martes, 20 de septiembre de 2011

Atención: aquí hay un verdadero modelo de eso a lo que los traductores, puestos a lidiar con los editores, no estamos acostumbrados

Sebastián Noejovich, coordinador de Opción Libros de Buenos Aires, una iniciativa de la Dirección General de Industrias Creativas y Comercio Exterior del Ministerio de Desarrollo Económico del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires durante los días 15 y 16 de septiembre convocó una Conferencia Editorial 2011, abocada a revisar el estado de situación de la industria editorial. En ese contexto, pero compartiendo la actividad con el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, tuvo lugar una mesa redonda denominada  "Luces y sombras del vínculo editor-traductor", en la que participaron Miguel Balaguer (Editorial Bajo la luna), Fabián Lebenglik (Editorial Adriana Hidalgo), Carla Imbrogno (traductora) y Matías Serra Bradford (escritor y traductor), con moderación de Gabriela Adamo.

Se reproduce entonces a continuación el texto leído por Miguel Balaguer (foto: Guido BonFiglio), que, por su inteligencia, elocuencia y sinceridad, se constituye en un verdadero modelo de eso a lo que los traductores, puestos a lidiar con los editores, no estamos acostumbrados. Por lo tanto, vale la pena hacerlo circular, algo que el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires pide encarecidamente a los lectores de este blog.  

Luces y sombras del vínculo editor traductor

Pensar en el vínculo entre editor y traductor literario me lleva, casi forzosamente, a pensar en mi infancia. Claro que en mi infancia yo no sabía que terminaría siendo editor. Como dice un amigo que también conduce los destinos de una editorial independiente, la de editor es siempre una vocación tardía, nada tiene que ver con ser corredor de autos, piloto de avión o astronauta, las actividades que solían ser favoritas en los sueños de adultez de los chicos que, como yo, nacimos en los primeros setentas. Decía, entonces, que me lleva a pensar en mi infancia; en mi madre sentada frente al escritorio de la sala de la casa de la calle Entre Ríos, en Rosario; en el sonido rítmico y mecánico de la Olimpia, la máquina de escribir eléctrica que ella usaba; en el atril metálico a la izquierda de su escritorio y en la pila creciente de papeles a la derecha. Me lleva a pensar en la profesión elegida por ella como independencia económica, como actividad rentada que le permitiera solventarse.

Sí, voy a hablar de dinero.

Supongo que es esa imagen de infancia, cercana, familiar, la que ha dejado fijada la actividad del traductor en ese lugar, el de una profesión liberal, que debía servir a quien la practicara para pagar cuentas, mantener una casa o darse algún que otro gusto.

Treinta o treinta y cinco años más tarde, con un título profesional de vocación temprana guardado en el cajón de mi placard, al lado de las medias y los calzoncillos, y con una actividad profesional derivada de la (al decir de mi amigo) tardía o demorada vocación de editor, me cuesta pensar, tan ingenuamente como antes, que alguien que elija la profesión de traductor literario en Argentina sea capaz de mantenerse con el fruto de esta actividad. Podrá decírseme aquí que tampoco puede confiar en mantenerse gracias a los frutos de su trabajo aquél o aquélla que elija para sí la escritura como camino. Y estoy de acuerdo, creo que en más de un punto la actividad de autores y traductores es coincidente. Por mi parte, podría incluso hacerlo extensivo a aquellos que sucumbimos a la tardía vocación de editor literario.

Pero no caigamos en la depresión tan pronto. Supongamos que no está todo perdido, todavía.

En mi opinión, una de las claves de este intrincado asunto de la relación entre editor y traductor está en las definiciones, fundamentalmente en las definiciones de las dos palabras que vienen dando vueltas en este texto con insistencia: vocación y profesión.

Tanto la del editor literario como la del traductor literario (permítanme redundar en este adjetivo e incorporar aquí, una vez más, al escritor o autor completando la tríada) son actividades fuertemente marcadas por la vocación como motor. Motor que más de una vez lleva a perder de vista o a dejar de lado cuestiones tan básicas como que hacer las cosas gratis o por gusto no da de comer. En el caso del editor esto no se presenta como un problema, cuanto mucho, lo lleva a la desaparición por la quiebra. Pero en el caso del traductor el tema de los excesos vocacionales conduce a situaciones un poco más complejas.

Desde hace algún tiempo funciona en Buenos Aires el Club de Traductores Literarios. Es una iniciativa de un grupo de traductores que se reúne una o dos veces por mes para conversar, discutir e intercambiar sobre temas relacionados con la actividad profesional. No son una entidad gremial con personería jurídica ni mucho menos un colegio, es, más bien, un espacio en el que se ha discutido (y se sigue discutiendo) mucho, entre otras cosas, sobre la condición de trabajo del traductor en nuestro medio.

