occidental e incluso de la antigua Checoslovaquia, otro país de habla eslava.
En este volumen, sin embargo, hay un rasgo distintivo. Mientras que, por ejemplo, la antología Poetas checos comienza con los autores más emblemáticos de las primeras décadas del siglo XX —como el gran Vladimír Holan y los vanguardistas Vítězslav Nezval, František Halas y Jaroslav Seifert—, en Poetas rusos el lector no encontrará poemas de Ósip Mandelshtam, Borís Pasternak, Anna Ajmátova o Vladímir Mayakovski. La antología abre una ventana a una época prácticamente desconocida para el público hispanohablante: la llamada poesía underground, posterior a la Segunda Guerra Mundial, que surgió en oposición a la literatura oficial soviética, dominada por la ideología y la censura que regulaban toda la producción cultural en la antigua URSS.
Cabe mencionar que, para Ludmila Biriukova, la traductora de la antología, así como para su editor, José Ángel Leyva, este libro no fue el primer intento de acercar a los lectores mexicanos a la poesía rusa de ese período. Una primera aproximación a este campo inexplorado fue un número especial de la revista Alforja (dirigida por José Vicente Anaya y José Ángel Leyva), publicado en 2004, que presentó una generosa selección de poetas del underground. Más adelante, en 2021, la revista La Otra —sucesora de Alforja— dedicó también un número a este mismo tema. Ludmila Biriukova colaboró en ambos proyectos; además, en 2011 publicó la antología titulada Otoño desnudo. Poesía rusa no oficial de la segunda mitad del siglo XX, editada por La Cabra Ediciones y la BUAP. La mitad de los autores incluidos en Poetas rusos ya aparecían en este volumen, aunque, como explica Biriukova en la introducción a esta nueva antología, los poemas —a diferencia de los poetas— no se repiten.
“Poesía underground” no es la única manera de referirse a los autores de este libro. La “segunda cultura”, la literatura clandestina, la poesía del samizdat: las denominaciones son múltiples y cada una hace énfasis en un aspecto particular. El concepto de la “segunda cultura” subraya que no se trata únicamente de un conjunto de textos literarios, sino de un fenómeno cultural, social e incluso político. La definición “literatura underground” o clandestina señala las condiciones en las cuales estas obras existían: imposibles de ser publicados en los medios oficiales, ajenos a los cánones del realismo socialista, estos versos se difundían de una manera oculta y bajo constante amenaza. Finalmente, el término “samizdat”, que en ruso literalmente significa “autoedición”, alude al mecanismo mediante el cual estas obras circulaban: ediciones “artesanales” —poemarios, revistas, almanaques— se copiaban a máquina o a mano, lo cual permitía a sus autores escapar de las largas tenazas de la censura.
Si bien el término samizdat surgió ya en los años 40, la “segunda cultura” se consolidó como tal después de la muerte de Stalin, en 1953. Lo que unía a las diversas agrupaciones literarias que surgieron luego de este suceso, tanto inesperado como oportuno, era el rechazo a la estética soviética y al lenguaje totalitario que buscaba reglamentar qué, cómo y para qué debía escribir cada autor nacido bajo la hoz y el martillo. Los estatutos de la Unión de Escritores Soviéticos, creada en 1934, exigían que la literatura reflejara la “lucha heroica del proletariado internacional”, “la victoria del socialismo” y “la gran sabiduría del partido comunista”. Las obras que no se ajustaban a este marco, así como aquellas que se destacaban por su complejidad estilístico-formal —dizque incomprensibles para las “masas”—, eran condenabas como ajenas a los intereses del pueblo y los valores del comunismo. Las consecuencias para sus autores podían ser severas. Así, por ejemplo, Guennadi Aigui, uno de los poetas rusófonos más enigmáticos, fue expulsado de la universidad “por haber escrito un libro de poemas enemigos que socava los fundamentos del método del realismo socialista”. Iósif Brodski, futuro Premio Nobel, fue sometido a la medicina punitiva y recluido temporalmente en un hospital psiquiátrico (una práctica típica del sistema represivo soviético). Alexander Ginzburg, editor de Sintaxis, un almanaque icónico de la época del samizdat, fue encarcelado tres veces y pasó más de ocho años en colonias penitenciarias debido a su labor editorial. No sorprende que Víctor Krivulin, uno de los autores de la antología en cuestión, al referirse a su entorno literario, mencionara las catacumbas, espacios subterráneos en los cuales los primeros cristianos se refugiaban de la persecución. El “deshielo” —la época de desestalinización anunciada por Nikita Jrushchov en 1956—, que en gran medida impulsó la “segunda cultura”, resultó ser demasiado engañoso para quienes creyeron en la posibilidad de una vida libre.
