viernes, 15 de octubre de 2021
Los mugrosos del Grupo Planeta se hacen publicidad con una módica inversión, mientras no cambian la situación de sus empleados
jueves, 14 de octubre de 2021
Un breve inventario de las maneras de leer
miércoles, 13 de octubre de 2021
Los 700 años de Dante desde España
martes, 12 de octubre de 2021
Orígenes del mal francés: la autoficción
La autoficción se ha convertido en un fenómeno literario internacional que ha pasado a engrosar las listas de publicaciones en grandes y pequeñas editoriales. Paralelamente, ha generado que parte de la crítica literaria se haya consagrado a teorizarla o a disputarla. Convertido ya en etiqueta, el término es perfectamente reconocible por el lector avezado, aunque sus contornos parecen no estar todavía definidos.
Emanada de la tradición francesa, en su progresiva expansión han proliferado otros conceptos en su órbita, como faction, autobiografiction, autobiographical novel, fictional biography o autonovela.
Parece acabar generalizándose –quizás demasiado a la ligera– el término “autoficción” para definir aquellas obras que hibriden formas novelísticas y autobiográficas. Ante un debate complejo y las limitaciones espaciales de un artículo de estas características, trataré de ofrecer unas notas que considero de interés sobre su evolución, posibilidades, aplicaciones y controversias.
Orígenes de la autoficción
Fue en la contraportada de la novela Fils (1977), de Serge Doubrovsky, donde apareció por primera vez el término “autoficción” para designar una “ficción de acontecimientos estrictamente reales”.
Para distinguirla de formas sencillamente autobiográficas, Doubrovsky venía a completar el estudio de Philippe Lejeune sobre el pacto autobiográfico, donde afirmaba que no era posible la identificación entre el autor y el narrador-protagonista de una novela. Con esto, Doubrovsky no solo acuñó un término, sino que inauguró un debate crítico-literario encendido todavía hoy, más de cuarenta años después.
A pesar de los esfuerzos de los años sesenta por decretar la muerte del autor, la producción y publicación de las llamadas “escrituras del yo” ha conocido un desarrollo muy significativo desde la década de los setenta.
Philippe Gasparini apunta a un contexto sociocultural definido por fenómenos como el auge del psicoanálisis, la sensibilidad cultural postmoderna y el triunfo de la individualización y la globalización.
Manuel Alberca recoge también la consolidación del capitalismo globalizado, cuyos cánones dan centralidad a las identidades narcisistas y a la figura del autor, continuamente promocionada por los medios de comunicación.
Forma de experimentación e investigación
A pesar de haber hecho las delicias de la teoría literaria, la autoficción carece de una definición estable. Ana Casas explica que nace muy apegada a la autobiografía y que se consolida en los ochenta, cuando la novela coloniza el espacio autobiográfico. ¿Se trata, entonces, de una modalidad de la autobiografía o de la novela?
Parece haber consenso al considerarla una forma ambigua, entre lo factual y lo ficcional. Esto exige la negociación continua con el lector, cuya recepción del texto oscila entre la veracidad de la autobiografía y la verosimilitud de la narración. La autoficción plantea la posibilidad de proyectar una escritura del yo no necesariamente factual, de reconocer el carácter esquivo de la subjetividad y de ubicar al sujeto en un cuestionamiento perenne.
A este respecto, J.M. Coetzee sugirió en su conferencia “Truth in Autobiography” que el autobiógrafo que revela sus verdades ocultas corre el riesgo de extinguir su empresa. El Nobel sudafricano planteaba que estas narraciones deben sostener el siguiente pacto: el escritor se compromete a descubrir las verdades que se ocultan detrás de la experiencia humana pero, para ello, debe hacerlo de forma paralela al gesto de escritura.
Esta idea de descubrimiento, presente en algunas de sus novelas como Infancia (1997) o Juventud (2002), es lo que impele al autor a escribir y la que sostiene, a su tiempo, al lector en su lectura. Así, no es tan importante la autenticidad de los hechos narrados, sino el emplazamiento de la experiencia de lo real en el propio tejido narrativo.
La autoficción es, pues, un fenómeno de hibridación, de pertenencia genérica ambigua donde el juego entre veracidad y verosimilitud genera narraciones que subrayan las inconsistencias de cualquier relato del yo y serializan algunas estrategias narrativas muy sugerentes.
