Patricia Willson anuncia que, en el marco de las reuniones que realiza el SPET el martes 23 de noviembre a las 19 horas, en el Salón de Conferencias del IES en Lenguas Vivas (Carlos Pellegrini 1515 - Capital),
Alejandro Dujovne (foto) abordará el tema "La traducción como política cultural en el colectivo social judío argentino, 1919-1938"
Como es habitual, quienes confirmen su asistencia recibirán, en adjunto de correo electrónico, la lectura sugerida para este encuentro.
Alejandro Dujovne es Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Nacional de General Sarmiento - Instituto de Desarrollo Económico y Social), Magíster en Antropología (Universidad Nacional de Córdoba) y Licenciado en Ciencia Política (Universidad Católica de Córdoba). Es becario posdoctoral de CONICET. Es miembro del "Núcleo de Cultura Escrita, Mundo Impreso y Campo Intelectual" (CEMICI) de la Universidad Nacional de Córdoba y del "Núcleo de Estudios Judíos" del IDES. Es miembro de la mesa directiva de la Asociación de Estudios Judíos Latinoamericanos (LAJSA). Su tesis doctoral se titula "Impresiones del judaísmo. Una sociología histórica de la producción y circulación transnacional del libro en el colectivo social judío de Buenos Aires, 1919-1979". Sus áreas de interés son la historia y la sociología del mundo editorial y la historia judía moderna en general y la argentina en particular.
sábado, 20 de noviembre de 2010
viernes, 19 de noviembre de 2010
"Un texto no es solamente los lazos que teje con el título"
El sábado 13 de noviembre pasado, Ñ publicó una columna de opinión del novelista argentino Sergio Chejfec (foto) a propósito de la traducción al inglés de Glosa, una de las novelas de Juan José Saer, probablemente uno de los mayores escritores argentinos de todos los tiempos. Se reproduce a continuación.
Una experiencia de traducción
Los problemas de la traducción suelen verse asociados a los textos propiamente dichos. En este caso voy a referirme sólo a un título (Glosa) y a un autor (Juan José Saer). Muchas veces, los problemas de la traducción suelen dejar enseñanzas. En este caso creo que no las hay.
Estamos acostumbrados a que los títulos de los libros funcionen como emblemas de significado. No sólo hacia afuera, cuando se trata de obras muy conocidas y el título puede reemplazar con mayor eficacia el nombre del autor, sino sobre todo hacia adentro, cuando organiza relaciones internas de la obra como si fuera un núcleo irradiador de significados. Por lo demás, hay autores que eligen títulos inmediatamente asociados al protagonista o a un elemento central de la historia, por ejemplo Marta Riquelme o Los suicidas, y hay otros que los conciben como metáforas o emblemas figurados de la historia (El desperdicio, Donde yo no estaba). En cualquier caso, el título puede establecer distintas formas de vínculo con el texto que representa, pero nunca deja de ser un nombre, el nombre de la obra, al igual que la denominación de una moneda.
Esa relación entre nombre y obra es tan unívoca que admite cambios en una sola dirección. Solamente una extravagante trayectoria como la de los textos de Kafka puede mostrar deslizamientos que van de América a El desaparecido, pasando por El fogonero. Los títulos de Macedonio Fernández, algunos de ellos oscilantes entre la conjunción y la disyunción, aun así se ajustan a la norma. En general estamos ante el misterio de que el texto puede cambiar, incluso la historia, pero jamás el título. Pensemos en la cantidad de correcciones o agregados a los que se someten las obras, operaciones leves o drásticas que sin embargo nunca apelan a un cambio de título. El título precisa quedar porque más que al texto, da nombre a la secuencia de lecturas de ese texto, y porque los lazos fijados entre nombre e historia forman parte de la obra.
Todo esto viene a cuento porque acaba de aparecer la traducción inglesa de Glosa, la novela de Juan José Saer. El libro ha sido sometido a un cambio de título en cierto modo tan radical, que invita a imaginar, como si fuera un juego de crítica ficción, el impacto del nuevo nombre en la lectura de la novela. La edición de Open Letter (Rochester , EE.UU., 2010) se titula The Sixty-Five Years of Washington . Como el lector recuerda, la fiesta del 65º cumpleaños del poeta Jorge Washington Noriega, llamado Washington por los amigos, es un evento destacado de la historia. El cumpleaños desata sentimientos contradictorios en dos personas que se han encontrado de casualidad en el centro de la ciudad de Santa Fe y se han puesto a caminar. Ellos son Leto, que no ha sido invitado a la fiesta, y el Matemático, que no ha asistido porque entonces no estaba en la ciudad. El Matemático se ha encontrado con alguien que le ha dado detalles del cumpleaños y entre otras cosas, mientras ambos caminan, se los refiere a Leto, quien agrega elementos provenientes de comentarios recibidos por su lado.
Entre los títulos de Saer, Glosa, en tanto tal, es de los que más explícitamente apunta tanto al principio compositivo de una novela en la que nada queda sin explicación, como a la operación de desarrollar, ampliar, variar, explicar una serie de nudos existenciales y dramáticos de los protagonistas. Como El limonero real, el título Glosa representa y denota distintos aspectos y jerarquías de la novela que nombra. Pero si por un momento imaginamos el título Los sesenta y cinco años de Washington para esa novela, sentimos que se disuelve ese curioso igualitarismo entre los elementos y aspectos de la narración, desde los mundanos a los políticos, que la neutralidad aparente de la operación retórica incluida en la palabra “glosa” estipulaba.
Pero acaso lo sentimos porque estamos acostumbrados a ello. Por suerte un texto no es solamente los lazos que teje con el título. Según los editores de Open Letter, “Gloss” habría sido una elección inadecuada. La palabra alude en primer lugar al brillo o lustre sobre una superficie, o a una apariencia atractiva, y de modo restrictivamente literario alude a la idea de glosa como en castellano. ¿Leeríamos de otra manera Glosa si se llamara Los sesenta y cinco años de Washington (o, peor, El 65° cumpleaños de Washington)? Probablemente no, pero se perdería el efecto elegíaco que una palabra como glosa brinda en la circunstancia del texto.
Es difícil saber cómo se leerá The Sixty-Five Years of Washington, pero casi seguro que en las librerías el título va a producir un primer momento de curiosidad, porque la mera alusión bastará para ubicar la novela en la red de combinaciones letradas e históricas, apócrifas o reales, en la que a veces las novelas contemporáneas se apoyan para tramar sus historias. (Y si ello ocurre, aunque pasajera, será una impresión instalada en las antípodas de las premisas literarias de Saer.)
Sin embargo, no me parece que la decisión de los editores haya sido desacertada. Al contrario, creo que tiene el mérito de someter al texto a una suerte de actualización cultural a través del nuevo título. Pero sobre todo me interesa ver el tipo de trances al que se pliega un objeto cuando es traducido, como si quedara huérfano y como reparación debiera volver a nacer.
No puedo dejar de vincular esto con otra “experiencia de traducción” relacionada con este autor. Unas semanas atrás, un domingo a la mañana tres amigos nos internamos en el cementerio de Père Lachaise, en París, a la búsqueda de la lápida de Saer. La única información que teníamos era que estaba en el Crematorium, o sea en los nichos, probablemente en el segundo nivel. Al llegar al lugar pensamos que sería imposible dar con la lápida, pero con paciencia la encontramos. Nada llama la atención en la placa de Saer, completamente igual a las demás en tamaño, y de color negro como muchas otras. Nada llama la atención excepto un detalle, una suerte de afrancesamiento del nombre. En la superficie puede leerse: Juan-José Saer (y abajo:) 1937-2005.
Puede pensarse que el guión es un detalle menor. Probablemente lo sea, al fin de cuentas no en vano Saer pasó en Francia más de la mitad de sus años. Pero son esos detalles los reveladores del comercio incierto con lo extranjero. Volvemos al punto del título del libro. Trasladando las dudas respecto de Glosa y Washington: ¿se lee distinto a Saer cuando sus dos nombres aparecen enlazados por un guión?
Uno sabe, se supone, cómo llega a una lengua. Pero no sabe cómo se quedará en ella.
jueves, 18 de noviembre de 2010
"Cada libro traducido es una conquista"
Como tal vez muchos ya sepan, los inconvenientes surgidos por el traspaso de los vuelos del Aeroparque Metropolitano al Aeropuerto Internacional de Ezeiza, a los que se suman una huelga de Aerolíneas Argentinas y Austral, y otra de LAN, se cobraron muchas víctimas. Entre ellas, un grupo de ponentes argentinos del Coloquio Internacional «Escrituras de la traducción hispánica», los días 5, 6 y 7 de noviembre pasados. Uno de los damnificados fue, justamente, Jorge Aulicino, quien ha ofrecido gentilmente la que iba a ser su ponencia para la publicación en este blog.
¿Una conquista de qué, y, sobre todo,
de quién y a costa de quién?
Pensaba decir, en la mesa que se me había asignado en el coloquio sobre traducción de Bariloche*, algo sobre la traducción en general, para pasar luego a lo específico de la traducción de poesía, que era para lo que se me había convocado.
Sabrán que hay problemas en el aeropuerto de Ezeiza. Con otros colegas, no pude viajar a Bariloche.
Resumo pues, para el Club de Traductores Literarios, uno de los organizadores del encuentro, aquellas
ideas, enriquecidas por la azarosa visita a una estación aérea de la que salí como había entrado: sin viajar.
Esto me ocurrió sólo una vez, anteriormente, cuando me equivoqué en la fecha de un viaje. Deja una rara sensación: la de regresar desde ninguna parte. Tal debe ser la sensación de un traductor que no logra su cometido, cual es ir a otra lengua y volver con un cargamento que pueda ordenarse y pueda reproducir por cualquier medio, la palabra preferentemente, la riqueza del viaje ante eventuales interlocutores.
¿Por qué necesitamos narrar los viajes, así sea mínimamente? Creo que por la misma razón que necesitamos traducir. Y esa razón es un claroscuro que no es mi propósito hacer más claro que oscuro en esta ocasión.
Iba a decir, allá: Ezra Pound atribuye al papa Nicolás V, fundador de la Biblioteca Vaticana , la frase: Cada libro traducido [del griego, debe entenderse] es una conquista.
No llevaba una respuesta, sino simplemente una pregunta al respecto: ¿una conquista de qué, y, sobre todo, de quién y a costa de quién?
El papa no pensaba, seguramente, en la conquista que implica el cese de la posesión que alguien detenta, a favor de otro, que pasa a ser el nuevo poseedor. En una palabra, no podía estar pensando en una conquista en términos militares. Esto es así, porque de lo que hablaba era de la traducción, operación que consiste en reproducir, no en suprimir.
Pero como fuera que Nicolás pensase, lo cierto es que la operación de traducir del griego que realizaron los pueblos de habla latina, y ya, en tiempos de Nicolás, romance, lo que implicaba era ganar para la causa de la cristiandad el pensamiento y el arte de los griegos antiguos, en procura de la fusión de aquel pensamiento y aquel arte con la doctrina cristiana, para lo cual era preciso no sólo comprenderlos conceptualmente en la lengua culta de Europa, y en sus lenguas romances (no estoy seguro si esto último lo consideraba o no el Papa), sino, principalmente, que sonara en la lengua propia, con las inflexiones y los significados de la lengua propia. Deberíamos entonces –supongo que esta es la idea– pensar y recrear un original en la lengua que representa el mundo para nosotros, para los receptores de las ideas y del arte trasvasados desde la otra lengua.
En esto hay sin duda apropiación, aunque no hay despojo: el objeto conquistado es otro objeto. El original sigue perteneciendo a la lengua que lo produjo.
Para los tiempos de Nicolás V–siglo XV– no existía, claro está, el Imperio Romano de Occidente, y el de Oriente no tardaría en caer. Este hecho opacó el reinado del papa renacentista. Él mismo lo sintió como un golpe a la cristiandad. Y era el cristianismo, en efecto, el imperio que sobrevivía al romano en occidente y parte de oriente: un imperio espiritual. Su poder, por cruel que fuese, por espurio que resultase, tenía su base en el espíritu, no en la expansión territorial. Los misioneros solían llegar junto con los invasores, pero a veces también antes. Y su objeto eran las almas. Así pues, el proyecto de Tommaso Parentucelli, tal el nombre de Nicolás V, no era el de arrebatarle la cultura al enemigo, que para entonces eran los turcos, sino el de fructificar el legado de una civilización extinta. La magnífica operación milenaria de la Iglesia , que asentaba su poder en lo inmaterial, por materiales que fueran sus riquezas y su poder, no dejó de admirar en el siglo pasado a Antonio Gramsci, quien anotó, conjeturó tal vez, que la simple enseñanza del latín en las escuelas podía ser suficiente para dotar a la educación de los ciudadanos del nuestra era de una noción mínima de historicidad.
Hay un debate que aparece cada tanto en el blog del Club de Traductores. Ese debate se refiere a si los americanos debemos traducir según el habla de los españoles del centro de España o según la de cada pueblo americano. Ante este debate interno, que afecta o refiere a los hablantes del español, se alza el escepticismo de quienes ven la inevitable conversión del inglés en la lengua franca mundial. Frente a tal predicción, se convierte en inútil no ya la discusión de qué variante del español debe usarse en las traducciones, tanto como en el contacto directo de los hablantes de las distintas regiones del español, sino el sentido mismo de traducir al español.
Respondo lo siguiente: tal vez no tiene sentido, pues no se ve cuál es el objeto, la traducción concebida como reproducción de un mundo en otro, pero inevitablemente éste es su propósito. No hay ningún otro sentido en la traducción. No porque sea meritorio mantener nuestro mundo vivo -y enriquecido con los ajenos-, sino porque no ha otra forma de entendernos que no sea la de referir al mundo lingüístico que conocemos. Mundo lingüístico que a la vez es nuestro mundo cultural, nuestro mundo real. Deviene pues en una conquista que cada mundo de un mundo ajeno pueda sostenerse en el nuestro propio.
Así pues, no es inútil la discusión entre españoles –en sentido idiomático–, y es menos inútil reconocer lo que tenemos en común, entre nosotros y con todos los hablantes de lenguas latinas.
