jueves, 4 de febrero de 2010

Autorretrato de un traductor (1)

Yves di Manno (1954) es uno de los más importantes poetas franceses de la actualidad. También narrador y ensayista, desde hace más de diez años dirige la influyente colección de poesía de la editorial Flammarion, en la que ya ha publicado unos 100 títulos. Sin embargo, su mención en este blog conjuga todos esos datos con su labor como traductor de poesía estadounidense al francés. De hecho, a él se deben la nueva edición de los Cantos, de Ezra Pound,  Paterson, de William Carlos Williams,  las Variaciones Lorca, de Jerome Rothenberg y la inminente edición de la poesía completa de George Oppen, entre muchos otros títulos. En 2009, la editorial parisina José Corti publicó Objets d'Amérique, una serie de ensayos sobre poesía norteamericana –con numerosos ejemplos de poesía por él traducida–, que se abren con un importante prólogo construido en base a diez autorretratos, donde el poeta plantea y explica con agudeza la génesis de su labor como traductor –seguramente coincidente con la práctica de no pocos lectores de estas páginas– y la evolución de sus intereses en la materia, así como la forma en que su labor resultó determinante para la escritura de su propia poesía. Dada su amplitud, ese texto se publicará entonces durante los próximos tres días, en traducción especialmente realizada para este blog por Florencia Baranger-Bedel, a quien el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires agradece especialmente. Aquí van entonces, los primeros tres autorretratos.

Prólogo
X Autoretratos


I

Septiembre de 1960. Primer día del año escolar, es el rito de pasaje a la escuela primaria, la entrada al curso preparatorio, acabo de cumplir seis años. Ni bien nos instalamos en el aula –intento sacarme de encima la imagen del niño que gritaba delante de mí con los puños apretados, el rostro surcado por lágrimas en una esquina del patio–, el maestro nos pide que abramos el libro de lectura puesto sobre nuestros pupitres y que intentemos leer por turno la página que él nos indique. Comenzamos por los varones de la primera fila (las clases en aquella época no eran mixtas, y todo el mundo lleva un delantal de uniforme): ninguno es capaz de descifrar ni una línea. Pero cuando se pasa a la segunda fila, de repente un alumno empieza a decir el texto con relativa soltura, trastabillando apenas ante algunas palabras. Su voz inunda el silencio del aula y mi mirada se detiene en la nuca del niño sentado a uno o dos metros delante de mí, antes de volver a concentrarse sobre la página de la cual logra desenmarañar los signos. ¿Cómo hace? La pregunta se formula en mí interior como si aquel talento dependiera de una magia insospechada. Cuando llega al final de la prueba, el maestro le anuncia que pasará directamente al año superior del curso elemental1. El niño se pone de pie, junta sus útiles y se ubica al lado del director de la escuela, que está asistiendo a la escena. Los demás alumnos pasan bastante rápidamente, tan desprovistos como yo, mi turno está por llegar. Fijo la mirada en el libro abierto, en el umbral inaccesible: daría cualquier cosa en ese preciso instante, por ser capaz de descifrar el mensaje que se oculta detrás de esa maraña de signos. Cuando el maestro pronuncia mi apellido me invade una inmensa desesperación: durante una fracción de segundo, el texto ilegible se confunde con mi vergüenza creciente. Voy a tener que terminar por admitir mi ignorancia.

II

Invierno de 1967. Declaré en una oportunidad que había empezado a traducir para leer mejor, para comprender mejor textos que me costaba descifrar. La afirmación no tenía nada de broma, aunque esquivara el impacto del descubrimiento, la comprensión intuitiva que me llevaron a considerar con mayor atención algunas obras. Este largo recorrido se remonta, hasta donde recuerdo, a fines del año 1967 (yo tenía entonces trece años) y mi propia experiencia con las letras de las canciones impresas en la tapa de Sgt Peppers Lonely Hearts Club Band de los Beatles. Ese disco contribuyó (con algunos otros) a sacarme de la infancia, pero aunque en aquel momento lo escuchaba sin cesar, estaba lejos de comprender las letras – salvo por partes, fragmentos de refranes penetrando con sus tenues resplandores en la espesa bruma de la lengua extranjera. Seguía entonces el texto mientras escuchaba “Lovely Rita” o “A Day in the Life”, a riesgo de prestar más atención a los versos impresos sobre el fondo rojo que a la melodía que se propagaba dentro de la habitación. A pesar de todo, buena parte de las letras seguía siendo oscura y me decidí, de un modo u otro, a traducir algunas con ayuda de mi pequeño diccionario y cometiendo seguramente bastantes torpezas. Es probable que esta primera tentación traductora haya coincidido con mi “paso” a la máquina de escribir y la necesidad de poner en claro mis grafías infantiles, en la Remington portátil de mi madre.

