Más reflexiones sobre la traducción
Empecé a traducir, de manera bastante amateur, cuando descubrí la poesía del griego Yannis Ritsos a principios de la década de 1980. No sólo mi nivel de griego era inadecuado para la tarea y yo carecía por completo de algún tipo de autodisciplina, sino que debía enfrentarme a las soberbias traducciones de Edmund Keeley. No tardé en sentirme desalentado ante mis pálidos esfuerzos y me desentendí del proyecto. Era más divertido decodificar los menús de los restaurantes griegos escritos en inglés, tal como suele entretenerse casi todo aquel que viaja a Grecia. Entre los deleites culinarios con los que me topé, vistos u oídos, puedo mencionar: Giant Beams, The Baked Thing, Greek with cheese, Bowel stuffed with spleen, Bait smooth hound, Mixed Peasant y Custard of the Aunt.
Todos estos platos han sufrido la indignidad de una traducción exageradamente literal hecha por un escriba con escaso entendimiento de la lengua meta (inglés) y, más allá de la alta dosis de diversión que se obtiene, nunca se puede estar seguro sobre qué iremos a comer, a menos que, por supuesto, uno sepa griego.
Años después comencé a traducir la novela Les Grands Chemins de Jean Giono (que, hasta donde sé, todavía no se publicó en inglés), pero suspendí el proyecto por mi frágil dominio de la gramática francesa y por el cúmulo de jerga y argot que encontraba a cada paso. Como sucedía con la mayoría de mis emprendimientos en ese período de mi vida, éste también me demostró que tenía un dominio muy poco realista de mis propias capacidades.
Sin embargo, si hay algo que me define es la perseverancia: tras haberlo intentado con el griego y el francés y luego de haber salido tan poco airoso, pensé —cual reincidente serial— que debía probar suerte con el español. Cuando adquirí el conocimiento suficiente de la lengua para leer poesía sin tener que remitirme constantemente al diccionario, empecé a traducir (o acaso debería decir “asesinar”) a Antonio Machado. Mala elección, no sólo porque Machado había representado un verdadero desafío para traductores mucho mejores que yo, sino porque su lengua está profundamente engarzada en el pensamiento y paisaje del español, y yo, a esa altura, no lo reconocía ni lo entendía verdaderamente y sólo pensé que yo no era bueno para traducir poesía. Pero Machado es menos traducible que la mayoría y tal vez ésa es la razón por la que Don Paterson eligió versiones o interpretaciones mucho más libres en su antología titulada The Eyes.
Pero con otro poeta español, Jaime Gil de Biedma, sentí que mis traducciones “comenzaban a funcionar”; más aún, sentía una afinidad con este escritor que iba más allá del acto de traducción. Existían traducciones al inglés de sus poemas, pero no me parecían buenas y quería algo mejor, hacer justicia a su obra de una manera en que su traductor estadounidense no lo había hecho: tal es la arrogancia de los principiantes. Así fue como traduje algunos poemas, los envié a una revista y fueron aceptados.
Tiempo después, el editor de la misma revista me pidió que trabajara a partir de versiones escolares o muy esquemáticas de poemas lituanos y eslovacos y los transformara en poemas en inglés. Acepté hacerlo, pero me parecía un asunto un tanto riesgoso y que no tenía mucho que ver tanto con la tarea de traducir sino con jugar a los dardos con las luces apagadas. No disfruté mucho de la experiencia, pero desde entonces he participado en talleres con poetas que escriben en un idioma que yo no hablo; si su inglés es relativamente bueno es posible cincelar un buen poema a partir de una versión que actúa de intermediaria. Esto es lo que la organización Literature across Frontiers logra con tan buenos efectos: usan un idioma “puente”, de modo que los poetas que hablan distintas lenguas pero comparten un tercer idioma (inglés, alemán, español) puedan combinar fuerzas con un hablante nativo de la lengua puente para hacer nuevas versiones de sus obras. Suena complicado, pero puede ser un proceso muy gratificante (tanto como agotador), y cabe decir que mucho depende de los individuos que se convoque para estas ocasiones y si logran o no ensamblarse y conformar un equipo.
