Último en la meta
Como no podía ser de otra manera, Aforismos, cultura y valor, de Wittgenstein (Espasa Calpe, colección Austral, Madrid, 1995, traducción de Elsa Cecilia Frost, con agregados y prólogo de Javier Sábada) es un libro extraordinario. En un aforismo de 1931, Wittgenstein escribe: “Con frecuencia, los filósofos son como niños pequeños, que empiezan por hacer rayas caprichosas con su lápiz sobre un papel y después preguntan a los adultos: ‘¿Qué es?’. Lo que sucedió fue esto: el adulto le había dibujado muchas veces algo al niño y le había dicho: ‘Esto es un hombre’, ‘esto es una casa’, etc. Y ahora el niño pinta también a rayas y pregunta: ‘¿Qué es esto?’”. Creo que podríamos reemplazar perfectamente “filósofos” por “escritores”, y estaríamos en el mismo horizonte. La literatura, o al menos la literatura que me interesa, se parece a eso: a hacer rayitas y luego preguntar: “¿Qué es?”. Hay algo en esa literatura del orden de la incerteza, del juego, de lo abierto, del sentido que se amplía. Pero no se trata de pensar a la literatura como un infantilismo, como un juego de niños; ni tampoco de fetichizar la infancia, como si la niñez fuera una forma acabada de pensamiento complejo. No, no es eso. Se trata de la literatura cuando no se deja atrapar. Buena parte de la narrativa contemporánea se ha vuelto temática. El texto (pero también el contexto: las declaraciones de las escritoras y escritores, sus intervenciones en redes sociales, el marketing editorial, etc.) funciona al revés: primero, y sobre todo, dice: “Esta novela se ocupa de estos temas”, y luego el resto no tiene la menor importancia. La literatura ya no es el arte de hacer rayitas caprichosas, sino que se vuelve cuadrados perfectamente delimitados.
Wittgenstein se mete luego con la lectura: “El libro debe llevar a cabo automáticamente la separación entre los que lo entienden y los que no lo entienden”. Y en otro aforismo, continúa: “Cuando digo que mi libro está destinado solo a un reducido círculo de personas (…) no quiero decir con ello que, según mi opinión, dicho círculo es la elite de la humanidad. Se trata, más bien, de las personas a las que me dirijo (no porque sean mejores o peores que las otras sino) porque son mi medio cultural, la gente de mi pueblo, por así decirlo, en contraposición a los otros, que me son extraños”. No conozco una definición mejor de lo que se entiende por recepción e incluso circulación de un libro, de la escritura, de la literatura. La idea de salirme de mi pueblo (pueblo como metáfora de tantas cosas) me es absolutamente ajena. Pocas cosas me parecen más tristes que los escritores, que la literatura que se sale de su pueblo. Podría decir que el éxito (entendido como suceso de ventas) me produce una inmensa tristeza. Y todo lo que lo rodea (nuevamente redes, marketing, premios, la figura del escritor o la escritora exitosos) no hace más que profundizar esa tristeza. Mi pueblo, además, está habitado por nadie. Escribo entonces para un pueblo desierto, para un pueblo vacío. O para el pueblo por venir, para el pueblo que todavía no existe. Escribo para inventar un pueblo, o una esquina, un barcito con tres parroquianos apoyados en la barra.
Finalmente, Wittgenstein da en la tecla sobre la filosofía, o sobre la literatura: “En la carrera de la filosofía gana el que puede correr más despacio. O aquel que alcanza último la meta”.
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