lunes, 16 de noviembre de 2009

¿Reflejar o recrear?


El 11 de agosto pasado, Antonio Maura–escritor y profesor español– publicó en la revista virtual Cronópios, de cuyo Consejo Editorial es miembro, un largo artículo donde se presentan y comparan las dos versiones existentes en castellano –la del español Ángel Crespoy la de los argentinos Florencia Garramuñoy Gonzalo Aguilar– de Gran sertón: veredas , la obra fundamental del escritor brasileño João Guimarães Rosa (1908-1967) y acaso uno de los libros más importantes publicados en el siglo XX. Dada la longitud del artículo, se reproduce a continuación, con la conformidad de su autor, la parte más pertinente a los efectos de este blog.

¿Comentario sobre las dos versiones de
Grande sertão: Veredas en lengua española

La primera traducción al español de Gran sertón: veredas se publicó en 1967. Su traductor era el poeta Ángel Crespo que, entonces, dirigía la Revista de Cultura Brasileña de indudable importancia para dar a conocer la literatura brasileña entre la intelectualidad española. Posteriormente, en 1973, publicaría también una Antología de la Poesía Brasileña. La traducción de Crespo de Gran sertón es, por tanto, la de un poeta. Su búsqueda de nuevas palabras y sus hallazgos verbales le harán decir al propio Rosa, en carta del 23 de febrero de 1967, a su colega, el entonces Embajador de Brasil en España, Antônio C. Câmara Canto, que se siente feliz “porque sale ahí, en la editorial Seix Barral, de Barcelona, nuestro Grande Sertão: Veredas, en una magnífica, insuperable traducción.” Estas palabras de un escritor tan exigente con el lenguaje como fue el autor mineiro son un auténtico espaldarazo para el traductor. Crespo estaba orgulloso de su trabajo y así me lo comentó en alguna ocasión. Por ello resulta tan audaz y tan valiente emprender una nueva versión de esta novela. Pero como la audacia y la valentía son características del narrador Riobaldo, todo lector del libro debería serlo, máxime si éste tiene además que interpretarlo como es el caso de un traductor. Uno de los responsables de la última versión, Gonzalo Aguilar, si mis fuentes no me engañan, es, además de columnista en Cronopios, doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y profesor de la Cátedra de Literatura Brasileña y Portuguesa en dicha Universidad. Su tesis versó sobre la poesía concreta brasileña y la vanguardia modernista. Tiene, por tanto, una visión más académica que poética, aunque su interés por el texto de Rosa está plenamente justificado. La pregunta que planea sobre este panorama es predecible: ¿qué decisión debe tomar el lector interesado ante esta duplicidad de versiones? ¿Cuál de las dos traducciones –una en Alianza Editorial y otra en Adriana Hidalgo- debería escoger? El mercado las ofrece a precios muy similares y el lector que no conozca el portugués puede sentirse desorientado. Intentaré, en la medida de mis posibilidades, responder a esa cuestión pidiendo de antemano disculpas a los interesados, ya que se trata de una opinión personal y, por tanto, siempre susceptible de posibles errores.

Como ya he adelantado en el párrafo anterior, los responsables de ambas versiones tiene distintos perfiles. En el caso de Crespo, que fue uno de los fundadores del postismo, su afán poético le lleva a la invención de palabras y a la distorsión de las frases buscando una mayor expresividad. Esta actitud, evidentemente, produce felices hallazgos y también una cierta ralentización de la lectura. Algo que no sucede con el texto de Rosa que, como también he adelantado, fluye con enorme facilidad y fuerza, hasta el punto de que toda posible dificultad es arrastrada por la vorágine del discurso. Por otra parte, Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar huyen del aspecto experimental, que tanto atraía a Crespo, y apuestan, según escriben en el prólogo, por “extremar las capacidades ingeniosas del castellano para reconstruir ese mundo simultáneamente legendario y cotidiano de Rosa.” Es decir que en esta segunda versión lo que prima no es el poder de la palabra, sus resonancias internas o externas, sus horizontes, como diría Rosa, sino la fuerza del discurso, el ritmo torrencial con el que el narrador cuenta su historia. Como se puede observar son dos opciones muy distintas y las soluciones que encuentran también muy diversas. Veamos un ejemplo: el narrador Riobaldo quiere describir a su interlocutor el lugar donde encontró al Menino, Diadorim, que cambiaría su vida. Escribe Rosa que “é uma beira de barranco, com uma venda, um curral, e um paiol de depósito. Cereais. Tinha até um pé de roseira. Rosmes…” El término intraducible, pues se trata de un hallazgo verbal del autor, es rosmes. Crespo traduce el párrafo así: “es una orilla de barranco, con una venta, un corral y un pañol de depósito. Cereales. Había hasta un pie de rosal. ¡Rosasmías!” Garramuño y Aguilar ofrecen esta solución: “es una orilla de un barranco, con un despacho, una casa, un establo y una despensa de depósito. Cereales. Había hasta un pie de rosal. ¡Caramba!” Aparte del ritmo tan diverso en las dos traducciones nos encontramos con una dupla solución para rosmes: una poética, rosasmías, otra narrativa con un cierre contundente para la descripción: ¡caramba! Creo que este ejemplo es significativo de las actitudes de los distintos traductores. Ejemplos como éste podríamos encontrar muchos, pero prefiero que sea el lector quien juzgue por sí mismo. Para ello he seleccionado algunos momentos significativos de la novela. Un poco después de describirnos ese lugar a la orilla del barranco, Riobaldo encuentra al Menino y su primera descripción es un anticipo de lo que después sentirá por él, ya bajo el nombre de Diadorim. Escribe Rosa:

Mas eu olhava esse menino, com um prazer de companhia, como nunca por ninguém eu não tinha sentido. Achava que ele era muito diferente, gostei daquelas finas feições, a voz mesma, muito leve, muito aprazível. Porque ele falava sem mudança, nem intenção, sem sobejo de esforço, fazia de conversar uma conversinha adulta e antiga. Fui recebendo em mim um desejo de que ele não fosse mais embora, mas ficasse, sobre as horas, e assim como estava sendo, sem parolagem miúda, sem brincadeira ─ só meu companheiro amigo desconhecido. Escondido enrolei minha sacola, aí tanto, mesmo em fé de promessa, tive vergonha de estar esmolando. Mas ele apreciava o trabalho dos homens, chamando para eles meu olhar, com um jeito de siso. Senti, modo meu de menino, que ele também se simpatizava a já comigo.” (GS:V, Rio de Janeiro, 1982. Pág. 81).

La versión de Crespo dice:

“Pero yo miraba a aquel niño, con un placer de compañía. Como nunca por nadie había sentido. Me parecía que era él muy diferente, me gustaron aquellas finas facciones, la misma voz, muy leve, muy apacible. Porque hablaba sin cambios, ni intención, sin demás de esfuerzo, hacía del conversar una conversacioncilla adulta y antigua. Fui recibiendo en mí un deseo de que no se fuese nunca, sino que se quedase, sobre las horas, y así como estaba siendo, sin parpadeo menudo, sin bromas: sólo mi compañero amigo desconocido. Escondido enrollé mi alforja, ahí tanto, que hasta en fe de promesa tuve vergüenza de estar limosneando. Pero él apreciaba el trabajo de los hombres, llamando hacia ellos mi mirada, con gesto de sensatez. Sentí, a mi manera de niño, que él también simpatizaba ya conmigo.” (GS:V, Madrid, 1999. Pág. 116).

Garramuño y Aguilar traducen:

“Miraba a ese muchacho con un placer de compañía como nunca había sentido por nadie. Encontraba que era diferente: me gustaron sus finos rasgos, hasta su voz, muy leve, muy placentera. Porque él hablaba sin cambios ni intención, sin exceso de esfuerzo y hacía del conversar una conversacioncita adulta y antigua. Fui recibiendo en mí un deseo de que él no se fuese jamás sino que se quedase, a deshoras, y así como estaba siendo, sin parloteo mezquino, sin bromas. Solamente mi amigo compañero desconocido. Escondido enrollé mi bolsa, ahí tanto, que aunque estando en fe de promesa, tuve vergüenza de estar pidiendo limosna. Pero él apreciaba el trabajo de los hombres y llamó mi atención hacia ellos con un gesto de sensatez. Sentí, modo mío de ser niño, que él también ya simpatizaba conmigo.” (GS:V, Buenos Aires, 2009. Pág. 107)

A primera vista, nos damos cuenta en seguida que la versión de Crespo es más próxima del original que la de Garramuño y Aguilar. La versión del español mucho más segmentada, debido a sus numerosos cortes, es también de más difícil lectura. En algunos casos, Crespo recurre a determinados arcaísmos o formas de decir de la España mesetaria, “sin demás de esfuerzo” (“sem sobejo de esforço”) que, por otra parte, se asemeja al original, mientras que los traductores argentinos eligen una solución más convencional: “sin exceso de esfuerzo”. Ello queda todavía más claro cuando Rosa, en la línea quinta de este párrafo, dice: “mas ficasse, sobre as horas”, que Crespo traduce literalmente: “se quedase, sobre las horas”, y Garramuño y Aguilar, por su parte, le dan una interpretación más habitual y realista: “se quedase, a deshoras”. La diferencia más significativa, sin embargo, está en la línea seis del texto de Rosa, cuando el escritor mineiro usa el término “parolagem” (de “parolar”, “falar muito, tagarelar”, según el Diccionario Aurelio). Crespo interpreta este término como “parpadeo”, algo que no significa “parolagem”, mientras que Garramuño y Aguilar, más fieles con el original, traducen ese término como “parloteo”. ¿A qué pudo deberse ese cambio de término? Si nos fijamos en la frase vertida a la lengua castellana, descubriremos la razón:

Crespo: “que se quedase, sobre las horas, y así como estaba siendo, sin parpadeo menudo, sin bromas.”

Garramuño y Aguilar: “que se quedase, a deshoras, y así como estaba siendo, sin parloteo mezquino, sin bromas”.

