viernes, 8 de junio de 2012

¿Cuáles? ¿Por qué? ¿Bilingüe o monolingüe?

Nuestro ya conocido David Paradela López está publicando en El Trujamán una serie de artículos bajo la denominación común de “Traducir a la letra”, lo cual le permite hablar de diversos temas. En la ocasión, el 4 de junio pasado, habla sobre diccionarios.

Traducir a la letra: D de diccionario.

Se ha hablado ya de los diccionarios y del apego que el traductor les tiene —a veces con independencia de su verdadera utilidad—; aun así, osaremos abundar en el asunto, empezando, además, por los denostados bilingües. Alude Mario Muchnik (en su Léxico editorial, p. 69) a esos traductores que se enorgullecen de no usarlos. Quien esto firma ha conocido también varios de esos traductores y no puede por menos de compartir la perplejidad del editor y, ya de paso, confesar el uso y abuso por su parte del pérfido adminículo en todas sus variantes: convencionales, visuales, en papel, electrónicos… Confesión que hago tranquilamente porque soy consciente de que existen mil rincones de la propia lengua que desconozco y a cuyas palabras difícilmente llegaré mediante esa inspirada deducción, ese descenso del mundo de las ideas que exige la simple consulta del monolingüe. Puedo leer las definiciones que el Webster da para rosette y pensar en medallitas, insignias, distintivos, pero sin el bilingüe nunca habría llegado a «escarapela», que era lo suyo.

Por no hablar de las veces que nos han salvado el pellejo los «nuevos bilingües»: la web Linguee.com y sus equivalencias por segmentos (de la cual podríamos saltar a las colocaciones y al Redes, otro diccionario incomprendido), Wikipedia (con todas las cautelas que se quiera) y sus versiones en varias lenguas de una misma voz. O de los refraneros multilingües, o de los glosarios con equivalencias consolidadas a las que deben ceñirse quienes traducen para organismos internacionales. Confesémoslo: a veces el bilingüe sí trae le mot juste. En el peor de los casos, su uso no difiere tanto del de los diccionarios de sinónimos o de los nunca bien ponderados de Julio Casares y Fernando Corripio, y oponer su uso al del monolingüe nos retrotrae a discusiones tan absurdas como la de la preferencia por la traducción literal o la versión libre.

Al fin y al cabo, el monolingüe no es garantía de nada por el hecho ser tal. Sin ir más lejos, dudo que ningún traductor del español a otras lenguas recurra al DRAE para saber qué significa una palabra cualquiera. El DRAE es más bien esa señora Rotenmeyer a la que acudimos los hispanohablantes para pedir permiso antes de teclear, por ejemplo, country. Como nos dice que no, pero no hay otra manera de nombrar al estilo musical de Dolly Parton, tiramos millas, riéndonos por lo bajini pensando que algún día admitirán contri. (Para la particular visión de la realidad de la Academia, y mucho más, véanse los dos gruesos volúmenes del reciente El dardo en la Academia, coordinados por Silvia Senz y Montserrat Alberte). En el fondo, los traductores de inglés somos los más afortunados, porque podemos pasarnos las horas vagando con la mirada por el desmedido y apabullante Oxford, de cuyas opciones y herramientas —amén de apertura de miras— debiera tomar nota la lexicografía patria.

La cuestión de las nuevas fuentes de autoridad léxica y terminológica tiene para la traducción de libros consecuencias que van más allá de la elección de las palabras. En el citado librito de Muchnik se cuenta el caso del recientemente fallecido Jaime Salinas, que en una de las colecciones que dirigía prohibió que «se pusieran notas a pie de página para explicar términos que figuraran en el Larousse». Criterios como éste parecen liquidados en un tiempo en que la primera fuente de referencia es la Wikipedia. Pero no es este articulito el lugar para hablar de las notas y similares…

jueves, 7 de junio de 2012

Comunicación lacónica y sin ambigüedades, che

El 22 de mayo pasado, Joe Sharkey firmó un artículo en el New York Times a propósito de las consecuencias del mal manejo del inglés en la aviación internacional. El texto, traducido al castellano, pero sin mención del traductor, apareció el sábado 2 de junio en la edición en castellano de ese diario, incluida a modo de suplemento en el diario Clarín.

El idioma eleva los riesgos
de accidentes en la aviación

A veces simplemente son divertidos, como una grabación de 2006 de un intercambio entre un piloto de Air China y un controlador de tráfico aèreo en el Aeropuerto Kennedy, en Nueva York. El controlador se exaspera cada vez más por el desafortunado inglés del piloto, al grado en que uno puede percibir el enojo en su voz. Por otra parte, la lista de catástrofes de aviación alrededor del mundo que fueron ocasionadas principalmente por malentendidos del lenguaje entre aire y tierra es larga y trágica.

En 1997, por ejemplo, dos Boeing 747 chocaron en una pista en Tenerife, en las Islas Canarias. El desastre en el que 583 personas perdieron la vida, ocurrió en medio de una densa niebla. Pero lo que complicó la situación fueron los malentendidos de órdenes y contestaciones entre las aeronaves en la pista y los controladores de tráfico aéreo.

Las autoridades internacionales de aviación redactaron después requerimientos más rigurosos para el uso de frases en inglés estándares, claras y comunes en las operaciones aéreas.

A medida que crece la aviación global, aumentan las preocupaciones sobre el dominio del idioma inglés entre pilotos y controladores de tráfico aéreo. En octubre la Organización de Aviación Civil Internacional, una agencia de las Naciones Unidas que promueve la seguridad aérea y su desarrolo, emitió recomendaciones para mejorar la capacitación en el idioma inglés.

Un idioma tan rico en matices como el inglés presenta algunos retos en las operaciones aéreas, donde se supone que la comunicación debe ser lacónica y sin ambigüedades.

No obstante, la aviación está ahora inextricablemente vinculada al inglés, y la necesidad de mejores habilidades de comunicación en ese idioma resulta clara a medida que más países se vuelven importantes participantes en la aviación comercial.

