jueves, 4 de febrero de 2010

Autorretrato de un traductor (1)

Yves di Manno (1954) es uno de los más importantes poetas franceses de la actualidad. También narrador y ensayista, desde hace más de diez años dirige la influyente colección de poesía de la editorial Flammarion, en la que ya ha publicado unos 100 títulos. Sin embargo, su mención en este blog conjuga todos esos datos con su labor como traductor de poesía estadounidense al francés. De hecho, a él se deben la nueva edición de los Cantos, de Ezra Pound,  Paterson, de William Carlos Williams,  las Variaciones Lorca, de Jerome Rothenberg y la inminente edición de la poesía completa de George Oppen, entre muchos otros títulos. En 2009, la editorial parisina José Corti publicó Objets d'Amérique, una serie de ensayos sobre poesía norteamericana –con numerosos ejemplos de poesía por él traducida–, que se abren con un importante prólogo construido en base a diez autorretratos, donde el poeta plantea y explica con agudeza la génesis de su labor como traductor –seguramente coincidente con la práctica de no pocos lectores de estas páginas– y la evolución de sus intereses en la materia, así como la forma en que su labor resultó determinante para la escritura de su propia poesía. Dada su amplitud, ese texto se publicará entonces durante los próximos tres días, en traducción especialmente realizada para este blog por Florencia Baranger-Bedel, a quien el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires agradece especialmente. Aquí van entonces, los primeros tres autorretratos.

Prólogo
X Autoretratos


I

Septiembre de 1960. Primer día del año escolar, es el rito de pasaje a la escuela primaria, la entrada al curso preparatorio, acabo de cumplir seis años. Ni bien nos instalamos en el aula –intento sacarme de encima la imagen del niño que gritaba delante de mí con los puños apretados, el rostro surcado por lágrimas en una esquina del patio–, el maestro nos pide que abramos el libro de lectura puesto sobre nuestros pupitres y que intentemos leer por turno la página que él nos indique. Comenzamos por los varones de la primera fila (las clases en aquella época no eran mixtas, y todo el mundo lleva un delantal de uniforme): ninguno es capaz de descifrar ni una línea. Pero cuando se pasa a la segunda fila, de repente un alumno empieza a decir el texto con relativa soltura, trastabillando apenas ante algunas palabras. Su voz inunda el silencio del aula y mi mirada se detiene en la nuca del niño sentado a uno o dos metros delante de mí, antes de volver a concentrarse sobre la página de la cual logra desenmarañar los signos. ¿Cómo hace? La pregunta se formula en mí interior como si aquel talento dependiera de una magia insospechada. Cuando llega al final de la prueba, el maestro le anuncia que pasará directamente al año superior del curso elemental1. El niño se pone de pie, junta sus útiles y se ubica al lado del director de la escuela, que está asistiendo a la escena. Los demás alumnos pasan bastante rápidamente, tan desprovistos como yo, mi turno está por llegar. Fijo la mirada en el libro abierto, en el umbral inaccesible: daría cualquier cosa en ese preciso instante, por ser capaz de descifrar el mensaje que se oculta detrás de esa maraña de signos. Cuando el maestro pronuncia mi apellido me invade una inmensa desesperación: durante una fracción de segundo, el texto ilegible se confunde con mi vergüenza creciente. Voy a tener que terminar por admitir mi ignorancia.

II

Invierno de 1967. Declaré en una oportunidad que había empezado a traducir para leer mejor, para comprender mejor textos que me costaba descifrar. La afirmación no tenía nada de broma, aunque esquivara el impacto del descubrimiento, la comprensión intuitiva que me llevaron a considerar con mayor atención algunas obras. Este largo recorrido se remonta, hasta donde recuerdo, a fines del año 1967 (yo tenía entonces trece años) y mi propia experiencia con las letras de las canciones impresas en la tapa de Sgt Peppers Lonely Hearts Club Band de los Beatles. Ese disco contribuyó (con algunos otros) a sacarme de la infancia, pero aunque en aquel momento lo escuchaba sin cesar, estaba lejos de comprender las letras – salvo por partes, fragmentos de refranes penetrando con sus tenues resplandores en la espesa bruma de la lengua extranjera. Seguía entonces el texto mientras escuchaba “Lovely Rita” o “A Day in the Life”, a riesgo de prestar más atención a los versos impresos sobre el fondo rojo que a la melodía que se propagaba dentro de la habitación. A pesar de todo, buena parte de las letras seguía siendo oscura y me decidí, de un modo u otro, a traducir algunas con ayuda de mi pequeño diccionario y cometiendo seguramente bastantes torpezas. Es probable que esta primera tentación traductora haya coincidido con mi “paso” a la máquina de escribir y la necesidad de poner en claro mis grafías infantiles, en la Remington portátil de mi madre.

A partir de 1970 (pero la infancia ya había quedado lejos) y a lo largo de los años siguientes, el gran tema fue evidentemente la obra de Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan – sin duda, entre los poetas contemporáneos (y aún hoy insisto en el uso de este término), aquel del cual en aquel entonces más próximo me sentía y del cual no siento por otra parte haberme alejado sustancialmente en la esencia, sino más bien en la forma. Iba a traducir decenas de sus canciones e incluso varios de sus discos in extenso (Blonde on Blonde, John Wesley Harding, luego Blood on the Tracks), “adaptándolos” además al gusto de los desplazamientos semánticos y de las sugestiones del francés, puesto que este trabajo nutría entonces el mundo que se elaboraba en mí, ayudándome a formular percepciones (y conmociones) cuya naturaleza y complejidad no era capaz de concebir. De hecho, el universo dylaniano –en sus entonaciones y sus espejismos– flotaba en toda la prosa que componía en aquella época y que, a Dios gracias, nunca vislumbró los tormentos de la publicación. La última etapa de este proceso fue una serie de poemas breves, en 1975, variaciones a partir de algunas canciones elípticas e impertinentes de Basement Tapes, puestas al final de un pequeño libro que tampoco llegó a ver la luz y que había titulado (ya no recuerdo por qué) La sota de corazones, la dama de corazones y el rey de corazones.

