jueves, 9 de noviembre de 2017

Una versión española del canon (9)

Yolanda Morató (Huelva, 1976) es poeta y Licenciada en Filología Inglesa y en Filología Hispánica por las Universidades de Huelva y Sevilla, respectivamente, Máster en Traducción e Interculturalidad por la Universidad de Sevilla, Máster “Modern Literatures in English” por el Birkbeck College (University of London) y Doctora en Filología por la Universidad de Sevilla, donde obtuvo el Premio Extraordinario de Doctorado con una edición y traducción del libro inglés de vanguardia El dibujo del califa (1919), de Wyndham Lewis. Ha sido profesora de lenguas extranjeras, civilización y literatura en SUP EUROPE y ESITC (Francia), así como en Harvard y MIT (EE UU) y en el departamento de Filología y  Traducción de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla, España). Traductora de autores como Rebecca West, José María Blanco White, Martin Amis y Wyndham Lewis (del inglés), y de Maurice Barrès, Francis Carco y Manuel Chaves Nogales (del francés) entre otros, ha traducido y anotado Me acuerdo, de Georges Perec (Córdoba, Berenice, 2006) por el que ganó el premio de Traducción Tormenta en 2006. Por la autobiografía de Wyndham Lewis recibió el premio AEDEAN en 2008. Recientemente ha publicado una edición inédita con traducción de los artículos autobiográficos de F. Scott Fitzgerald, tal como éste se los planteó a Max Perkins, con el título Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos. Su primer libro de poemas se llama Nadie vendrá a salvarnos (2016).

El triste binomio de nuestros días

Si algo distingue al canon es que consigue entrar en nosotros antes de que nosotros entremos en él. Se cuela y nos marca en esos momentos en los que todo queda grabado a fuego, pues los primeros libros, nuestras lecturas de iniciación al mundo literario, serán, con toda seguridad, parte de nuestro patrimonio inquebrantable. Esa es su principal fuerza: como se nos presenta cuando somos jóvenes, se las ingenia para quedarse entre nosotros por muchas lecturas que le echemos encima.

Para alguien que creció en la época dorada de la colección de Alianza de bolsillo en España, con aquellas simbólicas cubiertas de Daniel Gil, le será difícil olvidar traducciones canónicas que, a pesar de todo lo que hicieron –no sólo por traernos a nuestra lengua las historias que narraban, sino a los propios autores–, no asoman ya estos días. Cantaba Santiago Auserón “Annabel Lee” en un vídeo clip que repetían los sábados por la mañana en el programa La Bola de Cristal, con Alaska, una mexicana que le puso banda sonora a la movida madrileña, cuando me compré los Cuentos de Poe, traducidos por Julio Cortázar

En una tienda de Brighton me había agenciado por una libra los poemas de Emily Dickinson, que compré más tarde en la edición anotada de Silvina Ocampo que había sacado Tusquets. Y pronto estaba ya devorando las páginas de Lolita, de Nabokov, en la edición de Anagrama, obra de Enrique Tejedor y que no era otro que Enrique Pezzoni. Ahora que hago este ejercicio mental me doy cuenta de que accedí a las letras en lengua inglesa gracias a la traducción de tres argentinos que publicaron en tres grandes grupos editoriales con sede en España.

Lo que leo en estos días me recuerda a esa cita de Robert Louis Stevenson: “I've a grand memory for forgetting”, que tan apropiada parece aquí. No solo se han olvidado de grandes traductores, hombres y mujeres, que dedicaron sus vidas –sin traducciones anteriores, ni foros, ni Google– a acercarnos a autores que una gran parte del público desconocía, sino que, como sucede en el caso de Pezzoni, han sido suplantados por versiones que, añadiendo aquí y allá, se presentan como novedosas y definitivas, sin ser ni lo uno ni lo otro. La retraducción, ese concepto que tantas veces se pasea con burla por delante de la Ley de Propiedad Intelectual, y el olvido: el triste binomio de nuestros días.




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