Paul Musselman es el director ejecutivo de Carnegie Speech, una compañía de educación de idiomas que ofrece capacitación sobre cómo comunicarse más claramente en inglés a personas que no son hablantes nativos, pero que necesitan usar el inglés en el t rabajo. La empresa de Musselman ofrece clases en un programa llamado Sube al Nivel 4 para llevar a pilotos internacionales hasta el llamado estándar del Nivel 4 establecido para el inglés por la Organización de Aviación Civil Internacional.

Esto se define como un nivel en el que el vocabulario y la gramática son buenos, pero en el que también "la pronunciación, el acento, el ritmo y la entoncación" son adecuados para comunicarse clara y rápidamente en inglés. Carnegie Speech mantiene una sociedad con la escuela de aviación Pan Am International Flight Academy para ofrecer sus cursos de dominio del idioma a pilotos internacionales. "Estamos en el negocio de enseñarle a alguien cómo hablar inglés de manera que le puedan entender", dijo Musselman.

miércoles, 6 de junio de 2012

El castellano de contrabando


Daniel Samper Pizano es un narrador y periodista colombiano. El texto que sigue fue publicado en Ñ, el sábado 2 de junio pasado.



La polinización del lenguaje

La lengua española es nieta del latín y el romance, a los que debe la mayor parte de su léxico y su estructura. Pero a lo largo de la historia han participado en su desarrollo otros idiomas. Unas pocas palabras son de origen desconocido, como perro, al que el etimologista español Joan Corominas atribuye un poco convincente origen “de creación expresiva”, a partir de la manera como los pastores llaman a su perro: “brrr o prrr”.

Al vasco se deben algunos de los primeros términos (queso, izquierda), pues de las dos lenguas quedan registros escritos por la misma época (siglo X). Gracias a las parlas germanas de los invasores de la península Ibérica (siglo I a siglo V) tenemos palabras como jabón, burgo, guerra, robar, falda y yelmo. Siete siglos de presencia árabe (siglo VIII a siglo XV) dejaron en España cerca de 850 palabras y cientos de derivados: arroba, alubias, almohada, azucena, alfarero, babuchas, guarismo, albóndigas, alcalde, fulano.

Los galicismos o francesismos lloviznaron desde tiempos medievales, pero se convirtieron en diluvio a partir del XVIII y hasta comienzos del XX: favorito, galante, interesante, pillaje, merengue, parlamento, financiero, bolsa, garaje, hotel, jardín. La música, la poesía y la pintura fueron puentes para la entrada de vocablos italianos, principalmente del siglo XVI al XIX: soneto, pantalón, centinela, violín, esdrújula, piano, banca, escopeta, ópera, coronel.

Los siglos XX y XXI han marcado la penetración constante y creciente del inglés. Ello se debe en parte al abismo tecnológico entre los países de habla española y los anglosajones: el que inventa es el que nombra. Además, a la expansión por el mundo del modo de vida estadounidense, con sus hamburguesas, su rock, sus jeans, su Internet. También se debe, lamentablemente, al complejo de inferioridad del comercio y la publicidad, que en algunos países prefieren llamar shopping a las compras, home delivery a la entrega a domicilio, country a la urbanización cerrada, casting al elenco o prueba de actores, boarding pass al pasabordo, rating a la sintonía, top a lo más notable, tip a los consejos y wow! al viejo ¡carambas!

El español y sus semillas
Lo que pocas veces se dice es que en la polinización de los lenguajes el español también ha dejado su huella en jardines ajenos. Quizá no cientos, pero al menos decenas de palabras castellanas han volado a otros idiomas y se han aclimatado en ellas. Entre muchos otros, el francés adoptó platino (platine), cabotaje (cabotage) y rastracueros (rastracouère); el alemán, Demarkation y tomate; el italiano, carambola (carambolo), cigarro (sigaro) y albino. Pero el que mayor número de términos ha absorbido es el que mayor número de términos nos ha inoculado: el inglés.

Antes del siglo XIX la mayoría del léxico español que cuajó en otras lenguas provenía de América. Aquellos objetos, productos, animales que eran desconocidos en Europa se adaptaron al español y, ya incorporados a nuestra cultura, circularon por otros países con leves deformaciones: chocolate, alpaca, armadillo, cacique, hamaca. Según el ensayista Henry Hitchings (How English became English o Cómo el inglés llegó a ser el inglés), el libro Viajes, del escritor británico Richard Hakluyt (1553-1616) importó por primera vez a su lengua palabras como sombrero, que data del siglo XIII, y llama (el animal), así bautizada en quichua. De América llegaron también los reconocibles términos iguana, manatee, canoe, maize, papaya, cassave, yucca, cayman, coyote, condor, piranha, jaguar, tapioca, potato (de patata, nombre ibérico de la papa), hurricane, guava (guayaba), peyote, coca y mezcal.

Lengua madre
Llegó también, tomada del azteca, la palabra aguacate, que en inglés se convirtió en avocado. Originalmente, el término proviene de auacátl, que significa testículo, pues recuerda la forma de este varonil equipamiento, aunque bastante más grande, evidentemente. Lo curioso es que dos palabras más se remiten a los ovoides atributos masculinos. Turma, que es denominación de los Andes colombianos para las papas (Diccionario de bogotanismos, Luis Alberto Acuña), también se emplea para los testículos. Y orquídea deriva del griego orkhis, que significa lo mismo que turma y aucátul y se aplicó a la planta debido al parecido entre los bulbos de la orquídea y los de los caballeros griegos. Pero aún no se asombren por completo: volveremos a este tema cuando hablemos de las más recientes exportaciones léxicas a los Estados Unidos.

Tres siglos después de 1492, el vocabulario que hizo metástasis desde el español se originaba en la política y la guerra, como las palabras liberal, junta, armada, guerrilla, cañón, trabuco. Pasado el tiempo se incorporan a varios idiomas el sustantivo común quijote (quixote) y el adjetivo quijotesco (quixotic). En esa época emigra un encantador vocablo que disminuye el pecado a su mínima y más inofensiva condición. Con tal sentido se usa hasta el día de hoy en inglés el término peccadillo: “falta o pecado triviales” (Collins Dicctionary).

