martes, 26 de septiembre de 2023

"La lengua se compra y se vende"



El pasado 26 de julio, en el sitio uruguayo elcastellano.org, el escritor, traductor y editor argentino Damián Tabarovsky publicó el siguiente artículo donde pone, negro sobre blanco, lo que importa saber sobre la traducción a nuestra variante del castellano.

Geopolítica de la traducción literaria

La cuestión de las traducciones, de las traducciones de libros, no sólo toca aspectos estéticos, como aparece de entrada, sino también asuntos económicos e incluso, sobre todo, geopolíticos. Planteemos una pregunta en apariencia sencilla: ¿a qué castellano se traduce? Comencemos por un dato: en el Río de la Plata, en Argentina y en Uruguay, como en el resto de América Latina, la mayor parte de las traducciones de ficción y ensayo cultural, sumadas, las realizan las pequeñas editoriales. Las grandes editoriales multinacionales, por lo general, hacen las traducciones en sus casas matrices en España y luego esos libros llegan a América, ya importando ejemplares, ya impresos aquí por la filial local que toma la traducción española (recibe por email un PDF con los interiores y la tapa del libro, le agrega un ISBN local y lo manda a imprenta). Y no sólo la mayor parte de las traducciones se realizan en España, sino que allí se contratan los derechos. Es decir, se decide el criterio sobre qué autor se traduce (y cuáles no), se imponen estéticas, acuerdos económicos y contractuales. Se ejerce una expansión sobre toda la lengua castellana.

Por lo tanto, entre nosotros estamos totalmente acostumbrados a leer traducciones cargadas de españolismos, localismos catalanes o madrileños, expresiones que a veces comprendemos con dificultad, giros que se pierden de manera incomprensible: The unquiet grave, del gran crítico literario inglés Cyril Connolly, traducido por Ricardo Baeza para la editorial argentina Sur, dirigida por Victoria Ocampo, en 1949 como La tumba sin sosiego, es retraducida en 2005 por Miguel Aguilar para el sello Debolsillo de España bajo el literal La tumba inquieta (debemos agradecer que al menos no le pusieron La tumba intranquila. A veces pasan cosas curiosas, por decirlo de algún modo. En 1945 José Bianco traduce, también para Sur, The turn of the Screw de Henry James con un título que logra verter al castellano toda la complejidad del título inglés, en una verdadera obra maestra de la traducción: Otra vuelta de tuerca. Pero desde entonces asistimos a innumerables traducciones en España que mantienen el título (¡copian lo difícil!) pero cambian el resto de la novela (por dar un ejemplo, la traducción de Soledad Silio, de 1991, para Planeta, linda con lo vergonzoso). Podría dar mil ejemplos más y también mil artículos y notas en la prensa y revistas especializadas latinoamericanas malhumoradas por esta situación.

Por supuesto que, a veces, recibimos buenas traducciones: las traducciones de Javier Marías de John Ashbery, tal vez el más grande poeta norteamericano de las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI, son muy buenas (mejores que las dos o tres a cargo de latinoamericanos que andan dando vueltas por allí), la de Vila-Mata de Copi lo es también, las de Mercedes Cebrián de Perec, otro tanto. Pero no se trata solo de una cuestión de gusto. No es sólo una cuestión estética. La traducción, como problema, toca directamente temas políticos (de política cultural) y, sobre todo, económicos (el gusto y la estética también, por eso tiene algo de falaz la frase de más arriba, “solo una cuestión de gusto”: ese solo siempre está sobredeterminado por lo social, lo político, lo económico, lo geopolítico).

Volvamos al principio: la mayor parte de las traducciones literarias en las editoriales rioplatenses las realizan, sumadas, las editoriales pequeñas. Dos, tres, cuatro, o hasta cinco títulos traducidos por año multiplicado por la creciente cantidad de editoriales independientes da un significativo volumen de libros traducidos, en especial, como decía, ante la renuncia de las grandes casas multinacionales de contratar traducciones en sus respectivas filiales (esto mismo ocurre en toda América Latina: México, Colombia, Chile, etc., también reciben mayoritariamente libros traducidos por las casas centrales españolas). Con una dinámica intrépida (se mueven rápido), editores bien formados, aprovechando muchas veces los subsidios a la traducción que otorgan algunos estados (Brasil, Francia, Alemania, Irlanda, Corea del Sur, etc.), las pequeñas editoriales han hecho un gran aporte a la traducción en América Latina. O dicho con mayor crudeza: si no existieran las editoriales independientes argentinas y uruguayas, no existiría más la traducción al castellano con inflexión rioplatense. Leeríamos sólo traducciones hechas en España.