Un ejemplo clásico es París no se acaba nunca (2003), donde Enrique Vila-Matas escoge un género tan convencionalizado como las memorias para desafiar el proyecto realista en favor del dispositivo ficcional. En Los hechos (1988), de Philip Roth, la presencia del autor se desdibuja en beneficio de la reflexión metaliteraria. Y en Amo a Dick (1997), Chris Kraus despliega una escritura provisional para reflexionar sobre la creación artística femenina, invocando el potencial político del modo confesional.
En otras ocasiones, el gesto autoficcional viene motivado por cuestiones de investigación y negociación de sentidos históricos. De gran popularidad en las primeras décadas del presente siglo es la práctica autoficcional relacionada con la guerra civil española, la represión y la violencia de estado.
Así, podríamos debatir si incluir en la nómina autoficcional el clásico Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas, donde el autor se hace presente de manera no protagónica (en un gesto similar al practicado por Paul Auster o Michel Houellebecq). En la premiada Bilbao-NewYork-Bilbao (2008), Kirmen Uribe presenta una memoria intergeneracional de la guerra civil donde la historia se entreteje con elementos mitológicos, testimonios orales o los medios de comunicación. Y, en la más reciente Honrarás a tu padre y a tu madre (2018), Cristina Fallarás persigue su construcción identitaria a través de la elaboración de una genealogía que apela continuamente a silencios y vacíos de memoria.
Espacio para la imaginación política
La expansión de la autoficción ha coincidido con el creciente uso de internet como plataforma para la proliferación de escrituras del yo. Dentro de las cuestionadas literaturas digitales, los blogs personales son uno de los medios más populares a través de los cuales usuarios de todo el mundo publican sus vivencias. En contextos sociales de control estatal y censura se recurre a los blogs como espacio relativamente libre y potencialmente anónimo para la autoexpresión, la contestación política y la experimentación literaria.
Varios de sus usuarios han alcanzado el formato impreso: es el caso del egipcio Ahmed Naji, sentenciado a prisión por atentar contra la moral pública en su novela Istikhdam al-Hayah (2014), concretamente por un capítulo en primera persona con contenido sexual explícito. Significativamente, Naji tuvo que argüir que el texto fue interpretado como un discurso biográfico y no ficcional, de manera que se habían atribuido las acciones ficticias del protagonista a las de su propia vida.
Multitud de autoficciones están motivadas por la convicción del potencial colectivo de las historias individuales. Si bien en Amianto. Una storia operaia (2012) Alberto Prunetti cuenta la historia de su padre, un soldador que fallece a causa de la exposición al amianto, el subtítulo de la novela apela claramente a un sujeto colectivo: la clase obrera.
Muy particularmente, el discurso autoficcional ha sido ampliamente utilizado por mujeres escritoras, como forma capaz de visibilizar un gran rango de experiencias y subjetividades en un sistema político dominado por el patriarcado; muy en sintonía, por tanto, con la consigna de hacer de lo personal materia política. En español, novelas como La lección de anatomía (2008/2014) o Clavícula (2017) de Marta Sanz son ejemplos evidentes, al igual que obras firmadas por Cristina Rivera Garza, Gabriela Wiener o Lina Meruane.
Narcisismo neoliberal, narrativas aconflictivas
Es evidente que la autoficción ha conocido un crecimiento espectacular en los últimos años. Sin embargo, no faltan voces que alertan de la mano del mercado en la proliferación de novelas que, en definitiva, reproducen las lógicas del neoliberalismo y alimentan narrativas narcisistas del sujeto contemporáneo: discursos individualizadores vinculados a una sensibilidad abiertamente neoliberal. En el peor de los casos, el mercado literario explota el nicho de la diferencia, promoviendo la publicación en masa de narrativas de calidad cuestionable, desvirtuando el potencial político del género y, con ello, las luchas que lo acompañan.
Sin duda, además de sus posibilidades en materia de teoría narrativa, la crítica literaria debe entregarse a estudiar este boom y el mercado que lo consagra como síntoma del triunfo del individualismo alienante y la ideología adulterada.
lunes, 11 de octubre de 2021
Herman Melville, también cancelado
El pasado 9 de octubre, el poeta, ensayista, editor y traductor Julio Hubard (1962) publicó en el periódico mexicano Milenio la siguiente columna sobre la “cancelación” de Herman Melville. Todo indica que, de a poco, volverá la Inquisición.