William Shakespeare emplea en su obra al menos tres palabras de cuna hispánica: hurricano (huracán, nativa del Caribe precolombino), ambuscado (emboscada) y barricado (lo mismo que barricada, cuyo abuelo léxico es barril).

Por los tiempos de Shakespeare, la presencia latinoamericana en Estados Unidos empezaba ya a propagar sus voces gastronómicas y musicales en el habla gringa. Los mexicanos tenían ranchos, eran machos, guardaban el ganado en el corral, organizaban rodeos, utilizaban ponchos, eran aficionados a los toreadores, comían tacos y tortillas, espantaban los mosquitos, manejaban el lasso, empuñaban el machete, luchaban contra los bandidos, echaban siesta, bailaban la rumba, cazaban buffalos (en realidad, bisontes), bebían tequila en el saloon, pedían chili con carne en la cafeteria, disfrutaban de ocasionales bonanzas, se confesaban ante los padres y tenían en su población negroes y mulattos.

Según el delicioso libro del escritor Bill Bryson Mother Tongue (Lengua madre), “los nuevos habitantes [de América del Norte] tomaron más de 500 palabras de los primeros colonos españoles”. Entre ellas, Bryson recuerda algunas que fueron españolismos y hoy son arcaísmos: bukaroo, traslación al inglés de vaquero (más tarde se impuso el cowboy, conocido incluso en español); bronco, que se aplica a un potro a medio domar; y hoosegow, que no se parece en su escritura pero sí en su pronunciación a la palabra juzgado, de la cual viene. Algunas solo figuran ya como denominación de modelos de automóviles, aunque las dos últimas sobreviven en los diccionarios.

“Invadiendo” el inglés
Hoy los historiadores reconocen, como lo hacen Robert Crum, William Cran y Robert MacNeil, que “en la actualidad, el inglés estadounidense ha tomado más préstamos del español –como enchilada, marijuana, plaza, stampede y tornado– que de cualquiera otra lengua, y la lista crece año tras año”.
Dice el dicho que “la lengua acompaña al imperio”, y cuando España era un imperio (siglo XV a XVII) su lengua recorrió muchos países europeos. Robert Clairborne cita en su historia de la lengua inglesa una frase que fue célebre en el siglo XV: “La guerra se libró con embargos de comercio y con desperados que atacaban las barricades con bravado”.

Embargo significa, de acuerdo con el Webster Dictionary, “orden del gobierno que prohíbe el movimiento de naves mercantes de los puertos” y procede del verbo español embargar, “obstaculizar, estorbar”. En cuanto a desperado, es una versión coja de desesperado y significa en inglés “criminal sin escrúpulos ni cautela”. Típico de los desperados es el bravado, cuyo sentido en inglés –porque en español la palabra no existe– es el de “exhibición de coraje pretenciosa y desafiante”.

En una reciente aparición de su columna “Yo soy como el picaflor”, el escritor español Ricardo Bada ofreció una lista de “palabras castellanas que se usan en inglés como si fueran anglas de toda la vida”.

Copio las que no aparecen mencionadas en otros lugares de esta nota: amigo, auto de fe, bolero, burrito, Celestina, El Cid, compañero, conga, Conquista, contras, cumbia, chacona, Che, chihuahua (la raza canina), chiquita, conjuan, donquijote, El Dorado, fiesta, filipino, flamenco, gaucho, gazpacho, gorila (guardaespaldas), Grande (persona de noble alcurnia), guanaco, hispano, indio, Inquisición, jerez, la ola, latino, mambo, mañana, maracas, mariachi, matador, mate, merengue, sanfermines, señor, tango, tapas, telenovela, vicuña, Zorro.

Otras palabras que los hispanohablantes habríamos señalado como castellanas figuran bajo el rótulo de italianismos: fresco, charlatan, maestro, ¡bravo! ¿Se deslizaron al inglés de Italia o de España? Chi lo sa.

Hemingway, cojones
Aunque quedó lejos aquel tiempo en que los términos políticos españoles saltaban fronteras, el más interesante aporte de nuestra lengua a la inglesa procede del mismo lugar que los aguacates, las turmas y las orquídeas, pero se aplica a la política estadounidense: cojones, que allí ha dado en pronunciarse cohonis.
Viajó directamente de las corridas de toros españolas a bordo de las obras de Ernest Hemingway y, según el diario madrileño El Mundo, fue pionero en su uso político John F. Kennedy. Este escribió en 1961 que “en el Departamento de Estado hay mucho cerebro y pocos cojones, y en el Departamento de Defensa muchos cojones y poco cerebro”. Después la han empleado el circunspecto semanario The Economist (“George W. Bush no tiene cojones”), señoras virtuosas, como la ex secretaria de Estado Madeleine Albright (“Esto no es cojones, es cobardía”, dijo a Castro cuando Cuba derribó dos avionetas de la oposición), el presidente Bill Clinton (que repitió y elogió la frase de Albright), y la reina de la derecha, Sarah Palin, que elogió al gobernador de Arizona –insigne perseguidor de inmigrantes– diciendo que “tiene los cojones que le faltan a nuestro presidente”.

Todos ellos saben perfectamente de qué glándulas estamos hablando, porque su uso acarreó oportunas bromas de los humoristas, críticas de las feministas, debates de los políticos y glosas de los urólogos.

Aceptemos, en general, que se trata de un elocuente y generoso regalo que hace el español al inglés. ¡Pero, qué lenguaje el de estas damas, cohonis!

martes, 5 de junio de 2012

"Todo texto literario es la traducción de otro que lo antecede, incluso si no existe"

Un largo artículo del traductor español Jordi Doce, publicado en la ediciòn on line del Periódico de Poesía, de México, nº 49, correspondiente al mes de mayo de este año.

