José Aníbal Campos (La Habana, 1965) es licenciado en Filología Germánica por la
Universidad de La Habana. Ha traducido, entre muchos otros autores de habla
alemana e inglesa, a Uwe Timm, Hans Magnus Enzensberger, Peter Berling, Franz
Schätzing, Pascal Mercier, Hans Sedlmayr, Philip Ball, Ingeborg Bachmann, Stefan
Zweig, Peter Stamm y Gregor von Rezzori. Entre muchos otros. En 1999, fue Premio de Traducción de la República
de Austria por la traducción y divulgación de la literatura austriaca
contemporánea. En 2010 ha recibido la beca de trabajo que otorga la Casa del
Traductor de Looren, Suiza, a profesionales dedicados a la divulgación de la
literatura del país helvético desde cualquiera de sus cuatro lenguas oficiales,
en este caso, el alemán. Esta beca de traducción, que sólo se otorga anualmente a cuatro traductores,
además de ser una de las mejor dotadas en el mundo germanoparlamente, es
también, junto con las que otorgan el Literarisches Colloquium de Berlín y el
Colegio de Traductores de Straelen (Alemania), una de las más prestigiosas en
el ámbito profesional de los traductores europeos.
Verdadera fuerza de la naturaleza, cocinero bombástico y aglutinador de
cualquier grupo, aceptó conversar sobre su experiencia en Looren así como en
otras casas de traductores europeas, y recorrer su pasado cubano y sus
experiencias en Galicia y Canarias, donde vivió varios años antes de radicarse
en Viena.
Un diálogo de sobremesa
–No es la primera vez que venís a Looren. ¿Cuántas
veces estuviste acá y por qué?
–Nunca calculas (o calculás –y pongo la
variante en cursiva para respetar la norma de que los extranjerismos van en
cursivas) las veces que acudes al lecho de la criatura que amas (o amás),
así que he perdido la cuenta de las veces que he venido a Looren. Llegué por
primera vez en diciembre de 2009, un día de nevadas terribles, con media Suiza
paralizada por nieve (algo inconcebible para mi mente todavía entonces algo
calcinada por el sol zalamero, pero pegajosamente repugnante del Caribe). Pero,
si me lo permites, aquí debo hacer una digresión que tiene que ver con mi
trayectoria profesional. Yo empecé a traducir literatura muy joven: justo al
año de haberme graduado de Germánicas. En Cuba, los estudios de idiomas tenían
como finalidad crear guías turísticos, no traductores literarios, de modo que,
cuando acabé la carrera, hube de trabajar dos años cumpliendo un servicio
social en el ramo del turismo. Me aburría enormemente aquel trabajo de guía, y en
una ocasión, al final de la agotadora jornada, me encontré un librito olvidado
por algún viajero alemán en el que había un relato breve de Michael Ende. Lo
traduje para una amiga que estaba fascinada con ese autor, y alguien, más
tarde, me recomendó que se lo llevara al redactor de una revista literaria que
empezaba su andadura por entonces. Lo aceptaron para publicarlo. Y así empezó
mi labor como traductor en las condiciones anómalas de un sistema como el
cubano, donde el mundo editorial está controlado por el Estado y los cargos de
dirección dentro de cualquier editorial eran (o son) cargos políticos, donde la
escasez es el camuflaje casi siempre de la censura y la falta de libertad, todo
lo que impide ese trasiego libre de ideas afines y opuestas que debe ser la
función de todo sistema editorial.
–Luego
desarrollaste casi toda tu carrera en España. ¿Cómo te resultó ser un traductor
cubano en un país que se maneja con otra variedad de la lengua?
–Así es. Me fui definitivamente de Cuba en el año 2002,
siendo ya un traductor con algunos trabajitos en el entorno medieval (que no
medievalista) de Cuba, y nunca he regresado a mi país de origen ni siquiera de
visita. Pasé los primeros años en España sin esperanzas de poder trabajar de
nuevo en mi profesión, currando como jardinero, por ejemplo (que suena muy
volteriano y romántico cuando no eres el empleado de un empresario gallego),
así que tuve que empezar literalmente de cero. Pero, acercándome más al
espíritu de tu pregunta: una vez un colega venezolano me preguntó –casi con un
tono de compasión bolivariana– si me había sido «muy duro» tener que renunciar
a las variantes lingüísticas de Cuba y adaptarme a las variantes del español de
España. Lo cierto es que para mí no ha sido una experiencia tan traumática
tener que olvidar (provisionalmente) tres o cuatro cubanismos. Tampoco fue
traumático para mí en el pasado, en medio de la censura de Cuba, nutrirme de
literatura universal leyendo traducciones españolas, argentinas o mexicanas.