La segunda versión es mucho más cercana al original y el término “parloteo” es más correcto que “parpadeo” para la palabra “parolagem”. Pero, si leemos las dos frases descubriremos que en la interpretación de Crespo hay un gesto poético en el encuentro de ambos muchachos, una complicidad y atención que queda resumida en la ausencia de parpadeo. Además, la frase fluye más poéticamente en el caso del español que en el de los argentinos, mas prosaica, más rigurosa. Finalmente, en la línea antepenúltima del texto de Rosa, puede leerse: “chamando para eles meu olhar.” Crespo traduce “olhar” por “mirada” y Garramuño y Aguilar prefieren el término “atención”. ¿Más exacto, menos? Sería difícil responder a esta pregunta. Sí puedo, por mi parte, decir que la primera versión respeta más los impulsos de voz del narrador Riobaldo, es más aproximado con la fonética de los vocablos, aunque para ello deba buscar un término no tan exacto, aunque mucho más próximo con el sentido profundo de la frase. Sin embargo, la segunda versión es mucho más narrativa, mas fluida y mas sencilla para seguir la acción.

Si acudimos a otro momento clave de la novela: el de la aparición y primera descripción de Hermógenes -el polo negativo, aquel ser por el que el protagonista siente una repulsión física y mental- escribe Rosa:

O outro ─ Hermógenes ─ homem sem anjo-da-guarda. Na hora, não notei de uma vez. Pouco, pouco, fui receando. O Hermógenes: ele estava de costas, mas umas costas desconformes, a cacunda amontoava, com o chapéu raso em cima, mas chápeu redondo de couro, que se que uma cabaça na cabeça. Aquele homem se arrepanhava de não ter pescoço. As calças dele como que se enrugavam demais da conta, enfolipavam em dobrados. As pernas, muito abertas; mas, quando, ele caminhou uns passos, se arrastava ─ me pareceu ─ que nem queria levantar os pés do chão. Reproduzo isto, e fico pensando: será que a vida socorre à gente certos avisos? Sempre me lembro dele, me lembro mal, mas atrás de muita fumaças. Naquela hora, eu estava querendo que ele não virasse a cara. Virou. A sombra do chapéu dava até em quase na boca, enegrecendo.” (GS:V, Rio de Janeiro, 1982. Pág. 91).

Ángel Crespo lo interpreta así:

“El otro –Hermógenes-, hombre sin ángel de la guarda. De momento, no lo noté de una vez. Poco, poco, fui recelando. El Hermógenes: estaba de espaldas, pero unas espaldas disconformes, la corcunda se amontonaba, con el sombrero liso encima, pero sombrero redondo de cuero, como si una calabaza en la cabeza. Aquel hombre se arrugaba por no tener pescuezo. Sus pantalones como que se arrugaban más de la cuenta, se afollaban en dobleces. Las piernas, muy abiertas; pero, cuando caminó unos pasos, se arrastraba –me pareció- que no quería levantar los pies del suelo. Reproduzco esto y me quedo pensando: ¿será que la vida socorre a uno con ciertos avisos? Siempre me acuerdo de él, me acuerdo mal, pero detrás de muchas humaredas. En aquella hora, yo estaba queriendo que él no volviese la cara. La volvió. La sombra del sombrero le daba hasta casi en la boca, ennegreciendo.” (GS:V, Madrid, 1999. Pág. 129).

Y Garramuño y Aguilar los traducen de esta forma:

“El otro, Hermógenes, hombre sin ángel de la guarda. En el momento, no lo capté de una vez. Poco, poco, fui sospechando. El Hermógenes: él estaba de espaldas, pero unas espaldas disconformes, la gibosidad se le amontonaba, con un sombrero raso encima, pero un sombrero redondo de cuero, que era cual calabaza en la cabeza. Aquel hombre se encogía por no tener pescuezo. Sus pantalones era como si se arrugasen más de la cuenta y se plegaban en dobladillos. Las piernas, muy abiertas; pero cuando caminó unos pasos, se arrastraba –me pareció- como si no quisiera levantar los pies del suelo. Reproduzco esto y me quedo pensando: ¿será que la vida lo socorre a uno con ciertos avisos? Siempre me acuerdo de él, me acuerdo mal, atrás de muchas humaredas. En ese momento, yo estaba queriendo que él no volviese la cara. La volvió. La sombra del sombrero le daba casi en la boca, ennegreciéndola.” (GS:V, Buenos Aires, 2009. Pag. 120).

En este párrafo se vuelve a percibir las mismas variaciones que se han podido percibir en el trecho anterior entre las traducciones de Crespo y la de Garramuño y Aguilar. Éstos últimos traducen la palabra “notei” como “capté”, “recelando” como “sospechando”, “cacunda” como “gibosidad”, “arrepenhava” como “encogía”, “enfolipavam em dobrados” como “plegaban en dobladillos”, “naquela hora” como “en ese momento”. Sin embargo, Crespo es mucho más cercano al término original y escoge los términos “noté”, “recelando”, “corcunda”, “arrugaba”, “afollaban en dobleces” o “en aquella hora”, respectivamente. Entiendo que verbos como “recelar” o “afollar”, aunque estén contemplados en el diccionario de Academia Española, no son habituales, pero sí más próximos con el original rosiano. El caso de “corcunda”, que no se contempla en dicho diccionario, es, sin embargo, un arcaísmo regional español. Garramuño y Aguilar optan por términos más habituales del habla de nuestro tiempo: “sospechar”, “gibosidad” o “plegaban”. Sólo en un caso Crespo se aleja del original: en la línea tercera del texto de Rosa se habla de un “chapéu raso”, que para Garramuño y Aguilar sigue siendo “raso”, mientras que el traductor español opta por “liso”. Diferente actitud puede percibirse en el último término que cierra el fragmento: “ennegreciendo”. Rosa quiere explicar que la sombra del sombrero le llega al Hermógenes hasta la boca y le ennegrece no sólo el rostro, sino su persona toda, ya que omite el pronombre personal, algo que el traductor español respeta. Sin embargo, Garramuño y Aguilar sí lo usan en su versión, dejando entender que es la boca la que queda en sombra por efecto del ala del sombrero.

Podríamos señalar más diferencias, pero preferimos que lo haga el propio lector que es, a fin de cuentas, quien debe tomar la decisión de optar por una u otra traducción. Por ello, en la esperanza de no cansarle, me gustaría reproducir aún un texto más –esta vez sin comentarios- para que pueda verse la distinta perspectiva de ambas traducciones. Casi al final de la novela, se enfrentan en una lucha cuerpo a cuerpo Hermógenes y Diadorim –Diadorín para Crespo y Diadorim para Garramuño y Aguilar- resultando la muerte de ambos, es decir, la anulación de los contrarios si lo apreciamos desde un punto de vista físico o metafísico. Pues bien, en ese momento clave de la narración, cuando el corazón de Riobaldo está en un puño, exclama:

Eu vi minhas agarras não valerem! Até que trespassei de horror, precipicio branco.
Diadorim a vir ─ do topo da rua, punhal em mão, avançar ─ correndo amouco...
Ái, eles se vinham, cometer. Os trezentos passos. Como eu estava depravado a vivo, quedando. Eles todos, na fúria, tão animosamente. Menos eu! Arrepele que não prestava para tramandar uma ordem, gritar um conselho. Nem cochichar comigo pude. Boca se encheu de cuspes. Babei... Mas eles vinham, se avinham, num pé-de-vento, no desadoro, bramavam, se investiram... Ao que ─ fechou o fim e se fizeram. E eu arrevessei, na ânsia por um livramento... Quando quis rezar ─ e só um pensamento, como raio e raio, que em mim. Que o senhor sabe? Qual: ...o Diabo na rua, no meio do redemunho... O senhor soubesse... Diadorim ─ eu queria ver ─ segurar com os olhos... Escutei o medo claro nos meus dentes... O Hermógenes: desumano, dronho ─ nos cabelões da barba... Diadorim foi nele... Negaceou, com uma quebra de corpo, gambetou… E eles sanharam e baralharam, terçaram. De supetão... e só...
E eu estando vendo! Trecheio, aquilo rodou, encarniçados, roldão de tal, dobravam para fora e para dentro, com braços e pernas rodejando, como quem corre, nas entortações... O diabo na rua, no meio do redemunho... Sangue. Cortavam toucinho debaixo de couro humano, esfaquevam carnes. Vi camisa de baetilha, e vi as costas de homem remando, no caminho para o chão, como corpo de porco sapecado e rapado... Sofri rezar, e não podia, num cambaleio. Ao ferreio, as facas, vermelhas, no embrulhável. A faca a faca, eles se cortaram até os suspensorios... O diabo na rua, no meio do redemunho... Assim, ah ─ mirei e vi ─ o claro claramente: aí Diadorim cravar e sangrar o Hermógenes... Ah, cravou ─ no vão ─ e ressurtiu o alto esguicho de sangue: porfiou para bem matar! Soluço que não pude, mar que eu queria um socorro de rezar uma palabra que fosse, bradada ou em muda; e secou: e só orvalhou em mim, por prestígios do arrebatado no momento, foi poder imaginar a minha Nossa-Senhora assentada no meio da igreja... Gole de consolo... Como la embaixo era fel de morte, sem perdão nenhum. Que enguli vivo. Gemidos de todo ódio. Os urros... Como, de repente, não vi mais Diadorim! No céu, um pano de nuvens... Diadorim! Naquilo, eu então pude, no corte da dor: me mexi, mordi minha mão, de redoer, com ira de tudo... Subi os abismos... De mais longe, agora davam uns tiros, esses tiros vinham de profundas profundezas. Trespassei.
Eu estou depois das tempestades.
(GS:V, Rio de Janeiro, 1982. Págs. 450-51).

