Exactamente
ayer, en su columna dominical del diario Perfil,
Damián Tabarovsky –que en virtud de
su condición de escritor, traductor y editor tiene puesta una pata a cada lado
del mostrador– reflexionaba sobre el mercado en los siguientes términos.
Cifra y arte
¿Cuánto
vende un libro? No lo sabemos. O, mejor dicho, sabemos que los autores deben
confiar en sus editores, en las cifras de ventas que éstos les pasan o les
pasan a sus agentes (en este caso, deben confiar también en sus agentes…
confiar en un editor, vaya y pase, pero encima confiar en un agente… ¡es un
exceso!). Y a la vez, las editoriales que no tienen distribución propia (las
medianas y pequeñas) deben confiar en su distribuidor, que recibe las cifras de
ventas de las librerías, que suelen olvidarse de dar como vendidos algunos
libros al mes… ¿Por qué las cosas no pueden ser de otro modo? En el cine se
sabe cuántas entradas se vendieron. En el teatro también. ¿Y en la edición?
¿Por qué no incorporar en el código de barras de los libros un chip que constate
la venta? Si no es este modo, seguramente debe haber otro. La tecnología está a
mano. Falta la voluntad política del mercado editorial. Porque de eso estuvimos
hablando hasta aquí, del mercado editorial.
Pero
desde otro punto de vista, desde el punto de vista de la lectura, de la
crítica, de la valoración estética, es decir, desde el punto de vista más
agudo, más radical, más atento, cuánto vende un libro, cuántos espectadores van
al teatro o al cine, no tiene la menor importancia. Es irrelevante. La venta de
un libro no roza siquiera lejanamente el interés en el texto. Cuánto vende un
libro debe ser tema de conversación entre agentes, libreros, editores,
encargados de prensa, distribuidores, gerentes de marketing, especialistas en
due diligence, y por supuesto periodistas, a los que, como sabemos, ningún tema
le es ajeno. Pero me deprime irremediablemente escuchar hablar de cifras de
ventas a escritores y críticos. No estoy planteando que los escritores y
críticos deban ser una especie de idiotas, de insolados incapaces de
reflexionar sobre las condiciones materiales de la escritura y la edición –de
la que el dinero evidentemente forma parte–, sino que formulo el deseo que, en
la conversación, primen los compromisos estéticos y las disputas ideológicas,
antes que la moral de almacenero (que por supuesto tiene su correlato estético:
alcanza con ver los libros que ganan el Premio Planeta; etc., etc.).
Este
es el momento de los balances de cifras (December
is the cruelest month). Así como no los hay en la edición, sí los hay sobre
cine. Sin ir más lejos, hace dos sábados este mismo diario realizó el balance
del cine, con mucha información bien documentada, como suelen tener las notas
de Diego Grillo Trubba. La película más vista fue Relatos salvajes, con exactamente 3.395.143 espectadores. Semejante
millonada es la comprobación más evidente de la irrelevancia de las cifras
frente al estado del arte. Hay películas nulas y masivas, las hay también nulas
y vacías, lo mismo da.
Volvamos
a hablar de las políticas de la sintaxis, de las decisiones estéticas, de esas
cosas antes que de otras: cambiar de tema de conversación ya sería un triunfo
cultural. Pero la nota de Perfil
estaba tan bien informada, tenía tanto rigor en los números que incluso
señalaba cuál fue la película menos vista del año: La H ,
de Nicanor Loreti, que fue vista por… 13 personas. Me parece que no fueron 13,
sino 14: yo también la vi. Es un muy buen documental sobre Hermética, la banda
de heavy metal de la que fui fan
durante menos de un verano. ¡Pero qué verano!
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