Heridas del lenguaje
Quizá la tendencia creciente a que los traductores literarios del futuro elijan este oficio como una opción profesional entre otras, a que estudien directamente traducción literaria en las universidades —lo cual es muy loable—, a que lleguen a este trabajo por la recta vía académica, acabe ocultando un hecho que he podido percibir en numerosas ocasiones: que en las sociedades modernas proclives al monolitismo —y todas ellas tienen en sus honduras la pulsión de ser monolíticas— los traductores son portadores de heridas. De heridas directamente asociadas a su vinculación con el lenguaje.
Hace un año participé, una vez más, en una mesa redonda dedicada a la traducción y todos quienes allí estábamos habíamos sufrido desajustes, por así decirlo, en nuestra relación con la lengua. Todos tenían, por ejemplo, una parte de su vida en un idioma y una parte en otro. Es decir, transcurrían allí fallas en su existencia lingüística.
Uno de los traductores presentes se había criado en una familia bilingüe en cuyo entorno se hablaba un tercer idioma y buscaba décadas después esa tercera lengua que había desaparecido en el olvido; lo hacía a través de la traducción.
El segundo había huido de su lengua, se había instalado en otro país y traducía a aquella de la que había huido.
El tercero trasladaba obras literarias a un idioma que no era el de su infancia; de hecho, son muchos los traductores que no traducen a la que a partir de un momento muy concreto pasó a llamarse lengua materna.
Lo que en los primeros años era hlieb se volvió pain en la juventud. El traductor lucha contra la desaparición de una lengua en el alma. No puede vivir sin juntar, hermanar esas voces que forman parte de la unidad de su vida, pero que podrían dispersarse. Hace vibrar en otro idioma el de sus antepasados. Trata de recomponer piezas. Siente el deseo y la necesidad de reconstruir el edificio del lenguaje, que es quizá también la misión secreta de la traducción.
La relación con la lengua no deja de estar llena de dudas, no está exenta de asperezas, de lagunas, de vacíos, de búsquedas. Hay momentos al traducir en los que el traductor percibe que flota entre las lenguas y no está en ninguna.
A la pregunta: «¿Cómo llegó usted a la traducción?», nadie contestó en aquella mesa redonda diciendo que fue una opción profesional como otra cualquiera; todos se refirieron a esas fallas o heridas.
Me parece que, aunque quede oculta por otras formas de llegar al oficio de traductor, esta fuente profunda no debería quedar tapada.
Es posible que estos aspectos más existenciales, por un lado, y quizá también teológicos, por otro, de la tarea de la traducción acaben difuminados en un futuro. Pero nunca podrán desaparecer del todo.
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