viernes, 8 de octubre de 2021
"No se recurre a un proctólogo para una migraña"
El universo de la traducción abarca muchas especies: dejando por un momento de lado el mundo de los intérpretes, están los traductores públicos (a quienes en otros países se los llama "jurados" o "diplomados"), están los traductores científico-técnicos, están los traductores literarios. Si nos atuviéramos a las subespecies, en esta última especialización hay traductores de filosofía, de historia, de sociología, de psicología, de antropología y, por supuesto, de literatura. Y, por ejemplo, dentro de los traductores estrictamente literarios que se dedican a la literatura, los hay especializados en una determinada literatura o en un determinado autor. Por caso, traducir a Dante, o a Shakespeare, o a Cervantes, o a Camões, o a Goethe, o a cualquier autor considerado "clásico" exige saberes muy particulares que comprenden muchas disciplinas no necesariamente literarias, más la buena cuota de filología y otros conocimientos aledaños. Dicho esto, queda en claro que no todos los traductores (vale decir, las personas que se dedican a trasladar un discurso del tipo que sea, de una lengua a otra) no están calificados para hacerlo todo. Cada especialidad requiere conocimientos específicos y, por supuesto, gente que maneje esos conocimientos. Y aclaro: no hay en esto ningún criterio valorativo sobre cada una de las especialidades. Del mismo modo que los traductores públicos o científico-técnicos no están necesariamente capacitados para vérselas con obras literarias, ningún traductor literario está capacitado para disertar sobre partidas de nacimiento, poderes, dinámica de los fluidos o especialidades farmacéuticas, salvo que unos y otros posean el entrenamiento necesario y los saberes específicos de cada especialidad.
Si uno comparara entonces el mundo de la traducción con el de la medicina, sería evidente que no se recurre a un proctólogo para una migraña, ni se trata un cólico acudiendo a un traumatólogo. Pero la gente, en general, suelen pensar que la traducción es todo lo mismo. O peor aún, que trátese de la actividad que sea, todo es lo mismo, aunque sea evidente que un carpintero no es necesariamente un ebanista, ni un verdulero un floricultor.
Entonces, llegado a este punto, cabe preguntarse para qué sirven (y sobre todo, a quiénes les sirven) las muchas agencias de traducción que suelen pulular en la web. Su lógica parece ser exactamente la misma que mueve al mundo de las empresas: mejor tratar de empresa a empresa que con eventuales particulares, por muy calificados que estos sean. Seguramente hay elementos vinculados a la administración de empresas, el marketing y a otras fealdades que se me escapan y que, aparentemente, estarían justificando la plusvalía que generan los traductores conchabados por esas agencias para atender las necesidades de corporaciones y firmas del todo ajenas al mundo de la lengua.
Me dirán que, como los agentes literarios, son un mal necesario: evitan que el escritor tenga que lidiar con criterios comerciales del todo ajenos al mundo específico de la escritura, velan por sus intereses y negocian de igual a igual con gente que, lejos de interesarse por la cultura y la técnica, sólo hace negocios. Creo, sin embargo, que la cosa es peor. Creo que las agencias dan trabajo, limitándose a ser una fachada para la explotación más repugnante de los traductores. Creo que el manejo de las relaciones públicas no debería habilitar a nadie a recibir una parte de la paga que le corresponde a quien efectivamente hace el trabajo.
Como supongo que mis creencias no les interesan a quienes lucran con el esfuerzo ajeno, seguirá habiendo agencias de traducción, algunas de las cuales propondrán incluso el trabajo de traductores literarios.
También supongo que la gente seguirá confundiendo intérpretes con traductores, traductores públicos con científico-técnicos, traductores científico-técnicos con literarios y, probablemente, al Colegio de Traductores y a la AATI con instituciones que velan por los intereses de los traductores literarios.
En la medida en que todo esto no sea más claro, sobre todo para los jóvenes que se inician en la profesión, no habrá gremio, sino rejuntes, presa fácil de los oportunistas de todo tipo.
Jorge Fondebrider
jueves, 7 de octubre de 2021
Un hecho comercial asimilado a la cultura
Como ya fue dicho muchas veces en este blog, una feria de libros es, en primer lugar, un hecho comercial. Quien lo dude puede comprobar en el diccionario que la palabra “feria”, en su acepción más amable, significa “Instalación en la que se exhiben cada cierto tiempo productos de un determinado ramo industrial o comercial para su promoción y venta”. Por alguna razón, cuando lo que se venden son libros, discos u otros productos afines, se las suele calificar de “hecho cultural”, tal es el respeto que nuestra sociedad todavía guarda por los bienes simbólicos, sin pensar que, más allá de lo que se venda, una feria es siempre una fiera. A priori, no hay nada vergonzante en ello, por eso, a veces sorprende que se carguen las tintas en el valor cultural que tiene la exposición y venta masiva de libros, circunstancia que a lo largo de todo el año sucede en las librerías.
