jueves, 11 de septiembre de 2025

Daniel Gigena entrevista a Matías Battistón

Matías Battistón, modelo 
de Calvin Klein y traductor
El pasado 9 de septiembre, Daniel Gigena publicó en La Nación una nota a propósito del primer libro de Matías Battistón, traductor de, entre muchos otros títulos, las principales novelas del irlandés Samuel Beckett. En la bajada se lee: "Con La madre de Beckett tenía un burro el autor publica un original ensayo sobre su oficio, los errores más comunes de la traducción y la relación con los editores".


“Un libro que no está traducido por nadie debería generarnos la misma inquietud que uno que nadie escribió”

En lo que comienza como el relato de las desventuras de un becario argentino (muy engripado) en Dublín y que se transforma luego en un diario mientras traduce la célebre trilogía del irlandés Samuel Beckett (Molloy, Malone muere y El innombrable), el escritor y traductor Matías Battistón (Buenos Aires, 1986) elabora una suerte de original ensayo narrativo sobre el oficio de la traducción. En La madre de Beckett tenía un burro (Emecé, $ 29.990), su primer libro como autor, cuestiones que parecen reservadas a especialistas -como la historia de las traducciones de Beckett y el destino de quienes las llevaron a cabo- se vuelven material interesante, entretenido y debatible para los lectores. El libro está organizado en capítulos que se fragmentan. 

Por las páginas de La madre de Beckett tenía un burro desfilan, además del Nobel de Literatura 1969 (que se tradujo a sí mismo al francés y el inglés), Vladimir Nabokov, Ramón Buenaventura (despectivo con la “obra maestra” de Jonathan Franzen que le tocó traducir, Las correcciones), William Carlos Williams, José Bianco y Paulo Leminski (traductores de Beckett), Jorge Luis Borges y Rosa Chacel, indignada por el poco dinero que le pagaban en Sur por sus traducciones. El trato que se les dispensa a los traductores literarios no mejoró mucho, pasadas las décadas. “Mi relación con los editores suele ser cordial. Ellos simulan que esta vez me van a pagar mejor y yo simulo que esta vez voy a cumplir con los plazos pactados”, revela Battistón a La Nación.

“Mientras traduzco leo, y mientras leo pienso, generalmente en otra cosa. Pienso en la misma lectura, por ejemplo en quiénes somos o quiénes elegimos ser cuando leemos, en el punto de vista que adoptamos para entrar a un texto”, razona el narrador que no es otro que Battistón, un escritor que traduce y un traductor que escribe.

-¿Cómo surgió la idea del libro y qué método usaste para escribirlo? ¿Es una recopilación de apuntes sobre Beckett, un diario de traductor?
-En 2016, Ediciones Godot me encargó la traducción de Molloy, Malone muere y El innombrable, y al poco tiempo recibí una beca para ir a traducirlas a Irlanda. La traducción se fue extendiendo y complicando, igual que mis excusas para no terminarla. Siempre había pensado que las traducciones dejan un tendal de cosas sueltas, dispersas, muchas veces fascinantes, que uno descubre y que después no sabe cómo aprovechar o dónde meter: problemas con los textos, datos inverosímiles, anécdotas propias y ajenas. En este caso, más todavía. Así que decidí hacer un libro con todo eso, que en un principio quiso ser un ensayo, después un diario y después una especie de narración, y que al final se rebeló y se convirtió en una mezcla de todo eso junto.

-¿Qué características del oficio de traductor a las que te referís en el libro reconocés como propias?
-Las frustraciones, las excusas, los retrasos, las molestias, los hallazgos, los rencores, las taras, las quejas, las muchas y variadas maneras de evadirse, los caprichos, los apuros, los dislates, las rapiñas, los alivios, los momentos de ilusión o de obsesión, las tarifas imposibles y, en definitiva, todo lo que pongo en el libro, aunque no todo al mismo tiempo.

-¿La IA podría traducir a Beckett?
-Es muy difícil establecer límites a lo que podrá hacerse en un futuro, pero es claro que un libro que no está traducido por nadie debería generarnos la misma extrañeza y la misma inquietud que un libro que nadie escribió. El problema es que, paradójicamente, muchos consideran al traductor una especie de obstáculo a la traducción, alguien que no debería estar. Cuando, para mí, es un vector más de la obra, un actor con el que incluso nos podemos llegar a identificar, así como nos podemos identificar con el autor en vez del protagonista de una historia. Desde luego, en un futuro cercano la IA será tan capaz de escribir las reseñas que se publiquen en los diarios sobre libros traducidos como de traducir esos libros; de hecho, diría que la IA es más convincente hoy en día escribiendo reseñas que haciendo traducciones, así que quizá el problema se termine cancelando cuando tanto la producción como la recepción se automaticen. Eso sí, no veo exactamente dónde queda la gente en esa ecuación.

-¿Traducir es ahora un trabajo bien remunerado en la Argentina o sigue igual que en la época de Sur?
-Los avances desde la época de Sur son pocos, aunque no menores: hoy es más común que figure el nombre del traductor o la traductora en la tapa o en un lugar visible del libro, por ejemplo. No encontré un solo contrato firmado por un traductor en el Archivo Sur, así que también es posible que los contratos de traducción fueran menos comunes que ahora. Sin embargo, en esencia la situación es la misma: la traducción literaria es un trabajo mal remunerado, que exige mucha dedicación, tiempo y cabeza, y que a la larga se vuelve desgastante. Se hace porque a uno lo impulsa esa pasión efervescente que provocan todas las malas decisiones, supongo. Por eso y por el entusiasmo desmesurado, al mismo tiempo casi apropiador y proselitista, que puede llegar a sentirse en ciertos momentos con ciertas obras.