Pero nuestros mercados nacionales son pequeños y también muchas de esas pequeñas editoriales se han desarrollado, lo que genera que buena parte de ellas comiencen a exportar, en especial a España, el mercado dominante en castellano. Lo han hecho de diversas formas: unas pocas, abriendo oficinas en España, imprimiendo allá (con ISBN español), contratando servicios de prensa locales. La mayoría, en cambio, exportando en pequeñas cantidades, a través de distribuidores que compran ejemplares en Argentina o en Uruguay en firme (no en consignación) en pesos, consolidan un envío (es decir, compran a varias editoriales la cantidad suficiente de ejemplares como para amortizar el costo del traslado) y los revenden en España en euros. Pero en uno u otro caso antes se presenta la misma pregunta: ¿a qué castellano se traduce? (pregunta que ya encierra una postura, se dice “castellano” y no “español”: el triunfo del “español” —que remite al nombre del país y a su “marca país” por sobre el “castellano” es el ejemplo de una disputa ideológica sobre la que deberíamos detenernos largamente).

Las decisiones de traducción son, otra vez, estéticas. Pero también, de nuevo, económicas y geopolíticas. Si una pequeña editorial traduce, digamos, a un autor francés a un castellano “muy rioplatense”, ¿tiene posibilidades de ser aceptado en España? Es probable que allí provoque cierto (o mucho) rechazo, especular al nuestro frente a las traducciones españolas. Pero, a la inversa, traducir al español de España es imposible (no solo porque no estaríamos de acuerdo, sino porque no sabríamos cómo hacerlo). Aparece entonces la tentación del castellano neutro, mejor dicho, del castellano neutralizado. Un castellano que, dejando algunas marcas de que fue traducido en Buenos Aires o Montevideo, sea más “suave”, menos local, más apto para el lector de la metrópoli. Ese es el camino que habitualmente se elige. Un español que no espante a los lectores de España y que sea aceptable para los lectores rioplatenses. Pero, en mi opinión, está opción habitual es igual de insatisfactoria en términos estéticos: en su mayoría, terminan siendo traducciones timoratas, que no hacen apuestas lingüísticas fuertes, que borran todo conflicto en la lengua.

Si la traducción es un mercado (como lo es), entonces necesariamente prima lo económico. Por lo tanto, como viene ocurriendo en América Latina en otras esferas, en lo editorial quizás haya también que pensar en los modos de politizar el mercado. Aun conociendo los riesgos que eso implica: el riesgo del populismo nacionalista, del chauvinismo, del patrioterismo vacío (valga la redundancia). Pero, como nunca, es necesario abrir una fuerte discusión sobre el estatuto de la lengua, del castellano, una discusión sobre la tensión (y los reenvíos mutuos) entre mercado y estética, entre dinero y radicalidad literaria. Aun corriendo esos riesgos.

Hace unos años aconteció un debate, que iba en esta dirección, en torno a los subtitulados que pusieron en España de Roma, película de un director mexicano, hablada en el castellano de México. Pues ocurre lo siguiente: la industria cultural española, y en particular la editorial, funciona, en relación con la lengua, bajo un modo dominante. Porque hoy la lengua es también y sobre todo una industria. La lengua se compra y se vende. La lengua es una mercancía que circula por toda clase de tecnologías y soportes, incluidos los libros. Si España es el territorio económicamente dominante en la lengua, ¿cómo no tendría su industria esa preponderancia? Sobre esto vale la pena discutir, antes de hacerlo sobre la calidad de las traducciones, que también importa, por supuesto, pero que es una discusión subsidiaria de este horizonte en el que el mercado se entrecruza con la geopolítica de la cultura. La lengua y la traducción implican ante todo un debate político. Todavía queda mucho por discutir.


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