lunes, 4 de marzo de 2024

Alejandro González, el futbolero, la rompe



Continuando con la serie de reflexiones, en las que ya participaron el Administrador, Jorge Aulicino, Andrés Ehrenhaus y Matías Battistón, hoy es el turno del traductor del ruso Alejandro González, que, según se ve, para hablar claramente de traducción, apela al fútbol y sus metáforas.

La cabeza del traductor (5)

Las consideraciones de Jorge Fondebrider acerca de qué hay en la cabeza del traductor me dispararon una serie de reflexiones algo caóticas que, dada la falta de tiempo y de calma, no me propongo sistematizar:

De la traductología a la ¿traductorología? 

Siguiendo la línea que, hasta donde sé, inauguró Andrew Chesterman en 2009 con su artículo «The Name and Nature of Translator Studies», que puede leerse aquí, Jorge se pregunta por las condiciones que determinan y caracterizan el campo de la traducción en las distintas épocas. No es lo mismo, claro, ejercer la traducción en 2024 que en 1990, 1940, 1910 y 1885: el lugar social de la traducción, la conformación del mundo editorial y académico, la circulación de saberes y competencias, las sensibilidades lectoras, el lugar de la literatura traducida en el sistema literario de llegada, la profesionalización de los editores y de los traductores, etc., etc., etc.; esos campos ya existen y funcionan de determinada manera antes de que un buen samaritano decida o le toque dedicarse a la traducción editorial. Dicho esto, es relevante la pregunta por el agente: ¿quién es el traductor?, ¿cuál es su origen social y familiar?, ¿qué registros de habla maneja?, ¿qué formación primaria/secundaria/universitaria tiene?, ¿dónde ha vivido?, ¿cuánto ha viajado?, ¿cuánto ha leído?, ¿ha residido en el extranjero?, ¿pertenece a alguna minoría étnica/religiosa/sexual/política?, ¿qué ideología tiene?, y, otra vez, etc., etc., etc. Sobre esto escribí algunas reflexiones que pueden leerse aquí, cuando me preguntaba directamente por el sujeto de la traducción (si el sujeto de la traducción coincide con la persona del traductor). El foco parece desplazarse de los estudios de la traducción a los estudios del traductor. Es un abordaje bastante reciente que, en un futuro, juzgaremos por sus frutos. 

Call him Ishmael. 

En mi adolescencia tenía un amigo —vamos a llamarlo Ismael— cuyo ejemplo conservé para toda la vida: era del grupo con el que jugábamos a la pelota casi a diario los veranos y, en época escolar, los fines de semana. Era uno de los mejores: hábil, pensante, tiempista, rápido, buena pegada, buena visión. Tenía una particularidad: cuando, después de los partidos, nos íbamos a tomar un refresco, él no solía participar en las extensas y sangrientas discusiones sobre si el 5 de Vélez era mejor que el 5 de San Lorenzo, si habían bombeado a Talleres en cancha de Boca el último domingo, si el fútbol alemán es mejor que el italiano. No parecía conocer muy bien las formaciones de los equipos de primera, y tampoco iba a la cancha, nunca, aunque se decía hincha de Racing. Para Ismael el fútbol era un juego, no un objeto de análisis ni una cuestión identitaria. Ismael jugaba (la rompía) y después callaba. Pienso ahora en lo que señala Jorge sobre el traductor al que poco ayudan las «reglas» cuando se enfrenta a un nuevo texto y tiene que decidir sobre la marcha. Y concibo a un Ismael traductor: le gusta leer, le gusta escribir, le gusta resolver, le gusta buscar, le gusta aprender, le gusta proponer proyectos y realizarlos, pero no le gusta tanto teorizar o adscribir a doctrinas estéticas; mucho menos, enemistarse con sus colegas por tal o cual criterio. Disfruta el juego, no el debate. Está iniciado en el misticismo judeoalemán y en la catequesis francesa, pero de poco le sirven cuando, como dice Jorge, tiene que «lidiar con textos que requieren respuestas pragmáticas y contundentes», o, en otro orden, cuando tiene que negociar un contrato digno con una editorial.

¡Era al segundo palo, animal! 

Las observaciones de Jorge ponen en valor la dimensión práctica de nuestra labor. Vuelvo a una imagen futbolera: se puede discutir horas si, en un mano a mano, conviene definir al primer o al segundo palo; otra cosa es ser el número 4, picar en profundidad y en diagonal en el minuto 89, en una cancha con el pasto en mal estado y pesada porque llovió antes del partido, con un defensor que te viene comiendo en la carrera, con una molestia en el tobillo, con un arquero que te cubre bien el arco y tuvo una tarde fenomenal, y, claro, con la conciencia de que Messi hay uno solo. ¿Qué teoría de la definición acude al socorro en ese momento? Ahora bien, ¿pasa algo distinto con la traducción? ¿Funciona igual nuestra mente a la mañana que a la tarde, después de 8 horas de trabajo? ¿Conocemos a todos los autores por igual? ¿No pesan los tiempos de entrega? ¿Tenemos siempre margen para consultar, regresar una y otra vez a un mismo párrafo? ¿Jugamos de local, para el mercado argentino, o de visitante, para el mercado español? ¿Qué lector tenemos en la cabeza? ¿Qué capitalismo tenemos en el cuerpo, como digo que dice Ehrenhaus?

Teoría general del aquí y ahora. 

Si cada texto pide o impone su estrategia, si cada proyecto es diferente, si cada editorial es distinta, y si cada traductor es único e irrepetible, parece haber entonces algo irreductible per se a la teorización, lo que me lleva a una pregunta más de fondo y que sobrevuela las palabras de Jorge: ¿hasta qué punto es estandarizable la traducción literaria?, ¿qué se puede enseñar y qué no? ¿Será, a lo sumo, algunas reglas básicas, como no tocarla con la mano, no agredir al árbitro y no quedar en orsái? ¿Y el resto? El resto es juego. Así que mejor me callo, como Ismael.

No hay comentarios:

Publicar un comentario