Lo que estoy tratando de decir es que, como muchos otros que no lo admitirían públicamente, pienso que soy un impostor, un imitador, durante muchas horas de la jornada laboral, y por esta razón, la palabra “traductor” me parece un oficio muy apropiado. ¿Por qué? ¿Acaso existe alguna asociación con la figura de un estafador, contrabandista, farsante? Creo —y espero no estar solo al pensar así— que hay algo intrínsecamente fraudulento en todo acto de traducción. Estamos tratando de fingir que algo es lo que no es. De modo que el truco es que suene como si no fuera aquello que no es; de lo contrario, uno termina escribiendo en “traductoril”, ese idioma con el que estamos muy familiarizados a partir de leer los menús griegos en inglés y los kits para armar muebles de jardín.
La idea al traducir al inglés es hacer que las palabras suenen como si se hubieran compuesto originalmente en inglés, lo que, para empezar, no es verdad. Entonces fingimos y compartimos esa ficción. Si la traducción resulta buena, entonces nos olvidamos que estábamos fingiendo. Así de simple.
Pero es más profundo incluso: el traductor llega a sentir una intensa satisfacción —parecido a cuando uno infringe una norma o resuelve un rompecabezas— cuando una frase correcta encastra en el lugar, lo que convierte a la traducción, cuando todo marcha sobre ruedas, en un oficio tan gratificante. En el interesante ensayo “Prajapati” (en Adultery and Other Diversions), Tim Parks describe los placeres y tormentos de traducir Ka de Roberto Calasso en un día caluroso. En un momento, cuando se saca las sandalias para sentir el fresco de los mosaicos del piso, se interna en los meandros meditativos a los que suele incitar el acto de la escritura:
“Me doy cuenta de que me fascinan los modelos de la mente. La conciencia y las representaciones de la conciencia. Las de Prajpati, Mahidasa Aitareya, Calasso son todas mentes inmensamente diferentes entre sí y diferentes de mi propia mente. Nunca me convenció Leopold Bloom. Y tengo la sensación de que la traducción tiene algo que ver con esto, con ese permanente afán de entender la diferencia, de superarla durante al menos unos pocos momentos, aunque sea en la superficie resbaladiza de un texto para apropiármelo, pero también para expandirlo, para estar ahí en el ensayo de Calasso: entender a Calasso, entender a Mahidasa Aitareya, entender el Rig Veda, entender el Prajpati. ¿A todos les molestaban las moscas tanto como a mí?”
Norman di Giovanni, en su ensayo “A Translator’s Guide” cita las siguientes palabras de Borges: “El traductor es un lector muy íntimo; no hay mucha diferencia entre traducir y leer”. Dio Giovanni piensa que este pensamiento simple y claro está en franca oposición a mucho de lo que se dice y se teoriza sobre la traducción, lo que sucede, según él, en un “plano abrumadoramente enrarecido”.”
El consejo más útil que leí sobre el arte de la traducción siempre provino de una frase simple, como ésta de Borges de que el traductor es un lector íntimo: entender el texto fuente (decodificarlo) y trasladarlo a otra lengua de la manera más estrecha posible (codificarlo). Trabajar a partir de los principios más simples y con el mínimo de autoengaño es el tipo de regla que hasta a la persona más inveteradamente dubitativa le puede resultar fácil seguir.
Incluso hay más; hay un tinte de excitación, casi una sensación de vértigo, relacionado íntimamente con el regocijo que se siente cuando la propia escritura marcha bien (después de todo, es prácticamente lo mismo) que hace que la traducción sea este oficio que tanto vale la pena. Según Tim Parks, este confrontar con el significado constituye una suerte de intercambio constante entre lo inexpresado y lo específico, entre lo indefinido y lo definido:
“La traducción también es esto: abandonar la definición, la definición obvia del original, atravesar un estado de indefinición, tal vez más original aún, en el sentido del Prajpati, donde las ideas se encuentran configuradas de alguna manera sin palabras, o casi, en mi mente (ojalá pudiera afirmar que esas ideas realmente se encuentran sin palabras), para luego reaparecer, recomponiéndose gradualmente desde lo borroso a la claridad, o casi, en mi propio lenguaje”.
Es mucho lo que encierra ese “o casi”. Si volvemos a Borges y a la simplicidad, si retomamos la idea de una aproximación... tal vez ésa sea la esencia de toda traducción: ser la expresión del casi.
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