La cosa es apenas un poco más compleja cuando se habla de exposición y venta de libros de editoriales “independientes”. Más allá de que el término englobe muchas cosas distintas (y no todas santas), el valor que tiene una feria como la FED es amontonar en un mismo sitio la producción de muchos sellos medianos y pequeños que, por la desleal competencia de las multinacionales, no siempre pueden verse en las librerías. Sin embargo, los buenos lectores no sólo saben que esos libros existen, sino también que pueden comprarse todo el año en muchos otros lugares que no son la FED.
La diferencia, en todo caso, es que en la FED son los editores los que venden directamente al público, aconsejándolos sobre sus catálogos y promocionando sus libros directamente, sin la mediación de los libreros. Los editores, a su vez, se benefician por la venta directa, que los exime de pagar el 35, 40 o 45% que exigen las librerías sobre el precio de tapa, razón por la cual tienen un margen mayor de ganancia y la posibilidad de ofrecer un descuento más interesante que el mísero 10% que algunas librerías (no todas) les otorgan a los compradores que paguen al contado.
Dicho todo esto, que sólo busca poner las cosas en su lugar y no exagerar sobre los hechos comerciales próximos a la cultura, lo que sigue es la crónica que Daniel Gigena publicó el pasado 3 de octubre en el diario La Nación, de Buenos Aires, comentando lo ocurrido en la última edición de la FED, que acaba de concluir.
Éxito total. La Feria de Editores superó los
récords de público y ventas del “prepandémico” 2019
Después del susto que provocó la lluvia del sábado al mediodía, que determinó que la 10ª Feria de Editores comenzara y terminara una hora después ese día, Filas de tres cuadras de lectores esperaban con ansiedad ingresar al evento y con un aforo de quinientas personas que reunió a 210 editoriales al aire libre frente al Parque de la Estación. “La euforia por el reencuentro en un evento presencial después de la pandemia se reflejó en la venta de libros”, resumió el editor Alejandro Winograd, con stand en la esquina de Perón y Anchorena. “Los libros cara a cara”, agregó.
Su colega de Maten al Mensajero, Santiago Kahn, dijo a La Nación que las ventas de ejemplares en esta edición habían superado las del prepandémico 2019. En el stand del sello Oblsohka, la editora y escritora Silvia Itkin contó que durante la pandemia su catálogo se había quintuplicado y que eso se reflejaba en las ventas. Las narraciones de Marcos Crotto Vila, Flor Canosa y Flavio Lo Presti estuvieron entre las más solicitadas en ese puesto. La mayoría de los editores coincidieron en que esta edición había sido mejor que la de 2019, que se hizo en las instalaciones del Centro Cultural Konex. No obstante disminuyó la cantidad de sellos participantes: de 260 cayó a 210.
La FED no tuvo nada que envidiarle al BocaRiver presencial y, a diferencia del superclásico, en este encuentro ganaron todos: editores, libreros y lectores. Un total de 16.300 personas de todas las edades (con mayoría juvenil) pasó por la feria. Esta cifra de asistentes también superó la marca de 2019. Según los organizadores, la concurrencia fue creciendo desde el día de la apertura: el viernes fueron 3200 personas; el sábado, 5300, y el domingo, 7800.
Los descuentos a las librerías aliadas de la FED (que el viernes compraron ejemplares a mitad de precio) y las promociones empujaron las ventas hacia arriba. En los stands de Mardulce, Sigilo, Miluno, Fiordo, Conejos, Entropía, Marciana, Aurelia Rivera y Rosa Iceberg, las novedades ensayos de Victoria Ocampo y cuentos de Willa Cather, novelas de la mexicana Clyo Mendoza y Santiago La Rosa (coeditor de Chai con Soledad Urquia), escritos de Tununa Mercado y del historiador alemán Aby Warburg, cuentos de Tomás Downey, la nueva novela de Graciela Batticuore, la novela de la artista sanjuanina Ansilta Grizas, la nouvelle de la montevideana Fernanda Trías, un ensayo de Adrián Melo sobre el músico brasileño Cazuza y el inolvidable Federico Moura y una bitácora de escritura de Gabriela Bejerman, respectivamente fueron algunos de los títulos más requeridos. Algunas editoriales, como Mandacaru (especializada en libros de afrodescendientes, mujeres y trans de lengua portuguesa y que está a cargo de académicas y activistas de la Argentina y Brasil) y Hexágono (de narrativa y poesía argentina dirigido por dos jóvenes editoras), debutaron en la décima edición de la FED con sus catálogos. Con el Parque de la Estación y el canto de los pájaros de fondo (hasta que arrancaron los ensayos de las murgas), los editores conversaron con los lectores.
