A propósito de la entrada de ayer, el 8 de marzo pasado, en su columna semanal del diario Perfil, de Buenos Aires, la periodista Silvia Hopenhayn, una de las personas que integró la comisión de evaluación de las propuestas de traducción para el Programa Sur, se refiere a lo que le permitió descubrir esa labor.
Traducir es exportar identidad
Durante varios años me tocó participar como jurado del Programa Sur de apoyo a las traducciones, en Cancillería. Digo me tocó, porque fue un guiño del azar. No lo esperaba, y me permitió comprender de una manera programática el alcance mundial de una traducción. La migración de palabras de una lengua a otra es fundamental no solo para el autor que se maravilla con la “visión” de su obra en otros signos, sino para el entendimiento humano en general. Las nuevas versiones de un texto original multiplican el sentido del mundo, permiten gozar y comprender los sucesos de la vida y el lenguaje en distintas épocas y lugares, componiendo así el mosaico de sentido que ofrecen los textos a lo largo de la historia. No se entiende del todo nuestro pasaje por este planeta sin libros que lo enmarquen. Sin personajes que nos representen: Don Quijote, Hamlet, La Maga, Funes el memorioso, Erdosain. La lista es inmemorial.
Allá por 2009, cuando comenzó el Programa Sur, nos pareció de enorme responsabilidad determinar el vuelo de la ficción argentina hacia otros lugares. Por suerte las decisiones no pasaban por una elección personal sino por el análisis de las condiciones de traducción. Nosotros recibíamos unas planillas con las solicitudes de las distintas editoriales, y debíamos cerciorarnos de la validez del compromiso que establecían. Por ejemplo, que fuesen tiradas de suficientes ejemplares, o que el subsidio no se excediera. Es bueno aclararlo; son los editores extranjeros quienes solicitan el apoyo a la traducción de determinados títulos, comprometiéndose a publicarlos. Los géneros son variados y sus autores también. La gran sorpresa que tuvimos los primeros años fue el pedido por parte de muchísimas lenguas (ya eso era magnífico, el pedido de una lengua…), de novelas argentinas del siglo XIX o principios del XX. El éxito que repentinamente tenía Una excursión a los indios ranqueles, solicitada por varios países. Quizá lo más atractivo a la hora de recibir las planillas era la sorpresa de la solicitud. Un apetito equiparable entre clásicos y contemporáneos. ¡Llegamos a descubrir lenguas que desconocíamos a las que fueron traducidos libros de Borges por primera vez!
Mientras analizábamos las propuestas, solíamos pensar en todo lo que habíamos leído gracias a las traducciones, nunca olvidaré la baraja de autores extranjeros que surgieron de aquellos intercambios. Todavía guardo varias copias de algunas planillas, recuerdo de largas jornadas junto a intelectuales que compartían sus lecturas de autores extranjeros que, una vez traducidos, se convertían en familiares del entendimiento humano. De aquel grupo inicial que conformamos –y que se fue modificando, como corresponde, para enriquecer y ampliar las perspectivas– guardo en el alma las sonrisas cómplices, y críticas deleitosas, de Noé Jitrik, Horacio González o Leopoldo Brizuela, entre varios de los integrantes del jurado reunidos para que nuestra literatura se propague, y renazcan y brillen en otras lenguas los tesoros de la nuestra.
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