A partir de 1970 (pero la infancia ya había quedado lejos) y a lo largo de los años siguientes, el gran tema fue evidentemente la obra de Robert Allen Zimmerman, alias Bob Dylan – sin duda, entre los poetas contemporáneos (y aún hoy insisto en el uso de este término), aquel del cual en aquel entonces más próximo me sentía y del cual no siento por otra parte haberme alejado sustancialmente en la esencia, sino más bien en la forma. Iba a traducir decenas de sus canciones e incluso varios de sus discos in extenso (Blonde on Blonde, John Wesley Harding, luego Blood on the Tracks), “adaptándolos” además al gusto de los desplazamientos semánticos y de las sugestiones del francés, puesto que este trabajo nutría entonces el mundo que se elaboraba en mí, ayudándome a formular percepciones (y conmociones) cuya naturaleza y complejidad no era capaz de concebir. De hecho, el universo dylaniano –en sus entonaciones y sus espejismos– flotaba en toda la prosa que componía en aquella época y que, a Dios gracias, nunca vislumbró los tormentos de la publicación. La última etapa de este proceso fue una serie de poemas breves, en 1975, variaciones a partir de algunas canciones elípticas e impertinentes de Basement Tapes, puestas al final de un pequeño libro que tampoco llegó a ver la luz y que había titulado (ya no recuerdo por qué) La sota de corazones, la dama de corazones y el rey de corazones.

III

Otoño de 1973. En Montreuil, una noche desapacible, en el departamento amueblado que compartía con Dominique S. al fondo del patio, me decidí a abrir el ejemplar de los Cantos pisanos que, desde hacía algunos meses, esperaba pacientemente sobre un mueble. Pound había dejado de ser un desconocido y varios hilos habían comenzado a tejerse en mí: su muerte el año anterior, ampliamente difundida por la prensa que esbozaba el retrato de un rebelde incongruente de las letras estadounidenses; el encuentro en Vence, poco antes de su desaparición, de un estudiante de Boston que se había referido a él como al “más grande poeta vivo”; por último también el hecho que aquellos Cantos estaban traducidos por Denis Roche, del cual me habían llamado la atención los mécrits y que acababa de anunciar su renunciamiento a cualquier proyecto poético (la decisión, en aquel contexto, imponía cierto respeto). Resumiendo: esa noche, hundido en un sillón tapizado en material sintético, abrí el volumen y di comienzo a mi lectura, atrapado de inmediato en "La gran tragedia del sueño en los hombros vencidos del campesino"... Recorrí el libro de un tirón, sin retomar el aliento, dejándome llevar como una hoja al viento por el flujo de las imprecaciones, las citas y los nombres propios – un río inconcebible del cual ni siquiera pensaba la poesía fuera capaz, arrastrando su limo en una mezcla de debacle y belleza. Cuando alcancé por fin el remanso de los dos últimos versos (“If the hoar grip thy tent/ Thou wilt give thanks when night is spent”) estaba realmente pasado, grogui como un boxeador en el cuadrilátero. Y pensar que hasta entonces me entusiasmaba con mis pálidas reescrituras rimbaudianas, creyendo con eso hacerle un favor a la poesía...¿cómo hubiera podido imaginar que entrañaba tales reservas, al punto de llegar a permitir aquel canto iconoclasta, tumultuoso, desenfrenado – estandarte (aunque todavía lo ignoraba) de una armada poética adormecida y de todo un continente oculto.
Al día siguiente, encargué la versión original des los Cantos en la librería del Bulevar Raspail “donde perdía el tiempo/ y me ganaba, de alguna manera, la vida”. El volumen llegó algunos días más tarde: era la edición encuadernada de Faber, la única disponible en aquella época, que todavía no incluía los Drafts and Fragments y se detenía en el Canto CIX. Quise sumergirme de inmediato en la lectura, pero me enfrenté pronto al desencanto de mis “competencias” en inglés que demostraron ampliamente ser insuficientes: aunque comprendía correctamente el sentido de algunos párrafos, no era capaz de leer el poema de una punta a la otra, como ingenuamente había imaginado. Volví a la carga en diferentes oportunidades, pero la lengua extranjera se obstinaba en oponer resistencia. Hubiera podido insistir desde aquel momento, pero otras lecturas, sobre todo otras aventuras requerían mi presencia. Resultado: el volumen fue a parar a un estante hasta el día en que reapareció – ya en otras circunstancias- y me reveló finalmente sus claves.


Sin embargo, algo me había impresionado en aquel encuentro con el texto original de los Cantos, casi como que saltó a la vista mientras hojeaba el libro: la diagramación extremadamente concreta, visual y fragmentada del poema, quedó fijada desde aquel día como una de sus características mayores. Tal vez no había logrado desentrañar el sentido, pero estaba claro que había visto algo, para usar la terminología de Hocquard (que toma prestada de Zufofsky): la posibilidad apenas esbozada, de otra escritura poética, aunque estuviera a cien leguas de imaginar lo que podía representar –y sin duda incluso significar– la invención de una nueva prosodia.


(el texto continúa mañana...)


No hay comentarios:

Publicar un comentario