Traducir: Dos asedios

I. Teoría
 
Si echamos la vista atrás, advertimos que escribir poemas ha sido durante mucho tiempo sinónimo de traducirlos. La historia de la poesía occidental es un palimpsesto de continuas reescrituras que han oscilado entre la traducción filológica y la versión libre, pero que en ningún caso han sabido resistirse a la tentación del hurto y el contrabando fronterizo. Leer nuestro pasado literario es pasearse por un museo sin cámaras ni medidas de seguridad, caminar escoltado por obras perdurables que se ofrecen al visitante como los puestos de un mercado oriental. ¿Quién no querría llevarse algo, por mísero que fuera? La historia de la poesía renacentista y barroca es una historia de préstamos y robos más o menos disimulados, un trapicheo incesante de motivos, ideas y códigos compartidos. Un ejemplo, no de los más recordados: el famoso soneto de Quevedo que comienza “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino” no es, en realidad, más que la traducción de un soneto de la serie Antiquitez de Rome, del francés Joachim du Bellay (“Nouveau venu qui cherches Rome en Rome”), también traducido al inglés de la época por Edmund Spenser. Una comparación detallada entre los tres sonetos nos da una estimación muy precisa de la personalidad de sus tres autores; pero no puede vadear el hecho incontestable de su origen: los tres, inclusive el poema de Du Bellay (que parte de ciertos modelos de la poesía latina de la época), son traducciones.

Todo texto literario es la traducción de otro que lo antecede, incluso si no existe.

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Son muchos los que se apoyan en el parcial o presunto hermetismo de cierta poesía moderna, o en la falta de entendimiento que a veces suscita en sus lectores, para negar la posibilidad de su traducción. A tales alegaciones habría que responder: “¿Puede afirmar sin lugar a dudas que comprende todo lo que lee o le dicen, o incluso lo que usted mismo cree pensar? ¿No le ha pasado alguna vez (mejor dicho, casi siempre) que cuando quiere explicar alguna cosa percibe que no le entienden o no se hace entender? ¿Significa tal cosa que la comunicación, con todo y con ser imperfecta (cosa que podemos muy bien aceptar), es imposible?”

Así también la traducción: no existe la traducción ideal como no existe la comunicación ideal; ambas están sujetas a ruidos e interferencias, a la esencial falibilidad del ser humano y la escasa disposición de nuestro entorno a colaborar con nuestra voluntad de comunicarnos o de traducir: en un caso es la resistencia del idioma, que hace naufragar muchos de nuestros esfuerzos traductores; en el otro es la acústica del aire o de la estancia que nos acoge, y en la que naufragan una parte importante de nuestros esfuerzos comunicativos.

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La presunta dicotomía conocimiento/comunicación, tan virulenta en una etapa reciente de nuestra historia literaria, no tiene, a poco que se la examine, fundamento alguno. Si no hay comunicación no puede haber conocimiento, pues el conocer es siempre un acto transitivo, que implica alteridad y desdoblamiento, un ir y venir entre dos orillas, incluso si esas orillas están en uno mismo (lo que viene a confirmar que conocer es siempre un reconocer, la llegada de algo que nos interpela desde el momento mismo en que advertimos su existencia). Y viceversa: si no se traslada algún tipo de conocimiento, entonces no hay comunicación digna de ese nombre; dicho de otro modo, la acción de comunicarse trae aparejada la existencia de un mensaje, de algo comunicable y por tanto cognoscible a la luz de los sentidos o el entendimiento. Comunicación y conocimiento: ¿qué otro nombre podría darse a este binomio falsamente conflictivo sino el de traducción? 

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Cuando surge la pregunta, por lo común algo maliciosa, de si alguien ha de ser poeta para traducir poesía, cabe responder algo parecido a esto: “Puede no serlo a priori, pero sí, por fuerza, a consecuencia de su trabajo de traducción. Olvidamos con demasiada frecuencia que el artista no es el productor de una obra de arte, sino su producto. No es el poeta el que hace el poema, sino el poema el que nos permite afirmar que su autor es poeta”. Lo mismo es predicable de la traducción literaria, sea o no poética. Quien traduce poesía es libre de comenzar su tarea con la disposición que más le convenga, pero, si la culmina con éxito, se habrá convertido en poeta lo pretenda o no. 

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Para la tradición idealista alemana (a la que, en parte, se adscribe Ortega y Gasset), traducir un poema ha de suponer un forzamiento y apertura de la lengua a la que se traduce; o, lo que viene a ser lo mismo, un enriquecimiento de la propia lengua con los códigos y estructuras del idioma del poema original. De tal forma que un idioma, al abrirse a otros mediante el ejercicio de la traducción, se iría aproximando a esa lengua ideal, prebabélica, que está en el origen de la dispersión y fragmentación actuales.

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Con todo, y aun si no creemos en ninguna lengua total o ideal que otorgue trascendencia a este esfuerzo de ampliación y forzamiento de nuestro pequeño idioma, cabe entender el ejercicio traductor como una variante o prolongación de la creación literaria: se trata, en ambos caso, de violentar la convención, fracturar los clichés petrificados por el uso y la rutina, volar los puentes mismos sin los cuales tales actividades serían imposibles. Escribir, traducir: tareas inmensamente sutiles y paradójicas, como mantener el equilibrio sobre un alambre, cuya única función es hacernos temblar y titubear en la seguridad de nuestros asientos. Podría decirse, a riesgo de incurrir en la exageración, que, del mismo modo que escribimos para mostrar la dimensión imperfecta y mendaz del lenguaje (convención a la que nos agarramos para no caer en el absurdo), traducimos para revelar, precisamente, la imposibilidad de traducir en el sentido lato del término, y demostrar, de paso, que no existe nada semejante a una traducción perfecta. Nadie, ni siquiera el lector más exigente, es más consciente que un buen traductor de las limitaciones de su trabajo.