Creo que ha sido más bien lo contrario: para mí ha sido una ganancia aprender
las variantes del español de España. Y recuerdo muy pocos casos, en estos
últimos quince años de trabajo, en los que me haya topado con una expresión
alemana para la cual, a la hora de reproducir el sentido, necesite forzosamente
una variante del Cerro o de Cayo Hueso, dos barrios habaneros. Creo que uno, lo
quiera o no, lleva consigo los cubanismos grabados en el «disco duro», y muchas
veces los usa intuitivamente sin que rechinen. Un buen ejemplo lo he tenido
hace poco: un escritor cubano (de dentro de la isla) leyó la traducción de la
novela más ambiciosa de Gregor von Rezzori, La
muerte de mi hermano Abel, y entre los elogios que dedicó a mi todavía
precaria labor de traducción, me dijo esto: «Me encantó ver cómo salpicaste tu
traducción de cubanismos». Lo cierto es que yo no fui consciente de introducir
esos «cubanismos», y al parecer tampoco lo notaron mis editores: una
valenciana, un catalán afincado en Madrid y un colombiano.
–¿Y cómo
empieza, en ese contexto, tu relación con Looren?
–Hacia el año 2006 empecé a recibir mis primeros
encargos en España (al menos los más sustanciales), y exactamente en 2007
Acantilado me propuso traducir la primera novela de Peter Stamm, Tal día
como hoy, así que vine a Looren gracias a la sugerencia de ese autor suizo
cuando ya traducía su segundo libro, Los
voladores. Me quedé fascinado con el lugar y con la experiencia: diez
traductores provenientes de distintos entornos, con diferentes historias vitales
y diversas vías de acceso a la profesión, se sientan a la mesa a hablar de todo
lo humano y lo divino, intercambian experiencias, se facilitan contactos, y
disponen por el día (y por las noches, el que así lo quiera) de las mejores
condiciones de trabajo en un entorno de ensueño. De modo que, gracias a que me
he convertido (casi involuntariamente) en la voz de Peter Stamm para el mundo
de habla española, he tenido el privilegio de poder venir más veces y continuar
traduciendo aquí las sucesivas obras de un autor que es, por así decirlo,
bastante productivo.
–¿Cómo se ha desarrollado tu trabajo en esta casa?
–Como has podido comprobar, aquí está todo concebido
para facilitarte el trabajo. Lo excepcional de una casa como ésta (y también de
otras casas de traductores, si bien es ésta mi gran debilidad) es que todo está
preparado para que tú seas, por el tiempo de la estancia, única y
exclusivamente TRADUCTOR. Aquí desaparecen todas las demás responsabilidades
cotidianas que te distraen de tu labor (sacar a mear al perro, comprar la arena
para que mee el gato, recoger a los chicos en el kínder o en la escuela,
responder a llamadas telefónicas de tus proveedores de sustancias –legales e
ilegales— o atender al testigo de Jehová que hace proselitismo de puerta en
puerta en cualquier ciudad del mundo. Eso hace que el rendimiento, aquí, sea
invariablemente mayor que en las condiciones de la vida cotidiana. (Aparte de
mi propia experiencia, es lo que les oigo decir a otros colegas.) Pero hay algo
más: la estancia en esta Casa trajo consigo el contacto con media docena de
(para mí) magníficos poetas y escritores suizos a los que quizá jamás hubiese
podido conocer de no haber disfrutado de estas estancias. De modo que no sólo
se trata de las condiciones óptimas para el trabajo que ya traigas de casa,
sino de las nuevas posibilidades profesionales que se abren y multiplican tras
una estancia aquí.
–¿Con qué te encontraste esa primera vez?
–Algo queda resumido en las respuestas anteriores,
pero intentaré ser más específico. Me encontré, en esa primera estancia, con la
siguiente constelación: una jovencísima traductora de Tiblisi, residente en
Italia, que estaba traduciendo por primera vez a su idioma una obra cumbre de
la literatura del siglo XX: La conciencia de Zeno, de Svevo. Aquí estaba
también una traductora norteamericana entregada en cuerpo y alma a la obra de
Robert Walser. Recuerdo una noche en la que la joven colega de Georgia confesó
en la cena que estaba traduciendo la novela de Svevo a cuatro manos, y recuerdo
la ligera conmoción que ello provocó en la más experimentada traductora
americana. Hubo un magnífico debate, un debate que, al menos para mí, fue muy
aleccionador. Los argumentos (algo torpes, pero apasionados) de la colega
georgiana resultaron para mí más convincentes que las bien razonadas razones de
la curtida colega americana en contra de la traducción a cuatro manos de una
obra de tal envergadura. Sin embargo, si nos alejamos de los egos resultantes
de la especialización de nuestras sociedades, de los royalties y los posibles
beneficios en términos de capital simbólico de ser «el traductor» de tal o más
cual autor, y si nos centramos en una sociedad como la georgiana, donde el ruso
ha sido una lengua colonizadora que ha entorpecido las variables nutritivas de
una labor de traducción a la lengua autóctona de los georgianos, uno empieza a
defender un concepto de la traducción a priori: con lo cual quiero decir
que es mil veces preferible que haya una traducción imperfecta al georgiano de
una obra cumbre de la literatura a que no haya ninguna. Ya vendrán nuevas
generaciones de traductores georgianos que sientan la necesidad de corregir en
el futuro lo hecho por esa joven colega. Y ésa es una conclusión a la que
llegué como resultado de una estancia aquí.