Ángel Crespo recrea este pasaje así:

“¡Vi no valer a mis garras! Hasta me traspasé de horror, precipicio blanco.
Diadorín yendo –desde el principio de la calle, puñal en mano, avanzar-corriendo suicida...
Ay, ellos iban a acometerse. Los trescientos pasos. Yo estaba corrompiéndome vivo, quedándome. Todos ellos, con furia, tan animosamente. ¡Menos yo! Desespérese que no valía entremandar una orden, gritar un consejo. Ni cuchichearme pude. Mi boca se llenó de salivas. Babeé... Pero ellos iban, se alcanzaban, en un torbellino, en la indignación, bramaban, se embistieron... A lo que: cerró el fin y se alcanzaron. Y yo vomité, con las ansias de una liberación... Cuando quise rezar; y sólo un pensamiento, como rayo y rayo, que en mí. ¿Qué lo sabe usted? Cuál... El Diablo en la calle, en medio del remolino... Usted lo sabía... Diadorín –yo quería ver- asegurarlo en los ojos... Escuché el miedo claro de mis dientes... El Hermógenes: inhumano, feroz: hasta en los pelazos de la barba... Diadorín se fue sobre él... Le engañó, quebrando el cuerpo, regateó... Y se ensañaron y barajaron, se mezclaron. De sopetón... y sólo...
¡Y yo estaba viéndolo! Rebosante, aquello rodó, encarnizados, tropel de tal, se doblaban para fuera y para dentro con brazos y piernas blandiendo, como quien corre, en las contorsiones... El diablo en la calle, en medio del remolino... Sangre. Cortaban tocino debajo del cuero humano, acuchillaban carnes. Vi la camisa de bayetilla, y vi las espaldas de un hombre resistiendo, de camino para el suelo, como cuerpo de puerco chamuscado y cortado... Sufrí rezar, y no podía, con un tambaleo. A lo ferrizo, los cuchillos, rojos, en lo embrollable. A cuchillo a cuchillo se cortaron hasta los tirantes... El diablo en la calle, en medio del remolino... Así, ah –miré y vi- lo claro claramente: entonces Diadorín clavar y sangrar al Hermógenes... Ah, clavó –en lo hueco- y surtió el alto chorro de sangre: ¡porfió para bien matar! Sollozo que no pude, la mar que yo quería un socorro de rezar aunque fuese una palabra, gritada o en mudo; y se secó: y sólo me refrigeró, por prestigios de lo arrebatado del momento, poder imaginar a mi Nuestra Señora sentada en medio de la iglesia... Trago de consuelo... Como allí abajo estaba la hiel de la muerte, sin perdón ninguno. Que me tragué viva. Gemidos de todo odio. Los rugidos... Como, de repente, ¡ya no vi a Diadorín! En el cielo, un telón de nubes... ¡Diadorín! En aquello, yo entonces pude, en el corte del dolor: me moví, mordí mi mano, hasta redoler, con ira de todo... Subí los abismos... Desde más lejos, daban ahora unos tiros, aquellos tiros venían de profundas profundidades. Me desvanecí.
Yo estoy después de las tempestades.” (GS:V, Madrid, 1999. Págs. 592-93).

Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar lo reflejan de la siguiente forma:

“¡Vi que mis agarres no valían! Hasta que me traspasé de horror, precipicio blanco.
Diadorim venía: de lo alto de la calle, puñal en mano, avanzando, corriendo hacia el sacrificio...
Ahí, ellos venían a acometer. Los trescientos pasos. Qué corrompido en vivo estaba yo, al quedarme. Todos ellos, en la furia, tan animosamente. ¡Menos yo! Arránquese los cabellos que no servía transmandar una orden, gritar un consejo. No pude ni cuchichear conmigo. La boca se llenó de escupidas. Me babeé... Pero ellos venían, se avenían, en un torbellino, en el tormento, bramaban, se embestían... A lo que: cerró el fin y se hicieron. Y vomité, en el deseo de liberación... Cuando quise rezar, y era sólo un pensamiento, rayo y rayo en mí. ¿Qué sabe el señor? Cual: ...el Diablo en la calle, en el medio del remolino... Si el señor supiese... Diadorim: yo quería verlo, cuidarlo con los ojos... Escuché el miedo claro en mis dientes... El Hermógenes: deshumano, aterrador, en los cabellones de la barba... Diadorim fue hacia él... Engatusó con un giro del cuerpo, gambeteó... Y ellos se ensañaron y barajaron, se terciaron. De sopetón... y sólo...
¡Y yo estando viendo! Repleto, aquello rodó, encarnizados, en tropel tal, doblaban para fuera y para adentro, con brazos y piernas rodando, como quien corre, en los torcerses... El diablo en la calle, en medio del remolino... Sangre. Cortaban tocino debajo de cuero humano, descuartizaban carnes. Vi camisa de bayeta fina, vi las espaldas de un hombre remando de camino hacia el suelo, como cuerpo de puerco chamuscado y tajeado... Padecí rezar, y no podía, por los tambaleos. Al fierreo, los cuchillos, rojos, en lo enmarañable. Cuchillo a cuchillo, ellos se cortaron hasta los tirantes... El diablo en la calle, en el medio del remolino... Así, ah –miré y vi- lo claro claramente: Diadorim ¡ay! que clavó y desangró al Hermógenes... Ah, lo clavó –en el hueco- y fue un surtidor el elevado chorro de sangre: ¡se obstinó para matar bien! Sollozo que no pude, mar que quería un socorro de rezar cualquier palabra que fuese, gritada o en mudez; y se secó: y sólo cayó rocío en mí, por prestigios de lo arrebatado del momento, fue poder imaginar a mi Nuestra Señora ubicada en el medio de la iglesia... Trago de consuelo... Como allá abajo era hiel de muerte sin perdón alguno. Que te traga vivo. Gemidos de todo odio. Los alaridos... ¡Cómo, de repente, no vi más a Diadorim! En el cielo, un manto de nubes... ¡Diadorim! En eso, entré entonces, en el corte del dolor: me moví, mordí mi mano, de redoler, con ira de todo... Subí los abismos... De más lejos, ahora se daban unos tiros, tiros que venían de profundas profundidades. Caí.
Yo estoy después de las tempestades.” (GS:V, Buenos Aires, 2009. Págs. 543-44).

Cualquier lector podrá encontrar las diversas variantes de un texto, como el que imaginó Guimarães Rosa, que une el ritmo a la hondura léxica. Aparte de las posibles diferencias del español que se habla en Castilla o en La Pampa, podríamos concluir que, mientras una de las versiones se fija obsesivamente en el original y trata de recrearlo, aunque sea a costa de retorcer el propio lenguaje, en la otra prima el ritmo de la narración evitando en la manera de lo posible las torsiones de la lengua. Pienso que en esta doble interpretación –toda traducción supone una lectura del texto original- puede hallarse también el distinto momento histórico en el que se han producido ambas versiones. Ángel Crespo la realizó en 1967 con un deseo de inventar una lengua que también sirviera a su propia creación literaria. No olvidemos que en el mismo año que aparecía esta obra en español, se publicó también la primera de las numerosas ediciones que tendría Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez y Rayuela, de Julio Cortazar, se había publicado cuatro años antes. El boom latinoamericano, que tanto dio que hablar, estaba, pues, en pleno auge y suponía una profunda renovación de la literatura española que, hasta entonces, había estado anclada en un realismo ramplón. Además, en la vanguardia había un espíritu de rebelión muy acorde con el del enfrentamiento a la dictadura franquista.

Sin embargo, los tiempos son ahora muy diferentes. Europa y América están de vuelta de las vanguardias. Se buscan textos de fácil lectura y narraciones trepidantes. No pretendo decir con esto que Gran sertón: veredas, sea cual sea su versión española, pueda o quiera competir con un best seller, sino más bien que la tendencia contemporánea es facilitar la lectura de un texto, hacerlo asequible a la “máxima minoría” de lectores, como diría Juan Ramón Jiménez. Ello hace que el ritmo de la narración sea prioritario y que deban evitarse las posibles rupturas o distorsiones lingüísticas. Gonzalo Aguilar, que ha escrito un libro sobre la poesía concreta y ha estudiado la vanguardia brasileña bajo un prisma académico, no pretende innovar en la lengua de Cervantes, sino reflejar en ella una de las novelas fundamentales de la literatura brasileña del pasado siglo.

Compete a los lectores, que disponen de ambas versiones en el mercado, elegir la que crean más conveniente para su lectura. Podrán así conocer esa aventura existencial de Riobaldo que, como todas las vidas, guarda enigmas y misterios que sólo la narración de sus recuerdos puede ayudarnos a desvelar. Vivir es muy peligroso.

viernes, 13 de noviembre de 2009

"No existe ese idioma neutro"


En un viejo suplemento Radar Libros, del diario Página 12, correspondiente al 1 de junio de 2006, Gustavo Bernstein entrevista a Marcelo Cohen (foto), Sylvia Iparaguirre y Alicia Steimberg, tres escritores que también son traductores, para hablar del oficio, de lo que ocurre a una y otra orilla del Atlántico y de los avatares del mercado local.

Las malas lenguas

Las mutaciones radicales padecidas por la industria editorial argentina, que incluyen el traspaso de las firmas nativas más tradicionales y prestigiosas a manos de corporaciones multinacionales, ha afectado no sólo al desarrollo de la literatura local sino también a la traducción local de literaturas foráneas. El arte de la traducción atraviesa en nuestro país una crisis que afecta tanto al reconocimiento profesional como a la invasión lingüística que supone el fuerte desembarco de versiones ibéricas plagadas de localismos ajenos a la tradición rioplatense.

–¿En qué medida las nuevas pautas del mercado afectan a la traducción literaria?
–Marcelo Cohen: La traducción es inherente al desarrollo de las literaturas. A partir de Roma no existen textos locales que no se hayan gestado por el concurso de la traducción, de la apropiación de otras literaturas, tanto para asimilarlas, contradecirlas o continuarlas. La educación de los jóvenes romanos se basó en traducciones de los griegos, el movimiento renacentista tampoco se entiende sin los textos griegos, que curiosamente llegan a través de la cultura árabe; incluso la cultura isabelina está tomada de autores latinos. Esto ha ocurrido en todos los períodos y en todas las culturas, salvo en el mundo de habla hispana donde la traducción ha corrido un raro destino porque, en lugar de apropiarse de textos ajenos para el enriquecimiento propio, han sido más bien remisos al intercambio con Europa. En América, en lugar de nutrirse, los españoles también convirtieron su lengua en otro elemento de expansión imperial.

–Lo mismo ocurre ahora, parece.
–M.C.: Por razones de mercado se sigue traduciendo desde allí con muy poca atención a las variedades dialectales locales, cosa bastante catastrófica si se entiende la traducción como un modo de completar la propia identidad a través de la presencia del otro.