Es con esta idea de lo común en todos que debería traducirse, en mi opinión, la literatura en general y la poesía en particular. Esto excede la discusión acerca del uso del tú o el voseo, por ejemplo. Nuestros mundos españoles son mundos de raíces y brotes. De raíces tanto latinas como específicamente hispanas; y de ramas regionales, entendiendo como tales las que han brotado en la propia España. Creo que algunas fuertes ramas deben prevalecer en la traducción, pero la mirada debe dirigirse a las raíces principalmente, en las lenguas de origen común, aunque tal vez en todas.
Iba a referirme, a continuación, a la lección que me va dejando la traducción de la Divina Comedia. Tiene que ver precisamente con la elección de la vía de la raíz común; arcana y rica senda.
Debo aclarar entonces que la traducción de la poesía moderna requeriría otras consideraciones, pero el hecho de que esté trabajando, de manera un tanto descabellada, ese antiguo y tantas veces traducido texto me lleva a tener en cuenta, antes que los problemas de los tropos, el problema general del léxico y la sintaxis. Dejo de lado la cuestión de las formas rítmicas: es el motivo de una discusión mucho más ardua, a veces demasiado específica, que ha sido desplegada últimamente en la Argentina en numerosos artículos, algunos de ellos publicados en El verso libre, de Ediciones del Dock. Diré brevemente: la Comedia , como todo el mundo sabe, fue escrita en tercetos endecasílabos, compuestos según el esquema de que el verso segundo de cada uno rima con el primero y el tercero del terceto siguiente. Esto produce una sensación de tejido molecular, en el que cada unidad realiza una especie de división del núcleo para generar la célula siguiente, imaginando que el verso segundo, centro del terceto, deviene en las paredes o revestimiento del que le sigue, cuyo núcleo se dividirá a su vez; y así hasta el cuarteto final, cuyo último verso rima directamente con el segundo, en una especie de célula de doble núcleo. Esto no es posible sostenerlo en castellano sino a expensas de la literalidad, o de la aproximada literalidad, que debería pretenderse de cada obra traducida. Es el camino que eligieron el conde de Cheste, Bartolomé Mitre y Angel Crespo. Yo no he elegido ése, sino el de la proximidad sonora, basada en el núcleo vocal de las sílabas finales, pero solo en los casos en que tal propósito no disputa severamente con el sentido. Y tales casos, afortunadamente, son numerosos.
Por lo demás, fui descubriendo que la amplitud de significado del lenguaje de Dante permitía equivalentes españoles, sobre todo en los casos en que se puede observar la raíz común de las dos lenguas y el particular uso que hacía de ella el autor, a veces insólito, tanto en su traducción como en el original.
Por ejemplo, en el Decimotercer Canto del Infierno no necesité traducir las palabras fosco, rea y prédica. En el caso de reo, que Dante usa en el sentido de malvado y de condenado, aceptables para la Academia Española , me pareció además que la resonancia en el ámbito argentino era asimismo válida. En otros casos, no alteré, creo, el sentido, traduciendo literalmente daños, por cuanto Dante usa el término como seguro equivalente de males. Dante conjuga en toscano el verbo enviscar, en desuso en español en su sentido figurado de demorarse, entretenerse ("colgarse", diríamos hoy en la Argentina ), tanto como lo es hoy en italiano, de suerte que me incliné a mantener cierta familiaridad entre los dos idiomas, y cierta –igual– impresión de anacronismo.
Apropiarse, conquistar un poema. Conquistar Dante, pero ¿cómo, sino a través de lo que de por sí tiene aún de común con nosotros, con nuestra parla, con nuestra pavura, con nuestra vida rea contemporánea?
* Coloquio Internacional «Escrituras de la traducción hispánica», 5 al 7 de noviembre del 2010, San Carlos de Bariloche (Argentina), organizado por la Universidad de Río Negro, la Universidad Austral de Chile, el Seminario Permanente de Estudios de Traducción, el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, Traducción Ibérica y Americana, Embajada de España y Centro Cultural de España.
miércoles, 17 de noviembre de 2010
¿Qué le habría dicho al editor impertinente la inspectora Jane Tennyson?
La filóloga y traductora española Carmen Montes publicó la siguiente columna en El Trujamán del 20 de octubre pasado, y en ella pone el dedo en la llaga porque reflexiona sobre el poco respeto que muchos editores manifiestan por el trabajo de los traductores.
El desprecio
Uno se dedica a esto, a traducir, porque le tiene respeto a la lengua y a la palabra escrita, entre otras razones. Uno se siente, y motivos no le faltan, orgulloso de ser traductor. Uno respeta al autor, sea o no santo de su devoción, y traduce lo que el autor, en su calidad de creador, ha elegido decir tal y como ha tenido a bien expresarlo. Allá él, piensa uno a veces…
Como traductor profesional, uno recibe un encargo y –obviamente– lo acepta. Y se pone manos a la obra. La obra, por cierto, tiene un estilo muy particular: lacónico, elíptico, de vacíos, casi poético. Plagado de metáforas insólitas más o menos afortunadas, pero que responden al deseo expreso (o sea, «expreso») del autor. Y uno fuerza la musculatura de su lengua hasta el límite permitido para, satisfaciendo todas las fidelidades que se le exigen como traductor, entregar al lector una versión digna y ajustada a la realidad del texto de ese autor.