“Estamos emocionados por la visita de más de dieciséis mil lectoras y lectores que charlaron sobre libros durante horas con pequeñas editoriales dijo Víctor Malumián, ‘alma páter’ de la FED. Es una alegría ver el interés por los miles de catálogos que nuclean editoriales y librerías de todo el país”. La cordobesa DocumentA/Escénicas (con El Periférico de Objetos. Un testimonio y la novela Maratonista ciego, de Emilio García Wehbi), las platenses EME y Mil Botellas, la cordobesa Caballo Negro, la rosarina Danke y la litoraleña Neutrinos estuvieron en la FED. En el stand del Ministerio de Cultura porteño y la librería virtual Salvaje Federal, hubo en honor a su nombre catálogos de quince sellos de provincias. Allí los best sellers fueron dos “rescates”: Vida, obra y milagros de Marcelo Fox (Borde Perdido), de Matías H. Raia y Agustín Conde de Boeck, y Mi hogar de niebla (Eduner), de Ana Teresa Fabani.
Este fin de semana, por la calle Perón circularon varios escritores: Elsa Osorio, Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Oche Califa, Gonzalo Heredia, César Aira, Paula Pérez Alonso, Claudia Aboaf, Ana Ojeda, Yamil Dora, Selva Almada, Luisa Valenzuela, Alejandro Guyot (músico que debuta en la literatura con Sangre), Olivia Gallo, Andi Nachon, Silvia Castro, Alejandro Caravario, Gonzalo Garcés, Dolores Reyes y Silvia Hopenhayn (las dos últimas firmaron varios ejemplares de sus novelas Cometierra y Vengo a buscar las herramientas al final de una charla conjunta en el anfiteatro del Parque de la Estación), mientras otros, como Vera Giaconi, José María Brindisi, Mariano Blatt y Laura Ponce, entre otros, atendían puestos. La FED no solo habilita reencuentros inesperados al aire libre y entre libros, sino que además permite que escritores reconocidos recomienden la lectura de los más jóvenes.
Un género exitoso en el marco de la exitosa feria fue la poesía. “La gente vino directamente a buscar las novedades”, contó a este diario Pablo Gabo Moreno, poeta y editor a cargo del sello Caleta Olivia. Libros de Flor Monfort, Fabián Casas, Rafael Otegui y el rapsoda de Hurlingham, Carlos Battilana, encontraron este fin de semana su lugar en bibliotecas de lectores intensos. Marcos Gras, de Santos Locos, explicó que en parte esto se debía a los “precios cuidados” de los libros de poesía; en su stand, títulos de los millennials Tamara Grosso y Gustavo Yuste encabezaron las ventas. También en los puestos de La Mariposa y la Iguana, Mágicas Naranjas, Sudestada (con la colección Poesía Sudversiva dirigida por el chaqueño Juan Solá), Años Luz y Espacio Hudson, sello que necesita apoyo para su reconstrucción luego del incendio sufrido a inicios de este año, los libros de poesía salieron como pan caliente. Las editoriales de literatura infantil no se quedaron atrás: niños y adultos hacían fila en los stands de Pípala, Limonero, Iamiqué, Pequeño Editor y Arte a Babor, entre otros.
Una de las actividades más emotivas de esta edición también estuvo mecida por la mano leve de la poesía y la no tan leve del viento sureño. Fue el homenaje a la escritora Tamara Kamenszain, que murió a finales de julio pasado, organizado por sus tres casas editoriales: Adriana Hidalgo, Ampersand y Eterna Cadencia. En una mesa moderada por la escritora Tamara Tenenbaum (que contó que Kamenszain, semanas antes de morir, la había convocado para presentar Chicas en tiempos suspendidos), la ensayista Florencia Garramuño leyó un texto sobre los dos últimos libros de la autora; la escritora Mercedes Halfon, uno propio sobre la relación de Kamenszain con las nuevas generaciones de poetas feministas, y el crítico cultural Daniel Molina, que contó anécdotas divertidas y vitales de la autora de La novela de la poesía. Los cuatro participantes, amigos de la homenajeada, compartieron recuerdos e impresiones sobre su obra, convertida desde este año en un legado que genera, como destacó Molina, “placer y duda”.