–¿Es posible zanjar en algo esta cuestión?
–Alicia Steimberg: Si el traductor intenta utilizar la menor cantidad de localismos posibles, esas traducciones van a ser potables, pero siempre va a haber cosas molestas porque no existe ese tal idioma neutro; eso no es más que el ardid de una convención que pretende avalarse por alguna autoridad como lo es, digamos, el Diccionario de la lengua de la Real Academia. Y ahí, entonces, uno debe poner falda por pollera o grifo por canilla.

–Sylvia Iparraguirre: Las distinciones son muy grandes entre nuestro rioplatense y el español peninsular, y no sólo porque difieran los modismos o los neologismos sino porque los españoles usan un mayor caudal de vocablos; nosotros somos más parcos. Cuando se intenta que ese mosaico lingüístico innegable, que es precisamente la riqueza del español, quede homogeneizado, termina dando una cosa híbrida. Esta es una brecha que va a perdurar siempre.

–¿Qué cosas singularizan a la traducción argentina actual?
–M.C.: Que hay una gran cantidad de escritores traduciendo más que nunca por amor al arte, porque apropiarse de los textos los ayuda a continuar con la elaboración de sus propias estéticas. Y en ese sentido puede que sea fértil para la literatura, pero perjudicial para el desarrollo de la profesión.

–¿E históricamente?
–S.I.: México y Buenos Aires han sido siempre dos focos muy importantes. Acá ha habido traductores de excelente nivel que han hecho escuela como José Bianco o Enrique Pezzoni, quien produjo una traducción de Moby Dick memorable.

–M.C.: En México es indudable la influencia de Octavio Paz, con todo su amor por el surrealismo, las vanguardias o el orientalismo; en Argentina,las dos corrientes centrales del pensamiento literario han sido Borges y la teoría francesa: no nos vendría nada mal un poco de anglosajonismo.

–Piglia sostiene que Las palmeras salvajes de Faulkner es mejor en la traducción de Borges. ¿Es posible que un traductor mejore un texto?
–S.I.: No sé si es tan así, pero leer esa traducción de Borges tiene un valor agregado. Aparece, por ejemplo, “repechar la ribera”, que es un criollismo, pero que va perfectamente con Faulkner porque lo que se está tratando ahí es un tema rural, gente de campo con sus modismos; entonces no hay una discordancia. Ahora, bien: éste y otros criollismos que tan naturalmente se insertan en ese trabajo de Borges no siempre son afortunados en otros. Yo creo que hay autores que se toman una confianza excesiva con el otro texto al punto de atropellarlo.

–A.S.: Es cierto, hay una sensibilidad evidente que exige la traducción. Yo recuerdo un cuento norteamericano que tenía mucho slang y el traductor decidió adaptarlo al lunfardo. Quedó todo desvirtuado porque el protagonista ya no era un neoyorquino sino un porteño. Son casos difíciles porque proponen dos posibilidades: o se sustituye el argot original por el del nuevo idioma y entonces pierde identidad; o se lo traduce de una manera neutra y entonces termina siendo nada.

–¿Existe la posibilidad de encontrarse con textos que resulten intraducibles?
–S.I.: Si se parte de que la lengua es un modo de organizar la realidad, entre las lenguas occidentales, aunque con ciertos corrimientos, hay una similitud; incluso las romances hasta podrían calcarse y apenas se verían algunos desfasajes en los bordes. Ahora, cuando uno se enfrenta con lenguas que no provienen de la tradición racional aristotélica, como por ejemplo las amerindias, percibe una forma de organizar la realidad de muy difícil traducción, sobre todo aquellas que carecen de adverbios de tiempo y de espacio.

–A.S.: O para ir a un ejemplo personal más prosaico, recuerdo que cuando traduje un libro de Lorrie More me encontré con un cuento realmente intraducible. Se llamaba “Charadas” y era efectivamente eso: juegos de palabras a los que era imposible encontrarles un equivalente. Propuse entonces dejarlo afuera del libro porque en la versión castellana, al estar repleto de notas al pie, iba a perder toda gracia. Pero por contrato no se podía; así que quedó con todas esas molestas notas. No sé realmente a quién le puede interesar.

–M.C.: Sí, yo soy enemigo de las notas al pie. Si un juego de palabras es intraducible, prefiero desplegarlo en dos líneas mediante una perífrasis y que quede incorporado al texto. Porque la nota al pie interrumpe la lectura y tampoco recupera la gracia del chiste. Entonces prefiero preservar la continuidad de la lectura.

–Ya que traducir es un modo de recrear, ¿ser escritor favorece la labor?
–S.I.: Es relativo; tal vez un traductor profesional tenga un manejo de la lengua, pero no del registro poético de esa lengua. Inversamente, puede que un autor esté fascinado con un texto, pero no tenga los elementos gramaticales necesarios.

–M.C.: Al ser escritor uno afronta una suerte de ambigüedad y tirantez entre la servidumbre y la grandiosa entrega, pero también la posibilidad de trascender las técnicas con el desarrollo de una intuición. Esto es muy claro en la poesía, donde –valga la cacofonía– lo inteligible es indiscernible de lo sensible, o ante un juego de palabras, que es un acontecimiento verbal único.

–A.S.: Yo he leído muy buenas traducciones por profesionales que no son escritores; lo que probaría que probablemente haya detrás un escritor no florecido aún. Y es cierto que ese acto de recreación es indudable y notorio en la poesía, pero con la prosa quizá tampoco importe tanto la literalidad como lograr un clima.

–¿Qué ocurre ante los clásicos, donde además de una traducción de lengua hay que sumarle la traducción en el tiempo?
–M.C.: En realidad nosotros leemos a Góngora o al Arcipestre de Hita ya traducidos en ese sentido: en un mismo idioma y de un período a otro. Pero es relativo, hay algunos traductores que al abordar un clásico buscan un sonido, una retórica, un léxico y una sintaxis lo más parecidos posible al castellano de tal época, y otros que buscan modos más contemporáneos, aunque siempre procurando que el lector no pierda la referencia temporal, que no deje de sentir la sensación de estar, digamos, en una taberna del siglo XVII o un castillo medieval.

–S.I.: Un buen ejemplo sería la afortunadísima actualización del lenguaje arcaico al actual hecha por John Steinbeck con Los caballeros de la tabla redonda, una obra que escribió Mallory hacia fines del cuatrocientos. Creo que fue un buen homenaje actualizar para las nuevas generaciones norteamericanas una lengua tan anquilosada, tan plagada de modismos en desuso; y a la vez una forma de revivir a esos personajes de un modo más próximo a nosotros.

–¿Cómo es considerada hoy la tarea del traductor en el medio?
–A.S.: En el medio local es decididamente poco reconocida. En los Estados Unidos, en cambio, el nombre del traductor está siempre en la portada del libro y casi del mismo tamaño que el autor. Acá, a veces, ni se lo menciona.

–M.C.: Sí, y a esto contribuye el delito económico de la piratería por parte de la editoriales y el delito ético del crítico que omite palabras sobre la traducción por falta de conocimiento o de acceso al original, al punto de que en las fichas técnicas de algunos suplementos literarios ni siquiera figura el traductor.

–¿Qué es la traducción?
–S.I.: Un desafío del lenguaje.

jueves, 12 de noviembre de 2009

"La traducción contribuye a la unidad de la especie humana"


"¿Existe una posibilidad de comunicación universal entre los seres humanos, como quiere el ideal que va desde el racionalismo dieciochesco al estructuralismo lévistraussiano de hoy, o, por el contrario, la verdadera traducción y la comunicación entre las culturas es a priori imposible? Examinamos algunos textos legales y teóricos, desde el siglo XVI al XX, en los cuales se toma, de hecho, posición al respecto. En ellos constatamos que la posibilidad de traducir está garantizada por un postulado indemostrable, de naturaleza extralingüística: la unidad de la especie humana, y que cuando falta este postulado, aun teniendo competencia lingüística, se considera que la traducción es imposible o irrelevante." De este modo se presentaba el siguiente artículo del escritor e investigador chileno Hernán Neira –actualmente, profesor de filosofía política de la Universidad de Santiago de Chile– en la revista Estudios Filológicos, N° 32, 1997, que se publica en el seno de la Universidad Austral de Chile, en Valdivia

Reflexiones sobre el lazo entre
una teoría de la traducción
y una teoría de la unidad del género humano

1. LA LEY DE INDIAS DE 1550 COMO TEORIA DE LA ANTITRADUCCION
La Ley de Indias dictada en Valladolid el 17/7/1550 declara que "Habiendo hecho el particular examen sobre si aun en la más perfecta lengua de los Indios se pueden explicar bien, y con propiedad los misterios de nuestra Santa Fe Católica, se ha reconocido que no es posible sin cometer grandes disonancias, e imperfecciones" (Libro VI, tit I, ley xviii, p. 193). "Disonancias" e "imperfecciones", ¿respecto de qué? Respecto de ciertos "misterios" que, sin perder su calidad de misterio, pueden ser develados por la lengua castellana, no así por otras. Esta argumentación se apoya en dos teorías predominantes en la escolástica española: aquella que hace del conocimiento la adecuación entre el intelecto y la cosa; y aquella que hace de las palabras la expresión feliz de las ideas. Una particularidad especial de la lengua castellana garantiza una relación feliz entre cosas, ideas y palabras en lo relativo al catolicismo. A diferencia del castellano, ni la más "perfecta" de las lenguas indígenas podría establecer dicha relación en lo concerniente a los "misterios" de la fe. Hay que destacar que la ley nada dice si la dificultad se debe a la naturaleza de aquello que se desea explicar. En otras palabras, la ley no se pronuncia sobre el hecho de que tal vez las lenguas indígenas sean adecuadas para explicar todo, excepto los misterios de la fe, es decir, si la debilidad es intrínseca o extrínseca, si se trata de un defecto de la lengua indígena o de un hecho que para ser explicado requiere de algo que no es propiamente lingüístico (por ejemplo, lo que en el catolicismo es la gracia). Debemos tomar en cuenta, asimismo, que la ley pasa por alto que los conceptos y valores del cristianismo llegaron al castellano por medio del latín y a éste desde lenguas orientales, en cuyo paso también han debido presentarse problemas de traducción.

