Del mismo número especial de Ñ del pasado 3 de septiembre, un artículo de Andrés Ehrenhaus sobre las vicisitudes de un doble agente.
Miento para la Corona
Si nos atenemos al lugar común que entiende como verdad aquello-ahí que lleva menos velos o que ha pasado por menos filtros humanos, a nadie sorprenderá si digo que la palabra escrita está más cerca de la mentira que la palabra hablada: el signo escrachado en la piedra dice menos de lo que oculta. Así, pues, ya por el mero hecho de escribir, mentimos como bellacos. Si encima escribimos ficción, la falta a la verdad empieza a ponerse seria; si traducimos, ficción o no, la cosa se vuelve exponencial. Hay todavía un grado más de fingimiento: el del transterrado verbal.
En un artículo esclarecedor, conciso y elocuente sobre la suspensión de la incredulidad publicado allá por 1999 en El trujamán, la página virtual del Instituto Cervantes dedicada a los traductores, Juan Gabriel López Guix constataba que el lector de traducciones ha de duplicar su apuesta a ciegas por la credulidad ya que, además de creer que lo que le pasa a Emma Bovary es cierto, tiene que creer que detrás de esas verdades solo hay una pluma cuando, en realidad, hay dos: la del autor y la del autor de la traducción. Para un argentino o para cualquier otro latinoamericano hispanoparlante que ha vivido y traducido en España durante un tiempo considerable, o que simplemente nutre de traducciones a la industria editorial española, la suspensión de la incredulidad sufre una vuelta de tuerca más, pues la lengua en la que miente lo que otros mintieron antes es una lengua, para él, de mentira, una lengua que no habla naturalmente o, para decirlo con más crudeza, una lengua en la que no sueña ni soñó jamás.
Por tanto, el traductor latinoamericano que trabaja para la corona debe renunciar a priori, si quiere seguir vivo en el mercado, a la naturalidad que le es connatural y adoptar una naturaleza fingida, la del que nunca abandonó, lingüísticamente hablando, el suelo peninsular. Para este traductor –situémoslo históricamente: a partir de los primeros ’70, la emigración editorial invierte su flujo y numerosos traductores y redactores rioplatenses y chilenos, muchos de ellos formados en editoriales fundadas por exiliados españoles, se trasladan a España, donde la edición y, por consiguiente, la traducción empiezan a despertar del letargo endógeno y a plantearse un ambicioso proyecto de amplio liderazgo político, económico y cultural, para el que paradójicamente necesitan del capital intelectual latinoamericano- la supervivencia económica y social pasará por adoptar la nueva lingua franca de la edición y por cuidarse muy mucho de mancillarla con latinoamericanismos, de los que varios cuadernillos de estilo de editoriales españolas de todo cuño abundan en largas y pormenorizadas listas de voces y usos proscritos.
Esta estigmatización la comparten, cómo no, con algunos catalanismos y, por supuesto, galicismos y neologismos de origen inglés. Huelga decir que muchos de estos términos y usos proscritos por los cuadernillos mencionados son de tan rancia estirpe castellana como el Quijote apócrifo de Avellaneda (por ejemplo, balde, sobre todo si se lo usa para baldear; durazno, en especial cuando el melocotón es pequeño; o chambón, que no viene de Chamberí pero casi). Algunos de estos recién llegados de las ex colonias trabajaremos baldeando las bodegas de los libros traducidos en América Latina para acabar de limpiarlos de sus estigmas de origen. Lo confieso, yo he desargentinizado traducciones. No solo se tratará de pasar la mopa lexicográfica sino, y para eso les venimos al pelo, de limarles la cadencia criolla. Los despojamos de su particularidad local y los traemos al Shangrilá del español neutro; el proceso, azaroso a veces, será singularmente menos caro que volver a encargar la traducción (posiblemente, a un traductor latinoamericano neutralizado).
