Un largo artículo del traductor español Jordi Doce, publicado en la ediciòn on line del Periódico de Poesía, de México, nº 49, correspondiente al mes de mayo de este año.
Traducir: Dos asedios
I. Teoría
Si echamos la vista atrás, advertimos que escribir poemas ha sido durante mucho tiempo sinónimo de traducirlos. La historia de la poesía occidental es un palimpsesto de continuas reescrituras que han oscilado entre la traducción filológica y la versión libre, pero que en ningún caso han sabido resistirse a la tentación del hurto y el contrabando fronterizo. Leer nuestro pasado literario es pasearse por un museo sin cámaras ni medidas de seguridad, caminar escoltado por obras perdurables que se ofrecen al visitante como los puestos de un mercado oriental. ¿Quién no querría llevarse algo, por mísero que fuera? La historia de la poesía renacentista y barroca es una historia de préstamos y robos más o menos disimulados, un trapicheo incesante de motivos, ideas y códigos compartidos. Un ejemplo, no de los más recordados: el famoso soneto de Quevedo que comienza “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino” no es, en realidad, más que la traducción de un soneto de la serie Antiquitez de Rome, del francés Joachim du Bellay (“Nouveau venu qui cherches Rome en Rome”), también traducido al inglés de la época por Edmund Spenser. Una comparación detallada entre los tres sonetos nos da una estimación muy precisa de la personalidad de sus tres autores; pero no puede vadear el hecho incontestable de su origen: los tres, inclusive el poema de Du Bellay (que parte de ciertos modelos de la poesía latina de la época), son traducciones.
Todo texto literario es la traducción de otro que lo antecede, incluso si no existe.
Todo texto literario es la traducción de otro que lo antecede, incluso si no existe.
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Son muchos los que se apoyan en el parcial o presunto hermetismo de cierta poesía moderna, o en la falta de entendimiento que a veces suscita en sus lectores, para negar la posibilidad de su traducción. A tales alegaciones habría que responder: “¿Puede afirmar sin lugar a dudas que comprende todo lo que lee o le dicen, o incluso lo que usted mismo cree pensar? ¿No le ha pasado alguna vez (mejor dicho, casi siempre) que cuando quiere explicar alguna cosa percibe que no le entienden o no se hace entender? ¿Significa tal cosa que la comunicación, con todo y con ser imperfecta (cosa que podemos muy bien aceptar), es imposible?”
Así también la traducción: no existe la traducción ideal como no existe la comunicación ideal; ambas están sujetas a ruidos e interferencias, a la esencial falibilidad del ser humano y la escasa disposición de nuestro entorno a colaborar con nuestra voluntad de comunicarnos o de traducir: en un caso es la resistencia del idioma, que hace naufragar muchos de nuestros esfuerzos traductores; en el otro es la acústica del aire o de la estancia que nos acoge, y en la que naufragan una parte importante de nuestros esfuerzos comunicativos.
Así también la traducción: no existe la traducción ideal como no existe la comunicación ideal; ambas están sujetas a ruidos e interferencias, a la esencial falibilidad del ser humano y la escasa disposición de nuestro entorno a colaborar con nuestra voluntad de comunicarnos o de traducir: en un caso es la resistencia del idioma, que hace naufragar muchos de nuestros esfuerzos traductores; en el otro es la acústica del aire o de la estancia que nos acoge, y en la que naufragan una parte importante de nuestros esfuerzos comunicativos.
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La presunta dicotomía conocimiento/comunicación, tan virulenta en una etapa reciente de nuestra historia literaria, no tiene, a poco que se la examine, fundamento alguno. Si no hay comunicación no puede haber conocimiento, pues el conocer es siempre un acto transitivo, que implica alteridad y desdoblamiento, un ir y venir entre dos orillas, incluso si esas orillas están en uno mismo (lo que viene a confirmar que conocer es siempre un reconocer, la llegada de algo que nos interpela desde el momento mismo en que advertimos su existencia). Y viceversa: si no se traslada algún tipo de conocimiento, entonces no hay comunicación digna de ese nombre; dicho de otro modo, la acción de comunicarse trae aparejada la existencia de un mensaje, de algo comunicable y por tanto cognoscible a la luz de los sentidos o el entendimiento. Comunicación y conocimiento: ¿qué otro nombre podría darse a este binomio falsamente conflictivo sino el de traducción?