En cualquiera de ambos casos, la ley que comentamos expresa, quizás por primera vez en América, por medio del más alto instrumento de la jurisdicción colonial, la idea de que hay lenguas aptas para expresar cierto tipo de cosas y otras que no lo son. En otras palabras, es la afirmación legal de que el lazo entre, por una parte, el significante y/o la sintaxis y, por otra, el significado, no es arbitrario, al menos en ciertas lenguas y ciertas culturas. Ello contradice lo sostenido por Saussure y sus seguidores, en el sentido de que el lazo entre el significado y el significante es arbitrario. Tal es el resultado en teoría de la traducción de la Ley de Indias de 1550, o más bien en teoría de la antitraducción, pues el postulado esencial de la mencionada ley consiste en que al menos ciertos campos semánticos no son conmutativos entre los distintos idiomas, ya sea por la estructura, por el léxico o por la cultura de una y otra lengua.

En adelante denominaremos hipótesis de Babel al postulado de la imposibilidad de traducir en parte o en totalidad lo expresado por una lengua. Recordemos cuál es el enunciado bíblico que da nombre a nuestra hipótesis:

"Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar y allí se establecieron. Entonces se dijeron uno al otro (...) ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos (...). Bajó Yahveh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y dijo Yahveh: He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo. Y desde aquel punto los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra (1)."

Aparte su carácter teológico, el mito bíblico se caracteriza por el hecho antropológico-político de que a la dispersión de lenguas sigue la dispersión de las naciones, es decir, que en el mito bíblico la unidad del género humano no soporta la diversidad de lenguas, de tal modo que de la primera sigue la segunda. Se produce entonces la situación paradójica de que si bien la lengua no es la base de la unidad de la especie humana, la ruptura de la unidad lingüística trae consigo la disgregación de la especie, disgregación que sólo se anula con la hipótesis del "don de lenguas", entendido como traducibilidad perfecta o casi perfecta (2).

La Ley de Indias de 1550 se mantiene dentro de una hipótesis escasamente católica, en la medida en que el catolicismo supone la traducibilidad universal del mensaje evangélico y la posibilidad de actualizar una unidad del género humano rota por motivos accidentales y superables. Con todo, es innegable que el texto jurídico de 1550 da cuenta de la dificultad extrema de traducir conceptos relativos a la religión tratándose de culturas que entienden cosas tan distintas en todo lo relacionado a la divinidad. Por eso, desde el punto de vista de una teoría de la traducción heredera de la hipótesis de Babel o incluso simplemente analizando lo que los pueblos amerindios entendían y entienden en sus conceptos religiosos fundamentales, quizás lo verdaderamente ingenuo o excesivamente optimista sea el catolicismo: el dios católico no es Inti. Por eso, el Inca Garcilaso, en sus Comentarios Reales de los Incas, insiste en que incluso los españoles más versados en lenguas indígenas no habrían logrado comprender muchas de las principales nociones relativas a la religión incaica, no por falta de voluntad, sino por dificultades de interpretación ligadas a dificultades lingüísticas (3). El pesimismo de la ley de 1550 es, por tanto, fundado, por lo que sería injusto ver en él un simple hecho de etnocentrismo (sin negar que también exista).

A esta conciencia de la dificultad, a este darse cuenta de que el género humano es uno, pero que su unidad no es inmediata ni fácil, y que además nada garantiza su resultado, le llamamos hipótesis de Garcilaso. En efecto, para el Inca Garcilaso el problema de la traducción está ligado a la vez a una competencia lingüística y a un fenómeno extralingüístico: el mestizaje. La competencia es difícil, pero empíricamente alcanzable, y la garantía extralingüística se debe a un hecho biológico más que a un postulado místico o filosófico. La capacidad de traducir que tiene el Inca se debe al hecho de que, como él mismo dice, es "hijo de un español y de una india" (4) y al hecho de que, efectivamente, conoce ambas lenguas desde su nacimiento. Para el Inca Garcilaso, la traducción se apoya tanto en un hecho de sangre como de competencia lingüística.

2. LA HIPOTESIS DE PENTECOSTES: EL CASO DE JOSE DE ACOSTA
Ahora bien, la hipótesis de Garcilaso sólo juega un rol intermedio en teoría de la traducción, pues el verdadero opuesto a la hipótesis de Babel es el mito y la hipótesis de Pentecostés, el don de lenguas instituido en el Nuevo Testamento. Oponemos la hipótesis de Babel a la de Pentecostés por situarse ambas, claramente, en un plano místico, ajeno a toda experiencia medible, y por ser ambas extremas. Dentro de la línea pentecostal5, el sacerdote jesuita José de Acosta, convencido de la universalidad del mensaje católico pero consciente de las dificultades que planteaba la conversión de los indios, busca anular la hipótesis de Babel mediante una triple argumentación: primero, afirma que españoles e indígenas tienen "un padre común", pues "no hay raza ninguna de hombres que esté excluida de la predicación del Evangelio y de la fe" (6), de modo que creer que los indios no son evangelizables sería desconfiar de la providencia divina; segundo, propone alejarse de la interpretación literal de la Biblia, pues sería común que los oráculos proféticos reduzcan "a un solo punto, por así decir, tiempos incluso muy distantes entre sí y anunciar de ellos en su conjunto lo que se ha de ir cumpliendo por sus partes" (7); y, tercero, afirma la capacidad de los indios para recibir el evangelio, convencido de que la única forma de que la fe siga al mensaje es el conocimiento directo (y no mediante intérpretes) que tengan los sacerdotes de las lenguas indígenas(8).

De Acosta cree en la traducibilidad de los conceptos del cristianismo y por tanto en la unidad de pueblos portadores de lenguas que ni siquiera tienen la misma raíz indoeuropea. Fiel a la inspiración pentecostal, para De Acosta la posibilidad de traducción tiene un fundamento que no es lingüístico, sino teológico y antropológico: la traducción del mensaje es posible porque antes de que a los indios les sea llevado el cristianismo, son hijos del mismo padre. Lo que permite la conmutatividad de conceptos teológicos entre americanos y europeos es una unidad prelingüística. La traducción, prédica y conversión de los indios utilizando lenguas indígenas actualiza una posibilidad teológico-antropológica, de modo que la posibilidad de la traducción del cristianismo a los indios no radica en una habilidad lingüística. El conocimiento de la lengua indígena es una condición necesaria para conseguir la conversión de éstos, pero no es una condición suficiente, pues la condición suficiente está fuera del alcance humano: es el hecho de tener un padre místico común. Con ello destacamos que las teorías de la traducción subyacentes en los textos citados de la Biblia y posteriormente de Acosta no hacen del conocimiento de las lenguas el fundamento de la traducibilidad, sino que apelan a hipótesis de carácter teológico o metafísico. Al menos en el caso de ciertos contenidos especialmente calificados, incluso el más alto conocimiento lingüístico no basta para traducir. Extrapolando esta hipótesis, deberíamos afirmar que la unidad que permite la traducción tiene por base la cohesión preexistente de la especie humana, cualquiera sea la causa de ésta. De atenernos a esta hipótesis, la base de la teoría de la traducción no podría ser la arbitrariedad del lazo entre significado y significante, tal como se entiende en lingüística saussuriana.

3. RROUSSEAU: "PALABRA" Y "LENGUAJE"
El debate sobre la relación entre unidad de la especie y unidad lingüística se prolonga durante el siglo dieciocho en autores muy ajenos a la escolástica española y al tema de la traducción. En el Discours sur l'origine des langues(9), Rousseau construye su teoría lingüística a partir de una hipótesis antropológica. Rousseau supone que en estado de naturaleza, o al menos en un estado primitivo, los seres humanos satisfacían sus necesidades por sí mismos, pues para cada cual había abundante alimento y abrigo. En estado primitivo los hombres no necesitaban unos de otros y no hubiera habido motivo alguno para que abandonaran dicho estado si no es porque "aquel que quiso que el hombre fuese sociable, tocó con el dedo el eje del globo y lo inclinó sobre el eje del universo" (10), iniciándose entonces la alternancia de estaciones frías y calurosas. Sólo las dificultades ligadas a la división del año en épocas de abundancia y otras de escasez llevan a los hombres a reunirse en ciertos lugares así como a dispersarse, por grupos enteros, por la faz del globo, cuando un lugar no provee lo necesario para que una comunidad sobreviva todo el año. Junto con la institucionalización de la ayuda recíproca para sobrevivir, surgen las pasiones sociales que los vinculan, como son la comparación, la envidia, los celos, etc. En los climas fríos la necesidad llevó a los hombres a reunirse, razonar y, sobre todo, a poner en práctica la facultad de la palabra: "es sólo entonces que los hombres hablan y hacen hablar de ellos" (11).

Por ello, el origen de la palabra, según Rousseau, está ligado al paso de una época en que los hombres encontraban todo lo necesario sin necesidad de ayuda mutua a otra en la cual, dispersándose por lugares y climas inhóspitos, los seres humanos requieren unos de otros para subsistir. Ese paso trae consigo otro en el cual los rasgos sensibles y emotivos del carácter dan lugar a la primacía de la razón, lo que se ve reflejado en el lenguaje. Mientras en los climas cálidos los hombres apenas necesitan hablar unos con otros, en los fríos la necesidad lesempuja a comunicarse. En tiempos primitivos, las necesidades (besoins) habrían dictado los primeros gestos, mientras que las pasiones habrían hecho lo mismo con la voz. Antes de que hubiera escasez y abundancia alternativamente, la lengua habría estado constituida por sonidos inarticulados que no requieren ni ejercicio ni participación de la voluntad, conformada fundamentalmente por imágenes, sentimientos y figuras, con escasa participación de la razón (12). Ahora bien, aunque las dificultades climáticas sean necesarias para efectuar la reunión de los hombres, la condición de posibilidad de dicho vínculo nada tiene que ver con ellas ni con el conocimiento de las lenguas. En efecto, el autor ginebrino distingue entre "parole" (palabra) y "langage" (lenguaje): "La palabra distingue al hombre entre los animales: el lenguaje distingue las naciones entre ellas" (13).