Ese mismo proceso ya lo habremos operado sobre nosotros mismos. Digo bien sobre, porque actúa como una pátina, una capa (iba a decir caspa) no del todo invisible pero sin duda ni inocente ni inactiva. Al principio incorporamos la obligada costumbre de desargentinizar nuestra prosodia casi como un juego, continuación se diría que natural de la política lingüística aplicada por nuestros reformadores locales. El niño argentino escolarizado aprende, entre otras delicias, a con-jugar (perdón, fue irresistible) como si fuera español. Parece lícito preguntar para qué le servirá esa esquizofrenia; pues para trabajar en la industria editorial española, por ejemplo. Sin embargo, la respuesta es falsa: el niño argentino escolarizado no incorpora ese conocimiento a su lengua, no opera con él, no lo hace suyo. Es más, fuera del ámbito exclusivo de la clase de lengua, las conjugaciones españolas se caricaturizan y archivan mentalmente por si las moscas. La distancia entre habla y lengua escrita en América latina es una realidad que raya lo superestructural y cuya tensión se sigue palpando, a veces con extraordinaria vehemencia, en el terreno literario. Así lo señala Edgardo Dobry en su excelente libro de ensayos sobre poesía, Orfeo en el quiosco de diarios, al citar a su vez una conferencia de 1969 de Ángel Rosenblat: “Prescindiendo de ciertas corrientes que se suelen llamar barrocas o preciosistas […], parece que la constante más visible [en la literatura española] es cierto realismo o popularismo lingüístico, que ha dado obras tan representativas como las novelas de caballería, el romancero, el teatro clásico, el Quijote, la novela de Galdós. Escribir como se habla ha sido un ideal del español desde Juan de Valdés hasta Unamuno […]. En Hispanoamérica esa relación entre lengua hablada y escrita tenía que ser naturalmente más compleja. La lengua hablada se ha diferenciado desde la primera hora. Pero el ideal de lengua escrita siguió siendo la lengua escrita de la Península ”. Como bien apunta Dobry a continuación, este hecho insoslayable da lugar a una polémica eternamente viva que pasa, ya en la década de 1840, por las posturas encontradas de Bello y Sarmiento (que se resuelve, en la práctica deresuelta por las sucesivas políticas educativas casi siempre más a favor del bellismo que del sarmientismo) y, ya más cerca, en la respuesta de Borges a Américo Castro en, por ejemplo, El idioma de los argentinos.
Sin embargo, ni Sarmiento ni Borges acabarán por darle plena carta de nacionalidad lingüística al argentino. En Sarmiento es más entendible pero a nadie se le escapa que Borges elude todo cuanto puede y más el uso de una prosa próxima al habla, como si el registro literario no lograra desembarazarse de ese lastre político al que aludía antes. En cualquier caso, ambos eran traductores, y es de cajón que la perentoriedad de tener que elegir todo el tiempo, inherente a la traducción, los llevó a pensar más urgentemente en el tema. ¿Qué son el argentino, el cubano, el mexicano, el chileno? ¿Variantes dialectales de una lengua central y hegemónica, sólidamente asentada y representada en el habla y en las letras? ¿Subrealidades excéntricas o periféricas? ¿Caprichos folclóricos? ¿Impurezas, resabios, bacterias? Recordemos que la reciente y creciente inmigración latinoamericana empieza a impregnar el español peninsular (tomándolo, a efectos teóricos, como una unidad… que no es) de partículas vivas, espoletas de efecto retardado, expresiones que se acomodan sigilosamente en los pliegues y rincones gracias, entre otras razones, a la falta de filtros fronterizos de las redes sociales, virtuales o no. De ahí, tal vez, las iniciativas academicistas de reactivación, plumereo y neoadrenalina lingüística que empiezan a extender su no tan sutil ni sigilosa red de comisariado por todo el ámbito hispano. Como ejércitos más o menos perezosos, los intelectuales a uno y otro lado del charco parecen prepararse para librar una nueva batalla.
Si he dicho parecen y no parecemos no es porque yo, soldado perezoso al fin, no me prepare también para librar en mi modesta medida (y estas líneas son una muestra cabal) esa batalla en la superestructura sino, precisamente, porque el hecho de librarla cada día en escenarios y arrabales mucho más humildes y susbestructurales me ha puesto desde siempre en guardia acerca de la orilla en la que tengo puestos los pieses. Uds. sabrán disculparme pero la sensación que tengo –especialmente- cuando me siento a escribir es la de quien cuelga sobre un mar proceloso infestado de especies verbales más o menos voraces. Si el viento de la necesidad económica me empuja cuando traduzco a las costas mediterráneas, es otro viento el que me mece cuando me dispongo a escribir mi mentira; sin embargo, y aunque ambos vientos tiran lo suyo, igual que a todos los latinoamericanos que tratamos de escribir nuestra propia mentira, la tensión entre las orillas no nos deja del todo en paz y ni siquiera nos promete, a largo plazo, el sosiego. Quizás para nosotros escribir sea un acto desasosegado. O quizás no, y no debemos aceptar –ni acatar- tan magro consuelo. Mucho me temo, en cualquier caso, que la batalla consuetudinaria de la que hablaba tendrá que librarse, sobre todo, en el frente de la traducción. ¿Cuál será el día en el que las traducciones al argentino, al mexicano, al paraguayo, no (nos) suenen a serpiente emplumada? También me temo mucho que ese día no vendrá de regalo.
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