Entre los distintos artículos que incluía el número, debidos a filólogos, lingüistas, lexicógrafos, traductores y escritores, había tres que eran absolutamente pertinentes para los fines de este blog. Hoy publicamos el primero de ellos, firmado por Marietta Gargatagli. Trata sobre el destino sufrido por muchas traducciones argentinos posteriormente modificadas en España.
¡Cáspita! ¡Libro corregido!
Hace unos meses, en una librería del pasaje Russel encontré En la Bahía de Katherine Mansfield, traducción de Leonor Acevedo de Borges, editada por Losada en 1938, edición de celestes tapas duras y una dedicatoria «Con todo el cariño de tu vieja amiga, 16 de diciembre de 1940». Como la letra parecía de la madre de Borges y el pasaje Russel estaba tan cerca de la antigua calle Serrano me pareció un homenaje casi obligado sentarme a leer el libro enfrente de El Preferido y mirar el gato gris que cuida la puerta. En pocos minutos, la perfección olvidó la esquina perseguida por el mundo real: las moscas y los mosquitos alegres por el verano, los alguaciles y las langostas verdes, los cuentos escritos en castellano peninsular. Cáspita, el libro fue corregido.
El asombro no correspondía exactamente a que se hubiera intervenido en la escritura de Leonor Acevedo a la que su hijo atribuyó la traducción de Las palmeras salvajes de William Faulkner y Un cuarto propio de Virginia Woolf y que, cualquiera que fuera la verdad, escribía un castellano notable. Lo verdaderamente extraño era que se trataba de uno de los libros que, en teoría, iban a iniciar un ciclo de exportaciones inversas. Las dársenas de Buenos Aires en lugar de los puertos de Europa. Las editoriales argentinas vendiendo y produciendo los materiales que, desde 1939, abastecerían el mercado de la lengua española. Tal era el enigma.
La transformación de una señora, que llevaba 62 años siendo argentina, en traductora madrileña (repetida en otros volúmenes que pude ver) no es más raro que el movimiento que la envuelve: la existencia de un mercado editorial que alguien debía regular, abastecer y dirigir.
La historia no comienza cuando un corrector de Losada escribió «color pálido de albaricoque», «jerseys azules», «el pechero del delantal ornamentado con vainicas» sustituyendo lo que, probablemente, Leonor Acevedo había escrito: «color pálido de damasco», «pulóveres azules», «la pechera del delantal adornada con vainillas». Empieza antes, en tiempos casi remotos.
Los libros franceses
Antaño (voy a utilizar esta imprecisa fórmula temporal para describir algo ocurrido a lo largo del siglo xix), los libreros americanos compraban sus fondos en casas de Francia: Hachette, Garnier, Viuda de Ch.Bouret, Armand Colin, A. Roger y F. Chernovitz, Louis-Michaud; de Alemania (Herder); del Reino Unido (Thomas Nelson) o de EEUU (Appleton) que ofrecían libros en castellano, traducciones y originales —sobre todo de autores americanos. La razón era doble: los fondos franceses suministraban la bibliografía de la modernidad; las editoriales no españolas editaban los libros de la historia de América que los americanos del siglo xix estaban comenzando a conocer: desde las crónicas de Indias a los manuscritos que habían estado tirados por los conventos y que nadie había publicado jamás. Existía (proyectado también al siglo xx) un circuito de lectores en lenguas originales, inglés, francés, italiano o alemán, que compraban libros en Europa o, en el caso de Buenos Aires, en las numerosas librerías de que describe el extraordinario estudio Borges, libros y lecturas sobre los volúmenes donados por el antiguo director de la Biblioteca Nacional : Mackern´s, Mitchell´s Book Store, Pigmalión, Goethe, Barna, Beutelspacher, Messerer, Herder, Viau y Cía, Verbum.
Los “mercados americanos”
En algún momento de antaño, los editores españoles —que iban a tener en pocos años un aceleradísimo proceso de industrialización— repararon en su ausencia. No formaban parte del comercio de los libros con América. Las noticias culturales (entre ellas la Independencia ) que explicaban que los americanos prefirieran comprar libros franceses y no españoles se difuminaron en un discurso americanista, de unidad espiritual y lingüística, que contuvo, por primera vez, la noción de América como un mercado. La creación de una delegación de Espasa-Calpe en Buenos Aires en 1922, la editorial española que inició el camino futuro, parece el comienzo de algo cuando en realidad es el fin de una aventura. Viajantes con sus baúles llenos de libros que iban de México a Chile; representantes que concentraban los productos de diez o quince editoriales; empresarios como Emanuele Maucci, Ramón Sopena o Pablo Salvat que habían capitalizado sus empresas metropolitanas gracias a América; instituciones que propiciaban intercambios económicos más amplios; gestiones ante las autoridades para impedir la piratería; promoción de una legislación que amparara los derechos de autor. Nada parecía poco ni descabellado. Y no lo fue. Hacia 1920, ya se vendía en América, el 50 por ciento de la producción editorial española.
La “edad de oro”
En la Argentina , volviendo a 1938 cuando Losada comenzó a publicar, existía una industria cultural activísima que cubría todas las redes de lecturas, desde el folletín a las formas nuevas de la novela o del pensamiento contemporáneo. La presencia de un proyecto editorial que podríamos llamar paralelo, que había elegido a la Argentina como centro de operaciones y de control de las exportaciones españolas hacia América (crecido por otras filiales: Labor, Aguilar, Juventud), no parecía interferir en los modos de la edición locales. La solitaria presencia de Eduardo Mallea y de un libro de poemas de Leopoldo Marechal, entre los 1.500 libros que componen el catálogo de la colección Austral de Espasa, revela que el interés por entrometerse en los gustos de los lectores argentinos era inexistente. El triunfo de Franco lo cambió todo.
Fernando Larraz (en un estudio interesantísimo sobre los movimientos editoriales del período) refiere que Gonzalo Losada, llegó a la Argentina en 1928, para hacerse cargo, junto a Julián Urgoiti, de la delegación de Espasa-Calpe. Diferencias ideológicos con los directivos de Madrid lo llevaron a fundar, con Enrique Pérez, Teodoro Becú, Jesús Alonso y otros socios capitalistas, la empresa que lleva su nombre. También se fue de Espasa Julián Urgoiti, que pasó después a ser director de Sudamericana, cuando Antonio López Llausà primero gerente, después propietario, llegó de Europa para hacerse cargo de la editorial.
La creación de Sudamericana (como revela la investigación exhaustiva de Gabriela Dalla Corte y Fabio Expósito) refleja otro lado del conflicto español: las tensiones entre los proyectos editoriales madrileños y catalanes. Curiosamente, la tercera empresa que se creó también en 1939, Emecé, fue fundada por el gallego Mariano Medina del Río, lo que terminó casi de reproducir en la Argentina el mapa de las enfrentadas nacionalidades históricas de la Península. Tanto Emecé como Sudamericana tuvieron origen en capitales nacionales. Jacobo Saslavsky, Antonio Santamarina, Alejandro Shaw, Eduardo Bullrich, Carlos Mayer, Alejandro Menéndez Behety, Victoria Ocampo, Oliverio Girondo fueron los socios capitalistas de Sudamericana; la familia Braun Menéndez, de Emecé.
La pasión exportadora
Losada, Sudamericana o Emecé fueron consideradas empresas argentinas (ahora ya no lo son), aunque tuvieran una definición exportadora que las vinculaba más a las filiales metropolitanas que a la tradición editorial argentina. Las antiguas o modernas delegaciones tenían como horizonte vender libros a América; Losada, Sudamericana o Emecé incluyeron a la Argentina en un sistema de producción industrial internacionalizada que produjo otros efectos. A largo plazo, que los grandes escritores que tuvo el país se editen en el presente fuera del país. A mediano plazo, que las traducciones realizadas en la Argentina entre 1930 y 1970, que contienen lo más memorable de la literatura del siglo xx, se convirtieran en una suerte de fondo público que cualquier editor español puede reproducir, plagiar, “revisar” o desechar. A corto plazo, en 1938, que estas nuevas editoriales argentinas intervinieran en la lengua que se escribía en la Argentina y en la forma de traducir de la Argentina.