Sobre la base de la unidad garantizada por la palabra, las distintas naciones se diferencian por "una razón relativa a lo local (...) anterior a las mismas costumbres" (14), diferencia que da lugar al "lenguaje". La diferencia de los lenguajes no se debe, por tanto, a razones del campo lingüístico, sino al geográfico y climatológico, teniendo como punto de partida las condiciones de existencia ligadas a cada lugar (15). Las diferencias de lenguaje así surgidas se relacionan especialmente con la naturaleza abstracta o concreta de los conceptos de un idioma, así como con su ritmo y melodía. En los países donde el alimento es más abundante, la necesidad de reunirse y trabajar es menor, de modo que en dichos lugares las lenguas son más concretas, relativas a los sentimientos, melódicas y rítmicas (16).

La palabra, en cambio, es la "primera institución social", pero siendo aquello que distingue a los hombres de los animales, no surge de una convención, sino que surge por "causas naturales" (sic) (17). El vínculo social, es decir, el vínculo entre los hombres, proviene de una institución natural: la facultad de la palabra, aun cuando los "lenguajes" empíricos les separen en naciones por influencia de lo local. La palabra sería entonces una capacidad lingüística común a todos los hombres y aquello que les separa de los animales, distinguiendo entre éstos y los seres humanos del mismo modo que cada lenguaje separa una nación de otra. ¿Pero cómo demuestra Rousseau la existencia de la capacidad natural que une a los seres humanos siendo que lo que constata es la separación debida a las lenguas? No la demuestra, porque al menos en el Discours, la existencia de la palabra es un postulado que permite hablar de lenguas como formando parte de un todo. Bajo la diversidad de hecho de las lenguas, Rousseau afirma la unidad de derecho en la palabra. La noción de palabra, en Rousseau, establece la unidad radical de la especie humana, la posibilidad de entendimiento y, a la vez, la diferencia de la especie respecto a la animalidad. Si el hecho de la palabra no fuese establecido como postulado (de modo semejante al postulado de la paternidad común de la que habla De Acosta), las distintas naciones se diferenciarían tanto como el ser humano de los animales.

Gracias al postulado de la existencia de la palabra, la posibilidad de comunicación universal no se rompe en Rousseau. Sin embargo, Rousseau se mantiene dentro de la contradicción propia del concepto de idioma, que supone, a la vez, la unidad de cada uno de ellos y la diferencia respecto de otros idiomas que son como el primero, pero que no coinciden con él. Todo nombre o concepto relativo a la noción de idioma supone la diferencia. La diferencia es el constitutivo esencial de los idiomas o lenguajes (en términos de Rousseau), no sólo por las distinciones semánticas al interior de ellos, sino porque todo lenguaje supone la existencia de otros, todo lenguaje supone la existencia de un límite determinado por algo semejante a él mismo, pero diferente. Si no hubiese más que un lenguaje, es muy posible que el concepto de lenguaje o idioma, como lo entendemos hoy, no existiera o fuera impensable. La noción de idioma supone la unidad de éste respecto de sí y la diferencia respecto de otros. Esta contradicción entre la unidad respecto de sí sobre la base de diferencias respecto de otros idiomas, es el punto de partida de la teoría que hace, según los casos, a priori posible o imposible la traducción, afirmando la unidad, ora mística, ora de hecho, de la especie humana, y constatando, del mismo modo, la diversidad empírica. La traducción es posible sobre la base de la diversidad de idiomas y de culturas, pero nunca sobre una diversidad absoluta de éstos.

4. UN ACCIDENTADO IDEAL DE TRADUCTIBILIDAD: DE LA REVOLUCION FRANCESA A LEVI-STRAUSS
El carácter político a que puede llegar la toma de posición (consciente o inconsciente) sobre estas materias lo demuestran, junto a la Ley de Indias ya citada, las posturas jacobinas respecto de la lengua francesa tras la revolución de 1789. En 1790 la Asamblea Constituyente ordena traducir los decretos a los distintos dialectos e idiomas que se hablan en Francia, pero al estallar la guerra civil, pocos meses después, la misma Asamblea cambia de opinión e impone el francés como lengua única y obligatoria. Una Francia dividida por la sangre no tolera la división lingüística, subentendiéndose que la misma Francia, unida por su rey, sí soporta la traducción. El cambio de opinión de la Asamblea y la propuesta de la "lengua nacional" del Abate Grégoire, quien pide la eliminación de todos los dialectos e idiomas locales (18), tienen aspectos análogos al espíritu de la Ley de Indias de 1550, sólo que mientras en ésta lo intraducible son los "misterios" de la fe, en aquellas es el ideal de la revolución. Con todo, existe una diferencia; mientras que la Ley de Indias declara intraducibles los misterios, no queda claro si la decisión de la Asamblea se debe a que ya no existe voluntad de tradudir o bien a que los ideales revolucionarios son intraducibles (19). La propuesta de la "lengua nacional" hecha por el Abate Grégoire va en este último sentido. Aunque su proyecto no termine de prosperar, en él subyace la idea de que el francés, y sólo el francés, es el idioma de la "libertad". Curiosa paradoja la de una libertad que quiere ser considerada esencia del ser humano en todo el planeta y que, al menos en períodos de incertidumbre política, sólo se expresa o puede ser comprendida en un determinado idioma.

Quizás nadie haya propuesto, con la fuerza de Lévi-Strauss, heredero del ideal racionalista y universalista surgido en tiempos de la Ilustración, la idea de la traducibilidad general y a priori de todas las culturas. Esta traducibilidad tiene un fundamento triple: en primer lugar, el hecho de que las culturas, siendo distintas, no se encuentran en relaciones jerárquicas (20); en segundo lugar, la convicción saussuriana de que el nexo entre significado y significante es absolutamente arbitrario (lo que supone negar la influencia de lo local en la constitución del lenguaje); y, en tercero, que según Lévi-Strauss, el mito, cuya naturaleza no es esencialmente distinta del pensamiento científico, sería el modo del discurso en el que la fórmula traduttore, traditore "tiende prácticamente a cero" (21). En otras palabras, el mito es aquello en lo cual la comunicación entre las culturas necesita el menor grado de mediación interpretativa.

El análisis de los mitos que propone Lévi-Strauss sigue un esquema fundamentalmente igual al que el mismo filósofo hace de la estructura familiar (22). Lévi-Strauss interpreta el parentesco (y por lo tanto las formas más elementales de sociabilidad humana) como sistemas de nomenclatura, cuya lógica viene dada por la estructura de los términos y no por su contenido, infinitamente variable. Sucede en la estructura lingüística del mito como en el parentesco: las clases de individuos no se determinan tanto por sus características objetivas, como por "un sistema de posiciones en el que sólo su estructura permanece constante, y donde los individuos pueden desplazarse e incluso intercambiar sus posiciones respectivas, siempre y cuando las relaciones entre ellos sean respetadas" (23). Toda sociedad lleva en sí el dualismo que separa a los seres humanos entre el grupo de los consortes posibles y el de los consortes prohibidos, de modo que no es posible concebir una sociedad sin una división que a la vez es superada por las alianzas de parentesco, teniendo por límite el hecho de que, cuando éstas fallan, se da la guerra o la dispersión (como en Babel). Para Lévi-Strauss nunca ha existido un ser humano aislado o, lo que es lo mismo, un ser humano sin cultura ni lenguaje: decir "ser humano" es suponer un vínculo de identidad y diferencia con un grupo de semejantes: "no se puede, en efecto, referirse sin contradicción a una fase de la evolución de la humanidad en el curso de la cual ésta, en ausencia de toda organización social, no haya desarrollado formas de actividad que son parte integrante de la cultura" (24).

Para Lévi-Strauss no hay ser humano aislado, ni sin mitos, pues la cultura, junto con consistir en ciertas normas de parentesco que regulan la sociabilidad básica, es explicación de éstas y otras normas. En consecuencia, para Lévi-Strauss, en la definición misma de ser humano está el hecho de que la infinita diversidad de manifestaciones culturales puedan hallar su equivalente en sistemas míticos de otras culturas. Por infinita que sea la diversidad de términos que componen un mito, su estructura es reducible a un sistema de pares de oposiciones. Esto no empobrece la concepción del mito, sino que permite comprenderlo como un juego en el cual, a partir de una cantidad muy limitada de normas, se puede alcanzar la unidad estructural de un número infinito de partidos y jugadas. En efecto, no habría modo de comprender el valor de juegos llevados a cabo en distintos lugares si no fuera posible relacionarlo con sus normas.

El mito subsiste a la peor traducción debido a que su sustancia no se encuentra en el estilo, sino en la historia relatada. En efecto, la historia relatada de cualquier mito es reducible a pares de oposiciones, los que, a pesar de las diferencias, tienen equivalente estructural en todas las culturas (25). Los términos de las oposiciones son infinitos, pero la relación entre pares de opuestos se mantiene constante en todos los elementos de todas las culturas. Si bien la manifestación de este hecho es lingüística (como la nomenclatura de parentesco, como el lazo significado-significante), la base de la comprensión de los mitos y el hecho de que en el traspaso de éstos de una lengua a otra la fórmula traduttore, traditore, tienda a cero, tienen por fundamento el postulado de que la noción misma de ser humano sólo es pensable si se la entiende en sociedad y en situación de cultura, es decir, en situación de producir mitos que por su propia naturaleza son traducibles a los de otras culturas, lo que es reflejo de la naturaleza del hombre y de la arbitrariedad del signo lingüístico. En ese sentido, la propuesta lévistraussiana de traducibilidad universal supone la aceptación del postulado de Saussure, según el cual el vínculo entre significado y significante es arbitrario. De este modo, entre los distintos seres humanos se darían estos hechos de base: 1) ninguno de ellos ha existido nunca solo, cualquiera sea su condición; 2) las diferencias culturales no se deben a la dispersión a partir de un núcleo (como en Babel y como sostiene, por otros motivos, Rousseau); y 3) en la estructura de la mente humana se da el hecho de una unidad y la división de base, independientemente de la dispersión o distancia física de los hombres.