-¿Se puede traducir un libro que se desprecia?
-Hace poco se me suicidaron la heladera y el horno casi juntos, como una especie de pacto o de tragedia electrodoméstica, y fue un gasto muy importante. En esos momentos, uno traduce hasta lo que escriba la persona más manca del mundo. Por suerte no han sido tantos los escritores realmente estrangulables que me tocaron; en general, trato de trabajar con libros que me sean afines. Recuerdo un caso puntual que prefiero no mencionar, donde me pasó algo raro: cuando se publicó la traducción, las partes bien traducidas me parecían una especie de venganza y las partes donde encontraba una errata o un desliz me parecían una venganza también. En cualquier caso, si bien por cuestiones obvias es mejor trabajar con lo que no se detesta, me parece que cada tanto esa incomodidad puede generar resultados interesantes. En el libro hablo del caso de Ramón Buenaventura y de la traducción que hizo de Jonathan Franzen, a quien Buenaventura odió de un modo que me parece ejemplar y que lo llevó a escribir un diario de traducción asesino.

-Hablás bastante en el libro de los errores de traducción.
-Sí, hasta rescato una palabra que en general tiene un sentido más bien teológico, la hamartiología, la ciencia del pecado. Hay una especie de obsesión hamartiológica con la traducción, una fijación con lo que el traductor no supo entender o transmitir, con las distracciones, con los pifies. Es algo de lo que soy totalmente culpable yo mismo cuando leo traducciones, así que en el libro trato de buscarle la vuelta para leer traducciones ajenas desde otro lado, viendo qué efectos producen las supuestas distancias con el original. A
veces creo que pueden ser geniales.

-Habría incluso una “poética del error”.
-Creo haber encontrado casos donde ciertos autores, como Borges, se divierten tanto conlos errores que descubren que empiezan a inventar otros, como una especie de ejercicio lúdico o literario, que por momentos roza la calumnia, o más que rozarla la a braza con fuerza. Son ejercicios con sus propias reglas, su propio estilo, su propia poética o manera de crear. Y trato de explorar algunos ejemplos vinculados con la traducción, que como dije parecería ser un espacio muy propicio para eso.

-¿Hay traducciones consideradas canónicas que en tu opinión no son tan buenas?
-Hubo muchos palazos en los últimos años a traducciones que lograron en su momento generar una impresión grande en los lectores, impresión que traducciones posteriores y quizá más académicas, más correctas y menos objetables en lo técnico no pudieron alcanzar. Y creo que lo más interesante, y lo más difícil, es dar cuenta no tanto de dónde se equivocan, algo que cualquier cotejo hace saltar enseguida, si no con qué la pegaron para ganarse ese lugar. Los aciertos son a veces más esquivos de captar o entender. La traducción de José Salas Subirat del Ulises casi que gana cierto no sé qué con cada disparate que comete el traductor, por ejemplo. Más que criticar traducciones canónicas, me interesa ver qué efectos generan más allá de sus posibles deficiencias, o gracias a ellas. En el caso de la traducción de Pepe Bianco de Malone muere, para poner otro ejemplo, descubrí que Bianco transforma, seguramente por distracción, las manzanas del original en papas. En eso, su traducción es más irlandesa que la original.

-¿Leíste otros libros similares al tuyo de traductores argentinos y extranjeros?
-La verdad es que todavía no leí el libro de Tamara Tenenbaum, ni la última novela traductoril de Jennifer Croft, pero sí Se vive y se traduce, de Laura Wittner; Música prosaica, de Marcelo Cohen, y los ensayos de Lydia Davis, para nombrar libros más o menos recientes que se ocupan del tema. Son obras que, cada una a su modo, tratan de explorar ciertas aristas de un oficio que tiene algo de caníbal, aristas pasionales, intimistas o cotidianas que en general habían quedado afuera de las muchas reflexiones académicas o traductológicas que andaban circulando. Un poco más atrás y más lejos también están Este pequeño arte, de Kate Briggs, que es hermoso, o Traducir o perder pie, de Corinna Gepner, del que hay una edición argentina muy linda, o Catching Fire de Daniel Hahn, que a mí lamentablemente se me cae de las manos cada vez que lo pispeo. Y no se tradujo todavía el libro de Olivier Mannoni, Traduire Hitler. A veces podemos llegar a pensar lo peor del autor al que estamos traduciendo, pero a Mannoni literalmente le tocó traducir a Hitler, ni le hizo falta calumniarlo. Le sirvieron la indignación en bandeja.

-¿Cuáles son tus proyectos actuales?
-Estoy tratando de retomar la escritura de un par de proyectos para ver si los puedo terminar en breve, sobre todo uno, que es una especie de ensayo sobre, precisamente, los proyectos que uno nunca termina. Más allá de eso, estoy preparando un libro con textos de Edward Lear, armando otro libro con una serie de calumnias muy originales escritas por Jonathan Swift, planeando una antología conceptual de verdugueos de Émile Cioran, puliendo una traducción de Paul Valéry que entrego en breve y empezando otra de Cynan Jones.

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Para agendar
El próximo 17. a las 19, el autor presentará La madre de Beckett tenía un burro en Atlántica Libros y Café (Av. Directorio 115) con el escritor y traductor Guillermo Piro y la escritora y editora Ana Ojeda.




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