viernes, 29 de septiembre de 2017

La necesidad de decir cómo fueron las cosas

Para quien no lo sepa, Andrés Ehrenhaus ha sido un motor imprescindible en el impulso del proyecto de Ley de Traducción Autoral del que, en numerosas ocasiones, este blog se ha ocupado. Los hechos demuestran que ahora, tal vez por un exceso de oportunismo de alguno de los “compañeros”, ese esfuerzo parece haberse estancado, lo cual constituye una verdadera tragedia. Para dejar en claro su posición, Ehrenhaus nos ha enviado el siguiente texto que, entendemos, ofrece motivos de reflexión.
  
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Sépase: en mayo de 2017 decidí dar un paso al costado y dejar de pertenecer al frente de apoyo al proyecto de Ley de Traducción Autoral, una estructura creada algunos meses atrás con el fin de ampliar la plataforma de soporte de esa propuesta reivindicativa. Cuando tomé mi decisión, la anuncié en el ámbito del frente, exponiendo, quizá de manera un tanto apresurada y torpe, mis razones en el grupo de Facebook que se utilizaba hasta entonces (ignoro si aún es así) como medio interno de comunicación, discusión e información. No obstante, y a raíz de algunos comentarios que me han llegado de miembros del propio frente o de otras personas afines al proyecto de ley y en vista de que nuestra memoria histórica es más corta que la de Dory en Buscando a Nemo, tal vez haya llegado el momento, pasados algunos meses ya, de hacer explícitos y públicos los motivos de mi decisión en un medio abierto como éste y evitar así mayores malentendidos.  Seré todo lo breve y claro que mi elocuencia lo permita.

Desde que emprendimos en abril de 2013, junto a otros tres compañeros traductores, la dantesca quijotada de enmendar la Ley 11.723 (el reglamento argentino de Propiedad Intelectual, en vigor desde 1933) primero y, después, la de promover la aprobación de una ley específica que proporcionara un marco sensato y justo al ejercicio de la traducción editorial en Argentina, uno de los aspectos que más me interesaron y absorbieron fue la necesidad de reconocer y describir en el cuerpo mismo de la ley el estado real de la profesión y los profesionales implicados, para así poder regular su actividad desde una perspectiva objetiva y no idealizada o excluyente. A grandes rasgos, hay dos maneras de legislar: observando el fenómeno tal cual es y proponiendo normas ajustadas a esa realidad o forzarlo a ajustarse a supuestos y condiciones ideales, incluso si son lejanas a su naturaleza. Entre una y otra, la diferencia funcional es notable.

Se trataba, pues, de hacer frente a las reivindicaciones genuinas de un sector activo y productivo, de larga tradición en la expresión cultural del país y más significativo para la industria editorial de lo que a menudo preferimos suponer. En una actividad como la traducción editorial, histórica y conceptualmente ligada a la creación literaria, la heterogeneidad del medio profesional y laboral es una de las características primordiales: quienes ejercen, a tiempo completo (los menos, por no decir los minimísimos), parcial o esporádico la traducción de libros en Argentina provienen de las más variadas procedencias. Paradójicamente, quienes más traducen hoy por hoy (puesto que el corte ha de hacerse siempre desde el presente) suelen contar con una formación amplia, sí, pero ecléctica y no necesariamente ligada a una titulación específica. Así, pues, no solo algunos de nuestros mejores traductores sino también algunos de los más prolíficos carecen de un título oficial que los acredite como tales. Su título es su trabajo. Su autoridad es su obra. Su prestigio y aceptación son públicos antes que académicos.

En consonancia con esta insoslayable realidad, los proyectos propuestos (el primero con vigencia parlamentaria entre 2013 y 2015; el segundo, entre 2015 y 2016) ofrecían, en su artículo 2º, la definición más objetivamente descriptiva (y, en consecuencia, la más inclusiva e incluyente) de la figura del traductor: aquel que realiza“la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación profesional”. Huelga decir que esta definición ponderada, reflejo de una realidad fácilmente comprobable, generó una gran controversia y puso en guardia a varios sectores aledaños a la traducción editorial propiamente dicha. Esas reacciones y las sucesivas polémicas y confrontaciones, algunas más públicas y constructivas que otras, están recogidas en este exhaustivo artículo (“Dígame Licenciado…”, Laura Fólica, El Taco en la Brea nº 5,UNL). Fui siempre de la opinión de que esas batallas dialécticas nos habían enriquecido y fortalecido. Por dos motivos esenciales: por un lado sirvieron para trazar un mapa más claro del campo específico de competencia de la ley, ya que la frase urticante (“cualquiera sea su formación profesional”) permitió discernir claramente entre partidarios de regular una realidad laboral en franco desamparo legal y partidarios de mantener el status quo imperante o, en su defecto, de fiscalizar el campo profesional mediante instancias académicas o colegiales; por el otro, y en vista del resultado de los debates, generó mayor cohesión entre los primeros, que éramos, además, quienes veníamos militando esa causa desde el principio.

No obstante, a partir de la pérdida de vigencia del segundo proyecto, resurgió en el seno del frente, con cierta fuerza y bastante consenso, todo hay que decirlo, la propuesta de renunciar a la frase urticante como demostración de buena voluntad y no beligerancia para con los sectores que se habían opuesto y se seguían oponiendo a ella (a pesar de que una ley de traducción autoral no se insmiscuía directamente en sus intereses profesionales) con mayor virulencia. Cuando intenté oponerme a esa pérdida de valor intrínseco del proyecto con diversos argumentos que no voy a exponer aquí para no abonar al lector al aburrimiento, se me dijo públicamente en el grupo de FB del frente que mi insistencia era un capricho que retardaba la marcha de un proceso en el que yo mismo llevaba invertidos cinco años y una incalculable cantidad de esfuerzo, ilusión y horas de trabajo robadas a mi actividad principal, cual es la de traducir. Reconozco que no me dolió tanto esa poco feliz y banal acusación como el hecho de que ningún frentista saliera públicamente en mi defensa, de modo que tomé el silencio colectivo por acuerdo tácito y renuncié a seguir retardando con mis caprichos el devenir de un proyecto mucho más importante que mis convicciones personales.

Desde entonces, he pensado unas cuantas veces en la decisión tomada y en la deriva que fueron tomando las cosas. No me arrepiento de haberme apartado. En primer lugar, porque sé que habría seguido insistiendo en que cortarle al articulado de la ley precisamente ese apéndice crucial equivalía a pincharla con un alfiler simbólico para que se fuera desinflando de a poco; mucha gente había apoyado esa definición como para pegarnos un tiro en el pie y renunciar a ella con el único objeto de contentar a los de afuera. En segundo lugar, porque en mi idea de un frente abierto de colegas no entra en modo alguno, ni siquiera en sueños o en broma, la denostación pública ad hominem. Y, en tercer lugar, porque nadie es imprescindible en ningún caso y mucho menos yo. Dejar el frente es, pues, una decisión política, una decisión política consciente y entusiasta, además de inquebrantable. Lo cual no obsta para que desee que el proyecto nuevo que eventualmente impulse el frente o cualquier otra instancia llegue a feliz término. Espero, eso sí, que salgamos favorecidos de ello tanto los traductores titulados como los no titulados –de hoy y de mañana. De no ser así, el dolor ya pasaría a ser triple.

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