Uno termina el trabajo, lo revisa, lo entrega.
Y la vida sigue, es decir, sigue la traducción y uno aborda la novela siguiente.
Pasan los meses y llegan las galeradas. Las galeradas del libro anterior, aquella novela de estilo parco y denso lleno de tropos peculiares que uno ha respetado casi como un esclavo. Uno empieza a leer, pero no reconoce el texto del autor. No reconoce su propio texto. O lo reconoce sólo parcialmente.
Entonces uno se pone nervioso, se revuelve en la silla, frunce el ceño, resopla presa del más amargo pálpito, recorre las páginas con la vista. Sí, no cabe duda, donde antes decía «Como si todo esto fuese un asado, una masa de hacer pan, un hombre viejo y cansado», ahora dice «Como cuando los niños juegan al escondite». Los policías no pueden sudar cuando suben las escaleras a pie –le dicen a uno–. Es raro. Y uno lee anotada en rojo la propuesta de suprimir esa frase. Y el refresco sueco Cuba-Cola pasa a ser un cubalibre tomado a deshoras y, además, en lugar y compañía imposibles en la sociedad en que se desarrolla la novela.
Uno se pregunta, y pregunta a qué se debe el cambio porque, claro, ¿no es el autor dueño y señor de sus personajes y de su sudor, y puede, si así lo considera oportuno, hacer que suden cuando suben las escaleras? Máxime cuando fuera están a cuarenta bajo cero y dentro, donde las escaleras, hay calefacción. Pero no es un cambio, no, es la versión del traductor alemán. El traductor alemán, le explican a uno, ha suprimido esa frase. Él es el canon.
Uno discute y rebate las alteraciones. Explica que no pueden ascender al protagonista –que es inspector– a comisario. Uno expone los problemas que ese cambio ocasiona en la novela y los que puede ocasionar en las siguientes. Uno no habla de la falta de rigor. Consigue, o eso cree, hacer valer cada una de sus elecciones.
Entrega las galeradas e intenta olvidar.
Hasta que recibe el catálogo de la editorial y lee con estupor en la portada de la novela lacónica y peculiar: «el comisario más sagaz, sensible e intuitivo de toda Escandinavia».
Puede que existan otras formas de humillar a los profesionales de la traducción, pero uno diría que están en ésa.
Etiquetas:
Carmen Montes,
Editores y correctores,
Traductores españoles
martes, 16 de noviembre de 2010
¿Será cierto eso de que el que le roba a un ladrón, etc.?
Maximiliano Tomas es el director del suplemento de cultura del diario Perfil. En la edición del 14 de noviembre pasado, publicó una columna de opinión, en la cual pasa revista a la incautación de ejemplares piratas de libros de éxito, ocurrida la semana pasada en Buenos Aires y sus alrededores, hecho a partir del cual reflexiona sobre distintas cuestiones que hacen al mercado editorial.
A la incertidumbre que genera en los actores de la industria editorial el avance (lento, pero sostenido) del libro electrónico, se suma ahora el desembarco masivo en la Argentina de la piratería. Hace una semana, por una denuncia de los grandes grupos (Planeta, Sudamericana, Santillana y Urano), la Gendarmería Nacional incautó, en seis allanamientos, unos 130 mil ejemplares valuados, según declaraba un comunicado, en 11 millones de pesos. La lista de los títulos ilegales encontrados incluía ejemplares de Ari Paluch, Luis Majul, Felipe Pigna, Isabel Allende, Paulo Coelho, Bernardo Stamateas y Stephanie Meyer, entre otros, y es reveladora en varios sentidos. Para empezar, demuestra que una práctica extendida en buena parte de América latina (la revista Etiqueta Negra publicó hace un tiempo un largo artículo de Daniel Alarcón donde se mostraba que en Perú la industria del libro es, básicamente, ilegal, y que supera varias veces el volumen del negocio oficial) ya ha llegado a la Argentina. Y también evidencia que son esos autores y esos títulos (libros de autoayuda, de investigación periodística y de divulgación histórica), al ser los elegidos para fabricar copias piratas, los que sostienen con sus ventas toda la industria, incluidos los pocos libros que, para cualquier lector de paladar más o menos refinado, vale la pena comprar y leer.