5. CONCLUSION
Sea metafísica, teológica o lingüísticamente, en los autores estudiados la posibilidad teórica de la traducción supone la existencia de un lazo a priori entre los homínidos. No habría traducción si no hubiese concepto de "especie humana", al interior de la cual se establecen relaciones de intercambio y comunicación. Mucho más allá de la competencia lingüística, el fundamento de la traducción es la existencia de un lazo fundamental entre los seres humanos. Por ello, el conocimiento de lenguas aparece como condición necesaria, pero no suficiente ni menos causa de la posibilidad de la traducción. La constitución de una teoría de la traducción es indisociable de una teoría de la comunicación entre las culturas y de ciertas hipótesis o postulados relativos a la unidad o la disgregación de la especie humana. Entre ellas, a modo de conclusión y sin perjuicio de que el análisis de otros autores nos haga revisar nuestras afirmaciones, distinguimos cuatro tipos de lazo entre posibilidad de traducción y unidad de la especie humana:

1) La traducción es innecesaria porque no hay interés en traducir debido a que la especie humana se halla irremediablemente dividida (Ley de Indias de 1550, hipótesis de Babel, guerra civil durante la Revolución Francesa).

2) La traducción es necesaria porque se desea aumentar la comunicación mediante el esfuerzo empírico (conocimiento de lenguas) y gracias a ciertas condiciones de nacimiento (mestizaje). En esta hipótesis, la unidad de la especie humana existe, pero hay un espacio para fortalecerla o actualizarla: la hipótesis del Inca Garcilaso.

3) La traducción es innecesaria porque hay comunicación inmediata (don de lenguas, Pentecostés). José de Acosta se inspira en esta hipótesis, pero se acerca, de hecho, a la del Inca Garcilaso (existencia de un padre común, mestizaje místico, actualización de la unidad mediante traducción del mensaje evangélico).

4) La traducción contribuye a la unidad de la especie humana. Lo esencial es fácilmente traducible gracias a la estructura de pares opuestos que, a pesar de la diferencia de términos, es común e inconsciente en toda la humanidad (hipótesis de Lévi-Strauss).

NOTAS
1 Biblia de Jerusalén. Ed. Desclee de Brouwer, Bilbao, 1986, Génesis, 11.

2 Siempre sería posible postular la unidad del género humano aun cuando no hubiera posibilidad de entendimiento entre sus miembros. Sin embargo, dicha unidad nos parecería demasiado abstracta.

3 Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales de los Incas. Vol I. Edición al cuidado de Angel Rosenblat, Ed. Emecé, Buenos Aires 1945. En especial véase el libro segundo y el sexto.

4 Inca Garcilaso, La Florida. Alianza Universidad, Madrid, 1998, Proemio al Lector, p. 98.

5 Damos a este concepto una acepción restringida.

6 José de Acosta, De procuranda indorum salute, Pacificación y colonización (subtítulo de los editores) (libros 1 al 3); Colección: Corpus Hispanorum de Pace, vol XXIII. Ed. bilingüe (vol I); Ed. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1984, 1, 1, 1 (libro, capítulo, párrafo, respectivamente). [ Links ]

7 De Acosta, op. cit., 1, 2, 2.

8 De Acosta, op. cit. 1, 2.

9 Jean-Jacques Rousseau, Discour sur l'origine des langues. Ed. critique par Charles Porset; A. G. Nizet, Paris 1986, cap. IV. No ignoramos las diferencias sobre materias lingüísticas en los diversos textos del autor ginebrino. Aquí nos circunscribimos a uno solo de ellos.

10 Rousseau, op. cit., p. 53. "Celui qui voulut que l'homme fut sociable toucha du doigt l'axe du globe et l'inclina sur l'axe de l'univers".

11 Rousseau, op. cit., p. 54.

12 Jean-Jacques Rousseau, Discours sur l'origine des langues. Ed. critique par Charles Porset; A. G. Nizet, Paris 1986, cap. IV.

13 "La parole distingue l´homme entre les animaux: le langage distingue les nations entre elles". Rousseau, op. cit. p. 1. La numeración de la páginas corresponde al manuscrito de la Biblioteca Pública de Neuchâtel, transcrito en la edición a la que aquí hacemos referencia.

14 Rousseau, ibid.

15 La afirmación de Rousseau no es del todo nueva, pues encuentra antecedentes en Montesquieu.

16 Rousseau, op cit., cap. X a XII.

17 Rousseau, ibíd.

18 Su propuesta no prosperó.

19 Al menos nosotros lo ignoramos.

20 Lo que puede ser considerado una de las consecuencias de la revolución francesa.

21 Claude Lévi-Strauss, Antropología Estructural. Eudeba, Buenos Aires, 1976, capítulo XI, La Estructura de los Mitos, p. 190.

22 Trabajo mucho menos conocido que el de los mitos. A nuestro juicio, Las estructuras elementales del parentesco es la obra más relevante por plantearse allí, y no en el trabajo sobre los mitos, las premisas fundamentales de un pensamiento que Lévi-Strauss desarrollará en otras obras, suponiendo que sus bases son conocidas. Las estructuras elementales del parentesco no es sólo el primer libro publicado por Lévi-Strauss, también es la puerta de entrada a su pensamiento.

23 Lévi-Strauss, Structures élémentaires de la parenté. Paris, Mouton, 1981, p. 132. "Un système de positions dont la structure seule reste constante, et où les individus peuvent se déplacer et même échanger leur positions respectives, pourvu que les rapports entre eux soient respectés".

24 Lévi-Strauss, Structures élémentaires de la parenté, op. cit. 3.

25 Unidad que, sin embargo, es rota empíricamente cada vez que la cultura occidental entra en contacto con una cultura "primitiva": "He aquí ante mí el círculo infranqueable: cuanto menores eran las posibilidades de las culturas humanas para comunicarse entre sí y, por lo tanto, corromperse por mutuo contacto, menos capaces eran sus respectivos emisarios de percibir la riqueza y la significación de esa diversidad. Al fin de cuentas soy prisionero de una alternativa: o antiguo viajero, enfrentado a un prodigioso espectáculo del que nada o casi nada aprehendería, o que, peor aún, me inspiraría quizá burla o repugnancia; o viajero moderno que corre tras los vestigios de una realidad desaparecida. Ninguna de las dos situaciones me satisface (...) Víctima de una doble invalidez, todo lo que percibo me hiere, y me reprocho sin cesar por no haber sabido mirar lo suficiente" (Claude Lévi-Strauss, Tristes Trópicos. Eudeba, Buenos Aires, sin fecha, p31)

"Las antenas dirigidas a Occidente"


Adan Kovacsics (Santiago de Chile, 1953) cumplió un derrotero personal muy particular: hijo de inmigrantes húngaros instalados en Chile en la década de 1950, en 1967 su familia retornó a Europa y se instaló en Viena, en cuya universidad, en 1971, comenzó a estudiar filología románica, filología inglesa y filosofía. Luego de su tesis doctoral –“ El tango: un aspecto de la cultura argentina del siglo XX”– realizó estudios en el Lateinamerika-Institut, de Berlín. Posteriormente, volvió a Viena, donde enseñó hasta 1980, año en que se trasladó a Barcelona y donde se desempeña como traductor, corrector y lector para diversas editoriales. En 1988, 1989, 1990 y 1993 y 1997 fue becado en el Europäisches Übersetzer-Kollegium, Straelen, R.F.A. (Colegio Europeo de Traductores). Su inmensa bibliografía como traductor del alemán y del húngaro incluye títulos de Gyõrgy Honrad, Hans Lebert, Heimito von Doderer, Heinrich Böll, Imre Kertész, Karl Kraus, Karl Löwith, László Krasznahorkai, Paul Celan, Peter Altenberg, Thomas Bernhard, Elfriede Jelinek, Karl Kerényi , Hans Georg Gadamer Ingeborg Bachmann, Joseph Roth , Karl Jaspers, Hans Magnus Enzensberger, Theodor W. Adorno, Elias Canetti,Stefan Zweig y siguen las firmas. La siguiente entrevista con Pedro Donoso fue publicada el 27 de septiembre de 2006 en Deriva. Revista digital de literatura y cine.

Un intérprete del Este

–Supongo que las dificultades que te encuentras al traducir del húngaro, una de las lenguas más peculiares y complejas de Europa, junto al finlandés y al vasco, son enormes.
–Sí, es muy complejo porque tiene raíces no indoeuropeas y por lo tanto obedece a una estructura muy diferente. A lo largo de mi carrera, he traducido mucho más del alemán que del húngaro y me cuesta mucho menos. Sus estructuras son muy diferentes; no diría que más difíciles o más fáciles: simplemente diferentes lo que obliga a aplicarse mucho para desentrañar la estructura sintáctica y luego reproducirla en castellano.

–Octavio Paz señalaba que “por una parte, la traducción suprime las diferencias entre una lengua y otra, mientras por otra las revela más plenamente.” ¿Cómo cuantificas tú esta distancia o proximidad?
–Mi punto de partida es la obra, el texto. Mi tarea es aportar a esa obra una nueva lengua, en este caso, el castellano. En mi concepción, el original se está enriqueciendo a través de la aportación que le otorga la lengua que yo le doy. Pero de pronto, a través de una fidelidad absoluta, se permite que afloren en castellano matices que no están en el original. Lo mismo volverá a ocurrir en la siguiente traducción que se haga al francés, al italiano y a las restantes lenguas.

–El traductor es, en primera instancia, un lector. Pero también es un escritor. O un “reescritor”.
–Exacto. También hay un proceso de reescritura. Si no tienes esa concepción de estar escribiendo, estás perdido como traductor. Porque lo que traduces es la unidad, el texto entero, no sólo la palabra, la frase, el párrafo. Y hay que pensar que cada obra tiene que tener un ritmo, un aliento, un estilo, así como determinados matices que son propios de ese texto y no de otro. No puedo aproximarme de la misma forma a una obra de Kertész que a una de Bodor: son diferentes y hay que buscar un lenguaje. Todo ese proceso de aproximación no lo puedes hacer sino tienes una concepción de escritura.

–Tal vez esa es la gran proeza del traductor: que puede ser muchos escritores, no uno sólo. El mismo intérprete puede ser Borges, Cortazar, Macedonio Fernández, etc... Claro, también hay algo actoral, como de impostación de la voz.
–Sí claro, se puede pensar en el actor o en el intérprete de música. Tomamos la partitura y tenemos que hacerla sonar en otra lengua para mantenerla con vida.