–Entiendo que tenés experiencia con otras casas de
traductores. ¿En qué se diferencia ésta de otras experiencias que hayas tenido?
–Hablemos de las dos casas de traductores que conozco
mejor: Straelen y Looren. Mi debilidad por la segunda es pública, y se refleja
en varios aspectos: desde que vine por primera vez me enamoró no sólo el
entorno (las Tierras Altas de Zúrich) o el modo tan poco burocrático con el que
las damas que aquí trabajan atienden a los colegas de todo el mundo. Por un
lado, el hecho de su ubicación en Suiza (con sus cuatro lenguas) garantiza una
constelación más internacional de los colegas que acuden a Looren, mientras que
en Straelen todo se centra más en lo alemán. Creo, además, que hay en Looren un
dinamismo creativo que en Straelen, en algún momento, se perdió. El Colegio de
Renania del Norte-Westfalia sigue teniendo la ventaja de ser la primada de
todas las casas de traductores, cuenta con la biblioteca de diccionarios y
enciclopedias más completa que un traductor pueda imaginar; pero allí, quizá
por el propio tamaño de la casa (con 24 habitaciones), es imposible competir
con el trato personalizado con el que en Looren se acoge a los traductores
alojados en la Casa. La flexibilidad con la que el equipo dirigido por Gabriela
Stöckli se ajusta a las necesidades de cada traductor o traductora llega a ser
conmovedor, pero va más allá: es muy útil. Digamos que Straelen es un
monasterio para traductores, y que Looren es una especie de Parlamento en el
que todo el tiempo se están sopesando proyectos (no de leyes incuestionables)
para dinamizar la vida y el trabajo de estos adorablemente aburridos seres que
somos.
–Luego de varios
trabajando en España, ¿cómo es tu relación con los colegas de ese país?
–Mi relación personal con traductores y traductoras,
seguramente por la frecuencia con la que he estado peregrinando por estas
casas, es bastante variopinta e internacional, y esa relación incluye también a
colegas de España. Pertenezco a ACETT casi desde mi llegada a Madrid en 2002
porque Miguel Sáenz (a quien había conocido unos años antes en Viena) tuvo la
amabilidad de animarme para que me asociara y me avaló cuando, recién llegado
de la oscura Cuba, mi currículum era todavía demasiado precario. No hago, sin
embargo, mucha vida dentro de los foros de Acett ni participo demasiado en sus
actividades, en algunos casos por desinterés (como la llamada «Lista», de la
que me retiré definitivamente aprovechando una fase de restructuración
tecnológica, pues había llegado a parecerme absolutamente inútil); en otros
casos porque casi siempre he vivido lejos de los dos centros de las actividades
de la Asociación (Madrid, Barcelona o Málaga). Las pocas veces que en la
Asociación han creído que puedo aportar algo a un debate o a un foro, he
acudido sin tardanza, aun en condiciones no muy halagüeñas ni favorables para
mi economía o mi salud. Hay en España, como en todas partes, colegas
valiosísimos, que cuentan con todo mi apoyo y mi respeto. Pero ha sido en
España, también, donde he conocido los casos de intrusismo más escandalosos que
he visto nunca, y creo, por otra parte, que predomina ahora una tendencia
(derivada de la hasta hoy encomiable pero todavía algo infructuosa lucha por
mejorar tarifas) que considero bastante peligrosa: una idea equivocada en la
manera en que se anima a los jóvenes traductores a abordar el oficio: como
maquinitas que han de estar preparadas para introducirse por un extremo del
cuerpo un texto cualquiera (el que sea) y deponerlo luego por el otro extremo
en forma de traducción, una multifuncionalidad traductora que sólo es una parte
de la formación del traductor, pero que no debería ser su máxima aspiración.
Como resultado de esa tendencia, he sentido muchas veces, últimamente, cierto
menosprecio a la especialización, como si quien decide de pronto traducir al
autor que le gusta y no ocuparse más de chorradas (con perjuicio solo para sí
mismo y su economía) fuera un ser menos valioso dentro del gremio, lo cual
viene a sustituir el antiguo intrusismo de los ignorantes por un intrusismo
diplomado y tecnócrata.
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