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Nada más prescindible, tal vez, que el diccionario cuando empezamos a traducir. En ese primer estadio, lo que menos importa es encontrar sinónimos o equivalencias léxicas, o comprender de manera profunda el sentido de ciertas frases y expresiones idiomáticas. Todas estas búsquedas no son nada sin la búsqueda fundamental de una lengua personal capaz de generar la traducción desde dentro de nuestro propio idioma. La mayoría de las traducciones literarias nacen mermadas fatalmente por esa carencia: el traductor puede ser alguien experto que domina tres lenguas, acostumbrado a manejar con perspicacia diccionarios y manuales, que ha leído biografías del autor y estudios críticos de su obra, pero todo este esfuerzo será en balde si no consigue forjarse una idea del estilo del original y plasmarlo en su trabajo. La traducción ha de ostentar la trabazón y coherencia orgánica que tiene el texto original, y el traductor debe lograr que el lector perciba ese cuerpo sensible antes incluso de entenderlo, de abarcar su significado más o menos literal. Si esto no es así, la traducción será invisible en la dimensión que más importa, la de los sentidos.

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Traducimos porque de otro modo nuestro idioma nunca hubiera salido de su estadio primitivo, y así tampoco nuestra literatura hubiera dejado atrás la piel de la oralidad y la repetición ritual. Pero es la traducción precisamente la que permite que todos los cambios de que ha sido testigo el tiempo perduren como anillos en el tronco del idioma, para que nosotros podamos revisarlos a voluntad, contar sus años que son también los nuestros.
 
II. Práctica
 
En otras ocasiones he definido la traducción literaria, y más en concreto la poética, como un ejercicio de desdoblamiento dramático, una actuación forzada por el desafío a ser otro,una heteronimia de contenidos preexistentes que piden ser reformulados en otra lengua. No hay exageración cuando afirmo que, al traducir a poetas tan diferentes como W. H. Auden, Ted Hughes o Charles Tomlinson, he debido ensayar mi papel lo mismo que un actor: leer una y otra vez el guión de los poemas originales, hacer anotaciones al margen, buscar información complementaria, empaparme de la atmósfera y las circunstancias en que el autor los escribió; y, finalmente, a base de numerosos ensayos, hacerme con mi nuevo papel, hablar con otra voz, decir el texto ajeno como si fuera propio, uncirlo a las cadencias de la sangre.

Se trata, en rigor, de un esfuerzo imaginativo que es menos una transformación del yo que el desarrollo de algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes, atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. El yo es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y fatalmente percibimos ser. 

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Un amigo actor me cuenta que una buena caracterización depende muchas veces de dar con un rasgo del personaje (una mueca, un tic, una forma de andar o de moverse o de hablar…) que lo define o lo resume. Ese rasgo es una suerte de palanca que permite reconstruir la totalidad del personaje, el puente o nexo que permite al actor ser uno con su interpretación, convencerle de su pertinencia y su veracidad.

Como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza el texto original. En los Cuatro Cuartetos de Eliot, como explico más adelante, fue la impresión de intensa simetría entre los dos hemistiquios que conformaban el verso en los pasajes más reflexivos o meditativos; una simetría que no era forzada ni solemne, que se desplegaba con una soltura calma, casi morosa, capaz de tensarse sin disonancias. En Auden fue más bien su gusto por las incongruencias verbales y la adjetivación grotesca, su pasión por las jergas y la pedrería feísta en convivencia inmediata con un lenguaje culto, de alta conciencia y gradación literarias. En Simic, la sequedad verbal, el desmarque irónico, el humor negro. En De Quincey, en fin, la coquetería sintáctica, la jouissance con que tuerce y retuerce la frase sin perder nunca de vista sus dos extremos.

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A menudo asocio ciertas traducciones a las imágenes mentales que presidían mi trabajo. Mi recuerdo de la traducción de Los césares, de Thomas de Quincey, por ejemplo, está ligado a una calle de Oxford por la que pasaba ocasionalmente de camino a la Taylor Institution, hace exactamente diez años. Una y otra vez, mientras rescribía a De Quincey, primero a mano en la libreta y luego en la pantalla del ordenador, pensaba en aquella calle, me situaba en uno de sus tramos, retenía su atmósfera, su juego de luces y sombras: una calle patricia y silenciosa, de fachadas de arenisca con puertas pintadas de colores vivos y escaleras siempre húmedas donde los estudiantes recostaban sus bicicletas. Se trataba, sin duda, de un truco de la mente para guardar fuerzas y favorecer la concentración; una forma de prevenir distracciones y blindarme contra mi entorno inmediato. Sin embargo, ahora pienso que era algo más: yo estaba realmente ahí y realizaba mi trabajo en ese tramo concreto de calle; mi otro yo, a la búsqueda de una atmósfera más propicia, había terminado regresando a Oxford, tal vez porque allí había traducido a De Quincey por primera vez y una vaga superstición le vinculaba a aquel lugar. Yo era mi fantasma, y el fantasma era el traductor.

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Todo el edificio de la traducción se sostiene sobre una paradoja insoluble, esto es, un desafío a la razón. El novelista danés Jens Christian Grøndahl lo ha expresado mejor que nadie:

Ser traducido es simultáneamente una liberación y una pérdida, porque sucede a costa de mi lengua. Sólo me queda esperar que el traductor sea capaz de rescribir mi novela tal y como yo la habría escrito si fuera español. Pero ¿habría escrito yo alguna vez ese libro si fuera español?

Cuando traduzco la poesía de Auden llevo a cabo un ejercicio de literatura-ficción que consiste en imaginar cómo serían sus poemas si hubiera nacido en España en algún momento del siglo veinte. Pero ¿habría escrito Auden estos mismos poemas de haber sido español? No es sólo un asunto (obvio) de lengua o de biografía, sino también de tradiciones literarias y del estado en que cada escritor recibe su idioma literario. Y es evidente que el idioma de la modernidad anglosajona no era el de nuestra modernidad: cambian las líneas de salida, las perspectivas, los puntos de contraste y de referencia, los horizontes, las expectativas…

Y, sin embargo, debo escribir los poemas que Auden habría escrito de ser español. Debo fingir que soy un poeta que no habría podido existir, que de hecho nunca existió. Debo violentar la lógica y el sentido común para producir discurso, sentido. Incluso si mi obligación es inaugurar un espacio literario nuevo, abrir el idioma a otra sensibilidad, otra forma de conjugar las palabras y el mundo. Que es, por lo demás, lo que todo escritor ha de aspirar a hacer.