–En su ensayo sobre la tarea del traductor, Walter Benjamin decía que la traducción enriquece más al original.
–Efectivamente. Soy un seguidor de Benjamin en muchas cosas, no sólo en lo que se refiere a la traducción, desde hace muchos años. Su idea era que a través de las traducciones se va completando el libro.

–Llega a decir hasta lo que no dice.
–Bueno, llega hasta el paraíso.

–¿Al paraíso?
–Sí, al paraíso. Cuando el libro está totalmente traducido a todas las lenguas posibles.

–¿Y eso existe?
–Existirá, quizás, sí. Esa idea del paraíso es fundamental. (pausa) Normalmente, los traductores de aquí de Barcelona organizamos algunas tertulias, charlas y conferencias. Una vez vino un catedrático catalán que nos habló de la traducción de La Odisea y de Homero en general. No sé si era una idea suya o algo que había leído, pero él decía que se puede escribir una historia de la literatura inglesa a través de las traducciones de Homero que ha habido a esa lengua. De hecho, cada época tenía su Homero. El acercamiento a la literatura en una época determinada se veía claramente en la correspondiente traducción de Homero. Y eso es lo que pasa: la traducción tiene ese elemento de historicidad.

Letras húngaras
Kovacsics es uno de los buenos conocedores de la literatura húngara, cuya valía continúa creciendo a medida que se conocen a algunos de sus escritores contemporáneos. Una serie de factores han ayudado a que este asombroso mundo literario salga de la oscuridad. Entre ellos, destaca Kovacsics, está la aparición de la obra de Sandor Marai “que se hizo conocida de golpe en forma casi masiva. También hay que considerar la presencia de Hungría en Frankfurt a finales de los 90, cuando fue el país invitado a la Feria.[] Y, luego, un tercer factor, es el premio Nóbel a Imre Kertész.” Y agrega: “Por otra parte está la labor concreta de traductores como Judit Xantus o como yo, que hemos estado detrás, años y años, hasta que fructificaron nuestros esfuerzos”

–Tal como alguna vez se habló del boom de la literatura sudamericana ¿se podría hablar de un boom de la literatura del Este? ¿Existen características comunes entre húngaros, checos, polacos, serbios, etc.?
–En cuanto más indagas, más singularizas y ves las individualidades de cada autor perfiladas con más claridad. Lo mismo ocurre con cada literatura nacional, como la literatura checa, la literatura polaca. Una vez me pidieron un artículo al respecto y lo titulé "Los verdaderos dueños de Occidente". ¿Por qué? Porque lo que sí caracteriza a estas literaturas del Este, polacas, checas, húngara, etc., es el hecho de tener las antenas dirigidas al más mínimo hecho que ocurra en Occidente, incluso en mayor grado que los propios occidentales. Todo esto lo absorben y producen luego lo propio. Y eso está presente en la literatura polaca y en la húngara ya en los años veine, desde comienzo de siglo, se puede decir.

–Sorprende la riqueza de la literatura húngara y su marginación.
–Lo que se podría señalar como punto en común en esta literatura que empieza a surgir a finales de los años sesenta son determinadas características literarias como la ruptura del relato lineal, la indagación en el yo, el tema de la memoria, etc. Estos elementos están muy presentes en todos estos autores. El tema de la familia, por otra parte, también reviste importancia. Todos ellos hablan de sí mismos, de su entorno más inmediato, rechazando así la literatura oficial, que correspondía a la literatura de la "sociedad", de las clases.

–Acaba de aparecer tu última traducción de Bodor, La visita del Arzobispo.
–Sí. La visita del arzobispo es en parte la continuación de El distrito de Sinistra. Aunque son novelas independientes de alguna manera es la continuidad del mismo mundo. Aquí también hay un elemento un tanto satírico porque el pueblo donde transcurre la novela está esperando la visita del arzobispo que no llega.
En la obra de Bodor la época estalinista está muy presente, aunque él crea un mundo en el que no hay referencias explícitas. Lo que él describe es cómo se vive dentro de una dictadura, cómo uno se acopla al sistema... incluso llega a hablar de la ‘dulzura’ de la dictadura. Es decir, hay algo que te ablanda, que te hace entregarte. Al mismo tiempo, es de una brutalidad enorme en la que todos participan.

–Por último, el otro autor que se puede nombrar es a Atila Bartis, que es bastante más joven. ¿Se nota un cambio generacional?
–Hasta donde conozco de Bartis, que es lo que he traducido, es decir su libro La calma (Ed. El Acantilado) es una obra que no se aparta mucho de los elementos más característicos de la literatura húngara, tal como aparecen en Esterhazy, Kertész, Konrad, etc. Es más joven, pero su indagación en el yo junto con la presencia de un núcleo familiar muy cerrado y de la reflexión sobre la época de la dictadura. De hecho, el personaje central es concebido durante la revolución de 1956. La madre, el padre pertenecen a la policía secreta... en fin, toda una historia muy oscura. Sobre todo, por la reflexión que se hace para entender qué es lo que ocurrió durante la época estalinista.

–Recuerdo que Krazsnahorkai comentaba en una conferencia que no tenía interés en tener personajes en sus novelas.
–Sí. Krasznahorkai es diferente. Él no comparte esta obsesión por el yo, aunque en su caso, podemos considerarlo una generación posterior. Lo que él describe no es tanto la época dictatorial como lo que ocurre actualmente a nivel espiritual: el derrumbamiento del humanismo y de la concepción del espíritu existente en una época clásica de las letras y de las artes, junto con toda la decadencia a nivel social y político. En la novela que está traducida y publicada –Melancolía de la resistencia– hay dos personajes centrales: un músico y un loco que deciden aliarse. Alrededor de ellos, o más bien en contra de ellos (porque ambos acaban perdidos), el mundo se viene abajo. Y qué es lo que queda: simple voluntad de poder y violencia, violencia callejera. Es una descripción más acorde con lo que está pasando ahora que con lo que ocurre en la época comunista. La novela fue originalmente publicada a mediados de los ochenta, en 1988 me parece, y el propio Krasznahorkai me dijo una vez: "el 11 de septiembre ya estaba anunciado en este libro".

–También has traducido la siguiente novela de Krazsnahorkai.
–Se va a publicar ahora. Tiene un largo título: Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río y trata de un monasterio en Japón que también se halla destruido y de un jardín muy concreto que se está buscando. El libro no tiene personajes humanos. El personaje central es un fantasma en busca de un jardín en este monasterio de finales del primer milenio. Así llega al Japón moderno. Lo que va encontrando en su camino es la destrucción de toda la cultura clásica que permitió la construcción de ese monasterio y de esa vida espiritual que entonces existía. Un encuentro con todo eso que ha desaparecido.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Recuerdo de un traductor (VII)


Hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez y, entre 1953 y 1967, esposa de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez es una de las más importantes y prolíficas traductoras argentinas de todos los tiempos. Su labor profesional comenzó en la Argentina en la década de 1940 y se extiende hasta hoy.

Entre muchos otros autores y sin respetar el orden de publicación, ha traducido a Rex Warner (El aeródromo), Charles Baudelaire (La Fanfarlo), Paul Valéry (Mi Fausto y Variedad I), Gore Vidal (Mesias), Lanza del Vasto (Judas), Simone de Beauvoir (La Vejez), Vladimir Nabokov (Palido Fuego), Antonina Vallentin (El Greco), Vassilis Vassilikos (Z), Paul Bowles (El cielo protector), Gustave Flaubert (Bouvard y Pecuchet), así como los cuatro tomos de El Cuarteto de Alejandria, de Lawrence Durrell, y alguno de los tomos de Los Thibauld, de Roger Martin Du Gard. Igualmente, tradujo la mayor parte de la obra teatral de J. B. Priestley, de Jean Cocteau, de Jean Anouilh, de Armand Salacrou, de Albert Camus y de Jean Paul Sartre, asi como la novela La Náusea y algunos de los ensayos más representativos de éste ultimo (Baudelaire, ¿Qué es la Literatura?) y buena parte de la obra de Italo Calvino (entre otros títulos, Las Cosmicómicas, El Castillo de los Destinos Cruzados, Las Ciudades Invisibles, Coleccion de Arena, Palomar, La gran bonanza de las Antillas, Seis propuestas para el próximo milenio, Por qué leer los clásicos).

domingo, 8 de noviembre de 2009

Manualidades


En sintonía con los sesudos debates sobre el castellano neutro, que tuvieron lugar en Buenos Aires durante la semana pasada, este blog vuelve sobre la cuestión, pero desde otra perspectiva. Así, en la entrada número 29 de la parte "Cuadros de una exposición", de su volumen Museo del chisme (Buenos Aires, Emecé, 2005), el escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky refiere la historia de una discusión entre Victoria Ocampo y Ricardo Baeza, cuya fuente proviene de un relato oral del escritor, crítico y traductor José Bianco, en su momento secretario de redacción de la revista Sur

Para acabar con la cuestión

A principios de los años 50, Victoria Ocampo decide publicar en Sur una traducción de The Mint, el relato autobiográfico de su admirado T.E. Lawrence, donde éste describe con crudeza la vida de cuartel de los piloto de la RAF.
Algunas obscenidades del texto la decide a publicar dos ediciones simultáneas del libro, para eludir la censura peronista: una levemente expurgada, de venta pública; otra completa, que se venderá por suscripción. Decide asumir ella misma la traducción, con la complicidad amistosa de Ricardo Baeza.
Una tarde de verano, en el jardín de Villa Ocampo en Mar del Plata, ambos traductores se enfrentan, cada uno ante su máquina de escribir, para resolver una cuestión espinosa.
En el libro se habla mucho de masturbación y Victoria quiere traducir "hacerse la paja". Baeza, siempre castizo, prefiere "hacerse la puñeta". Tras un intercambio de opiniones, Baeza esgrime un argumento que no puede sino ofender a su amiga: "puñeta" es más correcto porque deriva de puño, forma que adopta la mano del hombre en el acto de masturbarse. "Las mujeres también se masturban y al hacerlo su mano no adopta forma de puño", replica, airada, Victoria.
Continúa la discusión cada vez más áspera hasta qque la dueña de casa decide terminarla: "¡Basta! ¡Este libro sale en la Argentina y aquí nadie se haca la puñeta, en la Argentina todos se hacen la paja!".