III

Otoño de 1973. En Montreuil, una noche desapacible, en el departamento amueblado que compartía con Dominique S. al fondo del patio, me decidí a abrir el ejemplar de los Cantos pisanos que, desde hacía algunos meses, esperaba pacientemente sobre un mueble. Pound había dejado de ser un desconocido y varios hilos habían comenzado a tejerse en mí: su muerte el año anterior, ampliamente difundida por la prensa que esbozaba el retrato de un rebelde incongruente de las letras estadounidenses; el encuentro en Vence, poco antes de su desaparición, de un estudiante de Boston que se había referido a él como al “más grande poeta vivo”; por último también el hecho que aquellos Cantos estaban traducidos por Denis Roche, del cual me habían llamado la atención los mécrits y que acababa de anunciar su renunciamiento a cualquier proyecto poético (la decisión, en aquel contexto, imponía cierto respeto). Resumiendo: esa noche, hundido en un sillón tapizado en material sintético, abrí el volumen y di comienzo a mi lectura, atrapado de inmediato en "La gran tragedia del sueño en los hombros vencidos del campesino"... Recorrí el libro de un tirón, sin retomar el aliento, dejándome llevar como una hoja al viento por el flujo de las imprecaciones, las citas y los nombres propios – un río inconcebible del cual ni siquiera pensaba la poesía fuera capaz, arrastrando su limo en una mezcla de debacle y belleza. Cuando alcancé por fin el remanso de los dos últimos versos (“If the hoar grip thy tent/ Thou wilt give thanks when night is spent”) estaba realmente pasado, grogui como un boxeador en el cuadrilátero. Y pensar que hasta entonces me entusiasmaba con mis pálidas reescrituras rimbaudianas, creyendo con eso hacerle un favor a la poesía...¿cómo hubiera podido imaginar que entrañaba tales reservas, al punto de llegar a permitir aquel canto iconoclasta, tumultuoso, desenfrenado – estandarte (aunque todavía lo ignoraba) de una armada poética adormecida y de todo un continente oculto.
Al día siguiente, encargué la versión original des los Cantos en la librería del Bulevar Raspail “donde perdía el tiempo/ y me ganaba, de alguna manera, la vida”. El volumen llegó algunos días más tarde: era la edición encuadernada de Faber, la única disponible en aquella época, que todavía no incluía los Drafts and Fragments y se detenía en el Canto CIX. Quise sumergirme de inmediato en la lectura, pero me enfrenté pronto al desencanto de mis “competencias” en inglés que demostraron ampliamente ser insuficientes: aunque comprendía correctamente el sentido de algunos párrafos, no era capaz de leer el poema de una punta a la otra, como ingenuamente había imaginado. Volví a la carga en diferentes oportunidades, pero la lengua extranjera se obstinaba en oponer resistencia. Hubiera podido insistir desde aquel momento, pero otras lecturas, sobre todo otras aventuras requerían mi presencia. Resultado: el volumen fue a parar a un estante hasta el día en que reapareció – ya en otras circunstancias- y me reveló finalmente sus claves.


Sin embargo, algo me había impresionado en aquel encuentro con el texto original de los Cantos, casi como que saltó a la vista mientras hojeaba el libro: la diagramación extremadamente concreta, visual y fragmentada del poema, quedó fijada desde aquel día como una de sus características mayores. Tal vez no había logrado desentrañar el sentido, pero estaba claro que había visto algo, para usar la terminología de Hocquard (que toma prestada de Zufofsky): la posibilidad apenas esbozada, de otra escritura poética, aunque estuviera a cien leguas de imaginar lo que podía representar –y sin duda incluso significar– la invención de una nueva prosodia.


(el texto continúa mañana...)


miércoles, 3 de febrero de 2010

El traductor chino de Borges

Mientras el comité encargado de otorgar los subsidios a la traducción para la promoción de autores argentinos con vistas a Frankfurt 2010 invierte en nuevas traducciones de Jorge Luis Borges, presentamos acá una entrevista, publicada en el diario Página 12, del 8 de diciembre de 2002, donde Kaixian Chen es entrevistado por Andrew Graham-Yooll.

"Estudiar la literatura de España y América latina"

–¿Cómo llega usted a especializarse en literatura latinoamericana?
–Estudié en China y en México. Tengo un acento español y a veces tengotonalidades mexicanas. Eso es porque aprendí el español de España en la China. El sistema de enseñanza en China todavía sigue usando la pronunciación de España. Para nosotros es preferible la pronunciación española, de esa manera no se cometen errores ortográficos. Por ejemplo, si yo digo zapato en español es un zapato, en Buenos Aires, puede ser un sapato.

–¿Su especialidad es Jorge Luis Borges. ¿Cómo percibe a ese escritor desde el chino?
–En un homenaje a Borges, la señora María Kodama habló del orientalismo en la literatura de Borges. Pero nos resulta muy difícil detectar su orientalismo. A nuestros ojos, ese orientalismo es distinto al orientalismo que nosotros percibimos. Por ejemplo, para nosotros Las mil y una noches es una obra occidental, porque estamos más al este que el Medio Oriente, que muchos llaman Asia occidental. Borges contiene casi toda la cultura occidental. Desde la mitología griega a la nórdica, además de los pasajes e historias tomados de la Biblia. Todas esas cosas para los chinos son muy poco conocidas. Borges tiene algunos elementos orientales, por ejemplo sobre un filósofo chino (Zhuang Zhou). Y también menciona una enciclopedia china. Pero creo que es un juego borgeano, el mezclar elementos orientales con occidentales. Eso lo puede hacer Borges porque es un escritor universal. Pero es muy confuso. Cita nombres y obras para confundir al lector acerca de si es verídico o falso el dato. Confunde la ficción y la realidad. Borges habla de muchos filósofos, muchos literatos, y a veces no se sabe si los nombres que menciona son verdaderos o ficticios. A veces no se pueden encontrar esos nombres en las enciclopedias, que se agrega a la dificultad.

–¿Cuántos años dedicó a los estudios de la literatura latinoamericana?
–Es una historia bastante larga. Empecé a estudiar el español en el año 1961. Entonces el sistema de educación en la universidad era de cinco años, generalmente. Quería graduarme en julio de 1966. Pero en marzo y abril comenzó la Revolución Cultural. Entonces se interrumpió todo y empecé a trabajar en 1968. Bueno, no a trabajar exactamente. En aquellos años los estudiantes graduados de las universidades iban a trabajar según la necesidad del Estado. Debo decir, más bien, que en esos tiempos me envían a trabajar a una institución elegida por las autoridades, no elegida por mí. Yo fui al Instituto de Lenguas Extranjeras de Xian, que el mundo conoce porque es donde luego se descubrió la tumba del primer emperador y el ejército de estatuas de terracota. En aquellos tiempos los estudiantes graduados que tenían destinos de trabajo decidido tenían que esperar hasta que se les ordenaba trasladarse a sus puestos, aun cuando estaba en plena vigencia la Revolución Cultural. No era como ahora, que los estudiantes graduados tienen que hablar con las instituciones para ver si hay vacantes posibles y si son necesarios, o dónde pueden ser colocados, para trabajar. En aquella época no era así todavía, no había la libertad de escoger el lugar de trabajo y solicitar que lo acepten. Se esperaba la decisión del Estado o del partido. Durante la revolución yo estaba en la universidad como parte de la acción popular. En el Instituto de Lenguas Extranjeras de Xian fui enviado a trabajar para ser reeducado ideológicamente. Eramos educados por los campesinos pobres y campesinos de capas sociales media e inferior. Mao Tsetung creía que los campesinos pobres tenían una ideología más pura. En opinión de Mao, los intelectuales estábamos muy contaminados por las ideas capitalistas y revisionistas que imperaban en las ciudades. Debíamos ser reeducados porque la enseñanza de los años anteriores a la Revolución Cultural era principalmente burguesa, según Mao. Fui al campo para trabajar dos años, cavando la tierra y participando en la siembra, y también en la cosecha. Con ese trabajo en el campo olvidé casi todo el castellano que había aprendido. Finalmente, en 1972, dejé el campo y recomencé los estudios, y la enseñanza del español en la universidad de Xian. La Revolución Cultural terminó en 1976, cuando cayó la "Banda de los Cuatro", una conspiración en que estaban involucrados muy importantes funcionarios. Mao murió en ese año, 1976, a los 83 años.