Ahora bien, sería equívoco pensar que la poesía underground tuviera un carácter contestatario. La mayoría de sus autores fueron disidentes estéticos, mas no políticos. Сomo decía el escritor Serguéi Dovlátov sobre Iósif Brodski: “Él no vivía en el estado proletario, sino en el monasterio de su propio espíritu. No luchaba contra el régimen. Lo ignoraba. Ni siquiera sabía bien de su existencia”. Los poetas del underground no buscaban derrocar el Estado, sino defender su voluntad individual —creativa y espiritual— frente a la coacción social, preservar la palabra viva y trascendente frente al discurso oficial: materialista, ateo y, a la vez, meramente dogmático. De ahí la diversidad de poéticas —motivos, registros, formas prosódicas— que caracteriza tanto la poesía del período como a los autores reunidos en Poetas rusos. Los integrantes de este volumen transitan entre el lirismo estridente y la mirada filosófica; entre la desacralización irónica de las grandes metanarrativas y el éxtasis religioso; entre textos retóricos y el minimalismo. La antología empieza con los poemas de Arseni Tarkovski, padre del célebre cineasta, cuyos poemas el lector hispanohablante conoce por las películas El espejo, Stalker y Nostalgia. Tarkovski padre es el único poeta que no encaja del todo en este libro, pues no perteneció al underground, aunque fue un referente importante para muchos que sí forman parte de él y de esta antología. Junto con él, se destacan aquí los poetas metafísicos enfocados en la búsqueda de lo divino (Leonid Aronzón, Veniamín Blazhenni, Olga Sedakova), los poetas de pensamiento, en particular, en torno al tema de la historia (Víctor Krivulin, Serguéi Stratanovski) y los poetas de formas breves y concisas (Iván Ajmétiev, Vladímir Búrich, Mijaíl Sokovnin). A continuación citaré un poema de Iván Ajmétiev que suena como todo un testamento para los poetas del underground:
y recuerda
no se les debe mostrar
que tienes un deseo enorme
de ser libre
Una antología poética colectiva en traducción es, por naturaleza, una obra doblemente vulnerable. En primer lugar, por razones prosódicas. A diferencia de los poetas hispanohablantes, la mayoría de los autores rusos del siglo XX se mantuvieron fieles a la poesía rimada y medida. La traducción en verso libre difícilmente puede reflejar la musicalidad de textos originales. La infidelidad fonética no se debe a una falta del esmero por parte de la traductora, sino a las particularidades lingüísticas: mientras que la poesía silábica hispana se basa en la cantidad de sílabas y el uso de cesuras, la poesía rusa se inscribe en la tradición acentual-silábica que combina el conteo de sílabas con patrones fijos de acentuación, en gran medida imposibles de trasladar a las lenguas romances.
Asimismo, cualquier antología suscita dudas respecto a sus criterios de selección. La ausencia de los poemas de Iósif Brodski y Gennadi Aiguí aún es justificable, dado que ambos autores son relativamente conocidos para el público hispanohablante y cuentan con antologías personales publicadas en México. De igual modo, es comprensible la exclusión de los célebres “sesenteros” —Yevgueni Yevtushenko, Andrei Voznesenski, Bella Ajmadúlina y Robert Rozhdéstvenski—, quienes, si bien no encajaban en los cánones de la literatura oficial, eran demasiado “populares” para pertenecer a la clandestinidad literaria. En cambio, la omisión de los poetas conceptualistas como Dmitri Prígov y Lev Rubinshtein, y metarrealistas como Iván Zhdánov, Aleksei Párshchikov, Alexander Yeriómenko —figuras imprescindibles para entender la “segunda cultura” — es más que lamentable. No obstante, cada traductor y antologador tiene el derecho inalienable de elegir libremente a sus poetas y poemas. Por ello, pese a las licencias necesarias para trasladar al español la poesía escrita en un idioma tan distinto y tan distante, considero que el lector mexicano ha recibido un auténtico regalo. Hoy, en estos días en que Rusia está regresando con ímpetu a la dictadura y a la censura —aún no institucionalizada, pero ya anunciada a plena voz—, leer la poesía rusa underground resulta más pertinente que nunca.
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