¿Cuáles serán los motivos para que la piratería (territorio hasta ahora exclusivo de la música y el cine) haya llegado finalmente a los libros? No debe existir uno solo, pero pueden esbozarse algunos más o menos evidentes. Sabemos desde hace tiempo que el objeto libro ha perdido, salvo para los fetichistas, su aura, y que se produce y consume como cualquier otra mercadería. Fabricado en serie, sin que existan casi filtros rectores (¿y dónde están los editores?), actualmente se imprime y encuaderna casi cualquier cosa: desde dietas y recetas de cocina hasta los delirios autobiográficos de las celebridades de tercera categoría. ¿Por qué? Porque los márgenes de rentabilidad son los que mandan, y porque producir libros sigue siendo relativamente sencillo y barato. Otra variable es que el libro, como producto final, deja hoy bastante que desear: al ahorrar costos en diseño, en impresión, en papel y cartulina de tapa, los resultados son cada vez menos atractivos, y las diferencias entre original y copia se vuelven relativas. Y, finalmente, está el factor precio: por algún extraño motivo, en los últimos tres años el costo al público se ha duplicado y hasta triplicado (hoy es difícil encontrar títulos por debajo de la barrera de los 60 pesos), convirtiendo al libro casi en un objeto suntuario.
Suele decirse que por cada depósito de mercadería ilegal encontrada existen otras tantas que permanecen a salvo. ¿Qué hará la industria editorial para frenar el avance de la piratería? Tal vez invertir en valor agregado, es decir, en fabricar mejores libros (con material más noble, como hicieron en su momento las discográficas), sea una alternativa. Editar menos lectura reciclable y apostar por títulos de calidad podría ser otra. Pero lo principal será discutir una política de precios. O los libros vuelven a estar en línea con el poder adquisitivo de la sociedad, o las editoriales deberán, como en España, diseñar colecciones de bolsillo donde ofrecer los mismos títulos a la mitad de precio. De otra manera, será la misma industria la que terminará por cavarse su propia tumba.
El libro y sus cambios posibles
A la incertidumbre que genera en los actores de la industria editorial el avance (lento, pero sostenido) del libro electrónico, se suma ahora el desembarco masivo en la Argentina de la piratería. Hace una semana, por una denuncia de los grandes grupos (Planeta, Sudamericana, Santillana y Urano), la Gendarmería Nacional incautó, en seis allanamientos, unos 130 mil ejemplares valuados, según declaraba un comunicado, en 11 millones de pesos. La lista de los títulos ilegales encontrados incluía ejemplares de Ari Paluch, Luis Majul, Felipe Pigna, Isabel Allende, Paulo Coelho, Bernardo Stamateas y Stephanie Meyer, entre otros, y es reveladora en varios sentidos. Para empezar, demuestra que una práctica extendida en buena parte de América latina (la revista Etiqueta Negra publicó hace un tiempo un largo artículo de Daniel Alarcón donde se mostraba que en Perú la industria del libro es, básicamente, ilegal, y que supera varias veces el volumen del negocio oficial) ya ha llegado a la Argentina. Y también evidencia que son esos autores y esos títulos (libros de autoayuda, de investigación periodística y de divulgación histórica), al ser los elegidos para fabricar copias piratas, los que sostienen con sus ventas toda la industria, incluidos los pocos libros que, para cualquier lector de paladar más o menos refinado, vale la pena comprar y leer.
¿Cuáles serán los motivos para que la piratería (territorio hasta ahora exclusivo de la música y el cine) haya llegado finalmente a los libros? No debe existir uno solo, pero pueden esbozarse algunos más o menos evidentes. Sabemos desde hace tiempo que el objeto libro ha perdido, salvo para los fetichistas, su aura, y que se produce y consume como cualquier otra mercadería. Fabricado en serie, sin que existan casi filtros rectores (¿y dónde están los editores?), actualmente se imprime y encuaderna casi cualquier cosa: desde dietas y recetas de cocina hasta los delirios autobiográficos de las celebridades de tercera categoría. ¿Por qué? Porque los márgenes de rentabilidad son los que mandan, y porque producir libros sigue siendo relativamente sencillo y barato. Otra variable es que el libro, como producto final, deja hoy bastante que desear: al ahorrar costos en diseño, en impresión, en papel y cartulina de tapa, los resultados son cada vez menos atractivos, y las diferencias entre original y copia se vuelven relativas. Y, finalmente, está el factor precio: por algún extraño motivo, en los últimos tres años el costo al público se ha duplicado y hasta triplicado (hoy es difícil encontrar títulos por debajo de la barrera de los 60 pesos), convirtiendo al libro casi en un objeto suntuario.
Suele decirse que por cada depósito de mercadería ilegal encontrada existen otras tantas que permanecen a salvo. ¿Qué hará la industria editorial para frenar el avance de la piratería? Tal vez invertir en valor agregado, es decir, en fabricar mejores libros (con material más noble, como hicieron en su momento las discográficas), sea una alternativa. Editar menos lectura reciclable y apostar por títulos de calidad podría ser otra. Pero lo principal será discutir una política de precios. O los libros vuelven a estar en línea con el poder adquisitivo de la sociedad, o las editoriales deberán, como en España, diseñar colecciones de bolsillo donde ofrecer los mismos títulos a la mitad de precio. De otra manera, será la misma industria la que terminará por cavarse su propia tumba.