–¿Y se quedó ahí, en el Instituto de Lenguas Extranjeras?
–Sí, pero en 1979 me enviaron a estudiar en el Colegio de México, por dos años. En México, entre 1979 y 1981 tuve profesores argentinos que me enseñaron sobre Borges. En ese tiempo había varios argentinos. Recuerdo que el escritor Noé Jitrik también trabajaba en el Colegio, pero se fue con una huelga de profesores que protestaban por no sé qué cosa. Fue mi padre quien me aconsejó estudiar la literatura de España y América latina, y especialmente a Cervantes y a Jorge Luis Borges. Esa es la especialización mía, pero también siento interés por la literatura en general de esos países porque en China uno no se puede especializar tanto. Hay que tener en cuenta que tenemos miles de años de historia, y hay mucho por aprender. Los escritores contemporáneos que más me interesan son Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Quisiera tener más información sobre Ricardo Piglia. No parece haber ningún argentino realmente importante en este momento. Consulté a amigos y cada uno al que le pregunto me da nombres de su elección que son diferentes al de otro que consulto. Por lo tanto, la selección para mi estudio es un poco arbitraria. Recientemente hice traducir unos cuentos de Fogwill. Y entre los españoles que más me gustan está Juan Goytisolo, pero eso quizá sea porque traduje una obra suya, Juego de manos, al chino.

–¿Sigue traduciendo a escritores hispanoamericanos?
–Antes traducía mucho, porque se podía hacer sin obtener los derechos de autor. China no había ingresado aún en la organización internacional de propiedad intelectual. Ahora ya no traduzco tanto, porque es necesario que se apruebe una edición o tener el dinero para comprar los derechos de autor. A veces, todavía hay problemas. Hay una editorial en Nanjing bastante grande que quiere los derechos de autor para publicar a García Márquez, especialmente Cien años de soledad. Pero García Márquez no quiere ceder. Se quejaba mucho, guardaba rencor todavía por las ediciones piratas que antes se editaron en China. Pienso que las condiciones son favorables para García Márquez, le están ofreciendo cien mil dólares. Linda cifra ¿eh? De eso se encarga la famosa agente literaria Carmen Balcells, en Barcelona. Todavía administra a los autores importantes. Ella le dijo a un amigo mío que aún no era momento de ceder los derechos a China. No sé por qué, con una cifra tan buena... Por otro lado, Carlos Fuentes tiene muchas ediciones en chino, desde sus obras más famosas hasta las más recientes. También estamos buscando autores argentinos. Estoy tratando de coordinar algo con el cónsul argentino en Shanghai, Miguel Velloso, que me ha ayudado mucho al enviarme libros de escritores argentinos. El cónsul me mandó libros recibidos de los autores, y yo me llevo otros desde aquí para leer. Vamos a ver si puedo hacer algo.

–Usted dijo que su padre le aconsejó estudiar literatura latinoamericana. ¿Cómo eran sus padres?
–Mis padres eran intelectuales. Mi madre fue la primera soprano de China. Estudió en Estados Unidos. Mi padre hizo sus estudios en la Universidad de Wisconsin, recibió su doctorado en la Universidad de Yale, en los años treinta, y era profesor de literatura inglesa en la Universidad de Nanjing, donde ya había comenzado a enseñar en los años treinta, a su regreso de Estados Unidos. Mis padres gozaban de prestigio nacional en China, por eso fue que en la Revolución Cultural fueron tan duramente criticados. Mi padre vivió hasta 1986, mi madre hasta 1990, por lo tanto vieron muchos cambios en China.

–¿Qué tiradas tienen las ediciones de libros en China?
–El mercado decide ahora en China. La editorial quiere vender. Aunque algunas veces el libro es muy bueno, no corresponde al mercado chino. El público chino tiene una mentalidad diferente a la occidental. En China los libros son relativamente baratos, entonces tienen que alcanzar cifras de edición muy altas para ganar dinero. Las ediciones son de diez mil ejemplares, ediciones más chicas, como acá, que muchas veces son de mil o dos mil ejemplares, no sirven. En China ahora hay diferentes niveles de escritores. Hay escritores profesionales que son contratados por el gobierno a través de la Asociación de Escritores de su provincia o de su ciudad. Eso quiere decir que tienen sueldo determinado, además pueden cobrar derechos de autor por su creación literaria. No hay ese tipo de escritores en Occidente. Por eso encuentro que los escritores de Occidente admiran mucho el sistema chino. También hay escritores que se dedican a la creación por su propia cuenta. Pero ellos tienen que trabajar en otra cosa. Pero si tienen mercado, les va bien. El autor de una telenovela, por ejemplo, gana muy bien con sus derechos.

–Usted va a hablar del sistema educativo chino, en Rosario y en el Ministerio de Educación...
–Sí. El sistema es bastante complicado, distinto. En las universidades, el ingreso es muy competitivo, porque la gente tiene el deseo de enviar a sus hijos a estudiar. Pero eso se ve en todo el sistema. En las escuelas
primarias, secundarias y preparatorias (para el ingreso universitario) ya los niños se están preparando y la competencia es muy fuerte, para llegar a buenas carreras en buenas universidades. Ese es un fenómeno muy frecuente en los países orientales. En Japón, en Corea, y en China. Un aspecto interesante es el nivel de la concurrencia a los estudios. El horario de trabajo a la mañana, por lo general, comienza a las ocho. Las clases en los colegios también comienzan a esa hora. Pero a los alumnos escolares se los ve en las calles a las 6.30 y a las 7 de la mañana yendo en bicicleta a sus escuelas. Van a estudios preparatorios. La ciudad está aún tranquila. Sólo se ve a los ancianos en las calles que salen a hacer su gimnasia... y a los estudiantes. La escuela primaria es obligatoria y la secundaria lo es hasta su primer nivel, que son tres años, hasta los quince. Después, en la segunda etapa secundaria, hay un examen nacional muy duro para entrar en la universidad. También hay un examen para pasar del ciclo básico secundario al preparatorio, que son tres años. En la universidad tienen que cursar cuatro años para la licenciatura, tres para la maestría, y tres para el doctorado. El gobierno aporta cada vez más presupuesto a la educación. Se le da mucha importancia. En los últimos años se están ampliando mucho los cursos de maestría y doctorado. No es como acá, que parece ser estable. En China, por ejemplo, si un año una universidad admite diez estudiantes para una maestría, cada año agrega más, va subiendo a doce, catorce, y así.