Al no ser una actividad colegiada, la del traductor literario es una profesión que ha sufrido los vaivenes del mercado y, en más de una ocasión, los abusos de la desregulación. Movidos por la pasión por el descubrimiento, por el placer de traducir a algún autor admirado o por infinidad de otras razones, muchos traductores han hecho trabajos por malas tarifas, o directamente gratis. Se volvió normal o corriente que las editoriales establecieran “tarifas standard”, “lo que se paga en el mercado” o que cuatro o cinco editoriales que manejaban el espacio de la traducción en el medio local conformaran la tarifa que era considerada media o de referencia. Los años posteriores a la crisis de 2001, con la recesión, su desnivel cambiario, y su capacidad ociosa se volvieron una oportunidad para compatriotas y foráneos en la conformación de esta tarifa local. Sin embargo, repasando la evolución histórica, este panorama queda hoy algo anacrónico. Hay en este modo de ver las cosas, una pérdida de foco en cuanto al lugar del traductor literario dentro del mercado editorial y, sobre todo, una perdida de foco en cuanto al lugar del editor y los objetivos de una empresa editorial. En mi opinión, pensar que forzar un mal pago por un servicio es un ahorro es un error de cálculo básico. En todo caso, habría que preguntarse qué es lo que se está ahorrando en el supuesto ahorro de costos que implica pagar una mala tarifa de traducción. Tampoco los aburriré preguntando cuánto es lo que se ahorra. Les aseguro que en un libro de venta media es, en proporción, un ahorro minúsculo.

En cambio, en el caso de un libro que alcanzara buenas ventas, el panorama es bien diferente. Hace poco se me ocurrió buscar en el registro del ISBN un libro que había traducido un conocido para una empresa editorial multinacional en 2005 para ver cuántas ediciones llevaba. Anoche mientras escribía estas líneas volví a hacerlo, sólo para actualizar la cifra: 1 primera edición y 14 reimpresiones argentinas. Pero como lo hizo para una editorial multinacional, también cuenta con ediciones en España y México. Mi conocido cobró, en 2005, la tarifa que “se pagaba” en Buenos Aires en ese entonces. Sabemos, por lo tanto, cuánto costó esa traducción para la editorial que la pagó. Sin embargo, aún no terminamos de ponderar cuánto valió.

Acostumbrados como estamos en la tradición editorial argentina al discurso depresionista –me refiero fundamentalmente al discurso de queja habitual entre los editores chicos, independientes o literarios (como gusten llamarlos)– no somos capaces de considerar siquiera la posibilidad de que un libro nos dé, alguna vez, una sorpresa por la positiva.

Para este caso al que me refiero, el de un éxito editorial, deberían tomarse las cosas de otro modo. Sucede que el traductor literario, incluso legalmente, es también autor –autor de obra derivada–, y debería ser tratado como tal. Debería recibir un pago inicial a modo de anticipo (lo que hoy se considera habitualmente una tarifa mínima) que cubriera, aunque sea básicamente, el tiempo dedicado al trabajo de traducción y que, si el libro supera la expectativa de ventas implicada en este anticipo, recibiera un derecho liquidado semestral o anualmente por el periodo de vigencia del contrato. (Otro dato importante: los contratos de compra de derechos de traducción que adquirimos las editoriales tienen un periodo de vigencia que debería ser coincidente con los contratos de los traductores, y deberían renovarse o caducar simultáneamente). Si esto hubiera sido así en el caso de la traducción de mi conocido, si hubiera percibido una regalía equivalente, supongamos, al 2%, habría cobrado en los últimos 5 años $33.000. Unos $500 por mes, sólo de las ediciones argentinas. Tal vez sea pedirle demasiado a una multinacional que sincere sus ediciones en otras plazas, pero si lo hiciera, que por otro lado es lo que correspondería, mi traductor habría obtenido mensualmente el equivalente a la renta por el alquiler de un departamento de dos ambientes.

Llegado este punto, abrumados por los números y por la perorata profesionalista en contra del discurso de la vocación ustedes se preguntarán, con derecho, qué hago yo diciendo todo esto, planteando todos estos números y este discurso si estoy del otro lado del mostrador.

Una primera respuesta podría ser sencilla: como publico poesía, traducciones de autores nuevos, literatura de nicho, en fin, literatura casi a secas, por lo general, mis libros no llegan a estas cifras de ventas. Pero si lo hicieran, y juro que me encantaría que llegaran, no veo por qué tendría que tener problemas en pagar estas regalías.

Por otro lado, para publicar aquello que quiero publicar, existen mecanismos que permiten apalancar los costos regresivos que producen las traducciones en una primera edición. Existen institutos y programas específicos en casi todas las lenguas para apoyar financieramente las traducciones y los montos que otorgan permiten alcanzar una tarifa decente.

Elegí referirme más a las “sombras” del vínculo entre editores y traductores que a las luces. Me parece que abre a una conversación más productiva, y en parte esta es la respuesta que considero más acertada para la pregunta “por qué hablar de esto”, porque creo que el manejo mezquino entre los actores editoriales sólo puede tender a producir más mezquindad y, en definitiva, a restringir el campo de acción de nuestras empresas (que se entienda, me estoy refiriendo a las editoriales literarias independientes que considero pares). El presente de la edición literaria es nebuloso, cuanto menos. Las cifras de ventas son magras y muchas veces, por el mero interés de llevar adelante un proyecto, los “editores vocacionales” (igual que los “traductores vocacionales”) nos vemos tentados a financiarlo a cualquier costo.