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El asunto se complica en el caso de las antologías. Traducir un libro de poemas es interpretar el papel de su autor en un momento concreto de su existencia creadora. Traducir una antología, en cambio, es interpretar ese papel a lo largo del tiempo, en sus cortes, correcciones, cambios de opinión, despliegues y repliegues. Hay que reproducir una larga y compleja trayectoria literaria en meses o años, ser alternativamente el poeta joven y el viejo, el maduro y el decadente. El ejercicio dramático deviene entonces, al menos en parte, reflexión biográfica, desvelamiento de las fallas y las claves que condicionan una vida. 

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Alguien me dirá que estoy mezclando groseramente sujeto poético y sujeto civil, que confundo la existencia del escritor con su obra. No es el caso. Trato más bien de vislumbrar el lugar desde donde el escritor se reinventa en la página, las tensiones e inquietudes con que ha generado sus diseños de lenguaje a lo largo del tiempo. El Eliot de La tierra baldía no es el poeta de los Cuatro Cuartetos. Algo ha cambiado en su forma de concebir la poesía y tal vez la vida. ¿Por qué no investigar este quiebro, exhumar sus raíces, remontarnos a unas fuentes que, a poco que escarbemos, suelen estar del lado de la experiencia vital?

Dicho esto, no olvido que en poesía lo más superficial (esto es, la textura del lenguaje, el plano verbal, la manifestación visible de la forma) es lo más profundo. 

*
Ocurre a veces que algún lector me pregunta el porqué de ciertas decisiones textuales. Mi respuesta es siempre insatisfactoria. Pasado el tiempo, he olvidado el motivo por el que traduje unos versos de esta o aquella manera y me invade (no por mucho tiempo) la duda, el temor a haberme equivocado.

Dos fuerzas contienden sobre la página: por un lado, el respeto a la literalidad semántica; por otro, la propia fuerza orgánica, moldeadora, que la traducción libera desde sus primeros versos, y en la que se inscriben su clave rítmica y tonal, su peculiar diseño de lenguaje. Esta fuerza no sirve sólo para ponernos en situación, captar la longitud de onda en la que hemos de recibir, por así decirlo, los demás versos, sino que garantiza igualmente la integridad estética del resultado, su condición inexcusable de poema. De ahí que muchas veces las soluciones finales no sean las más inmediatas ni las que propondría un lector capaz de acceder al sentido literal de los versos. Ello no quiere decir que vulneren esa literalidad, sino que su impulso primero viene de otro sitio, de aquel germen rítmico y tonal que va tendiendo sus zarcillos y ramajes hasta configurar un texto vivo, tensado, pulsátil. Porque el poema ha de estar vivo, crecer con su sangre, dibujar el perímetro resonante de sus propios latidos.

Es un hecho que estos latidos (esta plusvalía de placer estético) sólo los perciben quienes están educados o programados para hacerlo. Los demás se atoran en la comparación con el texto original y advierten sólo las distancias, las diferencias. De ahí que mi duda o mi temor sean fugaces. Si no son capaces de escucharlos por sí solos, no hay nada que pueda hacer por ellos
.
*
Releyendo mi diario hace poco, me encontré con una anotación que venía a subrayar, de manera inconsciente quizás, un aspecto no muy debatido del trabajo traductor. Me refiero a la traducción como escucha, como atención paciente y erizada de una voz (una longitud de onda, dije antes) cuyos matices y tonalidades condicionan fatalmente el proceso; lo condicionan y también lo facilitan, puesto que nos permiten descartar de mano una serie de alternativas que simplemente no encajan con esa voluntad primera:

Hojeo una antología bilingüe de Joan Vinyoli, publicada recientemente; aquí y allá, continuas imperfecciones en la versión castellana que me inquietan. Apetece ir línea por línea ajustando su flujo y su cadencia. Los poemas suenan levemente desafinados, como si los traductores hubieran oído voces lejanas o confusas, que no supieron transcribir a tiempo […].

Cuando leemos una traducción mediocre decimos que no nos suena. La frase es la expresión no tanto de una voluntad normativa o normalizadora (aunque puede serlo en aquellos que hacen de la corrección lingüística una especie de baluarte profiláctico) cuanto de una sospecha profunda sobre la dimensión mágica o hechizante de la poesía. El buen poema se nos impone, nos transporta, porque suena, esto es, comulgamos antes con su música que con su sentido. O mejor, su sentido es su música. Según Auden: memorable speech,habla memorable. La sensación, cuando leemos un buen poema o un buen fragmento de prosa, de que esto es así y no puede ser de otro modo. Lo dijo Larrea: “Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor”, el resplandor de un fuego que suelda palabras que nunca antes habían estado juntas.

Si el traductor de poesía no aspira a recrear algo de esa magia, a hacer de su imaginación verbal una “fiera forja” (Blake), al menos en parte, mejor que se dedique a otra cosa.

lunes, 4 de junio de 2012

Marietta Gargatagli habló de género, pero no se refirió ni al poplín ni a la sarga

En una nueva reunión del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, nuestra vieja conocida Marietta Gargatagli habló de "Traducción y género". Lo hizo en dos sentidos: por un lado, sirviéndose de varias versiones de Un cuarto propio, de Virginia Woolf, demostró cómo más allá de los intentos groseros de subrayar las cuestiones genéricas, una buena traducción pone en primer plano el elemento ideológico sin necesidad de ayudas externas. Luego, trazó un panorama del lugar que ocupa la traducción y de los muchos rasgos que comparte con las características que suelen atribuírsele a la femineidad. En la presentación, como es de suponer, no estuvo ausente la polémica, como podrá verse acá .