Etiquetas:
Editores y correctores,
Maximiliano Tomas
lunes, 15 de noviembre de 2010
"Seguimos traduciendo con pesar y no con alegría"
El poeta, narrador y traductor mexicano Fabio Morábito, reciente visitante del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, firma mensualmente una columna de la revista Ñ. La del sábado 13 de noviembre pasado trata sobre la traducción de poesía.
Siempre me han molestado los libros de poemas en edición bilingüe, sobre todo los que llevan el texto original a un costado. Gozan de un falso prestigio, el del rigor comparativo, y lo único que hacen es estorbar la lectura, convirtiéndonos en improvisados filológos, cuando sólo queremos leer poesía. Para los que quieren echar un vistazo a los poemas en lengua original, éstos deberían ir al final del libro, en letra pequeña por añadidura, y dejar en paz a la pobre traducción, que sólo pide respirar a sus anchas. Con los poemas originales a un lado se crea un tipo de lectura estrábica: ni se disfruta la traducción, porque se la mira como una especie de copia mal lograda, ni se penetra en los originales, que la mayoría de los lectores no puede leer (pues si pudiera hacerlo no necesitaría de la traducción). No sé otros, pero cuando leo un libro de poesía me gusta sentir que el poema que estoy leyendo está acompañado por el que lo precede, y con frecuencia interrumpo la lectura del nuevo poema para releer el anterior. La lectura, en vez de algo lineal, se va haciendo a base de avances y retrocesos, de contaminaciones entre los poemas, de mezclas e interrupciones que dan vida a una conversación apretada. Por esta razón, leer un libro de poemas es muy distinto a leer una antología de poemas, donde los nexos entre un poema y otro han sido cortados por el antologador. Pero esta conversación subterránea, que el autor ha construido ponderando cuidadosamente el lugar de cada poema en el libro, se ve todavía más neutralizada, por no decir estropeada, en las ediciones bilingües que traen la traducción a un costado, donde los originales se interponen como gendarmes entre un poema y otro, arrojando sobre la traducción una sombra de sospecha, parecida a la de un reo en libertad condicional. Por eso, pese a la cantidad estratosférica de traducciones que existen, seguimos traduciendo con pesar y no con alegría, como quien aplica una prótesis, un remedio extremo a un mal incurable, y no con la emoción de una segunda chance, de un recomienzo.
Elogio de la traducción
Siempre me han molestado los libros de poemas en edición bilingüe, sobre todo los que llevan el texto original a un costado. Gozan de un falso prestigio, el del rigor comparativo, y lo único que hacen es estorbar la lectura, convirtiéndonos en improvisados filológos, cuando sólo queremos leer poesía. Para los que quieren echar un vistazo a los poemas en lengua original, éstos deberían ir al final del libro, en letra pequeña por añadidura, y dejar en paz a la pobre traducción, que sólo pide respirar a sus anchas. Con los poemas originales a un lado se crea un tipo de lectura estrábica: ni se disfruta la traducción, porque se la mira como una especie de copia mal lograda, ni se penetra en los originales, que la mayoría de los lectores no puede leer (pues si pudiera hacerlo no necesitaría de la traducción). No sé otros, pero cuando leo un libro de poesía me gusta sentir que el poema que estoy leyendo está acompañado por el que lo precede, y con frecuencia interrumpo la lectura del nuevo poema para releer el anterior. La lectura, en vez de algo lineal, se va haciendo a base de avances y retrocesos, de contaminaciones entre los poemas, de mezclas e interrupciones que dan vida a una conversación apretada. Por esta razón, leer un libro de poemas es muy distinto a leer una antología de poemas, donde los nexos entre un poema y otro han sido cortados por el antologador. Pero esta conversación subterránea, que el autor ha construido ponderando cuidadosamente el lugar de cada poema en el libro, se ve todavía más neutralizada, por no decir estropeada, en las ediciones bilingües que traen la traducción a un costado, donde los originales se interponen como gendarmes entre un poema y otro, arrojando sobre la traducción una sombra de sospecha, parecida a la de un reo en libertad condicional. Por eso, pese a la cantidad estratosférica de traducciones que existen, seguimos traduciendo con pesar y no con alegría, como quien aplica una prótesis, un remedio extremo a un mal incurable, y no con la emoción de una segunda chance, de un recomienzo.
Etiquetas:
Fabio Morábito,
Traducción de poesía,
Traductores mexicanos
domingo, 14 de noviembre de 2010
¡Cagamos! ¡Los best-seller ahora vienen digitales! ¡Habrá que leer libros serios!
Con firma de Ricardo Braginski, Clarín del 11 de noviembre pasado señala que en la Argentina ya comienza a verse libros electrónicos. No está claro si se trata de una buena noticia, sobre todo porque por ahí anda Libranda con su tufo a beneficio rápido y poca imaginación.