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Cuando surge la pregunta, por lo común algo maliciosa, de si alguien ha de ser poeta para traducir poesía, cabe responder algo parecido a esto: “Puede no serlo a priori, pero sí, por fuerza, a consecuencia de su trabajo de traducción. Olvidamos con demasiada frecuencia que el artista no es el productor de una obra de arte, sino su producto. No es el poeta el que hace el poema, sino el poema el que nos permite afirmar que su autor es poeta”. Lo mismo es predicable de la traducción literaria, sea o no poética. Quien traduce poesía es libre de comenzar su tarea con la disposición que más le convenga, pero, si la culmina con éxito, se habrá convertido en poeta lo pretenda o no.
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Para la tradición idealista alemana (a la que, en parte, se adscribe Ortega y Gasset), traducir un poema ha de suponer un forzamiento y apertura de la lengua a la que se traduce; o, lo que viene a ser lo mismo, un enriquecimiento de la propia lengua con los códigos y estructuras del idioma del poema original. De tal forma que un idioma, al abrirse a otros mediante el ejercicio de la traducción, se iría aproximando a esa lengua ideal, prebabélica, que está en el origen de la dispersión y fragmentación actuales.
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Con todo, y aun si no creemos en ninguna lengua total o ideal que otorgue trascendencia a este esfuerzo de ampliación y forzamiento de nuestro pequeño idioma, cabe entender el ejercicio traductor como una variante o prolongación de la creación literaria: se trata, en ambos caso, de violentar la convención, fracturar los clichés petrificados por el uso y la rutina, volar los puentes mismos sin los cuales tales actividades serían imposibles. Escribir, traducir: tareas inmensamente sutiles y paradójicas, como mantener el equilibrio sobre un alambre, cuya única función es hacernos temblar y titubear en la seguridad de nuestros asientos. Podría decirse, a riesgo de incurrir en la exageración, que, del mismo modo que escribimos para mostrar la dimensión imperfecta y mendaz del lenguaje (convención a la que nos agarramos para no caer en el absurdo), traducimos para revelar, precisamente, la imposibilidad de traducir en el sentido lato del término, y demostrar, de paso, que no existe nada semejante a una traducción perfecta. Nadie, ni siquiera el lector más exigente, es más consciente que un buen traductor de las limitaciones de su trabajo.
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Nada más prescindible, tal vez, que el diccionario cuando empezamos a traducir. En ese primer estadio, lo que menos importa es encontrar sinónimos o equivalencias léxicas, o comprender de manera profunda el sentido de ciertas frases y expresiones idiomáticas. Todas estas búsquedas no son nada sin la búsqueda fundamental de una lengua personal capaz de generar la traducción desde dentro de nuestro propio idioma. La mayoría de las traducciones literarias nacen mermadas fatalmente por esa carencia: el traductor puede ser alguien experto que domina tres lenguas, acostumbrado a manejar con perspicacia diccionarios y manuales, que ha leído biografías del autor y estudios críticos de su obra, pero todo este esfuerzo será en balde si no consigue forjarse una idea del estilo del original y plasmarlo en su trabajo. La traducción ha de ostentar la trabazón y coherencia orgánica que tiene el texto original, y el traductor debe lograr que el lector perciba ese cuerpo sensible antes incluso de entenderlo, de abarcar su significado más o menos literal. Si esto no es así, la traducción será invisible en la dimensión que más importa, la de los sentidos.
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Traducimos porque de otro modo nuestro idioma nunca hubiera salido de su estadio primitivo, y así tampoco nuestra literatura hubiera dejado atrás la piel de la oralidad y la repetición ritual. Pero es la traducción precisamente la que permite que todos los cambios de que ha sido testigo el tiempo perduren como anillos en el tronco del idioma, para que nosotros podamos revisarlos a voluntad, contar sus años que son también los nuestros.
II. Práctica
En otras ocasiones he definido la traducción literaria, y más en concreto la poética, como un ejercicio de desdoblamiento dramático, una actuación forzada por el desafío a ser otro,una heteronimia de contenidos preexistentes que piden ser reformulados en otra lengua. No hay exageración cuando afirmo que, al traducir a poetas tan diferentes como W. H. Auden, Ted Hughes o Charles Tomlinson, he debido ensayar mi papel lo mismo que un actor: leer una y otra vez el guión de los poemas originales, hacer anotaciones al margen, buscar información complementaria, empaparme de la atmósfera y las circunstancias en que el autor los escribió; y, finalmente, a base de numerosos ensayos, hacerme con mi nuevo papel, hablar con otra voz, decir el texto ajeno como si fuera propio, uncirlo a las cadencias de la sangre.
Se trata, en rigor, de un esfuerzo imaginativo que es menos una transformación del yo que el desarrollo de algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes, atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. El yo es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y fatalmente percibimos ser.