Marietta Gargatagli, doctora en Filología Hispánica y profesora titular de la Facultad de Traducción e Interpretación desde 1976 es, actualmente, profesora emérita del Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Barcelona. También dio clases en Italia y, antes de 1976, en la Universidad de Rosario. Colaboradora en revistas, periódicos y editoriales de España es autora de ensayos individuales y participante de obras colectivas entre las que destacan: Borges y la traducción (UAB, 1993); El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros (con Nora Catelli, Ediciones del Serbal, 1998); Escrituras de la traducción hispánica (Universidad Austral de Chile, 2009); École, culture et nation (Université Paris X, 2005); Los traductores en la historia (Antioquía, 2005/Editions Unesco, Les Presses de l’Université d’Otawa, 1994/John Benjamins Publishing Co, 1995); Cosmópolis. Borges y Buenos Aires (Barcelona, CCCB, 2002); Héroes de ficción (Ediciones del Bronce, 2000); Heroínas de ficción (Ediciones del Bronce, 1999); Figuras del padre (Cátedra, 1998); La novela del siglo XX y su mundo. Literatura y ciencia (Debate, 1997; Palabras para Larva (Edicions del Mall,1985). Colabora con el Centro Virtual Cervantes y (con Gabriel López Guix) codirige 1611. Revista de historia de la traducción. Ha traducido, entre otras obras, Cartas del fervor de Jorge Luis Borges..

El número de traductores de este mundo

Una nueva columna de Fabio Morábito –cuyo peinado se parece cada vez más al de Muamar Kadhafi–, esta vez especialmente escrita para este blog, por lo que, de todo corazón y ya sin bromas, se la agradecemos en todos los idiomas posibles.

Por qué traducimos

Tal vez la gente de los siglos venideros se preguntará cómo fue posible que en nuestra época haya habido tantas traducciones y que gracias a ellas ningún idioma del planeta, aun el hablado apenas por unos pocos individuos, quedara separado totalmente de los otros. La pobreza lingüística que les tocará vivir, hecha de dos o tres lenguas maestras, si no es que una sola, los inclinará a ver nuestro tiempo sumergido en un caldo idiomático inagotable, constituido por innumerables lenguas y decenas o cientos de miles de traducciones conectándolas a todas ellas, desde las más habladas hasta las más remotas, traducciones hechas a menudo a partir de otras traducciones, y les causará admiración ese ejercicio difundido de metamorfosis, de mimetismo cerebral y de identificación portentosa. Incluso pensarán que traducir de un idioma a otro debió de haber sido nuestra preocupación constante y nuestro entretenimiento principal. Con apenas dos o tres lenguas funcionando en todo el planeta, no faltarán tampoco quienes pongan en duda que en nuestra época pudieron haber existido cientos de miles de idiomas, articulados en complejos árboles de parentesco, con otro tanto número de dialectos derivados de aquellos idiomas, lo bastante disímiles como para hacer dificultosa la comunicación entre regiones y poblados próximos. Se preguntarán entonces cómo pudo ser posible vivir en un mundo así, trasladarse en un mundo así, enamorarse en un mundo así, y una vez que se les demostrara que efectivamente las cosas habían marchado de este modo, concluirán que el número de traductores necesarios para sobrellevar esta monstruosa diversidad lingüística debió de haber sido enorme, inconmensurable, que la traducción en todas sus facetas había ocupado prácticamente todos los intersticios de nuestra vida cotidiana, y cuando los historiadores les probarán, documentos en mano, que no fue absolutamente así y que sólo una porción microscópica de la población se dedicaba a esos menesteres, sacudirán la cabeza agradeciendo haber nacido en una época tan alejada de la nuestra.

viernes, 1 de junio de 2012

¿Un blooper de traducción?

Lo que sigue es un auténtico blooper de traducción. Una vez editada la siguiente noticia, con su presentación e ilustración incluidas, al Administrador le asombró que Robert McCrum ya tuviese una entrada en este blog. Por lo que, luego de grabar lo que hoy iba a presentar, tuvo la curiosidad de volver al nombre de quien firma la nota. Descubrió entonces que, en otra versión, mucho más completa y con otros detalles, ya había publicado esto en este blog el 6 de noviembre de 2011, en traducción de Julia Benseñor. Pero lo interesante es que en la otra oportunidad el original se atribuye a The Guardian y en ésta a The Observer, sin contar otros detalles que se omiten en uno y otro artículo, por lo que la cuestión se constituye en un auténtico misterio que, algún lector con tiempo seguramente va a resolver.

Reproducimos entonces un artículo, sin mención del traductor al castellano, publicado por Robert McCrum en The Observer, de Londres, el 28 de diciembre de 2011 , reproducido en castellano por PressEurop, que puede leerse acá. En la bajada que lo acompaña figura el siguiente texto:  “Con el éxito mundial de Stieg Larsson y de Haruki Murakami, la traducción no había conocido un boom similar desde hace más de una generación. Pero ¿se alcanzará algún día el Santo Grial de la traducción que guarde una fidelidad perfecta con el original?”.

2011: el año del traductor

Se nos dice en el capítulo 11 del Génesis que "Tenía entonces toda la tierra un solo lenguaje y unas mismas palabras". Tras el diluvio del arca de Noé, los supervivientes decidieron celebrar su afortunada ventura de una manera tradicional: con una arquitectura triunfal. "Edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo", así es como recoge la Biblia tal aspiración. "Hagámonos un nombre" dijeron los descendientes de Noé, "por si fueremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra".

Mala suerte. Según el Viejo Testamento, la voluntad de la humanidad de unirse con un propósito común no es del gusto del Todopoderoso. Así que la idea de que hombres y mujeres pudieran ser como dioses fracasó y el proyecto condenado a no tener éxito se llamó Babel. Tal y como reza la versión de la Biblia del rey Jacobo, "allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra". Y para dar buena cuenta de ello, diseminó a los pueblos que hablaban distintos idiomas por todo el planeta.