Los libros electrónicos
empiezan a llegar al país
Las vacaciones están cada vez más cerca. Las familias empiezan a definir cómo serán esos días de descanso: si irán de viaje y a dónde, con quién, en qué viajarán y, un clásico: qué libros llevarán.
Quienes demoran largos días en decidir los libros para el viaje, quizás éste sea el año de probar con un libro electrónico. Un pequeño aparato –del tamaño y peso de un solo ejemplar– donde pueden cargar miles de títulos.
Los libros electrónicos están llegando al mercado de consumo masivo argentino. Este año desembarcó el iPad, que incluye una aplicación de "e-book". Este dispositivo cuesta desde $3.400 a $5.500, según la capacidad de almacenamiento y si dispone de conexión 3G. Y ahora se vienen los que traen tecnología e-ink ("tinta electrónica"), que están especialmente pensados y construidos para la lectura digital.
Con esta tecnología, la pantalla de los libros electrónicos se ven exactamente igual a que si fueran de papel. Tiene tres grandes ventajas con respecto al LCD, la tecnología con la que están hechas las pantallas tradicionales de las computadoras y las tabletas.
Con la tinta electrónica se puede leer en cualquier condición lumínica, inclusive al sol, algo que es imposible con LCD. Consume poca energía, por lo cual la batería dura más tiempo. Y cansa menos la vista.
El dispositivo Kindle, de la librería estadounidense Amazon, fue el que popularizó este tipo de libros electrónicos. A partir de su enorme éxito de ventas, distintas empresas salieron a competir con otros similares, con la misma tecnología. Uno de ellos es el Papyre, de la empresa española Grammata, que acaba de aterrizar en nuestro país. "Nuestros dispositivos estarán a la venta este mismo mes en las grandes cadenas minoristas", le aseguró a Clarín Sergio Vázquez, gerente general de la empresa. El precio de estos equipo va desde los $1.200 hasta los $2.500.
El Kindle también se puede comprar aquí, pero hay que hacerlo a través del sitio de Amazon, que envía el dispositivo a todo el mundo. El precio de venta online de este equipo parte de los 139 dólares, pero hay que sumarle los gastos de envío y de aduana.
¿Qué libros se pueden leer en este tipo de dispositivo? La respuesta depende de la marca y el modelo de distribución de contenidos que hayan elegido. Quien compre un Kindle sólo podrá leer títulos vendidos por esa librería, muchos de ellos son en español. Las obras se bajan de Internet, pero los archivos son específicos para ese dispositivo.
Los Papyere, en cambio, leen cualquier tipo de archivos. Los dispositivos ya vienen cargados con 600 textos clásicos (no tienen derecho de autor). Pero seguramente no son los que uno elegiría para las vacaciones.
"A partir de enero se podrán comprar prácticamente todos los títulos en castellano, que distribuirán las grandes editoriales de España que se unieron en Libranda y Publidisa –dice Vázquez–. Esos libros ya están a la venta por Internet pero ahora tienen un bloqueo por región y entonces no se pueden adquirir desde nuestro país. Las editoriales se comprometieron a quitar el bloqueo a partir de enero."
En la Web se consiguen muchos títulos, en distinto formato, aunque sin los derechos correspondientes.
Más que un libro
Los e-books con tecnología de tinta electrónica vienen con distintas formas. Casi todos se conectan a Internet a través de Wi Fi o 3G, vienen con un navegador web, reproductor de música, de videos y de imágenes.
El más curioso es el modelo Alex, que combina la pantalla de tinta electrónica arriba con otra más pequeña, LCD, abajo. La pantalla LCD muestra el contenido de un pequeño dispositivo cargado con el sistema operativo para smartphones Android, de Google. Allí uno puede tener cualquier aplicación propia de este sistema, todas conectadas a Internet. La aplicación Biblioteca –que ya viene cargado de fábrica—es la que maneja todos los libros que uno tiene cargado en el dispositivo.
Esta semana la empresa china Hanvon presentó el primer dispositivo de tinta electrónica color. Aunque el color no es de lo más nítido, marca una fuerte tendencia que promete revolucionar el mercado de los libros electrónicos, dando la posibilidad de editar desde libros de ilustración hasta todo tipo de revistas.
Mientras, los principales laboratorios del mundo trabajan en la futura tecnología de lectura electrónica. Lo que viene son dispositivos con tinta color mucho más nítida, que sean capaces de mostrar contenido multimedia (videos y animaciones). Desde el punto de vista de los títulos, se esperan libros especialmente pensados para estos dispositivos, cuyo contenido puedan enriquecerse a través de redes sociales especialmente creadas para este fin.
Pero esto es el futuro. Por ahora, sólo queda decidir si éste es el momento adecuado para iniciar el camino hacia la lectura electrónica. O mejor esperar a próximas vacaciones, cuando el mercado esté más consolidado.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)