Se trata, en rigor, de un esfuerzo imaginativo que es menos una transformación del yo que el desarrollo de algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes, atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. El yo es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y fatalmente percibimos ser.
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Un amigo actor me cuenta que una buena caracterización depende muchas veces de dar con un rasgo del personaje (una mueca, un tic, una forma de andar o de moverse o de hablar…) que lo define o lo resume. Ese rasgo es una suerte de palanca que permite reconstruir la totalidad del personaje, el puente o nexo que permite al actor ser uno con su interpretación, convencerle de su pertinencia y su veracidad.
Como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza el texto original. En los Cuatro Cuartetos de Eliot, como explico más adelante, fue la impresión de intensa simetría entre los dos hemistiquios que conformaban el verso en los pasajes más reflexivos o meditativos; una simetría que no era forzada ni solemne, que se desplegaba con una soltura calma, casi morosa, capaz de tensarse sin disonancias. En Auden fue más bien su gusto por las incongruencias verbales y la adjetivación grotesca, su pasión por las jergas y la pedrería feísta en convivencia inmediata con un lenguaje culto, de alta conciencia y gradación literarias. En Simic, la sequedad verbal, el desmarque irónico, el humor negro. En De Quincey, en fin, la coquetería sintáctica, la jouissance con que tuerce y retuerce la frase sin perder nunca de vista sus dos extremos.
Como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza el texto original. En los Cuatro Cuartetos de Eliot, como explico más adelante, fue la impresión de intensa simetría entre los dos hemistiquios que conformaban el verso en los pasajes más reflexivos o meditativos; una simetría que no era forzada ni solemne, que se desplegaba con una soltura calma, casi morosa, capaz de tensarse sin disonancias. En Auden fue más bien su gusto por las incongruencias verbales y la adjetivación grotesca, su pasión por las jergas y la pedrería feísta en convivencia inmediata con un lenguaje culto, de alta conciencia y gradación literarias. En Simic, la sequedad verbal, el desmarque irónico, el humor negro. En De Quincey, en fin, la coquetería sintáctica, la jouissance con que tuerce y retuerce la frase sin perder nunca de vista sus dos extremos.
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A menudo asocio ciertas traducciones a las imágenes mentales que presidían mi trabajo. Mi recuerdo de la traducción de Los césares, de Thomas de Quincey, por ejemplo, está ligado a una calle de Oxford por la que pasaba ocasionalmente de camino a la Taylor Institution , hace exactamente diez años. Una y otra vez, mientras rescribía a De Quincey, primero a mano en la libreta y luego en la pantalla del ordenador, pensaba en aquella calle, me situaba en uno de sus tramos, retenía su atmósfera, su juego de luces y sombras: una calle patricia y silenciosa, de fachadas de arenisca con puertas pintadas de colores vivos y escaleras siempre húmedas donde los estudiantes recostaban sus bicicletas. Se trataba, sin duda, de un truco de la mente para guardar fuerzas y favorecer la concentración; una forma de prevenir distracciones y blindarme contra mi entorno inmediato. Sin embargo, ahora pienso que era algo más: yo estaba realmente ahí y realizaba mi trabajo en ese tramo concreto de calle; mi otro yo, a la búsqueda de una atmósfera más propicia, había terminado regresando a Oxford, tal vez porque allí había traducido a De Quincey por primera vez y una vaga superstición le vinculaba a aquel lugar. Yo era mi fantasma, y el fantasma era el traductor.
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Todo el edificio de la traducción se sostiene sobre una paradoja insoluble, esto es, un desafío a la razón. El novelista danés Jens Christian Grøndahl lo ha expresado mejor que nadie:
Ser traducido es simultáneamente una liberación y una pérdida, porque sucede a costa de mi lengua. Sólo me queda esperar que el traductor sea capaz de rescribir mi novela tal y como yo la habría escrito si fuera español. Pero ¿habría escrito yo alguna vez ese libro si fuera español?
Cuando traduzco la poesía de Auden llevo a cabo un ejercicio de literatura-ficción que consiste en imaginar cómo serían sus poemas si hubiera nacido en España en algún momento del siglo veinte. Pero ¿habría escrito Auden estos mismos poemas de haber sido español? No es sólo un asunto (obvio) de lengua o de biografía, sino también de tradiciones literarias y del estado en que cada escritor recibe su idioma literario. Y es evidente que el idioma de la modernidad anglosajona no era el de nuestra modernidad: cambian las líneas de salida, las perspectivas, los puntos de contraste y de referencia, los horizontes, las expectativas…
Y, sin embargo, debo escribir los poemas que Auden habría escrito de ser español. Debo fingir que soy un poeta que no habría podido existir, que de hecho nunca existió. Debo violentar la lógica y el sentido común para producir discurso, sentido. Incluso si mi obligación es inaugurar un espacio literario nuevo, abrir el idioma a otra sensibilidad, otra forma de conjugar las palabras y el mundo. Que es, por lo demás, lo que todo escritor ha de aspirar a hacer.