A principios del siglo XXI, el mundo sigue siendo un mosaico de más de 5.000 lenguas distintas y en liza. Pero para aquellos que todavía sueñan con la implantación de un idioma universal, en pocas ocasiones la perspectiva ha sido tan propicia: 2011 ha sido un año excepcional para el arte de la traducción. ¿Podría realmente reconstruirse la torre de Babel?

Los terrícolas hablamos una sola lengua
Numerosos eruditos de la lengua ahora aceptan la innovadora percepción del filósofo Noam Chomsky de que, pese a los léxicos mutuamente ininteligibles, "los terrícolas hablamos una sola lengua" . Una apreciación que para Chomsky sería evidente para un marciano que viniese de visita. Por esa o por otra gran variedad de motivos, quizá nunca hayamos estado tan cerca de hacernos inteligibles.

A través del impacto de los medios de comunicación globales, ahora existe más que nunca un mercado para la literatura traducida, en la que la lengua predeterminada sería el inglés británico o el estadounidense. Muchas de esas versiones guardan el mismo parecido con el original como el de una alfombra persa y su revés, aunque eso no parece mermar su atractivo para el lector.

Últimamente en Estados Unidos el apetito despertado hacia la "ficción extranjera" – la trilogía Millennium de Stieg Larsson o 1Q84 de Haruki Murakami– ha favorecido una tendencia que inspira que nuevos lectores se interesen por superestrellas de la literatura internacional como Umberto Eco, Roberto Bolaño y Péter Nádas. Quizás haya que remontarse a la década de los ochenta, cuando las novelas de Milan Kundera, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa se convirtieron en bestsellers internacionales, para encontrar una comparación al empuje recibido para introducir la ficción traducida en el mercado literario.

Los traductores son estrellas del rock
Nuevas ediciones [en inglés] de Guerra y Paz de Tolstoi, de Madame Bovary de Flaubert y de En busca del tiempo perdido de Proust han convertido a los traductores con exceso de trabajo – y una raza tímida– en centro de atención mediática. David Bellos, cuyo nuevo libro, Is That A Fish In Your Ear? Translation and the Meaning of Everything [¿Es eso un pez en tu oreja? Traducción y significado de todo, todavía no disponible en español] se publicó en otoño, señala que en Japón, por ejemplo, "los traductores son como estrellas de rock" con su propio libro sobre cotilleo de famosos, The Lives of the Translators 101 [Las vidas de los traductores 101, no publicado en castellano].

Este repentino interés del público global hacia la ficción hubiese sido impensable si no fuese cierto que, según el British Council y respaldado por muchas otras fuentes dignas de crédito, alrededor de la mitad de la población mundial – 3.500 millones de personas – supiesen o tuviesen algún conocimiento de "algunas nociones de inglés". Y por primera vez en la historia de la humanidad, es posible que una lengua se transmita y se comprenda prácticamente en cualquier punto del planeta.

Este fenómeno lingüístico sin precedentes está respaldado por el formidable poder de los medios de comunicación globales. Lindsey Hilsum, la editora internacional de Channel 4 News, informa sobre cómo al preguntar el significado sobre un grafiti en árabe pintado sobre un muro en Tripoli, le dieron una traducción que era una divertida incongruencia debido a un guiño de referencias culturales: "Gaddafi, eres el rival más débil. Adiós"[del conocido programa-concurso de televisión].

 Como era de esperar, y ante estos amplios horizontes, Google está a la vanguardia de lo que se está convirtiendo en una revolución de la traducción, tanto por su alcance como por la técnica que se emplea. La solución de Google para un problema intrínsecamente humano es crear un ordenador que se acerque al Santo Grial de la inteligencia artificial y que pueda traducir el "lenguaje natural".

Google Translate emplea inmensos archivos de documentos ya traducidos y los combina con la probabilidad para dilucidar el significado más cercano, basándose en el contexto. Para que así sea, Google Translate se aprovecha de una base de datos con trillones de palabras, extraídas del corpus de documentación de Naciones Unidas, de las novelas de Harry Potter, de noticias de prensa y de memorandos empresariales.

La lengua universal dependerá de la traducción perfecta

El sueño de una lengua universal depende al final de la traducción perfecta. Dejando a un lado las lecciones aprendidas de Babel, la historia de la Biblia ofrece por sí misma otros cuentos con moraleja, en concreto este año – el cuarto centenario de esa gran catedral del lenguaje, la Biblia del rey Jacobo. Este evento sirve a la vez para celebrarlo y para plantearse si puede existir un ideal o una versión final de una obra semejante. ¿No está cada nueva versión marcada por el propio contexto cultural en el que el traductor trabaja?

 El destino que han corrido las sucesivas traducciones de la Biblia al inglés ilustran el problema de traducir textos de interpretación de manera intemporal en una lengua que está siempre en constante cambio. Los fieles de la Biblia del rey Jacobo, una traducción hecha en tiempo de Shakespeare, se horripilan ante algunas traducciones adaptadas a los tiempos modernos que juzgan absurdas. La New English Bible [Nueva Biblia Inglesa], por ejemplo, reemplaza "lobos con piel de cordero” por algo que se asemeja más al estilo de los Monty Python: "hombres vestidos como ovejas".

Así que a pesar del boom que ha supuesto este año para la traducción y de la proliferación de adelantos técnicos para entendernos mejor los unos a los otros, siempre se nos remite a los eternos juegos de lenguaje de Wittgenstein. De hecho, con numerosas lenguas a lo largo y ancho del mundo, Google Translate todavía tendrá que solucionar versiones locales del acertijo de Fráncfort. No se trata de una recóndita cruz lingüística alemana, sino de la respuesta a una simple pregunta. ¿Cómo se traduce "hot dog" – como comida rápida o como un cachorrito?