–¿Cuándo comenzó esta reforma, esta ampliación de los estudios y el número de estudiantes?
–Yo diría que en los últimos diez años. Las carreras preferidas creo que son parte de un fenómeno universal, la tecnología, la informática, el comercio. La ingeniería tradicional también, pero no es una carrera tan necesitada ahora. En este momento, por ejemplo, a nosotros nos faltan profesores de letras españolas. A la gente le interesa estudiar letras, pero al terminar sus estudios no quieren ir como profesores de letras. Quieren ir a las empresas, como traductores, o intérpretes, o como funcionarios en las empresas de importación y exportación. El futuro ahí puede llevarlos a una jefatura de departamento. Entonces no quieren enseñar español, o enseñar a escribir en idiomas extranjero. Estudiarlos sí. La tecnología es lo que atrae ahora.

martes, 2 de febrero de 2010

Traductores de teatro, ¡a escena!

Este blog omnívoro se alimenta de todo lo que tenga que ver con el mundo de la traducción literaria. Por eso, cuando en el número de The Linguist correspondiente a la edición de los meses de octubre/noviembre de 2009, Ian Barnett, miembro señero del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, descubrió un muy interesante artículo de William Gregory sobre la traducción en el teatro, Julia Benseñor  lo tradujo diligentemente para someterlo a la consideración de los lectores. A ambos, muchas gracias y todo el crédito que les corresponde.

Exijamos protagonismo

El verano pasado, el Old Vic de Londres fue el escenario que acogió al Bridge Project, una compañía anglo-americana cuya producción de El jardín de los cerezos, de Anton Chéjov, recibió grandes elogios. The Observer encomió la “traducción efervescente” de Tom Stoppard, mientras que para The Telegraph el dramaturgo había traducido este clásico de la literatura rusa “con descarada frescura”.

El texto publicado, la producción más reciente en Londres de la última obra de Chéjov, reconoce a Stoppard como su traductor a los fines de los derechos de autor, pero hay otro nombre agazapado entre las páginas del programa de este espectáculo: Helen Rappaport (foto), mencionada justo debajo del “profesor de movimientos de oso” en el programa de Cuento de invierno, es la persona a quien se le atribuye la “traducción literal de El jardín de los cerezos”. En el texto publicado, Rappaport recibe mayor reconocimiento: su nombre aparece junto al título.

Los traductores que no están familiarizados con el mundo del teatro a menudo se sorprenden ante esta práctica, pero es muy común, si no la norma, en los escenarios de Inglaterra. Se le encomienda a un especialista en lenguas que traduzca una obra de teatro extranjera ”en forma literal” y luego, un dramaturgo, por lo general conocido, usa esa traducción para escribir el guión final de la obra. A este texto se lo suele llamar “versión”, “adaptación” o “traducción”. El proceso es materia de mucha controversia. “Le encargan a un pobre infeliz que produzca algo tan misterioso como una traducción literal para que después algún personaje famoso le agregue frases floridas y un diálogo ingenioso”, se queja el traductor y dramaturgo Anthony Vivis. En un ejemplar de The Linguist, Peter Newmark sostuvo que “contratar a un dramaturgo que no conoce la lengua de partida para componer una versión es un insulto al autor”, opinión que comparten muchos traductores.

Sin embargo, en el mundo de las tablas predomina una posición diferente, incluso antagónica. Treinta años antes de Stoppard, el dramaturgo Michael Frayn también tradujo El jardín de los cerezos y fue elogiado por un crítico en estos términos: “tan próxima a la perfección como le es posible al arte de la traducción”. Pero cuando le habló al público en el National Theatre, en 1989, Frayn dijo: “Lo bueno de Chéjov es que uno no necesita saber una palabra de ruso para poder traducir sus obras. La idea de hacer referencia a cierto texto original es absolutamente detestable”. Semejante declaración logra erizar la piel de todo traductor, y saber que el ganador de los premios Tony y Olivier sí habla ruso no sirve de mucho consuelo. Sólo espero que haya querido ser irónico.

Existe interés entre la comunidad anglófona de teatro de “liberar” la traducción del texto fuente, tanto como se tiene la visión de que los traductores, en su calidad de lingüistas dotados de talento técnico y no creativo, no entienden verdaderamente de qué se trata el teatro. Algunos sienten que los traductores no son lo suficientemente artistas, que son demasiado científicos, convencionales y afectos a preservar la pureza del texto original al punto de poner en peligro la calidad de la mise-en-scène. Según Vivis, “esto hace que los traductores se automarginen a una vida de reclusión en biblioteca por su condición de especialistas en lenguas o académicos. Se admite que pueden capear las tormentas de un diccionario, pero naufragan cuando se trata de actores”. Los actores necesitan algo más que precisión lingüística para sacar a la luz sus dotes creativas. Para que un texto dramático sea efectivo, debe contar con la más esquiva y enigmática de las cualidades: “la orabilidad”.

El teatro no es una disciplina nueva en los estudios de traducción, y podría decirse que los académicos ya han desacreditado el concepto de “orabilidad” tildándolo de mito. En el peor de los casos, es una cortina de humo que permite justificar la realidad del mercado: como las obras inglesas, estadounidenses e irlandesas tienen el predominio casi absoluto y las obras originalmente escritas en un idioma extranjero apenas constituyen un mínimo porcentaje de lo que se ofrece en cartel, es más fácil llenar los teatros con la versión de un clásico extranjero hecha por un dramaturgo famoso que con una obra de teatro nueva traducida por un ignoto traductor.

En el mejor de los casos, la “orabilidad” es una medida muy poco precisa que los profesionales del teatro aplican a un texto antes de ponerlo a prueba en una sala de ensayo, basada en el supuesto de que el diálogo dramático debe fluir fácilmente de boca de los actores o que debe hablarse en el lenguaje de todos los días. Es el santo grial que los traductores de teatro han procurado lograr desde la antigüedad. Ya en el 46 a.C., Cicerón hablaba de traducir teatro no sólo ut interpres sino también ut orator (no sólo como traductor sino como hablante). En 1969, el traductor Lars Hamberg dio el siguiente consejo: “el diálogo fluido y natural es fundamental en las traducciones teatrales; de lo contrario, los actores tendrán que vérselas con un libreto artificial y rebuscado”.

Este consejo no tiene en cuenta la posibilidad de que un texto sea deliberadamente difícil o incluso que giros naturales o gramaticalmente correctos sean rechazados por un escritor que prefiera un estilo desafiante o antinatural. En cambio, parte de la premisa de que las obras deben responder a un modelo de naturalidad y que el derecho del actor a “que se le facilite la tarea” está por encima del derecho del autor de romper con las convenciones. Más aún, la “orabilidad” no se exige por igual de los autores que escriben en su propia lengua; de hecho, la elección de las palabras por parte de un autor es vista por muchos, dentro de la tradición del teatro, como algo sagrado, que precisa ser comprendido y elaborado. Tal como lo expresó el traductor y académico David Johnston, “la lengua que no es problemática, de algún modo, no es materia de teatro”.