Ser traducido es simultáneamente una liberación y una pérdida, porque sucede a costa de mi lengua. Sólo me queda esperar que el traductor sea capaz de rescribir mi novela tal y como yo la habría escrito si fuera español. Pero ¿habría escrito yo alguna vez ese libro si fuera español?
Cuando traduzco la poesía de Auden llevo a cabo un ejercicio de literatura-ficción que consiste en imaginar cómo serían sus poemas si hubiera nacido en España en algún momento del siglo veinte. Pero ¿habría escrito Auden estos mismos poemas de haber sido español? No es sólo un asunto (obvio) de lengua o de biografía, sino también de tradiciones literarias y del estado en que cada escritor recibe su idioma literario. Y es evidente que el idioma de la modernidad anglosajona no era el de nuestra modernidad: cambian las líneas de salida, las perspectivas, los puntos de contraste y de referencia, los horizontes, las expectativas…
Y, sin embargo, debo escribir los poemas que Auden habría escrito de ser español. Debo fingir que soy un poeta que no habría podido existir, que de hecho nunca existió. Debo violentar la lógica y el sentido común para producir discurso, sentido. Incluso si mi obligación es inaugurar un espacio literario nuevo, abrir el idioma a otra sensibilidad, otra forma de conjugar las palabras y el mundo. Que es, por lo demás, lo que todo escritor ha de aspirar a hacer.
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El asunto se complica en el caso de las antologías. Traducir un libro de poemas es interpretar el papel de su autor en un momento concreto de su existencia creadora. Traducir una antología, en cambio, es interpretar ese papel a lo largo del tiempo, en sus cortes, correcciones, cambios de opinión, despliegues y repliegues. Hay que reproducir una larga y compleja trayectoria literaria en meses o años, ser alternativamente el poeta joven y el viejo, el maduro y el decadente. El ejercicio dramático deviene entonces, al menos en parte, reflexión biográfica, desvelamiento de las fallas y las claves que condicionan una vida.
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Alguien me dirá que estoy mezclando groseramente sujeto poético y sujeto civil, que confundo la existencia del escritor con su obra. No es el caso. Trato más bien de vislumbrar el lugar desde donde el escritor se reinventa en la página, las tensiones e inquietudes con que ha generado sus diseños de lenguaje a lo largo del tiempo. El Eliot de La tierra baldía no es el poeta de los Cuatro Cuartetos. Algo ha cambiado en su forma de concebir la poesía y tal vez la vida. ¿Por qué no investigar este quiebro, exhumar sus raíces, remontarnos a unas fuentes que, a poco que escarbemos, suelen estar del lado de la experiencia vital?
Dicho esto, no olvido que en poesía lo más superficial (esto es, la textura del lenguaje, el plano verbal, la manifestación visible de la forma) es lo más profundo.
Dicho esto, no olvido que en poesía lo más superficial (esto es, la textura del lenguaje, el plano verbal, la manifestación visible de la forma) es lo más profundo.
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Ocurre a veces que algún lector me pregunta el porqué de ciertas decisiones textuales. Mi respuesta es siempre insatisfactoria. Pasado el tiempo, he olvidado el motivo por el que traduje unos versos de esta o aquella manera y me invade (no por mucho tiempo) la duda, el temor a haberme equivocado.
Dos fuerzas contienden sobre la página: por un lado, el respeto a la literalidad semántica; por otro, la propia fuerza orgánica, moldeadora, que la traducción libera desde sus primeros versos, y en la que se inscriben su clave rítmica y tonal, su peculiar diseño de lenguaje. Esta fuerza no sirve sólo para ponernos en situación, captar la longitud de onda en la que hemos de recibir, por así decirlo, los demás versos, sino que garantiza igualmente la integridad estética del resultado, su condición inexcusable de poema. De ahí que muchas veces las soluciones finales no sean las más inmediatas ni las que propondría un lector capaz de acceder al sentido literal de los versos. Ello no quiere decir que vulneren esa literalidad, sino que su impulso primero viene de otro sitio, de aquel germen rítmico y tonal que va tendiendo sus zarcillos y ramajes hasta configurar un texto vivo, tensado, pulsátil. Porque el poema ha de estar vivo, crecer con su sangre, dibujar el perímetro resonante de sus propios latidos.
