Un artículo firmado por Álvaro Matus y publicado por La Tercera , de Chile, el 18 de octubre pasado, a propósito de la publicación de una traducción local del extraordinario narrador Bruno Schulz (foto; 1892-1942), realizada por Daniel Barros.
Luces del pasado
Aunque trata de un oficio muchas veces denostado, el trabajo de traductor es uno de los más nobles y necesarios que existen: para el autor es quien lo incorpora a otra lengua, a otra tradición, mientras que para el lector es quien le abre la puerta a un mundo desconocido e inaccesible. Es lo que ha hecho Juan José del Solar al trasladar a nuestro idioma las novelas de Robert Walser. O Sergio Pitol, traductor de Conrad, Henry James y Gombrowicz.
En Chile han aparecido traducciones que resuelven de manera ejemplar la tensión entre fidelidad y libertad. Pienso en el Aullido de Ginsberg a cargo de Rodrigo Olavarría, los ensayos de Beckett traducidos por Marcela Fuentealba y Leseras, la versión de Leonardo Sanhueza de los poemas de Catulo. A ellos se agrega el brillante trabajo de Daniel Barros, cuya traducción de La calle de los cocodrilos, de Bruno Schulz, se enmarca dentro de una tendencia mayor: el rescate en todo el mundo de la literatura centroeuropea de entreguerras.
Bruno Schulz nació en 1892 en Drohobycz, una pequeña ciudad de Polonia de la que prácticamente nunca salió. Los cuentos de La calle de los cocodrilos constituyen la historia alucinada de su familia y transcurren en ese ambiente gris, provinciano, donde el principal enemigo es el aburrimiento. Todo está contado a la luz de la rica imaginación de un niño cuyo padre comienza a comportarse de manera extravagante, obsesionando con la idea de salvar el mundo. Ante el desdén de quienes lo rodean, el hombre empieza a vivir cada vez más disociado de la realidad, mucho más cerca de las palomas y los maniquíes que de la insensibilidad humana.
La descomposición material y valórica que muestra Schulz se asemeja a la que narraron Joseph Roth, Robert Musil, Italo Svevo, Sándor Márai y otros narradores centroeuropeos que hoy están siendo profusamente reeditados. Y aquí volvemos al tema de las traducciones, pues permiten que las novelas originales tengan una vida póstuma renovada. Ahora bien, ¿a qué se debe este interés por historias protagonizadas por soldados orgullosos, funcionarios mediocres y amantes que se reúnen en balnearios donde nunca hace demasiado calor? ¿Qué relación hay entre ese gigantesco ropero apolillado que era el imperio de los Habsburgo, con sus mitos, jerarquías y burocracia, y el veloz, pragmático e informal mundo actual? ¿Por qué estos libros conectan con la sensibilidad de los lectores del siglo XXI?
El desmembramiento del Imperio Austro Húngaro fue algo más que el fin de un sistema de gobierno: lo que se desplomó fue una forma de vida, una cultura en la que convivía una población que hablaba cerca de 15 idiomas y que permitió la integración de católicos, musulmanes, protestantes y judíos. La intensidad con que se les movió el piso resulta equiparable a la que vivimos tras la caída del muro de Berlín, cuando todo se volvió más incierto: el mapa se volvió a ordenar (o a desordenar) y empezó el sálvense quién pueda, echando mano al nacionalismo (los Balcanes), a las guerras por el petróleo (EEUU en Irak), al terrorismo religioso (Osama y Cía.) y a la especulación financiera (la última crisis económica). A veces las traducciones responden a una demanda del presente: son una luz que proviene del pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario