En esta tercera entrega de la encuensta realizada por el suplemento La Opinión Cultural, quien responde es el crítico, docente y traductor Enrique Pezzoni, del cual recientemente se comenzó a reeditar parte significativa de su obra ensayística.
Respuesta de Enrique Pezzoni
¿Traducción “creativa” versus traducción “literal”? Poco sirven rótulos tales para dilucidar el fenómeno de la traducción (hablo de la traducción literaria, desde luego, y no de la científica que plantea otro tipo de problemas). En materia de traducción literaria ésta no puede ser sino creativa. Como lo es toda lectura de un texto.
No hay peor traducción que la llamada “literal” y que en verdad debería llamarse “servil”. ¿A quién sirve, ante quién se humilla la traducción literal? Cree reproducir esa red de sonidos y significados de la lengua original, pero no hace más que mostrar hasta qué punto es irreproducible esa trama. La buena traducción es la que “lee” el texto en otra lengua: la que no deja que el texto original se transparente por debajo de la versión y, sin embargo, alude constantemente a las sonoridades, a las visiones del mundo que surgían del texto original. Alude a ellas reinventándolas, no “describiéndolas” ni “explicándolas”. Difícil equilibrio entre libertad y sujeción que a la vez se parece y se diferencia de la del creador original.
Es muy difícil en este sentido, recomendar qué tipo de lengua deberá emplear el traductor. Sobre todo, el traductor de lengua española, que debe dirigirse a un ámbito lingüístico tan vasto, donde existen tantas variedades idiomáticas. Pero yo no recomendaría la neutralidad absoluta (que parecía ser el ideal de los buenos traductores hasta no hace mucho tiempo). El mundo nos ha enseñado que los hombres somos distintos, pero también que hay una zona esencialmente idéntica en la base de todas nuestras diferencias. Creo que el traductor debe atreverse a usar la lengua de su comunidad, con todas sus peculiaridades, pero fijándose un límite; no ha de llegar hasta el extremo en que la reivindicación se vuelva tergiversación y desplazamiento. Traducir una expresión elaborada en lengua coloquial no es reinvención. Creer ver un sentido metafórico en una expresión corriente tampoco es reinvención. Hacer hablar de vos a los personajes de una novela inglesa o francesa es desplazar violentamente un mundo hacia otro mundo. (Creo que no necesito aclarar hasta qué punto era redículo, por otro lado, el hábito de hacer tutearse, con tú, a los personajes en novelas o piezas escritas originalmente en argentino.) Quiero remitirme a un ejemplo. Cuando yo traducía Moby Dick, revisé todas las traducciones existentes. La que hizo un equipo francés dirigido por Jean Giono es fluida, veloz, curiosa e insolente, como suelen ser las traducciones francesas. El texto de Melvilla está escrito en una lengua que mezcla la ironía, el ímpetu, el humorismo, la grandiosidad. En el comienzo mismo, Ismael dice: “…cada vez que en mi alma swe posa un noviembre húmedo y lluvioso…”. Giono y su equipe traducen: “Chaque fois que j’ai le cafard”, es decir, “cada vez que tengo la mufa”. Ese me parece un buen ejemplo de reinvención excesiva. Menos nocivo, sin embargo, que la ausencia total de invención, que la literarliad servil que nada transmite y sólo evoca el espectro de la lengua original.
Los traductores españoles siguen creyendo que el español de España (o de Madrid) es el universal. Desde la época en que los traductores españoles hacían prorrumpir en la exclamación “¡Narices!” a los personajes de Dostoievksy, los españoles piensan que toda peculiaridad de la península no es tal: es la lengua que el resto de los hispanohablantes debemos acatar. Las traducciones españolas suelen ser cómicas para el resto de los hispanohablantes. Tan cómicas como esa traducción que, también en broma, citaba Alfonso Reyes y que mostraba el “Sois sage o ma douleur” de Baudelaire vertido al arrabalero porteño: “¡Araca corazón, calláte un poco!”.
¿Los problemas que aquejan al traductor? Dejo de lado los personales (desconocimiento de la lengua de la cual traduce, torpeza en el manejo de la propia, ignorancia de las realidades extratextuales a que alude el texto). Los otros problemas son la falta de reconocimiento como creador de que es objeto el traductor. Y que se muestra en la parquedad con que se lo remunera. Se me dirá que otro tanto ocurre con el poeta o el novelista. Poetas y novelistas no escriben (o no deberían escribir) sólo para ganar dinero (aunque no veo por qué no han de ganarlo, si no se prostituyen). Pero poetas y novelistas acomodan sus vidas de manera que puedan persistir en su trabajo durante el tiempo que necesitan. El mal pagado traductor por lo general debe cumplir con plazos más o menos rígidos. Y para ganarse la vida no puede sino acumular traducciones y reducir el tiempo que puede destinar a cada una. Yo he padecido en épocas de cesantías o renuncias a mi profesión de docente, esas premuras. De ellas quedan algunas pruebas en mis traducciones: por ejemplo, a un personaje de Julien Green le hago ponerse en el bolsillo del saco un “portafolios” (portefeuille: billetera). Esos casos no son caso de infidelidad. Las editoriales serias los prevén y suele haber correctores que los detectan y salvan. Más grave, insisto, es la traducción humillada y servil que no registra errores, pero que es toda ella un error de lectura, de apreciación, de buen gusto, de fluidez. No sé qué aconsejar a los traductores en cuanto al problema de su remuneración. Quizá una agremiación que los haga defenderse y no traicionarse mutuamente aceptando pagas mezquinas.