Esas “revisiones” y la contratación de traductores de origen español moldearon un estilo que se mantuvo hasta que el crecimiento vertiginoso obligó a contratar traductores argentinos que, en pocos años, eran los más numerosos. Sin embargo, sospecho que las intervenciones dogmáticas, que habría que analizar texto por texto, continuaron bastante tiempo. En la “edad de oro” de la industria del libro argentina, que José Luis de Diego sitúa entre 1939 y 1953, el país producía el 80 por ciento de los ejemplares que se leían en España. Como el mito de las “malas traducciones sudamericanas” corresponde a los años sesenta o setenta no es difícil predecir que en los años anteriores no se debían leer libros “escritos en argentino”.
La lengua es libre
La idea de que las traducciones deben preservar un modelo de lengua está muy presente en los modos de la edición española contemporánea. Que ese modelo sea español no resulta tan raro como la conjetura de que un idioma necesita un paradigma. La lengua castellana dispone de un arsenal intemporal e inmenso de formas estéticas y verbales que no parecen reclamar otro cuidado que una combinación armoniosa. La creencia de que existe un ideal que nos está esperando en alguna caverna es un disparate. La lengua castellana es plural: no se lee, no se escribe, no se traduce del mismo modo. Las inclusiones, las exclusiones, las naturalizaciones o los énfasis son tan variados como las tradiciones literarias nacionales.
Esa pluralidad, en América Latina, fue considerada algo bueno: porque, desde siempre, la percepción de la homogeneidad fue identificada con lo diverso. Parecerse en la creencia de que no importa parecerse o no parecerse permitió que las lenguas castellanas nacionales dialogaran (y se leyeran) con natural imparcialidad en el escenario compartido de la escritura o de la traducción.
Ningún argentino de entonces hubiera juzgado ilegibles los relatos corregidos de la madre de Borges: eran una mímesis de las traducciones que antes llegaban de Francia (cuyos traductores eran españoles) o de las editoriales peninsulares que llevaban bastantes años exportando libros al otro lado del Atlántico. La diferencia española se sumó, con naturalidad, a las diferencias preexistentes entre los países latinoamericanos, cuya convivencia en un mismo idioma jamás produjo ningún debate ni tampoco correcciones mutuas. Al revés no ocurrió lo mismo.
Las traducciones latinoamericanas, sólo visibles durante escasos años, produjeron incredulidad. Hiato que no pudo subsanar la lectura de escritores transatlánticos que usaban las mismas palabras que parecían irreverentes. ¿La razón? Esos escritores fueron (y son) considerados extranjeros en España y las variaciones léxicas meros rasgos de estilo, una rareza admisible.
La rara inmortalidad de los traductores argentinos
Más tarde, la recuperación editorial en España, el traslado de fondos editoriales a la Península y lo barato que resultaba no pagar derechos convirtió a las traducciones argentinas en un borrador que correctores locales debían enmendar para hacerlas “legibles”. La práctica extensa tuvo (y tiene) modalidades. El plagio directo que borra el nombre del traductor y lo sustituye por el que hizo la desargentinización o por un pseudónimo. El plagio florido, que no excluye a las traducciones de Borges, que consiste en utilizar sinónimos, a veces los más raros, para que no coincida ninguna palabra a pesar de que el ritmo sintáctico y el movimiento de la prosa (y la traducción) sean los del traductor original. El plagio demoledor, que busca injertar como sea el argot contemporáneo para que la obra se vea renovada pese a que la versión se hizo hace 50 años. El plagio eterno, que trata de revistar hasta el exterminio traducciones como Cumbres borrascosas de María Rosa Lida publicada en Sur en 1938. Etcétera.
Declarar incompetentes a los lectores peninsulares para entender variaciones que no fueran las propias los apartó de esa identificación con la diferencia: el único paradigma de una lengua común. Fue como un boomerang. En 1938, un lector latinoamericano no quedaba prisionero del misterio leyendo una traducción española. Ahora sí.
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