Planteo este panorama porque sinceramente creo que la salida a esta situación está por delante y no por detrás, en el crecimiento y no en el falso ahorro. Desde el punto de vista de los editores en la posibilidad de construir, empezando por casa, un mercado más rico, más diverso y más amplio sin esperar que el Estado o el gobierno lo haga por nosotros; buscando disputar el espacio de las multinacionales o en lugar de rapiñar (una vez más, mezquinamente) nuestro propio espacio, el que ya ganamos, y tendiendo a ampliar nuestro conjunto de lectores mejorando la producción, la calidad de los contenidos y los objetos y la comunicación de nuestros libros.

En definitiva, articulando de nuestra parte, con equilibrio y habilidad, una vez más, vocación y profesión.

6 comentarios:

  1. siempre es grato asistir al despliegue de un discurso profesional inteligente, honrado y fructífero. espero que no sea una aguja en un panal y que lo que cunda sea el ejemplo y no el tedioso pánico de siempre.

    ResponderEliminar
  2. No todo está perdido. Ahora... editores de esta clase: ¡creced y multiplicaos!

    ResponderEliminar
  3. Me parece un poco bobo que haya que confiar en la buena fe de los editores para esperar que se apliquen las leyes. Quizá sería hora de que las asociaciones de traductores se reconvirtieran en algo más eficaz de cara a defender los derechos de los traductores. Una cosa es la libre competencia y la libertad de mercado y otra terminar odiando la tarea de traducir porque cuatro jovencitos con el título de editor en el bolsillo decidan exprimir a traductores con años de experiencia que cometieron el error de amar la literatura pero no se sacaron una licencia de armas.
    Otrosí: aquí se ha hecho ironía de la editorial Anagrama, pero no he visto aún una crítica como es debido al Grupo Planeta, la corporación que más ha hecho en los últimos tres lustros por degradar la profesión de traductor... (y la de escritor, por supuesto, con sus ya jocosos premios Planeta de Novela) Saludos,
    (María José Furió)

    ResponderEliminar
  4. Estimada María José:
    De atrás para adelante, Planeta, en la Argentina, no traduce, por lo tanto, no tiene relaciones con traductores. Luego, tampoco importa lo que hace traducir en España o si lo hace (únicamente Seix Barral) es con cuentagotas. Por lo tanto, en el rubro traducciones, al menos para nosotros, poco importa.
    Los premios Planeta de novela ya tienen su reputación y, por lo tanto, en general no los leemos. Suelen ser un tipo de literatura muy poco atractiva para los lectores y, paradójicamente, muy populares entre el público no lector.
    Anagrama nos molesta más cuando traduce para la cuadra de la editorial y no para la lengua castellana porque ellos sí están por toda Latinoamérica. Luego, porque, en líneas generales, se trata de títulos de calidad que, en más de una oportunidad, se ven malogrados por la política de traducción. ¿Me explico?
    El reclamo no se lo vamos a hacer ni a Planeta ni al grupo Anaya, justamente porque lo menos que esperamos de ellos es ética y calidad. Pero a Anagrama, sí.

    Yo le diría, para concluir, que también es un poco bobo esperar que los gobiernos cumplan con sus plataformas eleccionarias, que los bancos con lo que ofrecen y con los comerciantes en general con lo que venden. Y sin embargo, estamos en el punto en que no queda otro remedio que asociarse con quien demuestre buena voluntad, coraje y, en lo posible, algo de humanidad.

    ResponderEliminar
  5. Planeta contrata a traductores argentinos --he tenido ocasión de corregir las traducciones de varios de ellos--. Además, su poder para imponer unas tarifas, comprar sellos --como seix barral, paidós, etc-- implica un poder de decisión acerca de qué títulos se traducen, desustanciar líneas editoriales y arrasar la calidad y autoestima de la profesión. De este modo condiciona también lo que pueden hacer, vender, traducir, editoriales pequeñas, independientes, etc.

    ResponderEliminar
  6. Lo que está describiendo, María José, es lo que pasa en España, no en la Argentina. Las editoriales independientes acá no están nada condicionadas por los sellos de Planeta o el grupo Anaya. Entiendo su preocupación, pero la nuestra es otra. Por ejemplo, que los sellos grandes y pequeños españoles condicionen a los sellos grandes y pequeños de latinoamericana elevando el precio de los derechos gracias a las subvenciones europeas y que muchos traductores españoles no entiendan que no deben traducir para su aldea sino para la lengua. En la medida en que editores y traductores españoles no hagan causa común con sus pares latinoamericanos, nuestros problemas no son los mismos y su queja queda como queja estrictamente local.
    Saludos cordiales.

    ResponderEliminar