Pero si ha triunfado el argumento que sostiene que no debe apelarse a la “orabilidad” para marginar al traductor, es hora de comunicárselo al mundo del teatro. Con raras y notables excepciones –el Royal Court y el Gate Theatre, por ejemplo, confían en traductores para montar sus obras–, el Jardín de los Cerezos del Old Vic es una manifestación más de los usos y costumbres que prevalecen a pesar de los esfuerzos de los académicos por desacreditarlos.

Sin embargo, es demasiado fácil echarle la culpa al mundo del teatro o a la avaricia de los productores que, ignorantes de las sutilezas del ruso o del español, relegan a los traductores al rol de meros técnicos y, en cambio, entregan toda la responsabilidad del acabado artístico a las figuras de renombre. En julio tuve el privilegio de dar una conferencia plenaria sobre traducción en la City University de Londres, ocasión en la que abordé el tema de la traducción para teatro. Debo decir que para alguien interesado en este campo tan acotado fue sumamente gratificante y alentador comprobar semejante concurrencia. Sin embargo, muchos de mis colegas traductores sienten que el teatro es algo “ajeno” a su trabajo, que exige algo que sólo pueden abordar unos pocos dotados, aquellos con cierto instinto que escapa a toda definición; la orabilidad sigue siendo un fin necesario y un logro con el que la mayoría de los traductores sólo atina a soñar. “¿Te dedicas a traducir teatro?”, preguntan. “¡Qué difícil!”

Entonces, hay una contradicción en nuestras propias filas. Por una parte, nos frustra que las traducciones no estén en manos de especialistas y nos sentimos perjudicados por los escritores monolingües; por otra parte, aceptamos la idea de que el teatro es un campo especializado que necesita más que un simple traductor y todos (me incluyo) seguimos ofreciendo esas traducciones tan literales sobre las cuales tanto nos quejamos.
Pero ¿acaso nos sorprende que hayamos llegado a este callejón sin salida cuando a la hora de formar traductores se ignora casi por completo al teatro? Abundan los cursos de capacitación y las calificaciones en traducción jurídica, científica, comercial y técnica, ya sea en forma de cursos especializados o como parte de un programa más general de desarrollo de habilidades. También existen programas de estudios para abordar la traducción literaria y el subtitulado de películas. Pero el teatro, tal vez porque es un mercado pequeño, no figura ni à placé: nunca se ofreció en ninguno de los cursos formales a los que asistí como traductor. La comunidad de teatro hace muy poco por que los traductores se desarrollen como especialistas en teatro, pero tampoco lo hace la comunidad de traductores. Los especialistas en lenguas necesitan perfeccionarse para llegar a ser traductores de teatro. Esto significa crear oportunidades para que los traductores se desarrollen en forma práctica en un ambiente de aprendizaje y no sólo generar espacios para que quienes ya somos traductores activos en este campo nos sentemos a debatir sobre nuestro trabajo.

Al mismo tiempo, los traductores necesitan reivindicarse como “parte actora” de la obra de teatro y luchar por el reconocimiento que se merecen de los productores como pares de los integrantes de un equipo creativo volcado a lo que, sin duda, es la actividad artística más colaborativa que existe.

Yo mismo debería pasar del dicho al hecho: hace poco tiempo un director con el que estaba trabajando, después de leer mi traducción, me dijo que era un poco “torpe” pero que, no me preocupara, él y los actores lo resolverían en los ensayos. Lo acepté dócilmente. Nadie dijo que trabajar en el campo del teatro era fácil.

lunes, 1 de febrero de 2010

Una nueva antología de poesía náhuatl

La noticia apareció en La Jornada, del 15 de marzo de 2009. Allí se dice que "La tinta negra y roja, antología de poesía náhuatl (Era/El Colegio Nacional/Galaxia Gutenberg, 2008), el más reciente libro de Miguel León-Portilla, incluye ilustraciones de Vicente Rojo y una introducción de Marcelo Uribe y Coral Bracho, quienes seleccionaron los textos que integran el volumen", y se completa con una entrevista de Adriana Cortés Koloffon con Miguel León-Portilla (foto: Luis Humberto González).

El legado poético de los antiguos mexicanos

– ¿Qué dificultades implica la traducción del náhuatl al español?
– En primer lugar, como toda traducción, implica una serie de problemas, porque la traducción es el acto de trasvasar una manera de ver el mundo, una lengua determinada a otra lengua: la que recibe. Hay varios criterios: la traducción literal, la traducción libre, la que se propone –sobre todo en la poesía– recobrar el sentido poético. ¿Yo cómo he procedido? Desde luego no es traducción literal, porque sería la muerte de la poesía, pero tampoco es libre en el sentido de que yo me aparto del texto náhuatl para decir lo que yo quiera. Es una traducción en que, sin forzar al castellano, trato de expresar hasta donde me es posible todos los matices, las sutilezas de la expresión en náhuatl, que es una lengua polisintética e incorporativa, es decir, que une elementos de varias palabras, un poco como el alemán o el griego, pero no nada más los une así, como si fuera un pegote, como si fuera con resistol. Por eso a mí no me gusta decir que es aglutinante, sino que las incorpora, las modifica estructuralmente. Eso se lleva a cabo por modificaciones que los lingüistas llaman morfofonéticas, es decir, en la forma, en la morfología y en la fonética. A mí me ha pasado, como al padre Garibay, mi maestro, que a veces dicen que estamos inventando, a lo cual él respondía: “Ojalá que así fuera pues sería un gran poeta.” En la Filosofía náhuatl saco todos los textos del náhuatl de tal manera que a quien me diga que estoy inventando le respondo: allí está el texto en náhuatl –si es que el crítico sabe náhuatl y me dice: “Usted omitió o añadió.” Mi objetivo ha sido trasvasar a otra lengua y a otro contexto cultural hasta donde se pueda el alma de la expresión indígena.

– ¿Coinciden sus traducciones con las de su maestro, el padre Ángel María Garibay?
– Yo no diría ni que es mejor ni peor; es distinta. Garibay era poeta. Tiene unos poemas bellísimos en un libro que se llama Poemas de los árboles, sobre el ahuehuete, el ciprés. Yo he intentado ser poeta aunque medio de mala muerte. Escribí un libro que me atreví titular: Poesía náhuatl, la de ellos y la mía.