Es un hecho que estos latidos (esta plusvalía de placer estético) sólo los perciben quienes están educados o programados para hacerlo. Los demás se atoran en la comparación con el texto original y advierten sólo las distancias, las diferencias. De ahí que mi duda o mi temor sean fugaces. Si no son capaces de escucharlos por sí solos, no hay nada que pueda hacer por ellos
Dos fuerzas contienden sobre la página: por un lado, el respeto a la literalidad semántica; por otro, la propia fuerza orgánica, moldeadora, que la traducción libera desde sus primeros versos, y en la que se inscriben su clave rítmica y tonal, su peculiar diseño de lenguaje. Esta fuerza no sirve sólo para ponernos en situación, captar la longitud de onda en la que hemos de recibir, por así decirlo, los demás versos, sino que garantiza igualmente la integridad estética del resultado, su condición inexcusable de poema. De ahí que muchas veces las soluciones finales no sean las más inmediatas ni las que propondría un lector capaz de acceder al sentido literal de los versos. Ello no quiere decir que vulneren esa literalidad, sino que su impulso primero viene de otro sitio, de aquel germen rítmico y tonal que va tendiendo sus zarcillos y ramajes hasta configurar un texto vivo, tensado, pulsátil. Porque el poema ha de estar vivo, crecer con su sangre, dibujar el perímetro resonante de sus propios latidos.
Es un hecho que estos latidos (esta plusvalía de placer estético) sólo los perciben quienes están educados o programados para hacerlo. Los demás se atoran en la comparación con el texto original y advierten sólo las distancias, las diferencias. De ahí que mi duda o mi temor sean fugaces. Si no son capaces de escucharlos por sí solos, no hay nada que pueda hacer por ellos
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Releyendo mi diario hace poco, me encontré con una anotación que venía a subrayar, de manera inconsciente quizás, un aspecto no muy debatido del trabajo traductor. Me refiero a la traducción como escucha, como atención paciente y erizada de una voz (una longitud de onda, dije antes) cuyos matices y tonalidades condicionan fatalmente el proceso; lo condicionan y también lo facilitan, puesto que nos permiten descartar de mano una serie de alternativas que simplemente no encajan con esa voluntad primera:
Hojeo una antología bilingüe de Joan Vinyoli, publicada recientemente; aquí y allá, continuas imperfecciones en la versión castellana que me inquietan. Apetece ir línea por línea ajustando su flujo y su cadencia. Los poemas suenan levemente desafinados, como si los traductores hubieran oído voces lejanas o confusas, que no supieron transcribir a tiempo […].
Cuando leemos una traducción mediocre decimos que no nos suena. La frase es la expresión no tanto de una voluntad normativa o normalizadora (aunque puede serlo en aquellos que hacen de la corrección lingüística una especie de baluarte profiláctico) cuanto de una sospecha profunda sobre la dimensión mágica o hechizante de la poesía. El buen poema se nos impone, nos transporta, porque suena, esto es, comulgamos antes con su música que con su sentido. O mejor, su sentido es su música. Según Auden: memorable speech,habla memorable. La sensación, cuando leemos un buen poema o un buen fragmento de prosa, de que esto es así y no puede ser de otro modo. Lo dijo Larrea: “Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor”, el resplandor de un fuego que suelda palabras que nunca antes habían estado juntas.
Hojeo una antología bilingüe de Joan Vinyoli, publicada recientemente; aquí y allá, continuas imperfecciones en la versión castellana que me inquietan. Apetece ir línea por línea ajustando su flujo y su cadencia. Los poemas suenan levemente desafinados, como si los traductores hubieran oído voces lejanas o confusas, que no supieron transcribir a tiempo […].
Cuando leemos una traducción mediocre decimos que no nos suena. La frase es la expresión no tanto de una voluntad normativa o normalizadora (aunque puede serlo en aquellos que hacen de la corrección lingüística una especie de baluarte profiláctico) cuanto de una sospecha profunda sobre la dimensión mágica o hechizante de la poesía. El buen poema se nos impone, nos transporta, porque suena, esto es, comulgamos antes con su música que con su sentido. O mejor, su sentido es su música. Según Auden: memorable speech,habla memorable. La sensación, cuando leemos un buen poema o un buen fragmento de prosa, de que esto es así y no puede ser de otro modo. Lo dijo Larrea: “Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor”, el resplandor de un fuego que suelda palabras que nunca antes habían estado juntas.
Si el traductor de poesía no aspira a recrear algo de esa magia, a hacer de su imaginación verbal una “fiera forja” (Blake), al menos en parte, mejor que se dedique a otra cosa.
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