El pasado 9 de diciembre, el poeta y narrador Miguel Gaya (foto) publicó en el diario Clarín, de Buenos Aires, una contratapa donde señala la importancia de la traducción literaria. Se reproduce a continuación.
Elogio de la traducción
A la memoria de Jorge Aulicino
La mayoría de los distraídos lectores nos hemos sobresaltado con un artilugio que viene injertado en casi todos los teléfonos. Confiamos en él, en su sensatez pedestre, y de buenas a primeras leemos espantados algo incompresible. Me refiero a los traductores mecánicos hoy presentes en cualquier artefacto digital. Ponemos una frase para que el buen aparato la traduzca del modo más sencillo posible y el resultado es incomprensible. Mal redactado, palabras torpes, mala sintaxis, sentido incierto, cuando no desopilante.
Recuerdo que hubo una época en que nos reíamos de los manuales de uso de los artefactos orientales. Ahora que ya ni siquiera vienen manuales de uso traducidos (todos los aparatos son “intuitivos”, no necesitan explicación alguna) caemos en la cuenta de que contemplábamos la avanzada de la literalidad mecánica. Hoy nos ha alcanzado, o mejor dicho, la llevamos a todas partes.
Lo que hace ridículo el traductor mecánico es justamente su función literal: traduce las palabras, tropieza en el sentido. Recientemente, con la masividad de los recursos de la IA, estas traducciones locas van siendo corregidas. Todos los días mejora, todos los días incorpora recursos aplicables para refinar el traspaso correcto de un idioma a otro. Al punto de que, alegremente, se ha dado por muertos y sepultados los traductores humanos. No habría que apresurarse.
El lenguaje humano es, justamente, eso. Humano hasta el punto de no haber algo más humano en nosotros que nuestro lenguaje. Con lenguaje traducimos el mundo a nuestra medida, y operamos sobre él hablándonos los unos a los otros. En ese entramado, en cualquier frase y casi cualquier palabra, la miríada de relaciones, resonancias, ambigüedades y precisiones no tienen fin ni medida. Si hay algo que nos acerca a la creación, a secas, es esa capacidad. Que está presente de un modo único en cada lengua.
Todo lengua tiende, por definición y vocación, a la completud. No tiene fallas en describir el mundo, y si encuentra una parte de mundo sin palabra, se la inventa y la incorpora a su decir. Pero ninguna lengua, ay, Babel! es intercambiable. Es única y suficiente. Cada lengua totaliza el mundo, que es decir excluye a las otras lenguas. No las necesita. A lo sumo, se apropia de palabras para sus propios fines.
Por eso, cuando un hombre dice una frase en un idioma diferente al de la frase original, no cambia unas palabras por otras que valen lo mismo. Trasvasa un mundo completo. El mundo que habita en ese idioma, con todas sus inflexiones, sus conexiones y derivaciones. Solo así la frase tiene su sentido. Solo así vive.
No es un problema de sentidos, de gramática, de sintagmas y sintaxis. Es, sobre todo, un problema de almas de la lengua. Cuando la frase dicha en otro idioma del que fue pensada es inteligible en su plenitud, es que en ese traspaso viajó su alma, lo inefable completo y complejo que comunica. Ese es el misterio y la maravilla de la de los traductores humanos. La poesía del lenguaje.
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