– Para hacer una buena traducción se necesita un conocimiento muy profundo de la cosmovisión nahua.
– Claro, de la cultura general, de las instituciones de ese pueblo. Por ejemplo, si yo digo en La leyenda de los soles: In atl tanatiuh (el sol de agua), tengo que haber explicado qué significa. Es que hubo cuatro edades cósmicas vinculadas curiosísimamente a los cuatro elementos. En la Piedra del Sol pueden verse, en el Calendario que llaman Azteca, y en otras muchas piezas y en muchos textos, tanto en náhuatl como en quiché, en maya. Entonces debe uno tener un conocimiento de la cultura. Por ejemplo, hay un texto que habla de los calpulli. ¿Qué es? Una institución, una organización social muy peculiar de los pueblos antiguos muy diferente de la sociedad anónima de ahora. Si yo quiero poner ahora en náhuatl el concepto “sociedad anónima”, es difícil. Yo he publicado los manifiestos que Emiliano Zapata expidió en náhuatl y español. Dice: “Democracia, tierra y libertad.” Algunas palabras como “tierra” son muy fáciles, pero “democracia” ya no es tan fácil. Te dice, por ejemplo, “patriotismo”. ¿Cómo traducimos al náhuatl “patriotismo”? El que hizo la traducción de esos manifiestos para Emiliano Zapata lo hizo y logró expresar un concepto afín. En La tinta negra y roja yo pongo citas de varios textos que dicen lo que significa este concepto: es la sabiduría lo que nos hace seres humanos, lo que nos da corazón. Por eso dicen: ponte al lado, junto al sabio que es el maestro de la tinta negra y roja. Quetzalcóatl se fue a la Tierra de la Tinta Roja cuando se embarcó huyendo. Hay muchísimas metáforas en náhuatl que no son tan fáciles de expresar. Por ejemplo, Atl-tlachinolli lo suelo traducir como agua y fuego. Pero en realidad no es agua y fuego, sino agua y chamusquina, que para mí es “la realidad de algo que se está quemando”. Si prendiéramos fuego a esta biblioteca donde estamos, sería una espantosa chamusquina, ¡cosa que espero nunca suceda! Chamusquina es quemazón. En náhuatl se dice tlachinolli; tiene que ver con achichinar: esa palabra sí es de origen náhuatl.

– ¿Se puede hablar de un corpus cerrado de la poesía náhuatl?
– El padre Garibay se planteó esa pregunta. Yo puedo contestarte que hay compilaciones o colecciones de poemas. Una que se llama Romances de los Señores de la Nueva España, un título curioso. Es una colección de textos bellísima que tradujo Ángel María Garibay; el manuscrito está en la colección latinoamericana de la Biblioteca de la Universidad de Texas, en Austin. Yo los he traducido también, porque en esto de traducir se puede repetir y repetir. El corpus de poesía náhuatl incluye otro manuscrito importantísimo que está en la Biblioteca Nacional de México, en Ciudad Universitaria. Ese manuscrito ha sido objeto de un estudio de un seminario que yo he coordinado con diez participantes, a lo largo de varios años, entre los que han estado dos de origen francés, dos estadunidenses, Chonita mi mujer y dos de estirpe náhuatl; es una cosa bastante heterogénea y es interesantísimo porque cada uno va dando su parecer. El tomo primero de esta colección va a salir este año con seguridad. Además de estas dos grandes compilaciones, hay poemas en náhuatl en otros muchos manuscritos que tratan de historias o de leyendas, y de ésos sí hay muchísimos; están en el Códice Florentino que nos conservan los textos recogidos por Sahagún, en algunos huehuetlatolli o discursos de la antigua palabra, y en crónicas como Los anales de la nación mexicana que están en la Biblioteca Nacional de Francia; están también, yo pienso, en la Leyenda de los soles que está en la Biblioteca de Antropología e Historia instalada en el Museo Nacional de Antropología. Es decir, aquí en La tinta negra y roja hay textos que se podría discutir si son poesía o no. Yo creo que son poesía.

– ¿Hay rima en el náhuatl?
– En náhuatl no había rima, no se podía decir, por ejemplo: presidente/ la gente, ¿verdad? No había concordancia tampoco. Generalmente me han preguntado: “¿Cómo hace usted para ponerlos en verso? ¿Ya estaban en verso en el manuscrito?” Es una pregunta muy importante. No, no estaban en verso. Lo escribían como si fuera prosa. ¿Entonces por qué no los transcribo como si fuera prosa? Bueno, porque yo creo que se van a trasvasar al contexto poético de la lengua española o de las lenguas romances y en ellas la poesía se escribe como versos. ¿Cómo creo encontrar versos? Un elemento muy importante son las frases paralelas. Por ejemplo, dice: “Has llegado/ has venido/ estás recobrando tu aliento/ goza un poco, disfruta de la vida.” Esas son frases paralelas. Entonces son versos. También recupero un poco el ritmo de la expresión en náhuatl. Desde luego, estoy de acuerdo en que podría discutirse el tema y podría otro señor hacer otra traducción y distribuir los versos de otra manera. En el náhuatl nosotros, al traducirlo, acudimos a lo que es la tradición de la lengua receptora. Si alguien dice: “¿Pero cómo es posible que usted abandone la traducción que había hecho?” No es que la abandone, es que yo creo que en este momento de mi pensamiento capto matices que no capté en otra ocasión.

– ¿En qué etapa de nuestra historia se ha demeritado más el náhuatl?
– En el siglo XIX fue cuando la lengua náhuatl estuvo más pateada. Yo estoy ahora trabajando sobre los indios en1810 y 1910, y cómo están ahora hacia 2010: son los centenarios. Los indios participaron muchísimo en las revoluciones, la de Independencia y en la de 1910. ¿Qué sacaron de eso? Muy poco. Perdieron su identidad como indios. Eso les permitía, con las leyes de Indias, mantener su propiedad comunal de las tierras, gozar de ciertos privilegios, proteger sus lenguas. Pero con las leyes republicanas todos somos iguales, ya no hay propiedad comunal, son cosas atrasadas, y las lenguas y esos dialectos deben desaparecer para que pasen a hablar la lengua europea. La Constitución de 1857 fue catastrófica para los indígenas y la de 1917 algo les restituyó: los ejidos que han sido afectados por disposiciones del presidente Carlos Salinas. Para los pueblos indígenas la propiedad comunal es la base de su organización social. Eso es primitivo y distinto al comunismo que no pretende que los medios de producción se queden en manos comunales.

– ¿Cree que el comunismo ha muerto?
– Yo creo que no ha muerto. Es, si tú quieres, una utopía. Pero ha influido muchísimo y seguirá haciéndolo a lo largo del tiempo. El liberalismo en el que nos estamos parando ahora, esta crisis espantosa, se debe a ese desenfreno loco de la ambición personal, de la acumulación de riquezas.

– ¿Cómo son las elecciones entre los pueblos indígenas?
– Aunque tarden tres o cuatro días cuando van a nombrar a su gobernador, según sus usos y costumbres, buscan unanimidad. Por ejemplo, van a elegir los yaquis o los tzeltales al gobernador interno. Entonces se juntan los viejos, los sabios y dicen: “Qué tal si elegimos al Tata Viate.” Y dicen: “Está muy bien esa persona, pero claro, no quiero atacarlo ni nada, como guerrero no se ha distinguido mucho. ¿Qué tal si ponemos a tal persona? Pues es magnífico, pero no quiso salir a danzar en ninguna de las fiestas de la Pascua , a lo mejor estaba mal.” Hasta que de repente dicen: “Éste tal vez no sea el mejor, pero es el que nos satisface a todos.” Hasta la fecha mucho de eso subsiste y con las leyes de Indias se respetó. Sucedió al revés con las leyes republicanas. Respecto a las lenguas, por ejemplo, Justo Sierra dice: “Realmente estos dialectos son primitivos, necesitamos que todos hablen español para que sea un pueblo más civilizado.” Apenas ahora, en estos últimos años, la Constitución ya en su artículo ii reformado dice: “La nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban el territorio actual del país al iniciarse la colonización, y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas o parte de ellas. La conciencia de su identidad indígena deberá ser criterio fundamental para determinar a quiénes se aplican las disposiciones de pueblos indígenas.” Esto es como volver a las leyes de Indias, en parte.

