lunes, 11 de octubre de 2021

Herman Melville, también cancelado

El pasado 9 de octubre, el poeta, ensayista, editor y traductor Julio Hubard (1962) publicó en el periódico mexicano Milenio la siguiente columna sobre la “cancelación” de Herman Melville. Todo indica que, de a poco, volverá la Inquisición.

Le toca a Melville

Y que las hordas de la bondad académica cancelan a Melville, otra vez. Usa palabras malas; en Typee y Omoo habla de salvajes y caníbales, en Benito Cereno dice negro de malos modos, y en Moby Dick usa una lista larguísima de palabras que no pueden ser toleradas: indio, piel roja, esquimal... No queda sino ver el gozo de los nuevos inquisidores por enviar a la hoguera una obra tan dañina. Es hora de leer a Melville.

Según Richard Morse, en Benito Cereno hay más de una clave para comprender la historia de América Latina. Novela breve sobre un motín de negros en un barco esclavista donde no son solamente víctimas, sino hombres capaces de acciones atroces y viciosas. Y es que Melville observa como ningún europeo había hecho. No es la mirada de un marino mercante ni la de un soldado obediente al imperio que, al fin, son puntos de visita dependientes de una jerarquía. Leer a Melville hace comprender que la colonización no está sobre unos americanos, víctimas de unos europeos malvados cuyo objetivo fuera venir a someter y explotar. El colonizado es el europeo: el americano toma, usa y transforma ideas, objetos, dispositivos. Basta observar el entusiasmo de Wilde, o el de Robert Louis Stevenson cuando saludan a Whitman: “usted, Walt Whitman, nuestro maestro en libertad”. Mientras Europa padece el amollentamiento de Rousseau y sus lamentaciones por la servidumbre, en los Estados Unidos bullía una vertiente confusa y saludable de la autonomía: la Self Reliance de Emerson, la desobediencia de Thoreau.

Por momentos pareciera que Melville había sido tocado por la idea del buen salvaje: “Allí estaba sentado, con su misma indiferencia proclamando una naturaleza en que no acechaban hipocresías civilizadas ni blandos engaños”. Pero no se trata del pregón de Rousseau: la naturaleza humana buena en sí. Todo lo contrario. Lejos de la lamentación de un súbdito, es el desprecio del hombre libre a las jerarquías. Rousseau es un manojo de quejas, pero nunca entendió la libertad; Melville elogia a un hombre libre, el arponero Queequeg, maorí, caníbal.

Muchos gringos fueron ciudadanos cuando los europeos todavía eran súbditos. Cuando Hegel inventa el nombre de “sociedad civil”, ya había sociedades civiles en Estados Unidos. “Ya me daba cuenta de que en el negocio de la pesca de la ballena no pagaban remuneración, sino que todos los tripulantes, incluido el capitán, recibían ciertas porciones de los beneficios llamadas «partes», y esas partes estaban en proporción al grado de importancia correspondiente a los deberes respectivos en la tripulación del barco”.

Por eso, los balleneros no quieren ni oír de la marina mercante: ellos se juegan el cogote y trabajan como socios; los mercantes son piramidales, sus marineros están contratados a sueldo, como empleados o como súbditos. Son dos economías de dinámica distinta: una de acumulación, otra de participación. Y las consecuencias son notables: “Hasta que la pesca de la ballena dobló el cabo de Hornos, no había más comercio que el colonial (...) Fue el ballenero quien primero irrumpió a través de la celosa política de la corona española, tocando en esas colonias y, si lo permitiera el espacio, se podría demostrar detalladamente cómo gracias a esos balleneros tuvo lugar por fin la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, estableciéndose la eterna democracia en aquellas partes”. (Moby Dick, cap. XXIV)

Los balleneros fueron decisivos en el mestizaje, en las rutas comerciales que no requieren de permisos de gobiernos, en la cartografía de las aguas y puertos, en los intercambios culturales. Durante muchas décadas, la iluminación de las casas, los lubricantes de maquinaria, dependían del aceite de ballena. Sus utilidades han sido sustituidas por otras industrias y, por fortuna, el mundo —salvo japoneses, noruegos, islandeses— ha dejado de cazar ballenas. Lo significativo es que una práctica que nos resulta ahora cruel e inmoral fue un motor de independencia y autonomía política.

Melville no busca justificaciones morales ni se siente superior a sus antepasados, ni salvador de nada. Pero quede dicho: a bordo del Pequod viajaba una mezcla de razas, culturas, costumbres, que pudo convivir y establecer lazos, cosa que no pueden lograr las actuales bondades. Y es una reverenda desgracia ver que Melville queda cancelado. Por racista. Pero que a esos santones logófobos, en la noche, el espíritu de Queequeg les jale las patas.

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