No hay peor traducción que la llamada “literal” y que en verdad debería llamarse “servil”. ¿A quién sirve, ante quién se humilla la traducción literal? Cree reproducir esa red de sonidos y significados de la lengua original, pero no hace más que mostrar hasta qué punto es irreproducible esa trama. La buena traducción es la que “lee” el texto en otra lengua: la que no deja que el texto original se transparente por debajo de la versión y, sin embargo, alude constantemente a las sonoridades, a las visiones del mundo que surgían del texto original. Alude a ellas reinventándolas, no “describiéndolas” ni “explicándolas”. Difícil equilibrio entre libertad y sujeción que a la vez se parece y se diferencia de la del creador original.
Es muy difícil en este sentido, recomendar qué tipo de lengua deberá emplear el traductor. Sobre todo, el traductor de lengua española, que debe dirigirse a un ámbito lingüístico tan vasto, donde existen tantas variedades idiomáticas. Pero yo no recomendaría la neutralidad absoluta (que parecía ser el ideal de los buenos traductores hasta no hace mucho tiempo). El mundo nos ha enseñado que los hombres somos distintos, pero también que hay una zona esencialmente idéntica en la base de todas nuestras diferencias. Creo que el traductor debe atreverse a usar la lengua de su comunidad, con todas sus peculiaridades, pero fijándose un límite; no ha de llegar hasta el extremo en que la reivindicación se vuelva tergiversación y desplazamiento. Traducir una expresión elaborada en lengua coloquial no es reinvención. Creer ver un sentido metafórico en una expresión corriente tampoco es reinvención. Hacer hablar de vos a los personajes de una novela inglesa o francesa es desplazar violentamente un mundo hacia otro mundo. (Creo que no necesito aclarar hasta qué punto era redículo, por otro lado, el hábito de hacer tutearse, con tú, a los personajes en novelas o piezas escritas originalmente en argentino.) Quiero remitirme a un ejemplo. Cuando yo traducía Moby Dick, revisé todas las traducciones existentes. La que hizo un equipo francés dirigido por Jean Giono es fluida, veloz, curiosa e insolente, como suelen ser las traducciones francesas. El texto de Melvilla está escrito en una lengua que mezcla la ironía, el ímpetu, el humorismo, la grandiosidad. En el comienzo mismo, Ismael dice: “…cada vez que en mi alma swe posa un noviembre húmedo y lluvioso…”. Giono y su equipe traducen: “Chaque fois que j’ai le cafard”, es decir, “cada vez que tengo la mufa”. Ese me parece un buen ejemplo de reinvención excesiva. Menos nocivo, sin embargo, que la ausencia total de invención, que la literarliad servil que nada transmite y sólo evoca el espectro de la lengua original.
Los traductores españoles siguen creyendo que el español de España (o de Madrid) es el universal. Desde la época en que los traductores españoles hacían prorrumpir en la exclamación “¡Narices!” a los personajes de Dostoievksy, los españoles piensan que toda peculiaridad de la península no es tal: es la lengua que el resto de los hispanohablantes debemos acatar. Las traducciones españolas suelen ser cómicas para el resto de los hispanohablantes. Tan cómicas como esa traducción que, también en broma, citaba Alfonso Reyes y que mostraba el “Sois sage o ma douleur” de Baudelaire vertido al arrabalero porteño: “¡Araca corazón, calláte un poco!”.
¿Los problemas que aquejan al traductor? Dejo de lado los personales (desconocimiento de la lengua de la cual traduce, torpeza en el manejo de la propia, ignorancia de las realidades extratextuales a que alude el texto). Los otros problemas son la falta de reconocimiento como creador de que es objeto el traductor. Y que se muestra en la parquedad con que se lo remunera. Se me dirá que otro tanto ocurre con el poeta o el novelista. Poetas y novelistas no escriben (o no deberían escribir) sólo para ganar dinero (aunque no veo por qué no han de ganarlo, si no se prostituyen). Pero poetas y novelistas acomodan sus vidas de manera que puedan persistir en su trabajo durante el tiempo que necesitan. El mal pagado traductor por lo general debe cumplir con plazos más o menos rígidos. Y para ganarse la vida no puede sino acumular traducciones y reducir el tiempo que puede destinar a cada una. Yo he padecido en épocas de cesantías o renuncias a mi profesión de docente, esas premuras. De ellas quedan algunas pruebas en mis traducciones: por ejemplo, a un personaje de Julien Green le hago ponerse en el bolsillo del saco un “portafolios” (portefeuille: billetera). Esos casos no son caso de infidelidad. Las editoriales serias los prevén y suele haber correctores que los detectan y salvan. Más grave, insisto, es la traducción humillada y servil que no registra errores, pero que es toda ella un error de lectura, de apreciación, de buen gusto, de fluidez. No sé qué aconsejar a los traductores en cuanto al problema de su remuneración. Quizá una agremiación que los haga defenderse y no traicionarse mutuamente aceptando pagas mezquinas.
Enrique Pezzoni (Buenos Aires, 1926 -1989) fue crítico literario, docente y traductor (entre muchas otras obras se mencionan las novelas El bosque de la noche, de Djuna Barnes, Moby Dick de Herman Melville, y de Vladimir Nabokov, Lolita –cuya versión publicada por Sur y luego por Anagrama fue firmada por "Enrique Tejedor"–así como poemas de T. S. Eliot, que firmó junto con Alberto Girri).
A lo largo de su carrera se desempeñó como secretario de redacción de Sur, asesor literario de Editorial Sudamericana, profesor de Teoría y Análisis Literario y director del Departamento de Letras de la Universidad de Buenos Aires. También enseñó en varias universidades de Estados Unidos y de Inglaterra.
El texto y sus voces (1986) es el único libro que publicó en vida. Parte de sus clases fueron compiladas en 1999 por Annick Louis en el libro Enrique Pezzoni lector de Borges (Lecciones de literatura 1984-1988).
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