– Doctor, sus libros son fundamentales para comprender y divulgar la cultura indígena.
– Al publicar todos estos textos nos damos cuenta del enorme valor de la cultura indígena. Por algo me han pedido que muchos de ellos se publiquen en alemán, francés, inglés, checo, ruso, polaco, japonés, hebreo. Mi Filosofía náhuatl está traducida a tres lenguas eslavas: al checo, al ruso y ahora al croata. Además la han traducido al italiano, al alemán y al francés. Esto interesa porque los pueblos de México vienen de una civilización originaria: la mesoamericana, que tiene un desarrollo originario desde los olmecas hasta hoy. Es una civilización original, como lo fue la china o la egipcia o la de Mesopotamia. La cultura griega no es originaria, porque estuvo muy influida por Egipto. Esto es lo que hace que el estudio de estas culturas tenga un atractivo universal. Yo siempre le digo a mis alumnos: “Tenemos muchos problemas, pero somos herederos de la cultura originaria de Mesoamérica que fue una gran civilización y también somos herederos de la cultura mediterránea que nos llegó a través de España. Entonces tenemos un doble legado riquísimo, y si nos va mal es o por tontos o por corruptos.”

domingo, 31 de enero de 2010

Una más (y no jodemos más)

Los lectores de este blog sabrán disculpar al Administrador, pero además de las consecuencias inmediatas del calentamiento global, del posible choque contra la Tierra de Apophis –el asteroide de 250 m de diámetro que podría golpear a nuestro planeta en el 2029, con una potencia equivalente a 200 bombas atómicas–, del integrismo en general, de los nacionalismos en particular, de lo que piensa el papa de Harry Potter y de muchas otras cuestiones igualmente importantes que provocan todo tipo de zozobras y angustias a muchos mortales, los problemas vinculados con la traducción –y sobre todo con la traducción de títulos–, ocupan un espacio importante en el cerebro de los traductores. Por eso va una tercera entrada sobre la famosa novela de J. D. Salinger. En este caso, corresponde al posteo publicado el 28 de enero pasado por el periodista argentino Ezequiel Martínez, en su blog En minúscula, en el seno de Ñ digital.

http://weblogs.clarin.com/revistaenie-enminuscula/archives/2010/01/salinger_el_guardian_oculto.html,

Salinger, el guardián de los títulos que se bifurcan

Así como muchos pueden decir que han leído las obras completas de Juan Rulfo, los libros de J.D. Salinger son dignos de la misma proeza. Claro: entre los dos, publicaron apenas media docena de títulos.

Yo soy uno de esos lectores. Como casi todo adolescente, atravesé las páginas de El cazador oculto metido en las entrañas de su protagonista, Holden Caulfield. Cada vez que algún joven me pide que le sugiera un libro, lo mando a comprar el Salinger más famoso. Luego (o antes, ya no recuerdo), me zambullí en sus Nueve cuentos, en Franny and Zooey y finalmente en la última novela corta que publicó en 1963, Levantad carpinteros la viga del tejado, que tiene unas escenas completamente bizarras dentro de un taxi. Después de eso, Salinger permaneció en silencio de imprenta.

Todos sus libros fueron reeditados en los últimos años por Edhasa. Y aquí llega la historia que quiero contar. Un colega, al conocer la noticia de la muerte de Salinger, me acaba de enviar este indignado correo electrónico:

"Hay una traducción muy conocida de The Catcher in the Rye, que es El cazador oculto; la gallegada El guardián entre el centeno es posterior. El cazador oculto lo editó Sudamericana, creo que a fines de los 60. Para toda una generación, la novela de Salinger se titulaba El cazador oculto. Aclaren esto pero no pongan sin más El guardián entre el centeno".

¿Cómo es que la obra que le concedió una justa fama universal a Salinger avanzó por el español con estos dos títulos que se bifurcan? La versión oficial es más o menos así: cuando el escritor norteamericano no se había vuelto todavía tan mañoso con los resortes de su obra, Sudamericana publicó una edición con una traducción menos "gallega" (como dice mi colega, sin ánimos de ofender) y con un título ciertamente más atractivo. Es cierto que El cazador oculto no era literal y que se trató de una licencia, pero vamos tío, cuánta más fuerza tiene que el original.

Cuando alguien le comentó (¿le mintió?) al escurridizo Salinger que la traducción española, cuyo título se ceñía al original letra por letra (esto es, El guardián entre el centeno) estaba bastante bien, él se lo creyó. Entonces desautorizó cualquier otra traducción al castellano, con lo que la de Sudamericana cayó en la volteada y nunca más pudo usarse. Desde entonces, el cazador quedó oculto y el guadián asomó desde el centeno.

sábado, 30 de enero de 2010

Más sobre Salinger y su novela


Ni Jorge Aulicino ni el Administrador de este blog estaban al tanto, pero la manera en que había sido traducida en la Argentina y en España la novela The Catcher in the Rye, de J. D. Salinger, ya había sido tema de polémica en el pasado. Más precisamente, en El Trujamán del 26 de noviembre de 2002. Allí puede leerse el artículo del argentino Fernando Sorrentino, cuya argumentación, que se ofrece a continuación, se apoya en otro artículo del novelista argentino Rodolfo Rabanal. Tanto este artículo como el que firma Aulicino publicado ayer coinciden en que la clave está en la palabra catcher. La argumentación, sin embargo, es distinta. Ambas son igualmente interesantes. Se espera entonces, si existiera, el argumento de los defensores del otro título. La discusión vale la pena.

¿Cazador oculto o guardián entre el centeno…?

Hacia 1970 leí por primera vez la célebre novela de J. D. Salinger titulada, en esa época, El cazador oculto. El título inglés es The Catcher in the Rye, y su traductor, Manuel Méndez de Andés. El libro, que conservo, fue publicado en Buenos Aires, en 1968, en la colección Los Libros del Mirasol de la ahora extinta Compañía General Fabril Editora. Sin embargo, hay edición anterior (1961) en la colección Anaquel, de la misma editorial.

Desde luego, The Catcher in the Rye no significa El cazador oculto, sino algo tan endemoniadamente difícil y ridículo en español como «El agarrador en el centeno». De manera que, sin presentar ninguna objeción, acepté el título que proponía el traductor y, más aún, lo consideré un hallazgo.

En el capítulo XXII el protagonista-narrador, Holden Caulfield, suministra a su hermana Phoebe una explicación que echa luz sobre el porqué del título:
(...) me imagino a muchos niños pequeños jugando en un gran campo de centeno y todo. Miles de niños y nadie allí para cuidarlos, nadie grande, eso es, excepto yo. Y yo estoy al borde de un profundo precipicio. Mi misión es agarrar a todo niño que vaya a caer en el precipicio. Quiero decir, si algún niño echa a correr y no mira por dónde va, tengo que hacerme presente y agarrarlo. Eso es lo que haría todo el día. Sería el encargado de agarrar a los niños en el centeno. Sé que es una locura; pero es lo único que verdaderamente me gustaría ser. Reconozco que es una locura.

