Guillermo Piro –¿quién si no?– reflexiona en la siguiente
columna sobre la relación que existe entre el libro y los poderosos. Lo hace en
su columna dominical del diario Perfil, publicada el 13 de agosto pasado.
El libro como atributo del poder
En un artículo publicado el martes pasado en Le Monde, Guillemette Faure se pregunta
cuál es hoy el rol del libro –entendido como objeto de papel– en el momento en
que las personas poderosas –políticos o grandes empresarios– deciden comunicar
sus gustos y aptitudes intelectuales. En un tiempo era importante dedicarle un
tiempo, cada mañana, a leer la mayor cantidad de diarios y revistas posible.
Con la llegada de internet, ese rito en gran medida desapareció: hoy es más
normal leer artículos a lo largo del día, en los momentos libres, en la tablet o en el smartphone. Pero la foto de un político mirando su iPhone no comunica lo mismo que otro
inmerso en la lectura del Wall Street
Journal, y es por eso que el libro se volvió un objeto que, en palabras de
Faure, “encarna la capacidad de resistir a las distracciones inmediatas, de
permanecer concentrados en algo por más de dos horas. Es la antidispersión”.
En su retrato oficial, Emmanuel Macron tiene
sobre el escritorio un ejemplar abierto a la mitad de las Memorias de guerra,
de Charles De Gaulle, y dos libros más –cerrados– con obras de Stendhal y André
Gide. Pero en la misma foto se ven dos smartphones,
como si el realizador de la puesta en escena –ni el fotógrafo ni el propio
Macron: alguien más– hubiese querido que la imagen tradicional e intelectual de
los libros estuviera ligada a algo más contemporáneo. Hablando de sus hábitos
de lectura, Barack Obama, refiriéndose a la profundización y la concentración
necesarias para leer un libro, le dijo al New York Times que no le gustan las
cosas superficiales. Al igual que muchos políticos –que todos, podríamos
decir–, dijo que ama leer biografías, porque lo ayudan a recordar que la época
en que vivimos no es tan complicada, después de todo. Pero también le gustan las
novelas, porque estimulan una parte del cerebro que el trabajo de presidente
suele relegar. Le divirtió leer la novela El
problema de los tres cuerpos, de Liu Cixin, acerca del destino del
universo, porque sus problemas en el Congreso, comparados con los que tenían
lugar en el libro, le parecían “frívolos, algo de lo que no valía la pena
preocuparse”.
Bill Gates es uno de los empresarios más
conocidos por su pasión por los libros: cada verano se toma el trabajo de
explicar cuáles, de los que leyó en el año, le gustaron más. En 2015, Mark
Zuckerberg dijo que se había planteado la meta de leer un libro cada 15 días,
creando una página de Facebook en donde los usuarios discutían acerca de los
libros que él leía. Timothy Ferriss, autor de un libro de entrevistas a 250
personas exitosas, dijo que dejó de preguntarles cuáles eran sus libros
preferidos porque por lo general respondían citando el libro que acababan de
leer, o uno que habían leído cuando eran jóvenes. Descubrió que era más
interesante preguntarles qué libro recomendaban más.
El primer ministro francés, Edouard Philippe,
dice: “Marguerite Yourcenar me acompaña en las tomas de decisiones de
presupuesto” (no lo dice, pero debe de estar leyendo Memorias de Adriano). Philippe, que lee, critica a los políticos
que no lo hacen, como Nicolas Sarkozy, que una vez confesó haber leído el 70%
de Guerra y paz, de Tolstoi, y
François Hollande, que más de una vez admitió no leer y no sentirse avergonzado
por eso. “Esperamos que los políticos tengan una visión del mundo. ¿Dónde la
encuentran? ¿En la cotidianeidad?”. Eso se pregunta Tony Schwartz, autor de la
más famosa biografía de Donald Trump, aparecida en 1987, El arte de vender. El año pasado, Schwartz le contó al New Yorker que en los 18 meses que pasó
trabajando con Trump nunca lo vio abrir un libro. Según Schwartz, “Trump nunca
leyó un libro en toda su vida adulta”.
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