La idea es clara. El problema reside en que no hay manera aceptable de traducir al español la palabra catcher.

Sabemos que existe otra traducción, de Carmen Criado (1978), con el título de El guardián entre el centeno. En un artículo («El traductor traicionado») aparecido en La Nación, de Buenos Aires, el 30 de agosto de 2001, Rodolfo Rabanal prefiere —como yo— el antiguo título, y da sus argumentos:
El guardián en[tre] el centeno es estrictamente literal porque responde a las cinco palabras del título en inglés, pero esa literalidad no beneficia el sentido, más bien lo oscurece. Veamos por qué. El guardián es el arquero —como lo llamamos nosotros en el fútbol— o, para ser más claro, el jugador que en el béisbol corre para atrapar la pelota; si ese jugador se encuentra, de manera figurada, en un campo casi idéntico a un trigal, estará evidentemente oculto y fuera del alcance del bateador. En suma, «cazaría» la pelota desde una guarida y se comportaría como un cazador oculto.

Ésa es la idea que inspiró el título de Salinger, sólo que en inglés, y en los Estados Unidos, bastaba con la literalidad para establecer la metáfora. Pero en la versión en español era preciso imaginar el propósito de Salinger y dar exactamente la idea que el autor buscaba. En efecto, eso se hizo, y de manera brillante en la traducción argentina. Luego se impuso esta nueva versión y el guardián en el centeno ya no suena a nada.
Es muy posible que Rabanal tenga razón.

viernes, 29 de enero de 2010

En la muerte de J.D. Salinger

Seguramente la noticia ya dio la vuelta al mundo: el miércoles 27 de enero de 2010, a los 91 años, murió en New Hampshire el escritor estadounidense J. D. Salinger. Acaso conmovido por la noticia, el poeta, traductor y periodista Jorge Aulicino –cuyo blog "Otra iglesia es imposible" se recomienda enfáticamente visitar, como el mejor de poesía y traducción de poesía de la Argentina– envía la siguiente columna, que se reproduce a continuación.

N. de. Administrador:
Una sola pista: Fernando Fagnani es el editor general de Edhasa en la Argentina.

El sentido oculto

Leí un libro que se titulaba El cazador oculto, y ese libro lo había escrito en inglés un hombre a quien admiraba por sus Nueve cuentos. No pensé, ni nadie pensaba en aquel tiempo –década de los 70–, que la traducción de estos libros pudiese ser debatible. Pero resulta que no sólo había un debate, al menos respecto de la primera obra, sino que el propio autor, J. D. Salinger, que hoy murió, a los 91 años, lo había dirimido (en mi opinión, en su propio perjuicio).

Salinger, lo aclaro de inmediato, es para mí el autor de El cazador oculto, y no de El guardián entre el centeno, y es el autor del cuento "Un día perfecto para el pez banana", que encantó a mi generación, o a parte de ella, y no de "Un día perfecto para el pez plátano". En la Argentina, comemos más bien bananas.

Continúo. Salinger es el autor y creador de un personaje legendario que es el Cazador Oculto. Y es el autor de otro personaje, el mayor de los hermanos Glass, quien a su vez había imaginado una especie inexistente de peces, llamados "banana". Estos peces mágicos tenían la función de encantar la mente de un niña con la que Glass se topa casualmente en una playa, antes de suicidarse. El que acechaba oculto, como un cazador, era un adolescente con el que inevitablemente uno se identificaba, Holden Caulfield. El mundo ha querido consagrar este libro como una joya de la literatura del siglo XX pero, para el mundo hispano, hay dos libros que más o menos contienen lo mismo, pero narrado de formas diversas.

Para mí, cuando Manuel Méndez de Andés tradujo The Catcher in the Rye para Fabril Editora, como El cazador oculto, y de ahí en más hizo legible y querible para mi generación el libro que Carmen Criado tradujo como El guardián entre el centeno, realizó una obra maestra en nuestra lengua. Del título, ni una sola palabra (excepto el artículo "el"-the) corresponde literalmente al original. En el título de Criado, sólo una: "centeno", sin contar artículos. La edición de Sudamericana, realizada por Pedro Rey, en 1998, mantiene el título, no sé si el texto. Ignoro si Méndez de Andés es un seudónimo. Por lo pronto, es el nombre de una calle de Flores, en la que nació Roberto Arlt.

Criado no está más cerca del espíritu de Salinger, si admitimos un espíritu.

Catcher es quien atrapa, agarra, toma, engancha o se engancha, etc. El verbo de origen, to catch, puede ser transitivo e intransitivo en inglés, y también sus equivalentes en castellano, pero claramente refiere a tomar al vuelo, a la carrera, repentinamente, etc. Catcher es, en el base-ball (béisbol, hasta para la RAE) el que tiene la función de atrapar. Si hubiese que ser fiel a la letra, tal vez habría que dejar la palabra en inglés, pues todos los jugadores de béisbol en el mundo llaman cátcher al catcher, incluso en el club DAOM, del Bajo Flores, donde vi jugar béisbol y lo practiqué sin mucho donaire. Esto, claro, si pensamos que Salinger aludía al jugador. Porque en el centeno también se pueden atrapar mariposas. Lo que hace el personaje es soñar que, en un gran campo de centeno, él se empeña desesperadamente en atrapar a los niños para que no caigan en el precipicio cercano. En este sentido, está lejos aún de ser un guardián.

Méndez de Andés encontró que en el título se alude a una posición de acecho, y convirtió al cátcher en cazador, lo que no es descabellado: el cazador atrapa su presa, se cobra una pieza, la derriba y siempre, en último caso, la toma. Si uno lee un poco en castellano, un poco en inglés, no tiene dudas de que Holden Caulfield no está en la vida en general atrapando mariposas o escarabajos, y mucho menos, papando moscas. En ningún caso, además, está en posición de guardián. No vigila nada en lo absoluto. Es posible incluso que Salinger aluda a la posición de un cátcher que corre tras la pelota entre el centeno, algo que se aviene a la visión onírica de Caulfield, porque el cátcher, en la realidad, no corre, sino que atrapa la pelota cuando viene mal servida o cuando el bateador marra.

La cuestión es que, para mí y gran parte de una generación que leyó a Salinger, el imperceptible cazador oculto es un mito. Un mito de un traductor oculto, se dirá. Digamos que sí.

Salinger, informado sobre la cuestión de los títulos de su novela, zanjó el litigio en favor de El guardián entre el centeno. De este modo, la editorial Sudamericana perdió los derechos de la obra de Salinger. Edhasa, que se apresta, seguramente, a re publicar El guardián entre el centeno, es la depositaria de esos derechos en castellano. Esto puede contarlo mejor Fernando Fagnani.